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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Cuentos dispersos (2 page)

BOOK: Cuentos dispersos
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Por otra parte, también fuera de la selva la vida de Quiroga fue un continuo desafío, un situarse siempre en el borde. Viajaba en moto, manejaba como un loco, todo lo que hacía parecía colocarlo al filo de la muerte; desde ese filo, sin embargo, era un amador empedernido de la vida. De todo esto da cuenta su narrativa.

Sus cuentos tienen, entonces, una doble fascinación: se instalan como sistemas cerrados, rigurosos, exponentes magistrales del género cuando Quiroga alcanza el máximo de su excelencia. Y muestran, a retazos y reformuladas, su experiencia de vida y su visión del mundo.

En general, una recopilación de cuentos es un recorrido de vida en más de un aspecto. El cuentista va experimentando cambios de escritura, de ámbito, va moviendo a lo largo de su vida el centro de su interés, de modo que, involuntariamente, va llevando en sus cuentos un registro de los cambios. La novela se constituye siempre como una totalidad, un hecho literario que debe tener una unidad aunque su autor haya venido trabajando en ella durante veinte años; los cambios, los crecimientos, afectarán en algún momento del proceso a la totalidad y el resultado será único. Los cuentos, en cambio, son hechos unitarios, corresponden a una época, a un modo de la escritura, a una manera singular de registrar la experiencia vivida y de elegir las experiencias
narrables
. En casos como el de Quiroga, además, lo vivido —sobre todo lo vivido en la selva— suele emerger luminosamente, constituyendo lo más excepcional de su narrativa.

Hay cuentos antológicos: “La gallina degollada”, “El almohadón de plumas”, “El hombre muerto”, “A la deriva”, “Un peón”, “El hijo”; podrían —entre otras posibles— constituir una breve selección canónica. Y hay, sin duda alguna, un libro que, como totalidad, es antológico,
Los desterrados
, donde Horacio Quiroga consigue fundir todas sus cualidades literarias. Y cuando hablo de cualidades literarias no sólo me refiero al rigor formal, a la precisión de los adjetivos, a lo ajustado de la estructura: hablo, sobre todo, de su capacidad de
saber al otro
, de verse incluso a sí mismo como
el otro
(ocurre en “El techo de incienso”), de captar la grandeza y la locura que alientan en seres marginales: bandoleros, matones, mensús, hombres que a veces, apenas con dos líneas, queden definidos de manera imborrable. Quiroga dice de todos ellos: «No son tímidos gatitos de civilización los tipos que del primer chapuzón o en el reflujo final de sus vidas han ido a encallar allá» (“Tacuara-Mansión”). Hombres en la frontera que huyen de algo o que ya no tienen nada que perder o que entienden la vida como un permanente desafío, una lucha inútil contra la adversidad: ése es el mundo de
Los desterrados
. Cada una de sus historias da cuenta de uno o de varios de estos personajes, que a veces se definen con sólo hablar, porque ésa es otra de la virtudes de Quiroga: la de encontrar el habla (y por lo tanto conocer la psicología profunda) de sus personajes. «A vos, negro, por tus motas, te voy a pagar dos pesos y la rapadura. No te olvides de venir a cobrar a fin de mes», le dice el estanciero a João Pedro, en el cuento que le da título al libro. Y más adelante, João Pedro al estanciero: «Eu vengo a quitar a você de en medio. Atire você primeiro, e não erre». El episodio termina de este modo, con una sintaxis que no tiene nada que envidiarle al mejor Borges, sólo que compuesta algunas décadas antes: «El estanciero apuntó, pero erró el tiro. Y también esta vez, de los dos hombres regresó uno solo». Éstos son apenas unos ejemplos de la manera en que Quiroga crea para cada personaje una sintaxis y un lenguaje, y de la economía con que puede contar, elusivamente, un acontecimiento tan poco trivial como la muerte. Para comprender además su grandeza, su capacidad de saber que los hombres son capaces de dejar la vida por el sueño de una felicidad que no van a alcanzar nunca, basta leer el final de este mismo cuento, en que João Pedro y su compadre Tirafogo mueren atrapados en un espejismo que los hace momentáneamente dichosos.

La manera elusiva es constante en la mejor escritura de Quiroga. Van-Houten, otro personaje inolvidable del libro
Los desterrados
, es descrito de esta manera: «Lo-que-queda-de-Van-Houten, en razón de que le faltaban un ojo, una oreja y tres dedos de la mano derecha (…) En el resto era un hombre bajo…» Repárese en lo sutilmente humorístico de ese «en el resto». Hacia el final Van-Houten será descrito con esta economía: «Hombre guapo para la piedra y duro para morir en la mina». A su vez, Van-Houten describe así a un milanés, compañero de trabajo: «Cuando no estaba borracho, era un hombre duro para el trabajo». No hace falta más. En ese mismo cuento, Quiroga describe así la caída de Van-Houten en un pozo: «Allá arriba, apareció la cabeza de mi hermano, gritándome. Y cuanto más gritaba, más disminuía su cabeza y el pozo se estiraba y se estiraba hasta ser un puntito en el cielo». Manera sucinta de contar a través de su propia percepción cómo el personaje se va hundiendo. El mismo mecanismo se utiliza en este párrafo: «Desde el río en tinieblas vi brillar todavía por largo rato la ventana iluminada. Después la distancia la apagó». Basta con detenerse un momento en la belleza de esta luz de una ventana que es apagada por la distancia para prepararse a los hallazgos que nos deparará la prosa de Quiroga. Y basta con atender a la descripción que el propio Quiroga hace de algunos de sus personajes para atisbar la fascinación que tendrá para nosotros esa gente por descubrir: «Así Juan Brown, que habiendo ido por sólo unas horas a mirar las ruinas, se quedó veinticinco años allá; el doctor Else, a quien la destilación de naranjas llevó a confundir a su hija con una rata; el químico Rivet, que se extinguió como una lámpara, demasiado repleto de alcohol carburado». A los que habría que agregar los ya citados Van-Houten, João Pedro y Tirafogo, o Corazón-Lindito (“La cámara oscura”), y Orgaz, extravagante jefe del Registro Civil, cuya función principal parece ser la de luchar obsesivamente contra las goteras de su techo de incienso. En estos dos últimos cuentos, además de que puede rastrearse el propio Quiroga tomado como personaje (como narrador, en “La cámara oscura”, como protagonista en “El techo de incienso”), se advierte nítidamente un rasgo que también atraviesa otros cuentos de Quiroga, pero en el que se repara poco: el humor. Como si costara aceptar que un autor que se adentró de esta manera en el horror y en la muerte tuviera, como los tiene, brillantes y a veces ácidos ramalazos de humor. Tal vez la frase de Isidoro Blaisten: «El humor es la penúltima etapa de la desesperación» eche alguna luz sobre esta aparente contradicción.

En cuanto al horror, en el que es especialista, su eficacia reside en la maestría con que omite el punto culminante de ese horror, dejando a cargo de la imaginación del lector la tarea de hacerlo crecer hasta lo intolerable. Bastan dos ejemplos, seguramente sus dos cuentos más célebres, y entre los mejores que se hayan escrito dentro de ese campo en la narrativa latinoamericana: “El almohadón de plumas”, donde la pequeña y fría aclaración en el final provoca en el lector un escalofrío que persiste, como persiste para siempre el estremecimiento que produce el vaciamiento del ojo en “El gato negro”, de Poe, y “La gallina degollada”, donde la ferocidad real ocurre detrás de una puerta que el autor no abrirá nunca, aunque nos haya proporcionado datos colaterales tan nítidos que querríamos detener a la imaginación para no enterarnos de lo que, lentamente, ha sucedido del otro lado.

Como el horror, también lo —en apariencia— fantástico suele hundir sus raíces en la realidad. Cierto que hay cuentos genuinamente fantásticos (“El espectro”, por ejemplo, donde la fascinación temprana de Quiroga por el cine hace que se anticipe en muchas décadas a Woody Allen, al intercambio entre los personajes de la pantalla y los de la realidad que consigue Allen en esa hermosa historia de amor que es
La rosa púrpura del Cairo
; sólo que en “El espectro”, además del amor están presentes la culpa y la muerte). Pero, en la mayor parte de los casos, el efecto fantástico suele tener su origen en las alucinaciones y en la locura: ocurre en “El síncope blanco”, ocurre en un cuento especialmente conmovedor: “El hijo”.

No tiene demasiado sentido discutir si los cuentos de Quiroga que adoptan el punto de vista de un animal podrían o no considerarse fantásticos. En última instancia, sólo se trataría de una cuestión de clasificaciones. Lo que sí vale la pena destacar es que, igual que “Midelienzo”, de Tolstoi, o “Cocó”, de Maupassant, cuentos como “La insolación”, el “El alambre de púa” o las dos partes de “Anaconda” muestran el amplísimo registro del punto de vista de su autor, su profunda capacidad de comprensión, que no sólo se constituye en personajes humanos singulares (o captados en su singularidad); también en ciertos animales desde los cuales Quiroga expresa una percepción desusada de la naturaleza y el estado de perplejidad ante la conducta inexplicable de ciertos hombres. Hay otra clase de identificación con los animales, que sí se puede vincular con lo fantástico o, mejor, con lo fabuloso. El caso de animales que hablan y que, a veces, se comportan como humanos sucede en “La señorita leona” y en “Juan Darién”, exponentes certeros de una lucha interior sin solución entre lo civilizado y lo salvaje.

En cuanto al aspecto social en su literatura, aun cuando Quiroga tiene el talento de no hacer explícito su mensaje, por el mero hecho de encarar de la manera en que encara a ciertos personajes marginales y muestra a la naturaleza amenazada de destrucción por la ambición de los hombres, su ideología va emergiendo con claridad. Sin embargo, en algunos cuentos o fragmentos de cuentos, lo social pasa a primer plano. Es el caso de “La igualdad en tres actos”, cuento lúcido respecto de lo que entienden por igualdad las buenas conciencias. Las luchas sociales aparecen lateralmente en el cuento “Los desterrados”. «Para mayor extravío, iniciábase en aquellos días el movimiento obrero, en una región que no conserva del pasado jesuítico sino dos dogmas: la esclavitud del trabajo para el nativo, y la inviolabilidad del patrón. Viéronse huelgas de peones que esperaban a Boycott, como a un personaje de Posadas, y manifestaciones encabezadas por un bolichero a caballo que llevaba la bandera roja, mientras los peones analfabetos cantaban apretándose alrededor de uno de ellos para poder leer la Internacional». Y constituyen la temática del cuento en “Los precursores”, donde se cuentan estos mismos hechos, pero ahora como cuestión central, con el agregado de la fascinación que adquiere aquí el relato mismo, a la luz —enrarecida— del habla coloquial y la mirada singular de un mensú.

Malhumorado, desbordante, de complicadas relaciones matrimoniales (como reflejo de esto, vale la pena detenerse en la ferocidad de ciertas peleas entre marido y mujer narradas en algunos de sus cuentos), tierno con los chicos y con ciertos animales, obsesivo, maestro impar de cuentistas (porque no sólo desentrañó los mecanismos del cuento; también, como quien deja un legado, ordenó esos mecanismos para los otros: “Los
trucs
del perfecto cuentista”, el “Manual del perfecto cuentista” y el “Decálogo del perfecto cuentista” son textos que un aprendiz de narrador no debería ignorar), todo esto conforma al hombre que vamos armando a través de su escritura y del testimonio de quienes lo conocieron. Dos fragmentos de Martínez Estrada dan cuenta de su arbitrariedad y sus humores contradictorios: «Gran importancia para nuestra amistad tuvo la tarde indeleble en casa de Norah Lange (…) Quiroga estaba retozón, comunicativo, desbordante, locuaz como nunca lo oí. El patio parecía un jardín de infantes. Allí lo conocí como era realmente». Y en otro texto: «Abrí la puerta para recoger el diario y encontré a Quiroga sentado en un escalón del umbral. A pesar del calor, tenía puesto el enorme casacón de cuero, al que le había hecho un hilván en la espalda con un hilo de talabartero. Había saltado la verja y leía el diario (…) Estaba de pésimo humor. Había tenido un disgusto en la casa. Como le acaecía en trances análogos, tartamudeaba. Su resolución era sencilla y extrema: no volvería más a Vicente López. Me preguntó si tenía comodidades para albergarlo por unos días».

Éste es el escritor que no sólo contó la vida (la pasión múltiple que implica la vida); también, y de manera excepcional, contó
la muerte como acto de vida
. Se adentró como pocos en la incredulidad, en la rebeldía, en la esperanza engañosa del hombre que sabe —que no está dispuesto a aceptar— que se está muriendo. Sus personajes se resisten a la muerte, la pelean hasta el último aliento, por eso son tan dolorosos. Basta leer “El desierto”, donde el hombre que va a morir no puede siquiera concebir algo tan espantoso como el dejar solos y desguarnecidos a sus dos pequeños hijos. Basta leer “A la deriva” y “El hombre muerto”, dos cuentos memorables donde se cuenta ese pasaje, intolerable, inevitable, de la vida a la muerte.

Se ha tratado vastamente el vínculo de Quiroga con la muerte. Muertes violentas las que lo asediaron, además. La de su padre, la de su padrastro, la de su amigo Ferrando (las tres provocadas por armas de fuego), el suicidio con cianuro de su primera mujer y, muchos años después de la muerte de Quiroga, el suicidio de sus hijos Eglé y Darío. Sin duda, desde el observador, desde aquel que mira estas muertes como una totalidad que envuelve y atraviesa a Quiroga, su figura aparece marcada y unívocamente definida por ellas. Pienso, sin embargo, que Quiroga no puede ser bien comprendido a la luz de esas muertes, salvo de una, que lo representa entero: la suya propia. Cuando se entera de que tiene cáncer, se suicida con cianuro. Ese acto de voluntad, esa elección de cerrar su vida sin posibilidad de claudicación, es coherente con el hombre que admiraba el
Brand
de Ibsen y vivió de acuerdo con sus principios implacables, el que resistió la muerte de tanta gente querida y, sin embargo (o por eso), fue capaz de narrar la muerte sin caer en la autocomplacencia del dolor. Cuando salió de una de sus internaciones en el Hospital de Clínicas, poco antes de morir, fue a la casa de Martínez Estrada. Se acostó en la cama, y Martínez Estrada lo cuenta así:

«Quiroga, de espaldas, con las piernas abiertas sobre la colcha, echaba humo como si se le quemara la barba. Estrada (me dijo), ¿no tiene alguna música nueva?» Estrada cuenta que puso la Sexta Sinfonía de Tchaikovsky y luego la Muerte de Isolda, y sigue: «Seguía glorioso, feliz, bajo sus númenes angélicos, olvidado de sus terribles dolencias, de su vejez, de su soledad, de su fracaso, de su pobreza, con su vientre perforado por la cánula de goma y su ignorado cáncer (…) Entrecerraba los ojos, y terminó el disco cuando él arrojó la colilla. Una muerte con
mise en scène
. Lo contemplábamos como a un ángel».

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