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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (49 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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Sacaron grandes cartapacios de sus anaqueles; desplegaron voluminosos legajos; desataron las cintas de montones de gruesas carpetas. Puesto que en el año 1767 Fernández aún no se había mudado a Sevilla desde Jaén, y Jovellanos estaba recién llegado a la ciudad, desconocían cuáles eran las principales propiedades que había detentado la Compañía. De modo que hubieron de repasar una a una las actas y autos que hacían referencia a todos los centros religiosos sevillanos. Conflictos de lindes; querellas sobre las rentas; donaciones por medio de herencias particulares y de dudosa interpretación; incidentes o siniestros que hubiesen acontecido, etcétera. Cuarenta parroquias o ermitas y treinta conventos daban para mucho.

Poco a poco, sobre una larga mesa fueron quedando los documentos que más interesaban. Afortunadamente para ellos, la Compañía de Jesús solo había poseído seis edificios importantes en la ciudad. El resto eran casas más pequeñas, que, no obstante, habría que tener en cuenta.

Los tres hombres estuvieron de acuerdo en que si en alguna parte había un tesoro, debía de estar oculto en alguno de esos seis grandes inmuebles. Otro lugar hubiese estado demasiado expuesto a posibles reformas, o de antemano hubiese sido difícil encontrar en él un buen escondrijo. Fernández buscó y luego desplegó sobre la mesa una copia del plano de la ciudad del grabador Amat. Señalaron los puntos donde se localizaban los seis edificios. Para su sorpresa, y también para su alivio, todos se hallaban en el centro de Sevilla, a no mucha distancia unos de otros. Por su posición descollaba la universidad, en el mismo centro geométrico que formaba el perímetro ovalado de la muralla. Por un lado daba a la plaza de la Encarnación a través de su iglesia de la Anunciación, y por los otros estaba rodeada de las calles Laraña y de la Sopa. Su entrada principal se abría a la calle de la Campana.

Los tres apoyaron sus codos sobre el plano, cansados, en actitud reflexiva.

—Si de algo estoy seguro, señor alcalde, es de que el tesoro no puede estar en la universidad. Y si lo está, es imposible sacarlo —dijo Fernández—. De día y de noche se encuentra ocupada por cientos de estudiantes, profesores y criados.

—Y además ahora es un campo de batalla... —subrayó su jefe.

—Y yo, si de algo estoy seguro es de que ese oro no debería estar en San Patricio de los Irlandeses, sino en San Gregorio de los Ingleses —suspiró Twiss.

Jovellanos y Fernández no pudieron evitar reírse ante esa ocurrencia. Don Gaspar se incorporó pensativo, se giró y echó un vistazo por la ventana a la plaza de San Francisco, a donde en aquel momento entraba un carro de colleras de la línea regular. Eso le recordó que el mundo se movía, que la ciudad lo hacía y que Thiulen tampoco estaría quieto.

—¡Ea, señores...! —Se volvió con una idea que se le acababa de ocurrir—. Todavía hay demasiados árboles en el paisaje. Veamos la forma de aclarar algo nuestra visión. ¿Qué les parece si seguimos indagando, a ver si con un poco de suerte encontramos una palabra que suene a
Thiulen
? No es un nombre muy común en Sevilla precisamente.

Se pusieron manos a la obra con renovadas energías. Así estuvieron una hora más. Buscaron listas de miembros de la orden que hubiesen estado relacionados con los edificios. Solo encontraron nombres de superiores o de quienes habían ocupado cargos referentes al gobierno de los conventos o los colegios. Resultaba lógico, puesto que ellos daban fe de las donaciones o eran partes interesadas o testigos de los distintos pleitos.

Sin embargo, de repente, al fondo de la sala y detrás de una montaña de papeles, Fernández dio un grito de alegría. Había encontrado algo en una carpeta que contenía el sumario de una querella. Este hacía referencia a un suceso ocurrido en el 1765 en el hospital de San Gregorio de los Ingleses. Uno de los médicos jesuitas había efectuado una sangría con tan mala maña a un maestro platero que le había producido gangrena; de resultas, el mismo médico había tenido que amputarle el brazo. Hubo una denuncia y el consecuente juicio. El maestro platero, un tal Nicanor Luque, se hubo de conformar con cinco misas que le prometieron que se le rezarían a la hora de su muerte.

Pero lo más sorprendente del caso es que el torpe médico no había sido otro que Lorenzo Ignacio Thiulen. Los tres hombres se quedaron extasiados contemplando los pliegos. Por fin había constancia fehaciente del nombre del
interfector,
y no como un simple personaje de la historia de un marinero. Thiulen era un sujeto conocedor de la anatomía humana y con experiencia en amputar miembros, algo bastante significativo.

—¿No lo dije desde el principio, Jovellanos? —comentó Twiss con gran tensión en su rostro afilado—. El asesino tenía conocimientos de medicina... Recuerde lo que esta mañana nos ha contado Sentina, que Thiulen había atendido a sus hermanos enfermos en el barco del exilio.

—Admito que llevaba razón. ¿Pero no cree que es más importante el que sepamos ahora en qué lugar vivía en las fechas previas a la expulsión, que posiblemente fue el sitio donde se escondió el oro?

—También estos papeles confirman mi suposición. ¿No acabo de decir que el tesoro estaba en San Gregorio de los Ingleses?

Jovellanos, en broma, arrojó a la cara de Twiss el fajo de papeles sueltos.

En ese momento la tos de un empleado llamó su atención desde el quicio de la puerta. A su lado estaba Fermín, que presentaba varios rotos en la camisa, magulladuras en los pómulos y sangre en la nariz.

Ambos, Jovellanos y Fermín, fueron a encontrarse en medio de pilas de documentos.

—¡Pero muchacho...! —exclamó alarmado el hombre, poniéndose a la altura de Fermín—, ¿Qué te ha pasado? Ya te dije que no te metieras allá de donde no pudieras salir.

—No me he metido en ningún sitio, amo. Esto me lo he hecho en la calle, con Carahigo y su pandilla. Debería ver cómo han quedado ellos...

—Ve a que te cure doña Rosario.

—¡Ya no me duele...! —gritó el rapaz, malhumorado—. Lo que importa ahora es que he vuelto corriendo para contarle lo que he descubierto. Como me dijo, he estado vigilando El Coliseo, hasta que al poco de llegar yo salió del teatro el señor Barral. Le seguí con mucho tiento. Siempre que miraba hacia atrás no descubría ni mi sombra. Luego Barral entró en el corral del Agua, en la casa de las hermanas Lista. Y después, amo, le he visto salir junto con otros cinco hombres llevando el ataúd del muerto a hombros... Y...

—¡Pardiez! —exclamó Jovellanos poniéndose de pie violentamente.

Todos los presentes comprendían la importancia de las palabras del muchacho. De inmediato Jovellanos y Twiss echaron mano a sus casacas y se dispusieron a emprender la marcha. El alcalde aconsejó a Fernández que ordenase todo aquel desbarajuste de documentos, y que además llamase a su mujer para que atendiese al herido.

—Nunca he visto un entierro tan raro, amo... —siguió explicándose Fermín mientras acompañaba a los mayores por un corredor—. Todo el mundo hablaba mal del muerto, pero todo el barrio veía pasar su caja por las calles rumbo a San Isidoro, como si les gustase. Muchos murmuraban y nadie lloraba. Y además, un extraño jorobado iba detrás del ataúd tocando un violín. Con una música muy triste y...

Jovellanos y Twiss se pararon en seco. Se miraron durante un segundo y, sin mediar palabra alguna, se precipitaron por una escalera abajo a grandes saltos. Fermín se quedó al borde de la misma, todo desconcertado.

Poco después, la pareja corría por las estrechas calles rumbo a la parroquia de San Isidoro, que quedaba al este de la Audiencia, no muy lejos de ella. Les seguían en su carrera varios alguaciles, que Jovellanos había reclutado a voleo en el patio.

—¿Por qué hace esto ese tipo, Gaspar? ¿Por qué...?

—¿Por qué va a ser, Richard? —contestó Jovellanos con la respiración entrecortada, más que por el esfuerzo de la carrera por la emoción del momento—. ¡Para volvernos locos como él!

La iglesia de San Isidoro se alzaba aislada en el centro de una pequeña plaza. Una gran multitud se apiñaba en torno a una de sus tres puertas. Parecía que toda la vecindad aguardaba a que concluyese el responso por los restos del antiguo sochantre que sin duda se oficiaba en el interior del templo, previo a su enterramiento en el patio trasero. La curiosidad y la morbosidad se unían para hacer más humillante la despedida de Luis Lista.

Jovellanos se abrió paso entre la gente, seguido de Twiss y los alguaciles. Lo hacían con facilidad, pues los curiosos ni siquiera se fijaban en ellos, tan entretenidos como estaban en sus murmuraciones. A unos y otros iban preguntando dónde se encontraba el violinista, pero la gente ni se volvía para contestar, o lo hacía con desgana y vagamente, sin reparar en quién preguntaba. Por fin alguien se tomó más interés y señaló hacia un punto del mar de cabezas que miraban hacia la puerta abierta.

—Aquel... Aquel del sombrero a la chamberí es el violinista Guido —contestó.

Jovellanos y Twiss pusieron sus ojos en el sombrero negro a la chamberí. En efecto, debajo había un individuo vestido también de negro, de largas y grasientas greñas, con una enorme joroba. Como espoleados por esa visión, apartando a la gente a brazadas y a empellones, la pareja se precipitó hacia el hombre que sostenía su violín entre el mentón y el hombro aunque sin tocarlo. No faltó tiempo para que entre la multitud muchos se apercibieran de quiénes eran, y más viendo que los alguaciles con sus mosquetes les seguían con no menos vigor. Cundió el nerviosismo entre los curiosos, que comenzaron a moverse en desorden. Hasta que se desencadenó una especie de pánico, que entorpeció aún más el avance de la gente del Alcázar. En medio de tamaño desconcierto, el jorobado empezó a alejarse de ellos.

—¡Thiulen! ¡Detente, Thiulen...! —gritó Jovellanos.

El violinista contrahecho giró la cabeza, aunque su crin ondulada y salvaje apenas dejó entrever sus ojos tras las hebras aceitosas de pelo. Acto seguido, aprovechando el creciente caos, echó a correr encorvado, con el violín en una mano y el arco en la otra, ahora cruzando entre unas cuantas mujeres, ahora derribando a un par de ancianos. Los de la Audiencia redoblaron sus esfuerzos, más que nada para apartar gente o para no tropezar en aquellos agachados o caídos que se protegían de la granizada de empujones y patadas. Un par de disparos al aire de los alguaciles bastaron para despejar la calle del todo. Oportunidad que aprovecharon Jovellanos y Twiss para lanzarse hacia la calleja del fondo por donde había huido el falso violinista. Yendo uno por un lado y el otro por el suyo, pronto se perdieron de vista. Los alguaciles les seguían como podían. Poco después se vieron solos por oscuras y opresivas calles, buscando con desespero en cada uno de sus umbríos rincones, temiendo que Thiulen, acechador, saltase sobre sus cuellos empuñando una daga en lugar del arco del violín robado.

De repente, cada uno desde su calle, comenzaron a oír unas inquietantes y burlescas notas del instrumento de cuerda. Los ecos agudos del violín resonaban por encima de los tejados de tal forma que parecían provenir de mil sitios. De todos modos, aguzaron sus oídos para intentar deducir su procedencia real. Así, cada uno siguiendo las notas desde un callejón distinto, Jovellanos y Twiss fueron a parar a una calle más ancha, que descendía en dirección a la muralla del sureste. Estaban en la calle del Aire, que se internaba en el barrio de Santa Cruz, la antigua judería, un verdadero laberinto. La rasgada música del violín se fue haciendo a cada segundo más débil, hasta desaparecer.

—Al menos ya sabemos una cosa más del
interfector...
—comentó Twiss acercándose a Jovellanos con la respiración entrecortada—. Que sabe tocar el violín...

Jovellanos se enjugó el sudor de su frente con la desaliñada pañoleta de su cuello.

—Sabemos mucho más, Richard. Sabemos que el difunto Guido debía de tener cierta amistad con el difunto Luis Lista, y que eso lo conocía el asesino. No creo que Barral y los otros que han llevado el ataúd, a los que habrá que investigar, hubiesen permitido que alguien tan
extraño
hubiese tocado detrás de la caja si no supiesen de alguna estrecha relación entre el violinista y el muerto.

Se encaminaron de regreso calle arriba, con los ojos puestos en los tejados de las tres naves de San Isidoro, que sobresalían de entre las casas de alrededor.

—¿Y si las tres hermanas le han pagado para que lo hiciera? Quizá, a pesar de todo, querían un entierro de cierta categoría.

—Ni hablar... Eso jamás ocurriría en Sevilla. Bastante tienen esas pobres mujeres con su desgracia como para meterse en fantasías italianas. Thiulen no tenía necesidad de pedir permiso a nadie, porque los amigos del difunto sabían que con su
arte
acompañaba en su último viaje a otro artista de la música. Vamos a ver qué tiene que decir Antonio Barral al respecto.

Twiss echó una mano a un brazo de Jovellanos.

—No se precipite, Gaspar. Este incidente no ha cambiado nada acerca de ese actor. Debemos mantenernos alejados de él. Después del alboroto de la calle, es de suponer que ahora empezará a sospechar que vamos detrás de él, pero será mejor que no esté muy seguro de por qué medio.

Iban deliberando sobre ese asunto cuando delante de ellos observaron que salía de un figón el padre Juan Garrosa, el preste Juan. Parecía algo bebido como siempre. Pero a pesar de sus tropiezos y de su desmesurada gordura se mantenía en pie. Al fijarse en ellos el preste Juan, todo risueño, abrió sus brazos, de modo que les impedía el paso por aquel lado de la calle. Parecía una gran mancha negra, deslumbrada por un segmento de luz que se colaba a su derecha por una bocacalle.

—Señor Alcalde del Crimen, ¿usted también ha acudido a la inhumación de ese relapso de Lista? ¡Hasta en su propio entierro ha escupido sobre la decencia cristiana! —Rió exhalando vaharadas de vino—. Mire que llevar su caja actores y otra gente de mal vivir...

La mirada que se cruzaron Jovellanos y Twiss lo decía todo. Ese cura sabía mucho más sobre Luis Lista de lo que les había contado en El Barril. Ahora pues, con nueva información en su poder, ellos podrían indagar sobre aspectos que antes ni se habían imaginado que existieran. Al fin y al cabo, el preste Juan era como un piscator de grasa y vino que debía conocer muchos secretos tabernarios y parroquianos.

—¿Qué gente de
mal vivir
era esa, padre? —le preguntó Jovellanos, al tiempo que le apartaba hacia la pared del figón para que pasase un carro que había enfilado la calle.

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