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Authors: Jordi Sierra

Donde esté mi corazón (13 page)

BOOK: Donde esté mi corazón
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—Hay tantas cosas —Sergio miró al frente—. En verano todo es siempre muy distinto.

—¿Significa eso que volverás a Tarragona si no encuentras trabajo?

—¿Y si no tengo otra opción? —vaciló él, y la miró de reojo al agregar—: Debería volver y estudiar.

—Hazlo —se encontró con la firme respuesta de Montse—. Yo también tengo que volver a estudiar y recuperar el año que he perdido, así que poco vamos a vernos durante el curso. Los fines de semana, en cambio, no nos los va a quitar nadie. En moto te plantas aquí en una hora.

—¿No te importaría?

—¿A mí? No, claro. Me parece odioso que en una pareja él o ella traten de imponer algo al otro. Por supuesto que preferiría verte cada día y estar juntos, pero..., cuando no se puede, no se puede.

—A veces me asusta lo madura que eres.

—¿Me estás llamando vieja? —le empujó con el hombro—. Hay algo que sí me gustaría hacer.

—¿Qué?

—Conocer a tus padres, ver tu casa, tu ambiente.

Ahora fue ella la que le miró a él de reojo. Notó cómo Sergio mantenía sus ojos fijos en la distancia, sin contestar. Pensó que era un momento tan bueno como cualquier otro para forzarle, para que se abriera, para que le hablara de lo que ocultaba en su pasado. Tal vez esa novia que intuía, tal vez un drama familiar, tal vez una ruptura con sus padres...

Un buen momento.

Iba a lanzarse a fondo, pedirle confianza, pero todo se le vino abajo cuando escuchó una voz a su espalda.

—¡Eh, pareja! ¡Hay más gente en el mundo además de vosotros!, ¿sabéis?

A veces Carolina era verdaderamente inoportuna.

 

Treinta y nueve

 

C
arolina se sentó entre Sergio y Quique Puig. Los cogió a ambos de cada brazo y miró a Montse.
 

—¿No hay por aquí una Polaroid? —preguntó alegremente—. Quiero una fotografía con los dos tíos más buenos a este lado de la frontera.

—¿Siempre es igual? —fingió cara de agotamiento Quique, también dirigiéndose a Montse.

—Como una moto —sentenció ella.

—Venga, hombre, que bastante amuermado estabas tú antes de que yo entrara a saco en tu vida —dijo Carolina cogiendo a Quique por las dos mejillas con una mano, de forma que, al apretárselas, a él se le juntaron los labios en forma de besugo.

—
Abuerbado bero tran-ilo
—farfulló el chico.
 

—Es maravilloso —Carolina dejó de apretarle las mejillas y miró a Sergio—. Me encanta cuando habla de amor.

Se echaron a reír. La que llevaba la voz cantante se puso en pie de un salto.

—Tengo sed —expresó en voz alta—. ¿Alguien quiere algo más?

—No —dijeron al unísono.

Desapareció por la puerta que comunicaba el área de la piscina con la casa, solitaria y casi a oscuras salvo por una tenue luz en la sala. Los tres siguieron su estela, cada cual con un pensamiento distinto en su cabeza. Fue Quique el que exteriorizó el suyo.

—Imposible aburrirse con ella.

—Es la mejor de las tías —convino Montse.

—Vaya, me dijo lo mismo de ti hace un rato, cuando os hemos visto en la carretera.

—Almas gemelas —manifestó Sergio.

—Carolina es la persona más clara, directa y sincera que existe. Por eso nos llevamos bien y por eso somos amigas desde hace tantos años —continuó Montse—. Tiene tanta vitalidad, tanta fuerza interior...

—A mí me parece que a veces pide y grita en silencio todo lo que necesita —comentó Sergio.

—¿Carolina? —dudó Montse.

—Las personas, cuanto más fuertes parecen, más inseguras y débiles pueden ser —sostuvo su punto de vista Sergio.

—Tú no la conoces como yo —dijo ella.

—Estoy de acuerdo con Sergio —opinó Quique—.
Por eso me gusta, porque tiene carácter y energía, pero también es tierna y vulnerable.
 

—Vaya, acabáis de conocerla y ya opináis —dijo Montse.

—Es tu amiga íntima, pero nosotros la vemos de otra forma y, probablemente, como es en realidad
—aseguró Sergio.

No siguieron hablando sobre la ausente, porque ésta volvía con una cerveza en la mano. Se detuvo en la misma puerta y se la llevó a los labios, bebiendo directamente de la botella.

—Carolina, que ya es la tercera —la advirtió Montse.

—Sí, mamá.

—Tus padres pensarán que hemos hecho una orgía —Montse se dirigió a Quique.

—Luego repondré las cervezas en la nevera —dijo el dueño de la casa—. Tenemos una buena despensa. Además, mis padres no se meten nunca con lo que hago.

—Porque es un chico brillante —anunció Carolina volviendo a sentarse entre ellos dos—. Acaba de aprobar todo el primer curso de carrera, ¿verdad? —no le dio tiempo a decir nada y miró a Sergio—. ¿Y tú?
—quiso saber—. ¿Qué te gustaría hacer? Montse me ha dicho que a lo mejor vuelves a estudiar.

—No sé, supongo que medicina, como mi hermano. Medicina o arquitectura.

—¿Tienes un hermano médico? —le preguntó Montse.

—Sí.

—¡Bien, un resquicio! —cantó Carolina.

Su amiga la fulminó con la mirada, pero ella no se dio cuenta. Estaba un poco achispada y se le notaba por el brillo de los ojos.

—De hecho, tengo un hermano médico, otro arquitecto y una hermana que estudia derecho. Yo soy el último. Nací un poco descolgado del resto. Lo típico.

—O sea, que estáis forrados —disparó Carolina.

—Tampoco es eso —sonrió Sergio.

—Hoy te he visto sacar pasta del cajero automático con una tarjeta de crédito —fue incapaz de detenerse—. Nada, calderilla para pasar el
weekend
, claro.
 

Montse abrió los ojos.

—Mis padres me dejan hacer lo que quiera —confesó de nuevo él—. Pero me envían dinero mientras tanto.

Carolina miró a su amiga.

—No lo dejes escapar —dijo—. Es perfecto.

—Oye, ¿qué tal si nos metemos contigo? —pasó al ataque Montse.

—¿Conmigo? Vais listos, chavales. Venga, ¡en guardia! ¿Quién se atreve? —se puso en pie fingiendo estar dispuesta para luchar, con un puño cerrado mientras en la otra mano sostenía la cerveza, de la que ya sólo quedaba la mitad.

—Ven aquí —la agarró Quique tirando de ella hasta hacerla caer encima de él.

Carolina lanzó un gritito de furia revestido de afectación. Ya en brazos de Quique, los dos cambiaron la pugna por un encuentro mucho más directo a cargo de sus labios.

El beso dotó de un largo silencio el encuentro de los cuatro bajo la noche.

Sergio miró a Montse.

Pero ella tenía la cabeza baja y los ojos fijos en el suelo.

 

Cuarenta

 

T
odavía era temprano, sobre todo teniendo en cuenta que se había acostado pasadas las dos de la madrugada, pero aun así marcó el número de teléfono de su amiga y esperó. Carolina se había quedado con Quique un rato más en su casa, así que igual ella se había ido a la cama a las tres o las cuatro. Ni siquiera eso le importó. Iba a sacarla de la cama.
 

—Hola, soy Montse —anunció.

—Ahora llamo a Carolina, hija. ¿Todo bien?

—Sí, sí, señora, gracias.

—Vale, me alegro. Un beso, que hace mucho que no te pasas por aquí.

Carolina no tenía voz de estar dormida ni recién despertada. Se puso al aparato con la misma energía de siempre. Incluso la impresionó diciendo:

—Hola, me has pillado en la puerta. Iba a salir.

—Oye —fue al grano Montse sin perder un segundo—, ¿anoche estabas realmente bebida o qué?

—¿Yo? ¿Tú qué crees?

—No sé, por eso te lo pregunto.

—Digamos que mitad y mitad.

—Es que te pasaste un montón, tía.

—Vaya por Dios, ¿qué «hice-dije-no hice-no dije-dejé de hacer o decir»?

A veces decía las cosas más raras con una fluidez aplastante.

—¿A qué vino lo de que si sus padres están forrados o lo de la tarjeta de crédito?

—Bueno, lo vi sacando dinero y me chocó, ¿qué pasa?

—¿Y eso es una casualidad o qué?

—¿Que sacara dinero? —dudó Carolina.

—No, que lo vieras precisamente tú haciendo eso. ¿Lo espías o qué?

Tardó un largo segundo en responder. Demasiado largo.

—¿Yo? Que no, mujer, que salía del vídeo-club y lo vi, nada más. Me pareció raro que un tío de dieciocho años tuviese una tarjeta. ¡Ya quisiera yo una, mira!

Montse suspiró con fuerza.

—¿Qué te dijo después, cuando os fuisteis? —preguntó Carolina.

—Nada.

—¿No le preguntaste?

—No.

—¡Tía, pero si te lo puse a tiro! ¿Tú sabías que tenía dos hermanos y una hermana, y que uno era médico y el otro, ingeniero o no me acuerdo qué dijo que eran?

—No —confesó Montse.

—Pues no me des la paliza —le espetó su amiga—.
A mí me parece que tanto misterio y tanto secreto ya no son normales, y tengo un no sé qué en el cuerpo que no me deja vivir.
 

—Eh, eh, que es mi problema, no el tuyo.

—¿Así que ya estamos con ésas?

Montse se mordió el labio inferior. Habían decidido que todo las afectaría por igual y que lo que le pasara a una, para bien o para mal, le pasaría a la otra.

—Perdona —reaccionó.

—Entiendo que estés molesta, pero no conmigo, sino con él —se calmó Carolina, hablando muy seriamente—. De verdad, es estupendo, me cae bien, se le nota que te adora, que está muy enamorado, pero es como una de esas cajas de caudales, que o sabes la combi
nación, o no hay forma. Y tal vez dentro no hay nada. ¿Tanto le cuesta decir algo de sí mismo? ¿De qué tiene vergüenza? Si confiase en ti ya te habría...
 

—¡Fíate de mí, Carolina! —gritó Montse.

—No, no me fío, lo siento —se puso sorprendentemente dura Carolina—. Tú le quieres y te has volcado, como siempre. Por eso cierras los ojos y le das tiempo al tiempo. Muy bien, perfecto. Pero a mí me preocupa que hagas una tontería.

—¿Qué crees que haré, fugarme con él o algo así?

—Cuando acabe el verano, y queda ya muy poco, tendrá que hacer algo. ¿Sabes sus planes? No, ¿verdad? Pues tienes derecho a saberlos. Aunque sólo fuerais amigos, ya tendrías derecho, y sois mucho más que eso. ¡Pregúntale! ¡Jo, tía, esto es demasiado serio para ti!, ¿vale?

Raramente la veía o la notaba enfadada, molesta o preocupada por algo. Incluso en momentos duros, de fracasos, especialmente sentimentales, Carolina sacaba a relucir su lado sardónico, su lengua más afilada e hiriente, su faceta irónica, su rapidez mental. Ahora la notaba tensa, como si una alarma silenciosa se hubiese disparado en algún lugar de su universo particular.

—Se lo preguntaré —convino Montse tras la densa pausa.

—Creo que deberías hacerlo.

—Vale, lo sé.

—Algo le pasa. A ti te cambiaron el corazón y a él puede que le falte... qué sé yo —hizo una última broma—. Pero por fuerte que sea, tú lo superarás, y él también, si es que te quiere, y te aseguro que eso se le nota. Está colgado.

—Vale, vale.

—He de irme, ¿de acuerdo? —suspiró Carolina.

—Chao.

—¡Ay, señor! —se despidió su amiga—. ¡Si es que os sueltan por el mundo y no estáis preparadas para nada, para nada!

 

Cuarenta y uno

 

E
ra la primera vez que le mentía a Montse y se sentía muy mal a causa de ello, verdaderamente avergonzada, pero no por eso menos dispuesta a mantener sus planes. La noche anterior, un poco cargada por las cervezas o simulándolo, había disparado una primera batería de misiles. Y estaba segura, totalmente convencida, de haber hecho blanco en algunos lugares muy concretos. Ahora quería averiguar más. Aunque se pasara un par de días haciendo el idiota jugando a ser Sherlock Holmes o Colombo o cualquier heroico detective de la tele.
 

Tenía sueño, pero había madrugado. Llevaba casi una hora apostada delante de la pensión La Rosa, sin saber muy bien qué hacer o cómo reaccionar en el caso de que Sergio saliera y se subiera a la moto. O incluso si echaba a andar, ¿lo seguiría? Aquello era un pueblo,
no la ciudad de Nueva York como en las películas.
Empezaría a encontrarse gente que le diría «hola, Carolina» y «a dónde vas, Carolina», y con tanto «Carolina» por aquí y por allá, él acabaría dándose cuenta. O sea que se sentía ridícula además de idiota.
 

Pero no se movió de su puesto.

Si el día anterior, casualmente, lo sorprendió sacando dinero...

Siempre, siempre se fiaba de su instinto.

Pasaron otros veinte minutos.

Y entonces Sergio salió por la puerta de la pensión, con sus gafas de sol, sus vaqueros de marca y una preciosa camisa que ya le había visto en un par de ocasiones.

No se dejó ver. Se ocultó aún más y esperó con el corazón en un puño. Finalmente Sergio echó a andar, aunque se metió en la primera cabina telefónica que encontró y sacó un puñado de monedas que dispuso sobre la repisa.

Carolina frunció el ceño.

No tenía teléfono en la habitación. Lo sabían porque él se lo había dicho, pero había uno en la misma pensión.

La descubriría, era evidente, pero no se detuvo. Cruzó la calzada y se acercó a la cabina por detrás de él, aprovechando que Sergio se encontraba de espaldas, apoyado en la repisa, con la cabeza descansando en la mano libre; la otra sujetaba el auricular junto a su oído. Con la puerta cerrada, la conversación era muy difícil de seguir, así que cruzó los dedos y se acercó aún más.

Sergio no se movía, sólo hablaba.

Carolina llegó casi a estar pegada a la puerta de la cabina.

Contuvo la respiración.

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