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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

De los amores negados (26 page)

BOOK: De los amores negados
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El timbre de la secretaria anunciando la llegada de una cliente la devolvió a su actividad. Dejó la caracola sobre la mesa y continuó buscando el informe. Finalmente hizo pasar a su paciente. Era Ilusión Oloroso, una cuarentona que padecía de pesimismo crónico. Aunque el día estuviese bañado por un sol ardiente, ella siempre decía que iba a llover. Si por algún motivo reía, un minuto después aseguraba que esa risa le traería muchas lágrimas. Si algo le salía bien, ella ya esperaba el castigo. Si alguien le alababa en algo, las alabanzas le traerían el maleficio. Todo lo que la rodeaba estaba cargado de malos pronósticos. Ahora que efectivamente soplaba un viento destemplado y gélido, nada usual en Garmendia del Viento, Ilusión Oloroso estaba más pesimista que nunca. No le cabían más amuletos en su cuello ni estampitas de santos en su bolso. Llevaba tal revuelto de talismanes que un día iba a caer fulminada por tantas fuerzas ocultas; entre las patas de conejo, los colmillos de iguanas, los huesos horquetados de gallina rubia, los pelos de elefante, los cuarzos y las piedras, Ilusión empezaba a andar gibosa y cansada; claro que ella lo atribuía al peso de sus infortunios, pues si algo llevaba a sus espaldas era sus toneladas de dolores inventados, muchos de los cuales empezaban a ser realidades palpables, ya que nada llega a atraer más al fracaso que el sentirse fracasado. Fiamma le había llegado a estimular sus miedos, tratando de que los transformara en fuerza; estaba convencida que nunca se llegaba a ser valiente si, antes, no se había tenido miedo. Creía firmemente que un temor bien administrado era generador de grandes acciones. Había practicado con Ilusión durante semanas la acumulación de miedo, estimulando el alumbramiento del valor sin resultados.

Ese día, a Ilusión Oloroso le habían pasado, según ella, cosas terribles: se le había derramado la sal en el desayuno; le había aparecido roto el espejo de la cajita de maquillaje; se le había cruzado un gato negro en el camino; había pasado por debajo de una escalera y, para acabar de rematar, había abierto un paraguas dentro de su casa; estaban todos los ingredientes servidos para que se diera una gran desgracia. En verdad, lo que tenía a Ilusión Oloroso hundida en su pesimismo y tristeza era que la gran catástrofe que llevaba vaticinando desde hacía tanto tiempo se estaba demorando en llegar; en el fondo, quería afirmar ante todos la razón que tenía cuando pronosticaba adversidades.

Ante tanto presagio narrado, Fiamma terminó contagiándose de temor y acabó dándole la razón a su paciente: algo malo iba a suceder. Se miró sus dedos, que todavía vestían el riguroso luto de la mariposa Y se quedó pensativa, recordando aterrorizada la dolorosa decisión que había tomado.

Tuvo un día largo y tendido, silbado de vientos encontrados y escalofríos. Cuando quiso abrir la ventana de su consulta para dejar entrar a
Passionata
que llegaba con otro mensaje, un soplo iracundo hizo desaparecer a la paloma de su vista. Esos días no estaba el viento para mensajerías. Salió arremolinada entre sus malestares sin poder ordenar su cabeza. Los recuerdos de Martín habían actuado como cuchara removedora de dolores; no ver a David le producía un daño casi físico Se había impuesto un sufrimiento estoico que le estaba siendo muy difícil de sobrellevar. Fuera, la esperaba una tristeza alegre.

Las calles de Garmendia del Viento estaban ataviadas con millares de lucecitas, faroles y velas. Era la noche del alumbrado a la virgen, y la gente, a pesar del extraño viento glacial, se había volcado a las calles de la ciudad para cubrir de cera y alegría andenes y balcones. Esa euforia decembrina, en la que Fiamma se sentía totalmente extraña, le hacía vivir más profundamente su tristeza, pues ya se sabe que la felicidad ajena, cuando se está triste, en lugar de regalar contagios de alegría castiga, acentuando como un torturador malvado la desdicha. Entre tanto júbilo, Fiamma terminó por dejarse ir en suave llanto; mientras le resbalaban lágrimas, las risotadas como pañuelos de unos mulatitos le fueron enjugando sus penas; esos niños iban disfrazados de diablos, esqueletos y viudas, y cargaban con un «Año viejo», un muñeco de tela que habían preparado entre todos; lo habían llenado de pólvora hasta las orejas y vestido con ropas gastadas, sombrero y cigarro; lo quemarían en una gran fogata, como era tradición, el treinta y uno de diciembre a las doce de la noche. Al son de maracas y guacharacas los chiquillos fueron rodeando a Fiamma hasta sitiarla por completo; entonces, una niña vestida de viuda negra se le acercó y con la mano del «Año viejo» empezó a secarle su llanto mudo. Fiamma le sonrió al tiempo que extraía de su bolso un billete, que terminó depositando en la sacudida gorra que reclamaba, con su tintineo de monedas, más dinerito. Así se liberó del asedio de «la muerte», pues ese día gris sólo le había faltado eso.

Fiamma, que en su infancia había disfrutado con locura del olor de los abetos, la pólvora, los muñecos nuevos, los buñuelos, la natilla, el bienmesabe, el musgo fresco, en definitiva, del olor a navidad, por primera vez no supo qué hacer con tanto encantamiento desencantado. Los villancicos inundaban las calles; el «tutaina, tuturumaina» no paraba de sonar en la megafonía de las tiendas, mezclándose con las ofertas anunciadas por las campanillas de los papá noeles y los gritos de «mazorca asaada» de los puestos callejeros; esa noche, todo lo que veía y escuchaba Fiamma abofeteaba de recuerdos su corazón; finalmente, tanta marabunta acabó por descorchar y derramar sus nostálgicas reminiscencias infantiles, que vinieron a impregnar de sabor añejo sus adultas penas recién horneadas.

Cuando estaba alcanzando las escaleras de su casa una nube de suspiros corrió el riesgo de ahogarla. No sabía si suspiraba por su niñez, por la ausencia de su madre, por su situación con Martín o por su alejamiento de David. Sus sollozos habían provocado esa compulsión de inhalaciones y exhalaciones pesarosas. Al llegar a la alcoba, un ensordecedor ruido apagó sus quejidos; en el alféizar de la ventana cientos de mariposas blancas azotaban con violencia el vidrio tratando de entrar. En realidad, eran mensajes enviados por David, que con la fuerza del viento chocaban contra el cristal produciendo ese infernal zumbido. Fiamma se acercó a la ventana, y al abrirla la fuerza de los mensajes la lanzó violentamente al suelo, quedando sepultada entre papeles escritos. En ellos, David le rogaba de todas las formas posibles que fuera a verle. No podía aguantar ese castigo; necesitaba arrancarle la ropa a besos; necesitaba amarla; tenían que hablar de muchas cosas. No entendía ese prolongadísimo silencio; estaba celoso hasta del aire que ella respiraba; le pedía que le dijera en qué había fallado, que le hiciera partícipe de sus pensamientos; le pedía que por favor no le castigara más. David Piedra estaba siendo víctima del contraviento helado que soplaba. Padecía lo que se llamaba un «arrebato urgente de amor». Sumergida entre tantos mensajes y con todo el cansancio de su triste día, Fiamma acabó gimiendo desconsolada. Nadie podía verla, y ella había decidido dar rienda suelta a su dolor. Sollozando, recogió los papeles y los escondió rápidamente como pudo. Estaba helada. Las temperaturas bajaban en picado. Fue hasta el balcón y trató de poner unas bombillas para adornar en algo su tristeza, pero cuando acababa de colocarlas el viento arrancó de cuajo todo su trabajo. Vencida, terminó sentada en la hamaca donde tantos ires y venires de su vida se habían bamboleado. Así se la encontró su marido, hundida entre sus pesadumbres e incertidumbres.

Al verla, Martín sintió pena por ella, y aunque dudó en consolarla por temor a ser mal interpretado, se le acercó. Esos días él también había decidido espaciar sus visitas a su amante. Después de su inoportuno encuentro con Fiamma en la Calle de las Angustias, no quería generar ninguna sospecha. En verdad, aún no tenía claro si quería abandonar a Fiamma por Estrella. Tenía un sentimiento extraño por su mujer, una especie de afecto paternalista que se activaba inmediatamente cuando la veía desvalida, y ese era uno de esos momentos. Se sentó a su lado preguntándole cómo le iba. Hacía meses que no sabía de su vida; ella le agradeció el gesto y le mintió, diciendo que le dolía la cabeza y que no se sentía bien, atribuyendo su malestar a una regla descompensada y larga que no acababa de irse. Le dijo que los problemas de sus pacientes la tenían agotada y que necesitaba descansar. Martín le propuso que se fuera de viaje; tal vez le convenía una pequeña temporada de relax; pero ella rechazó la idea, puntualizando que no podía descuidar a sus dientas. Interiormente, Fiamma sabía que lo que necesitaba en esos momentos era aclarar su situación emocional y enfrentarse a la decisión tomada. Necesitaba tomar fuerzas para asumir lo que vendría. Tristemente, dio por zanjada la conversación, aduciendo un cansancio y sueño repentinos. Era el primer diciembre que Fiamma no salía a maravillarse de la iluminación de las viejas callejuelas de Garmendia del Viento; de esa impresionante fiesta visual que daba inicio a las fiestas navideñas. A partir de ese día las casas empezaban a preparar sus pesebres y belenes, las novenas al niño Dios y los bailes en casetas. Las ciudades de hierro, ferias y circos, se instalaban en pueblos y ciudades, llenando de colorido y alegría los ojos y sueños de los más pequeños. Las orquestas más afamadas afinaban sus instrumentos para ofrecer los mejores conciertos mientras los pies de los jóvenes apuraban el paso de última moda. Todo se preparaba para recibir el año nuevo y despedir el viejo. Por las emisoras garmendias volvían a sonar aquellas inmortales canciones decembrinas, como la del «yo no olvido al año viejo, porque me ha dejao cosas muy buenas... me dejó una chiva, una burra negra...» Pero esa noche, sin saberlo, Fiamma no se había perdido de nada, ya que el viento se peleó a más no poder con cuanta vela quiso encenderse. No hubo una sola cera que pudiera derretirse con el calor de su llama. Terminaron escarchadas entre el viento las ganas de homenajear a la virgen. Los meteorólogos no podían situar el origen de tanta descompensación térmica. Algunos lo atribuían a un frente polar despistado que había ido a parar a la franja ecuatorial caribeña. No podían pronosticar nada porque, en las fotografías que les llegaban por satélite, este fenómeno no se manifestaba. Todos los síntomas apuntaban a que podría estarse formando sobre la ciudad un cumulonimbo gigante, esa especie de nube arquetipo de las más inmisericordes inestabilidades; lo raro era que no se apreciaba en ninguna de las imágenes analizadas. Ese diciembre no había podido inaugurarse la Navidad por culpa del tiempo. Muchos años después se recordaría como el único diciembre inexistente, en cuanto a festejos y jolgorios, en Garmendia del Viento.

Mientras Fiamma trataba de conciliar el sueño, Martín se había quedado en la sala fumando su pipa favorita, la Stanwell que Fiamma le había regalado en su viaje a Londres. Iba produciendo compulsivamente bocanadas, tratando de visualizar en ellas sus sentires. Mientras las cabriolas de humo subían le dio por crear en su cabeza dos columnas imaginarias: una, encabezada con el nombre de Fiamma, y otra, con el de Estrella; en ese ejercicio trataría de escribir mentalmente los sentimientos que le unían a cada una. La columna de Estrella se fue llenando rápidamente, mientras que la de Fiamma permanecía casi vacía con un agradecimiento difuso y lineal, un sentimiento de responsabilidad y compromiso engrandecido y un pasado casi olvidado... o poco recordado. La pasión, la alegría, el erotismo, la complicidad, la amistad, la empatía, el futuro, todo había ido a parar debajo del nombre de Estrella. Si todo estaba tan claro, pensó Martín, ¿cómo era que no se decidía de una vez y se dejaba de tanta mentira? Empezó a buscar culpables. Su férrea educación podría ser una de las causas que le mantuvieran retenido junto a Fiamma; aquellos principios inculcados por su padre, o por los curas; estaba seguro que esa extraña y molesta cobardía no provenía de él.

Esa noche, en el lado derecho de la cama, Fiamma con los ojos cerrados y sin poder dormir, anhelaba estar en la Calle de las Angustias, envuelta en los brazos de David. Esa noche, al lado izquierdo de la misma cama, Martín, con los ojos cerrados y sin poder dormir, anhelaba estar en la Calle de las Angustias, durmiendo pegado al cuerpo de Estrella. Ni siquiera la necesidad de calentarse los pies en esa helada noche pudo unirlos.

A la mañana siguiente, los dos arrastraban una ausencia fantasmagórica. Parecían deslizarse transparentes por la casa, queriendo hablar sin voz, tratando de sincerarse aunque sólo fuera por señas. Ninguno de los dos aceptaba la responsabilidad de que su relación se estuviera yendo a pique. Ambos esperaban que el destino decidiera por ellos favorablemente a sus deseos; que incluso fuera él, sin presiones, quien hiciera la mejor elección para no caer en la equivocación propia. Nunca como ahora habían sentido en sus carnes la inconsciente facilidad con que se habían dado el sí aquel día lejano, en la basílica de La Dolorosa. Aquel nudo prieto, que había atado sus vidas, parecía de hierro fundido. ¿Por qué un no costaba tanto de decir? ¿Qué era lo que arrastraba la negación que no poseía una afirmación? ¿Por qué era tan ligero y fácil, tan sonriente y abierto, decir sí? ¿Por qué para llegar a un no se debían atravesar tantos obstáculos? ¿Por qué dolía tanto escucharlo o decirlo?

Los dos desayunaban preguntas sin respuestas. Cuando por fin se indigestaron de ellas, se bebieron sin mirarse dos humeantes tazas de silencio; entre trago y trago, el uno aguardaba la palabra del otro que se quedó sin nacer. Vacías las tazas, se levantaron convencidos de que algo volaría a socorrerles y a arreglar sus desarreglos. Por lo menos aplazarían la decisión para otro día. Ahora, para sobrevivir ambos estaban necesitando un soplo de júbilo.

No podían aguantar sin ver a sus respectivos amores. Eran el agua viva que resucitaba sus días. Ese día, antes de salir, tuvieron que vestirse de pleno invierno, con abrigo, gorro y hasta orejeras.

Garmendia del Viento se estaba convirtiendo en una ciudad helada. Sastres y modistas no daban abasto cortando y cosiendo contra el tiempo cuanta prenda podían; por las calles empezaron a proliferar abrigos, chaquetas, jerséis, bufandas, ponchos, ruanas y pieles; todo era poco para proteger a los garmendios de aquel frío glacial. El mar se empezó a congelar y los peces tuvieron que emigrar raudos a los mares del Sur. Meteorólogos europeos, asiáticos y americanos se reunieron en la ciudad tratando de descubrir, sin éxito, los orígenes del suceso climatológico.

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