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Authors: Laura Restrepo

Tags: #Relato, Drama

Delirio (6 page)

BOOK: Delirio
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Hasta la Araña Salazar, que es tan quisquilloso que retira en seco la pauta publicitaria de cualquier medio de comunicación que ose mencionarlo para bien o para mal, hasta la Araña toleraba que en esas cenas de los jueves en L’Esplanade le hiciéramos bromas sobre lo más sagrado, que es el asunto de su masculinidad, le cuenta a Agustina el Midas McAlister. Esa noche nos bajábamos varias botellas de Brunello di Montalcino, ya por el segundo plato, cuando empezamos a entrarle de lleno al chismorreo sobre sexo, ya sabes, todo ese repertorio de chistes de machos, que si fulano resultó rosqueto, que si tal se come a la mujer de cual, que si el presidente de la República nombró a su amante en la dirección de tal instituto, tú sabes la jugada cómo va, aquí es un don nadie el que no asegura que se ha comido hasta a su madre, y entonces la Araña dijo no sean guaches, no nombren la soga en casa del ahorcado, Hombre Araña qué vaina no me digas que sigues con el problemita ese, no me digas que todavía no se te para, le dijo el Midas palmeándole la espalda, y si la Araña nos toleraba esos lances era porque en el fondo lo hacían sentir mejor, ¿entiendes lo que te digo, nena? En el fondo esas bromas lo consolaban con el engaño de que su drama era pasajero, y es que Midas y los otros sólo le hacían la burla por el ladito y con maña, llevándolo a creer que no sabían de sobra que su impotencia sería imperecedera y no tendría compón. Hombre, Araña, en mi Aerobic’s Center tengo unas santas dispuestas a hacerte el milagro, le soltó el Midas de frente, como retándolo, y la Araña, reticente, No creás viejo, no creás que no lo he intentado todo, coca en la pinga, pomadas de placenta, hasta me mandé traer una coneja de Playboy y lo único que logré hacer con ella fue el papelón. Pero yo le insistía a la Araña, bella Agustina, yo le insistía confiado en el personal femenino que tengo a mi servicio y aprovechando para alardear, Te apuesto lo que quieras, hombre Araña, a que las nenitas del Aerobic’s Center te reaniman a ese entelerido que tienes ahí colgando, y para qué habré abierto la boca, si mi perdición, y también la tuya, mi reina sin corona, empezó cuando Silverstein, Joaco y Ayerbe me cogieron la caña, Ya está, saltaron largo los tres, apuesta casada, todos contra Midas, si las flaquitas esas se la alegran a la Araña, todos le pagamos a Midas; si no, el paganini es él. ¿Y la Araña? En este trance la Araña no apuesta, ni pierde ni gana, la Araña sólo pone el pipí y la buena voluntad. Silver, Joaco y Jorge Luis apostaron de a diez millones por testuz, todos contra Midas y Midas contra todos, si a la Araña se le paraba yo me echaba al coleto los treinta paquetes, pero si perdía… y yo sabía que iba a perder. Así no, qué va, voy al muere, protestó Midas, haciéndose el estrecho aunque ya había decidido que sí, que sí se le medía a la apuesta, ¿entiendes por qué, muñeca brava? Pues porque aunque perdiera ganaba por otro lado. Ellos me llenaban la copa creyendo que si se me subía el vino a la cabeza iba a transar, y entonces yo haciéndome el pendejo le pregunté a la Araña, dime la verdad, Araña Salazar, con juramento sobre la memoria de tu santa madre, ¿lo tienes muerto apenas, o muerto de solemnidad?, y la Araña le juró por su madre que definitivamente muerto no, que a veces sentía cosquillas, remedos de apetencia e incluso en un par de oportunidades un intento de erección. Entonces ya está, dijo el Midas, meto para ésa, pero me tienen que dar tres chances, o sea, que si falla el primero nos vamos para el segundo, y si falla el segundo todavía me queda una tercera posibilidad, así vamos afinando puntería, vieja Araña, tú solo tienes que confesarme qué onda te entusiasma, qué te alborota el deseo y nos vamos por ahí derecho hasta el triunfo final. Entonces la Araña puso sus condiciones que eran a saber, ante todo putas no, ni lobas ni negritas, ni mayores de veintidós, Quiero que sean blancas e hijas de papi, muñecas finas, estudiantes universitarias de esas que se forran en lycra y sudan la gota gorda en tu Aerobic’s y comen sushi con palitos y toman Gatorade, niñas decentes que hablen sin acento por lo menos el inglés. Y que no sea una sola sino una parejita, pero eso sí, hembras las dos, y que se las arreglen entre ambas con profusión de cariñitos y detalles primorosos y delante de mí. Ya está. Pero los otros tres amigos querían ver, ¿te das cuenta, preciosa?, ver para creer, atestiguar con sus propios ojos si se le erigía o no el monumento a la Araña Salazar. No problema, dijo el Midas, ese vidrio grande que hay en mi oficina por el otro lado es espejo y te da full pantallazo panorámico sobre el gimnasio, podemos mirar y no nos ven. Increíble la Araña, semejante caimacán y casi llora de feeling como si de verdad le estuviéramos facilitando el camino a la redención; No te preocupes, Miditas, hijo, que no te hago quedar mal, y yo, Cuenta conmigo, Araña, que te la monto de lujo con dos primores de first y vas a ver que despegas, y la Araña, patética, abrazándolo, Te quedaría agradecido de por vida, hombre Midas, eres un sol.

A veces me sucede que el pálpito, o la adivinación, me viene de repente aunque no estemos en la ceremonia, dice Agustina, por ejemplo en clase de matemáticas o de cualquier otra cosa o en la misa de los viernes en el colegio, cuando Ana Carola Cano, que es la más soprano de todo el coro y que es de su clase, hace el solo del Panis Angelicus con esa voz tan aguda que les pone a todas la piel de gallina y los ojos como al borde del llanto, sobre todo si la capilla está repleta y las monjas y las niñas flotan en la nube de incienso y respiran mal en ese aire requemado, porque en esa capilla apenas cabe tanta gente, tanto cirio y tanta azucena, y es ahí donde más cae sobre mí la tembladera premonitoria, dice Agustina, y para que no lo noten agacho la cabeza y me cubro la cara con ambas manos como si ardiera en fervor religioso, pero lo que está pasando en realidad es que los poderes, que han entrado en ella, le están mandando la Primera Llamada y le advierten a gritos que esa noche el padre le va a pegar al Bichi. Paso el resto del día con una jaqueca tremenda y no puedo poner atención en clase porque dentro de mí aún resuena el eco del Poder que me obliga a actuar, y no veo la hora de que toquen la campana de las cuatro para salir del colegio, llegar a casa y advertírselo al Bichi, que no por nada es mi hermano menor y yo soy la designada por los poderes para protegerlo. Alguna vez incluso la voz es tan apremiante, tan áspera, que a media mañana Agustina se vuela del colegio, que queda en la calle 71 con carrera Cuarta, y corre sin parar hasta el colegio del niño, que queda en la 82 con 13, Sólo para anunciarle que mi padre le va a pegar, y como el celador del Liceo Masculino no me deja entrar porque es hora de clase, invento la mentira de que por favor dejen salir al niño Carlos Vicente Londoño, del curso quinto elemental, porque su hermana vino a avisarle que su abuelito se está muriendo, y al rato llega a la portería el Bichi todo ofuscado porque lo ha hecho interrumpir un examen parcial de geografía, Qué fue, Tina, cuál abuelito, y ella, que en ese momento cae en cuenta de que es absurdo lo que está haciendo y de que mejor hubiera sido esperar a que ambos llegaran por la tarde a casa, de todas maneras le dice Pues nuestro abuelito Portulinus, el alemán que nunca conocimos porque regresó a Europa, ¿Y qué tiene que ver, Tina, acaso alguien trajo la noticia de que se está muriendo allá en Europa? Parece que sí, le miente ella, pero olvídalo y vete tranquilo a terminar tu examen, y cuando ya el Bichi se aleja lo detiene con un grito, Mentiras, Bichito, el abuelo Portulinus no tiene nada que ver en esto, lo que vine a decirte es que esta noche mi padre te pega. Después de pronunciar esas palabras emprendo la carrera hasta llegar a casa, sin fijarme siquiera en el paso de los automóviles al cruzar las calles y sin detenerme aunque me tropiece o meta los pies entre los baches y luego ya en mi casa, en el comedor, me siento a la mesa a tomarme la leche de chocolate con galletas de nata con mantequilla y mermelada que siempre me dan a las cinco, y hago las torrecitas que tanto me gustan, galleta, capa de mantequilla, capa de mermelada, otra vez galleta y vuelva a empezar hasta que se hace un rimero así de alto, Agustina se come su torrecita de galletas y cuando entra Aminta, la cocinera, le pregunta Qué le pasó niña Agustina que tiene las rodillas aporreadas, y al mirármelas veo que me sangran y que en ambas me brillan unas raspaduras llenas de arena que no sé ni cómo ni cuándo me las he hecho. Y es que no siempre el Bichi es agradecido conmigo, porque tiene unas islas de vida en las que cree que no me necesita. Ni que fuera Ulises en persona, el Bichi se pone muy gallito cuando le dice a su hermana Ahora no, Tina, ahora no. Ya basta, Tina, le gritó la otra vez sin acercarse siquiera adonde estaba ella, ahora no quiero hablar de eso, Pero Bichi, por qué no, si es por tu bien y estás en hora de recreo, Sí, pero yo estaba contento echando trompo con Montes y con Méndez, Es que me entró el pálpito de que mi padre anda disgustado contigo y que si te descuidas tal vez esta tarde te pegue, Tal vez, Tina, pero eso será esta tarde, ahora mismo estoy contento echando trompo con Montes y con Méndez. Otras veces le he dicho, Bichito esta noche no comamos en el comedor con los demás porque los poderes anuncian que hoy seguro te pegan, y en esas ocasiones le hemos pedido a mi madre permiso para comer en mi cuarto con el pretexto de que hay un programa de televisión que no nos queremos perder por nada del mundo, y mi madre generalmente dice que bueno y hace que Aminta nos suba la comida en los charoles de plata. En la televisión sintonizan cualquier bobería porque no es verdad que vayan a dar un programa favorito, y cuando Agustina ve que al Bichi se le cierran los ojos del sueño le dice Ya pasó el peligro, ya puedes irte para tu cuarto, pero de aquí hasta allá no hagas nada que enfurezca a mi papi, Es que no sé, Tina, qué es lo que lo enfurece, Todo lo enfurece, Bicho, no hagas nada porque todo lo enfurece. Entonces mi hermanito me agradece porque lo he salvado y al día siguiente durante el desayuno me dice al oído, Si no fuera por ti, Agustina, anoche yo habría sufrido.

Lo último que pensó Aguilar de su mujer el día de la partida, viéndola acometer la tarea de pintar las paredes del apartamento por segunda vez en lo que iba del año, fue Qué inútil es pero cómo la quiero. Me asalta con frecuencia ese pensamiento dual, dice Aguilar, tal vez porque no me siento respaldado por ella en mi esfuerzo por conseguir el sustento en estos tiempos duros, además no es fácil para él resignarse a repartir comida para perros teniendo un doctorado en Literatura, y le reprocha a Agustina su consuetudinaria indiferencia hacia las actividades productivas, que simplemente no van con ella, Es muy activa, o como está de moda decir ahora, muy creativa; teje, borda, hornea, sienta ladrillo, echa pala, martilla, siempre y cuando el producto no tenga una finalidad práctica ni lucrativa, quiero decir que ese miércoles, como todos los días, cuando la dejé en casa Agustina se ocupaba de un oficio arbitrario para disimular su incapacidad de asumir un trabajo sistemático; con el pelo revuelto y agarrado en la coronilla de cualquier manera, pero una cualquier manera que siempre me resulta seductora aunque signifique que tampoco ese día se vestirá ni saldrá a buscar trabajo. Esa manera de no peinarse quiere decir que no desea que la importunen con nada relativo a la realidad, y sin embargo su pelo revuelto lleva a Aguilar a desearla y como todo lo de ella, lo hace estremecer ante el privilegio de tener a su lado a esa criatura de espléndida belleza que de tan graciosa manera se niega a crecer, frente a la cual cada día se profundiza más esa diferencia de dieciséis años que a ella la hace tan joven y a él ya no; con unas medias de lana roja y sin zapatos y como de costumbre todavía en piyama a las once del día, encaramada en una escalera con la brocha en la mano, gritándome Ciao, amore por encima de unos Rolling Stones a todo volumen, y luego a último minuto corriendo hasta el ascensor para preguntarme por enésima vez si de verdad me parecía cálido ese tono verde musgo que había escogido para las paredes de nuestra sala. Desde el interior del ascensor Aguilar le repitió que sí, que muy cálido, Sí linda, muy bonito y acogedor ese verde musgo, y en ese momento la doble hoja de la puerta metálica se cerró entre ellos dos con la brusquedad de un destino que se quiebra, porque a mi regreso, cuatro días después, un hombre desconocido en un cuarto de hotel me entregaba a una Agustina que ya no era Agustina. Yo la había llamado el miércoles en la noche desde Ibagué para decirle que no, que pese a sus temores no nos había ocurrido nada malo, y que sí, que sí me gustaba el verde musgo de la sala, Menos mal que te gusta, le contestó ella, porque esto está quedando más verde que el charco de las ranas, y Aguilar colgó con la sensación apacible de que todo estaba en orden. En realidad en los días siguientes no la volví a llamar, no sé bien por qué; supongo que para no hacerles el desaire a mis hijos, o para demostrarles que era cierto que al menos ese tiempo se los iba a dedicar a ellos incondicionalmente y sin interferencias. El domingo a mediodía regresó Aguilar a Bogotá, le había prometido a Agustina que lo haría a más tardar a las diez de la mañana para que pudieran pasar juntos el resto de ese día, como solían hacerlo, pero había sido imposible sacar a los muchachos de la cama suficientemente temprano así que de Ibagué habían partido un par de horas más tarde de lo previsto, Pero lo importante es que hacia el mediodía ya me encontraba en la ciudad, que estaba lluviosa y desierta, y dejé a mis hijos en casa de su madre, Bájense rápido muchachos, dije contra mi voluntad, me traicionaba la impaciencia por ver a Agustina y entregarle los regalos que le había traído de tierra caliente, un bulto de naranjas, un racimo de guineo y una bolsa de bizcochitos de achira, Ya estuvo, se decía a sí mismo, qué bien estos días con mis hijos pero ya, ya estoy otra vez aquí y es día domingo; claro que en esta ansiedad por retornar cuanto antes no dejaban de cumplir su parte ciertas preguntas que le había sembrado por dentro Memorial del convento, la novela portuguesa que acababa de leer, que también trataba de una mujer vidente, y esas preguntas eran, ¿si Blimunda es vidente, por qué no va a serlo Agustina?, ¿adónde hubiera ido a parar el alma de Sietesoles si no hubiera confiado en las facultades de Blimunda?, ¿por qué si Sietesoles puede creer en su mujer, no puede Aguilar creer en la suya? Por lo pronto sólo quería llegar a esa plácida tarde de domingo en casa con Agustina, nuestros mejores ratos juntos siempre han sido los domingos, libres de tensiones, asilados los dos del resto del mundo y entregados a una estupenda combinación de sexo, siesta, lectura, son cubano, cerveza helada y de vez en cuando un Ron Viejo de Caldas; no sé a qué se debe, pero los domingos siempre me han funcionado bien con Agustina, aun en plenas épocas de tormenta los domingos han sido entre los dos remansos de encuentro y de tregua en los que Agustina se comporta simplemente como lo que es, una muchacha, una muchacha aguda, bonita, desnuda, apasionada, alegre, mejor dicho una muchacha y no un bicho raro, ¿y por qué los domingos?, pues según la explicación que ella misma da, porque es el único día en que yo accedo a cerrar puertas y ventanas y desconecto el teléfono y dejo por fuera al resto del mundo; me hace reír, porque asegura que si el universo fuera del tamaño de nuestra alcoba y sus únicos habitantes nosotros dos, su cabeza funcionaría como un relojito suizo. Así que después de leer Memorial del convento no veía la hora de llegar a casa para encontrar allí a mi propia Blimunda, la de los ojos abiertos al porvenir, todavía en piyama y encaramada en la escalera, brocha en mano y cantando a voz en cuello a los Stones, desentonada como siempre, porque avemaría si Agustina es negada para el canto y lo más divertido es que ni cuenta se da, el pobre Mick Jagger que va por un lado y ella que ni se arrima por ese vecindario, tal vez en su familia nunca se lo han hecho notar, o a lo mejor el problema es hereditario y todos allá son de oído clausurado, quién sabe cómo será esa gente. Dice Aguilar que iba alegre y sangriligero sabiendo que pronto se desgajaría de lleno sobre la ciudad ese aguacero que ya soltaba sus primeras avanzadas y que al llegar a casa él observaría a través de los ventanales desde su cama y abrazado a su chica, ahí sí que como quien ve llover, o más tarde sentado en su mecedora de mimbre al lado del calentador y con los pies en alto sobre el baúl de cuero, salvado del diluvio universal, leyendo el periódico y chequeando de tanto en tanto con el rabillo del ojo a la niña Agustina, que estaría haciendo exactamente lo mismo que cuatro días antes, es decir, que pintaría las paredes de verde musgo según indica el feng shui para parejas como la nuestra, Hoy me sorprende recordar que al abrir ese día la puerta de mi apartamento, yo tenía la certeza absoluta de que ese momento de la llegada empataría con el de la partida sin ninguna fisura, en dócil solución de continuidad. Tal vez por eso, aunque en un primer reflejo alzó la mano para timbrar, luego se arrepintió y optó por abrir con la llave, para no perturbar lo que adentro estaría transcurriendo sin alteraciones desde la despedida, De ahí que no encontrar a Agustina me contrariara y me produjera tanta desazón y además un ramalazo de miedo, pero no el miedo de quien presiente una desgracia ni nada por el estilo, sino el miedo de quien cuenta a ojo cerrado con una felicidad que de repente no parece tan asegurada. Sólo habían transcurrido cuatro días. Cuatro días de ausencia durante los cuales no tengo ni pálida idea de lo que pudo suceder; cuatro días oscuros y atroces que se tragaron mi vida como agujeros negros, Cuando se fue para Ibagué, en el apartamento sólo había medio muro verde y a su regreso toda la sala estaba verde ya, de donde Aguilar dedujo que no sólo durante la tarde del miércoles, sino además durante todo el día jueves, su mujer debió permanecer en casa pintando paredes. Ya tenía el cerebro reventado cuando la recogí el domingo en el hotel Wellington, así que lo que debo averiguar es qué sucedió durante el viernes y el sábado. No son cuatro días sino solamente dos, cuarenta y ocho horas de vida, lo que se ha borrado de todos los relojes.

BOOK: Delirio
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