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Authors: Alberto Olmos

Ejército enemigo (18 page)

BOOK: Ejército enemigo
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«Aquí no hay más que perverts», repliqué. «Tú no lo eres», replicó. Oculto tras una factura de la luz, había empezado de hecho a masturbarme de nuevo.

«No, no lo soy», dije.

Me preguntó a qué me dedicaba, si tenía novia, qué libros leía y qué música se escuchaba en mi país. ¿Realmente esas cosas constituían para ella algo similar a una charla interesante? Di cumplida respuesta a sus preguntas, y atendí a sus propias explicaciones, sintiéndome como en un bar cuando pasas seis horas escuchando las gilipolleces de una chica a la que tú, en definitiva, únicamente quieres meterle la polla, y nada más.

Lo curioso es que on-line ni siquiera podía suceder eso, y ahí estaba, aguantando las palabras.

Nos despedimos afablemente. Según el funcionamiento del sistema de la web, nunca más volveríamos a vernos. Por eso, nos deseamos una bonita vida.

Hola, Santiago.

Ya lo había visto. Y estoy seguro de que Miguel Basó, y todos los demás, tienen un patrimonio mucho mayor que el que aparece en ese blog. Me alegro de que la información haya llegado a la prensa nacional y gente como tú la haya conocido. Eso es buena señal.

Por cierto, creo que nos veremos pronto. No sé si Fátima o Rodrigo te han comentado lo de la fiesta de junio.

Tranquilo, si no invitan, te invito yo.

Paz y terror,

Eduardo

Mi vida social se había visto reducida al chat, por lo que la perspectiva de una fiesta se me hizo de pronto aterradora. ¿Paz y terror? Menuda manera de despedirse…

Había evitado ya acudir al concierto del novio de Rosa. No me interesaba la música nacional, ni mucho menos ver lo que mi ex amante entendía por amor: que tu novio esté subido a un escenario. Puse como excusa un exceso de trabajo, el hecho de que aún no habían contratado a un sustituto para ella y tenía que hacer, justo ese fin de semana, todo un reporte anual para nuestro mejor cliente. Le prometí ir a visitarla pronto.

Además, en ChatChinko yo era la estrella del rock: la webcam era mi escenario. Nunca había sentido mi cuerpo tan ajeno a mí y, al tiempo, tan expresivo como haciendo que se moviera dentro de una pantalla. La desinhibición que mostraba a veces en el site, y que mostraba también el resto de los ciudadanos del mundo, era muy parecida a la que se atribuye a los carnavales. La diferencia entre esta web y el carnaval era que en la web uno iba disfrazado de sí mismo.

Utilizaba ya habitualmente un papel para tapar el objetivo. A veces, el efecto del pilotito azul de la webcam sobre el folio blanco, la entrada de cine, el marcapáginas o el trozo de papel higiénico utilizado resultaba soberbio en pantalla, entre psicodélico y bíblico. Eso retenía el interés de mi oponente, y me daba tiempo a reaccionar.

En publicidad, circula una historia aleccionadora sobre el poder del storytelling para dirigir la actitud de las personas. Es sencilla: un publicitario acude cada día a su puesto en una agencia. Siempre pasa por una esquina donde un mendigo pide limosna. Lo hace con un cartel que dice: «Soy ciego». El publicitario comprueba todas las tardes, al volver a su casa, que en el bote de hojalata del mendigo apenas han caído unas pocas monedas después de diez horas de permanecer en la misma esquina.

Una mañana, el publicitario se acerca al mendigo y saca un rotulador de su cartera. En el cartel del mendigo añade unas palabras. Se marcha a trabajar y, cuando acaba la jornada, vuelve junto al mendigo y ve que el bote rebosa de monedas. Mira de nuevo el cartel que él manipuló por la mañana: «Soy ciego, y hoy ha empezado la primavera».

Storytelling.

Publicidad.

Yo.

Pensé que ninguna mujer quiere encontrarse de pronto con una polla dura en la pantalla, y que tampoco tiene mucho efecto preguntarle «¿Quieres verme la polla?»: eso lo hacen todos mis competidores. Cansa, como un spot de detergentes. De modo que apliqué la publicidad a la intimidad y encontré un posible eslogan. Era este: «Do you want to see my blue cock?»

Sólo añadí una palabra a la propuesta común a todos los hombres. ¿Quieres ver mi polla azul? Empecé a probarlo inmediatamente.

Las tres primeras mujeres a las que pregunté contestaron: «Sure», «Sure» y «Sure». No me lo podía creer. Estaba tan nervioso que fui yo el que apretó Next.

«Do you want to see my blue cock?»

«Sure.»

«¿Quieres ver mi polla azul?»

«Claro.»

«¿Quieres ver mi polla azul?»

«¿Azul?»

La palabra «azul» resultaba irresistible. Ninguna de ellas imaginaba de hecho una polla azul, sino algo
distinto
. Tenía gancho.

Cuando daban el sí quiero a mi exhibicionismo, retiraba el papel de la webcam. «No veo nada», decían. Mi habitación estaba a oscuras y el resplandor de la pantalla apenas iluminaba algunos pliegues de mi ropa. Me acercaba más a la webcam.

Ése era el momento mágico. Mientras mis manos jugueteaban con el elástico de mi slip, yo no apartaba los ojos de la cara de la chica, en la que confluían en dosis disímiles sensaciones tan variadas como la naturalidad fingida, la curiosidad, el arrepentimiento por su aceptación a mirar y el miedo. Una sola palabra (
sure
, claro;
yes
, sí) les había atado a mí hasta el momento en que asomara mi sexo: casi ninguna se iba antes, como si hubieran firmado un pacto, un contrato de mirón que sólo quedaba saldado si efectivamente miraban algo.

Mi polla siempre estaba durísima cuando por fin deslizaba hacia abajo mis calzoncillos.

Me quedaba enfrente de la cámara, observando la reacción de mi partener. Muchas no aguantaban más de diez segundos siendo miradas mirando una polla. Se iban.

Entonces me desplomaba sobre el asiento. Tapaba de nuevo la cámara y mi corazón latía como si acabaran de ponerlo en marcha.

Era coca pura, esa emoción.

Como ya habían demostrado la publicidad y la literatura hasta el hartazgo, la sugerencia era más atractiva que la denotación. Continué con mi estrategia de ocultamiento y sorpresa, mientras miles de hombres se masturbaban en vano, enseñaban sus falos kilométricos, sus músculos lampiños y jóvenes, a chicas a las que eso, incomprensiblemente, les interesaba menos que una pantalla en negro con un extraño brillo azul en el centro.

El éxito persistió. Casi todas las internautas caían presas de su curiosidad por la palabra «azul». En un afán investigador generosísimo, tanteé otros colores para comprobar su reacción. Ni las pollas rojas, ni las pollas amarillas, ni mucho menos las pollas verdes eran del interés de las mujeres. Quizá buscaban al príncipe azul adherido a la polla azul; o quizá, simplemente, «blue cock» era la canción más pegadiza.

Su aquiescencia a ver mi apéndice azulado se producía de inmediato: ni siquiera lo pensaban. Todas las que me rechazaban («No, tío, pírate») lo hacían después de dos o tres segundos de reflexión. Nadie compraría nada en este mundo si lo pensara un poco.

Establecido el contrato (sure) me di cuenta de los distintos comportamientos de mis admiradoras. Prevalecía la mirada neutra, un poco estirada, como de no estar viendo algo que no estuvieran más que acostumbradas a ver. Mentían mal, muchas. Eso era lo sexy, ése era el morbo: contemplar a una mujer echándole un pulso a su pudor.

Algunas, sin embargo, eran realmente forajidas, incendiarias, putas. Estaban de vuelta de todas las cosas de la carne. Aguardaban la aparición de mi polla con tranquilidad, mascando chicle o sonriendo con suficiencia. Pobrecito, parecían decir, pobrecito, le haré el favor de mirarle.

Si no se marchaban, me tocaba para ellas. Su mirada atendía a mi mano sobre mi sexo, a una forma nada original de tocarme. Lo hacían como quien ve películas que aburren un poco, pero que son lo mejor que en ese momento ponen por la tele.

«Ánimo», escribía alguna. «Chico –decían otras–, creo que ya estás listo.»

Las más incandescentes abrían la boca y sacaban la lengua y lamían en el vacío mi imagen complementaria. Lo hacían con desdén, como diciendo «Son tan tontos los hombres…».

Lo éramos.

Nunca ninguna usuaria se tocó conmigo.

Pensé en la necesaria, de hecho, urgente, creación de una nueva ONG, una realmente útil. Sería una agrupación de mujeres voluntarias que ven a los hombres masturbarse. Así de simple. La vida mejoraría mucho en el planeta con una ONG de este tipo.

Una particularidad en mi rutina la constituían los grupos de chicas. A menudo, dos o tres, o incluso cuatro amigas se reunían en torno a un portátil para ver a los hombres-perro, al mono masculino danzar para ellas. Sus caracteres se polarizaban automáticamente: la que manejaba el ratón era siempre la más lanzada, la que decía
sure
de inmediato ante mi ofrecimiento. Y siempre había otra que mantenía cierta distancia con respecto al ordenador, hasta colocaba su cabeza de modo que apenas se le viera. Era la tímida. La que avanzaba al rebufo de su amiga por los senderos perversos. La que se sonrojaba.

Una noche me encontré con un grupo de chicas en la pantalla. Eran adolescentes, de unos quince años. Debido a las miles de películas que había visto en mi vida, enseguida contextualicé su situación: estudiantes de secundaria en algún lugar de Estados Unidos, tarde de chicas solas en la enorme casa vacía de una de ellas, refrescos de cola y confidencias, sexo en Nueva Jersey. Eran tres. Daba la cara una chica rubia algo entrada en carnes, de ojos inteligentes y halo de líder. A su derecha, una muchacha negra con cintas sonrosadas en el pelo rizado, de semblante sereno y pecho plano. Y en la parte de atrás, intermitente, una joven de pelo moreno, largo; su melena era lo único que, en algunos momentos, entraba en cuadro.

«Do you want to see my blue cock?»

«Sure», escribió la líder rubia. Y miró a sus compañeras y rió y luego volvió a mirar a la pantalla con determinación. Aguardaba su premio.

«No vemos nada», escribió cuando retiré el papel del objetivo de la webcam. La chica negra se había acercado también al portátil, tratando de distinguir formas y volúmenes entre la tiniebla extranjera. Decidí encender un flexo. Lo coloqué cerca de mí. Ahora podrían verme perfectamente.

Me puse en pie y me bajé los pantalones del pijama, con rudimentaria demora escénica. Las chicas no apartaban la vista de mi striptease.

Me quedé en calzoncillos, descubrí mi pubis, lo volví a ocultar. Me senté e intercambié unas palabras. Estaba nervioso.

«We want the dick.» Dijo. Ella.

«Queremos la polla», tradujo mi cerebro. Quieren la polla, me repetí.

Me puse en pie y empecé a quitarme los calzoncillos. Cuando apareció su anhelado falo lo miraron como a una rana en clase de biología del High School.

No apartaban la vista.

Empecé a tocarme.

Cada vez más rápido.

Esperaba que en cualquier momento apretaran Next y desaparecieran de mi intimidad. Pero no lo hacían.

Sus ojos atendían a mi onanismo con curiosidad asexual. Mientras me masturbaba, me sentía como una receta de cocina que alguien les estaba enseñando prácticamente. Habían oído hablar de ella, la conocían, pero nunca la habían visto.

La chica morena se asomó también, intrigada por la duración anómala de aquel contacto en el chat de sus amigas.

Me corrí.

Bajé la pantalla del portátil de inmediato, avergonzado.

Y entendí que el semen también era yo.

11.05 am, arriba. Limpieza general de la casa. Ana limpia una mitad y yo la otra. Encontramos monedas y horquillas. Por la tarde, nos masturbamos cada uno a un lado de la cama.

* * *

9 am, arriba. Metro. Oficina. Mucho trabajo. Casa. Ana encargó la cena. Chino. «Me gusta ver a los hombres masturbarse», dijo. Lo hice para ella
.

* * *

10 am, arriba. Dos semanas sin Ana. Sigo sin poder masturbarme
.

* * *

9 am, arriba. Metro. Oficina. Poco trabajo. ChatChinko.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Poco trabajo. Cita con Rosa. Próximo sábado en su casa. ChatChinko.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Mucho, mucho trabajo. Mail de Fátima: me invita a una fiesta de Rodrigo. ChatChinko.

Salí hacia la casa de Rosa y vi en el cielo una buena señal. No era la del Apocalipsis, sino el declive de las zapatillas zarrapastrosas que colgaban desde hacía meses del cable eléctrico de mi calle. Uno de los pares tiraba ya del otro con diligencia. Los cordones aparecían muy estirados, y la zapatilla más elevada, pegada ya al cable, estaba a punto de saltar por encima de él y caer junto a su compañera contra el suelo. Casi les di ánimos.

Fui a la parada del autobús y, tras quince minutos de espera, reparé en un cartel que anunciaba que la ruta del 6 había sido variada a consecuencia de la obra que tenía la calle entera patas arriba. El cartel era en realidad un folio pegado con celo por un vecino, y entre sus temblorosas palabras escritas a bolígrafo no se hallaba indicación alguna de dónde encontrar la parada provisional. Me decidí a recorrer la calle en obras en busca de la ruta alternativa.

Las máquinas estaban trabajando. Los obreros silbaban a las mujeres y los transeúntes se paraban para ver qué tenían las calles por debajo. Había escombros y alcantarillas; había oscuridad, por debajo. Un olor nauseabundo recorría toda la vía, de acera a acera, desde el suelo hasta los tejados. Sin embargo, tanto obreros como vecinos parecían haberse acostumbrado a él.

Vi finalmente una flecha que decía «Autobús 6». Estaba pegada a una señal de Stop. Era también obra de algún vecino misericordioso. Seguí la flecha y escuché a mi espalda un ruido destructor; volví la cabeza: una excavadora acababa de descargar el contenido de su pala a unos diez metros de mí. Una nube de polvo se elevaba con cierta elegancia alrededor del brazo de la excavadora, y llegaba hasta las vallas blancas por las que yo avanzaba.

Miré de nuevo al frente y me detuve en seco: había estado a punto de precipitarme en un enorme socavón. Mi pie se quedó en vilo sobre el vacío.

–Me cago en Dios –juré.

Todo el barrio se estaba hundiendo, en una especie de efecto dominó subterráneo. Una de las calles en perpendicular a la vía ya en obras aquejaba no sólo aquel socavón traicionero, sino un hundimiento progresivo. Se veían las grietas a lo largo de las aceras, en cuesta, y en el pavimento de hormigón. Los responsables habían acotado la calle desde la parte alta, pero habían dejado sin señalización la zona donde un desastre se juntaba con otro. Seguramente por poco no nos estábamos matando uno a uno todos ahí dentro.

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