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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (78 page)

BOOK: El alienista
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— No tiene muy buen aspecto, doctor.

— Sí, sí, ya lo sé— replicó Kreizler—. Sólo necesito… Frótele las manos, ¿quiere? Moore, quítale esas malditas esposas. Sólo necesito unos minutos.

Mientras yo liberaba las manos del moribundo, Laszlo metió la mano en el bolsillo y extrajo una frasco de sales de amoníaco, que deslizó por debajo de la nariz de Beecham. Lucius empezó a golpetear y a frotar la palma de las manos del herido, mientras la expresión de Laszlo era cada vez más desesperada y sus movimientos más inquietos.

— Japheth— empezó a murmurar, con voz suave pero suplicante—. Japheth Dury, ¿puedes oírme?

Los párpados de Beecham aletearon un instante, luego se abrieron, y los embotados ojos que había debajo rodaron irremediablemente hacia el interior de la cabeza. Finalmente logró fijarlos en el rostro que tenía cerca del suyo. Ahora ya no padecía espasmos, y su expresión era la de un chiquillo aterrorizado que pidiera ayuda a un desconocido, aunque de algún modo supiera que no iba a obtenerla.

— Yo…— boqueó, escupiendo un poco más de sangre—, voy… a morir.

— Escúchame, Japheth— pidió Laszlo, limpiando la sangre de la boca y la cara de aquel hombre, mientras seguía sosteniéndole la cabeza en su regazo—. Tienes que escucharme… ¿Qué es lo que veías, Japheth? ¿Qué es lo que veías cuando mirabas a los muchachos? ¿Qué es lo que te obligaba a matarlos?

Beecham empezó a sacudir la cabeza de un lado a otro, y un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo. Volvió entonces la mirada aterrorizada hacia el cielo, y la mandíbula se abrió todavía más, exhibiendo unos dientes enormes, impregnados de sangre.

— ¿Japheth?— le llamó Laszlo, sintiendo que el hombre se le escapaba de entre las manos—. ¿Qué es lo que veías?

Mientras la cabeza seguía negando, los ojos de Beecham se posaron en el suplicante rostro de mi amigo.

— Nunca… lo he sabido…— murmuró, en un tono de excusa y a la vez de súplica—. Nunca lo he… sabido… Yo no… Ellos…

Por un momento los espasmos de su cara se extendieron por todo el cuerpo, y agarró la camisa de Laszlo. Con el rostro dominado por un miedo espantoso, Beecham sufrió una última sacudida, escupió una mezcla de sangre y de vómito por la comisura de la boca y se quedó inmóvil. La cabeza rodó lejos de Kreizler, y los ojos perdieron por fin su expresión aterrorizada.

— ¡Japheth!— gritó Kreizler una vez más, aunque comprendiendo que era demasiado tarde.

Lucius tendió la mano hacia los ojos de Beecham y se los cerró. Finalmente Kreizler depositó la cabeza del hombre muerto sobre la fría piedra.

Nadie dijo nada durante unos segundos. Luego se oyó algo: otro silbido procedente de abajo. Me levanté, me acerqué a la reja exterior del paseo y miré hacia Cyrus y Stevie, que con gestos apremiantes señalaban hacia el lado oeste. Les hice señas de que había comprendido y a continuación me acerqué a Kreizler.

— Laszlo— dije con voz queda—, tengo la impresión de que Roosevelt está al caer. Será mejor que te prepares para explicarle…

— No.— Aunque Kreizler no alzó la cabeza, su voz sonó firme—. Yo no voy a estar aquí.— Cuando por fin se sentó erguido y miró a su alrededor, vi que tenía los ojos húmedos y enrojecidos. Primero nos miró a Sara y a mí, luego a Marcus y por último a Lucius, asintiendo mientras lo hacía—. Vosotros me habéis dado vuestra ayuda y vuestra amistad… Quizá más de lo que yo merecía. Pero debo pediros que sigáis haciéndolo un poco más…— Se puso en pie y se dirigió a Lucius y a Marcus—. Sargentos, necesito su ayuda para llevarme el cadáver de Beecham. ¿Dices que Roosevelt se acerca por la calle Cuarenta, John?

— Eso pienso, a juzgar por los aspavientos que me hacían esos dos de ahí abajo.

— Bien— añadió Kreizler—. Cuando llegue, Cyrus lo enviará directamente aquí arriba. Los sargentos detectives y yo nos llevaremos el cadáver por la entrada de la Quinta Avenida, donde Stevie nos estará esperando.— Laszlo se acercó a la verja que daba a la calle e hizo señales con la mano para impartir una orden; luego se acercó a Sara y la cogió de los hombros—. Si te niegas a colaborar en esto no te lo voy a reprochar.

Sara le miró un momento, como si fuera a estallar con una acusación llena de resentimiento, pero luego se limitó a encogerse de hombros y depositó de nuevo la pistola entre los pliegues de su vestido.

— Usted no ha sido honesto en esta parte del trato, doctor…— dijo, aunque suavizando la dura mirada—. Pero de no haber sido por usted, nunca habríamos tenido esta oportunidad. Estoy dispuesta a hacer las paces.

Laszlo tiró de ella y la estrechó entre sus brazos.

— Gracias por todo esto— musitó, y luego se apartó de ella—. Bien, pues… En la caseta de los controles encontrarás a un muchacho bastante aterrorizado, envuelto con mi elegante gabán. Quédate con él y procura que Roosevelt no le haga demasiadas preguntas antes de que hayamos tenido tiempo de llegar a la parte baja de la ciudad.

— ¿A la parte baja?— inquirí, mientras Sara se dirigía ya hacia la caseta—. Aguarda un segundo, Kreizler…

— No hay tiempo, John— dijo Laszlo, acercándose a Marcus y dirigiéndose a los dos hermanos—: ¿Sargentos detectives? El comisario es su superior, y lo entenderé si…

— No hace falta que lo pida, doctor— contestó Lucius, antes de que Laszlo pudiera terminar—. Creo que sé lo que está usted pensando. Siento curiosidad por ver cómo termina todo esto.

— Podrá verlo personalmente— contestó Kreizler—, pues me gustaría que me ayudara.— Luego se volvió al mayor de los Isaacson—. ¿Marcus? Si desea no involucrarse en esto, lo comprenderé perfectamente.

Marcus sopesó unos instantes las palabras de Kreizler.

— En realidad es el único enigma que queda por resolver, ¿no, doctor?— preguntó.

Kreizler asintió.

— Puede que el más importante.

Marcus lo pensó un segundo más, y luego asintió.

— De acuerdo. ¿Qué importancia tiene una leve insubordinación contra el departamento frente a los intereses de la ciencia?

Laszlo le dio una palmada en el hombro.

— Es usted un buen hombre.— Luego, acercándose al cuerpo de Beecham, agarró al muerto por uno de los brazos—. Muy bien, pues… Pongámonos a ello, y rápido.

Marcus cogió a Beecham de los pies. Lucius, antes de agarrarlo del otro brazo, colocó sobre el torso del muerto algunas de sus prendas. Seguidamente levantaron el cadáver, y Kreizler dejó escapar un leve quejido de dolor a consecuencia del esfuerzo. Luego se alejaron por el paseo en dirección a la Quinta Avenida.

La perspectiva de quedarme a solas en aquellos muros, con los matones inconscientes y el cadáver de Connor como única compañía, insufló vida nueva a mis movimientos y a mi boca.

— ¡Esperad un momento!— grité, siguiendo a los otros—. ¡Esperad un segundo! ¡Kreizler! ¡Sé lo que pretendes! ¡Pero no puedes dejarme aquí y esperar que yo…!

— ¡No es el momento, John!— me contestó Kreizler, al tiempo que él y los esforzados Isaacson aceleraban el paso—. Necesito unas seis horas… y entonces todo se aclarará.

— Pero yo…

— ¡Tú eres un auténtico incondicional, Moore!— me contestó Kreizler.

Al oír esto me detuve, observando cómo desaparecían en la profunda lejanía del paseo hasta desvanecerse hacia la oscuridad de la Quinta Avenida.

— Un incondicional…— murmuré, dando una patada en el suelo antes de volverme—. A los incondicionales no se les abandona así, para que expliquen esta clase de enredos…

Concluí mi pequeño monólogo al oír una gran algarabía dentro de la caseta de controles. Primero la voz de Sara, seguida de la de Theodore, intercambiando palabras acaloradas. Poco después, Roosevelt salió precipitadamente al paseo, seguido por Sara y varios hombres de uniforme.

— ¡Vaya!— estalló Theodore al verme, y se me acercó apuntándome con su grueso dedo, acusador—. ¿Éste es el pago que recibo por pactar con los que yo consideraba erróneamente unos caballeros? ¡Por todos los infiernos que debería…!— De pronto, al ver a los dos matones atados y al cadáver, se interrumpió. Con incredulidad, miró dos veces seguidas primero al suelo y luego a mí, señalando con el dedo hacia abajo—. ¿Es Connor?

Asentí y me acerqué, dejando rápidamente a un lado mi rabia contra Kreizler y fingiendo gran ansiedad.

— Sí, y llegas justo a tiempo, Roosevelt. Hemos venido aquí en busca de Beecham…

Por un momento, la justa cólera reapareció en el rostro de Theodore.

— ¡Sí, ya lo sé!— aulló—. Y si un par de mis hombres más fieles no hubieran seguido a los criados de Kreizler…

— Pero Beecham no se ha presentado— añadí—. Todo era una trampa ideada por Connor. En realidad estaba decidido a…, a matar a Stevie.

— ¿A Stevie?— repitió Roosevelt, incrédulo—. ¿Al chico de Kreizler?

Le miré con profunda seriedad.

— Stevie era el único que podía atestiguar que Connor había matado a Mary Palmer.

Los ojos de Theodore mostraron una mirada comprensiva tras las gafas.

— Ah— exclamó, y su dedo apuntó hacia arriba—. ¡Por supuesto!— Pero de pronto volvió a fruncir el entrecejo—. ¿Se puede saber qué ha ocurrido?

— Por fortuna, comisario— dijo Sara, dándose cuenta oportunamente de que mis poderes de invención se estaban agotando—, los sargentos detectives y yo hemos llegado a tiempo.— Señaló el cadáver con mayor seguridad y entereza que las que sin duda experimentaba—. Es una bala mía la que hallará en la espalda de Connor.

— ¿Tuya, Sara?— preguntó Theodore, incrédulo—. Pero…, no lo entiendo.

— Yo tampoco lo entendía— dijo Sara—, hasta que usted nos dijo lo que John y el doctor pretendían. Cuando se me ocurrió pensar en dónde podían estar, usted ya había abandonado la torre del High Bridge. De todos modos, yo de usted regresaría allí, comisario. El resto de sus detectives siguen vigilando, y el asesino aún no se ha presentado.

— Sí— dijo Theodore, reflexionando—. Sí, supongo que tienes razón sobre…— De pronto se enderezó, oliéndose la artimaña—. Un momento. Ya veo por dónde vais… Si todo lo que decís es cierto, entonces tened la amabilidad de explicarme quién es ese muchacho de ahí.— Con el dedo apuntó hacia la caseta de controles.

— La verdad, Roosevelt…— insistí—, sería mejor que…

— ¿Y dónde están los demás? ¿Kreizler y los Isaacson?

— Comisario— intervino Sara—, yo puedo decirle…

— Oh, sí— replicó Theodore, rechazándonos—. Ya veo lo que está sucediendo. ¿Conspiración, eh? ¡Perfecto! Me encantará colaborar… ¡Sargento!— Uno de los agentes de uniforme hizo el saludo y se acercó—. Que uno de sus hombres se encargue del muchacho de allí, y luego ponga a estos dos bajo arresto. ¡Quiero que los lleven inmediatamente a Mulberry Street!— Antes de que Sara y yo pudiéramos responder, Theodore volvió a levantar el dedo y lo hizo oscilar frente a nuestras caras—. ¡Y a vosotros dos os voy a dejar un amargo recuerdo de quién es el que está al frente del Departamento de Policía en esta ciudad!

46

Todo era pura palabrería, por supuesto. Roosevelt nos condujo a Mulberry Street, en efecto, y nos encerró durante unas horas en su despacho, donde tuvimos que aguantar insoportables discursos sobre el honor, la confianza y el cumplimiento de la palabra dada. Al final le conté la verdad de lo ocurrido aquella noche, cuando calculé que Kreizler y los Isaacson ya habrían llegado a donde se dirigían. A Theodore le expliqué que en realidad no le había mentido, ya que ni yo mismo sabía qué iba a ocurrir hasta que me presenté en la Opera; en realidad, le dije, aún carecía de explicaciones para muchas de las cosas que habían ocurrido en lo alto de los muros del embalse, aunque intentaría hallarlas. Y le prometí que en cuanto lo averiguara iría directamente a Mulberry Street para compartir con él la información. Esto le calmó bastante. Y cuando Sara señaló que lo más importante, sobre lo que no había ninguna duda, era que Beecham estaba muerto, Theodore empezó a ponerse de mejor humor. Tal como nos había advertido semanas antes, el hecho de haber concluido con éxito la investigación significaba mucho para él (aunque dadas las múltiples complejidades del caso nunca podría ufanarse de ello profesionalmente), y cuando por fin Sara y yo nos levantamos para abandonar su despacho, a eso de las cuatro, las críticas de Theodore respecto a lo sucedido aquella noche habían dado paso a sus efusivas y características alabanzas hacia todo nuestro equipo.

— Nada convencional, sin duda— dijo, haciendo chasquear la lengua al tiempo que apoyaba una mano sobre los hombros de cada uno y nos acompañaba hacia la salida—, pero, en conjunto, un magnífico esfuerzo. Magnífico. Si uno piensa en ello… Un hombre sin conexión con sus víctimas, un hombre que podía ser cualquiera en esta ciudad, identificado y atrapado…— Sacudió la cabeza con un suspiro de consideración—. Nadie lo hubiera creído. ¡Y se ha metido a Connor en el lote!— Vi que Sara daba un respingo ante el comentario, aunque se esforzó en disimular su reacción—. Sí, voy a disfrutar escuchando cómo a nuestro amigo Kreizler se le ocurrió esta última parte del plan.– Theodore se froto la mandíbula y se quedó mirando al suelo unos segundos, luego se volvió hacia nosotros——. Bueno, ¿y qué es lo que pensáis a hacer?

Era una simple pregunta, a pesar de que una de sus implicaciones era absolutamente desagradable, según descubrí de repente.

— ¿Que qué pensamos hacer?— repetí—. Bueno, nosotros… La verdad es que no lo sé. Hay que… ligar algunos detalles.

— Por supuesto— contestó Roosevelt—. Pero a lo que me refiero es a que el caso ha concluido… ¡Y habéis ganado!— Se volvió hacia Sara como si esperara que le agradeciera el comentario.

Ella asintió lentamente, pero pareció sentirse tan confusa e incómoda como yo.

— Sí— logró decir finalmente al ver la expresión expectante de Theodore.

Luego siguió una pausa larga, extraña, durante la cual se apoderó con fuerza de todos nosotros la ambigua e inquietante emoción que se había producido ante la idea de que el caso había concluido. En un intento por desterrarla, Theodore cambió deliberadamente de tema.

— En cualquier caso— dijo, dándose una palmada con las manos en el pecho—, ha sido un final dichoso aunque complicado… Y muy oportuno también porque mañana salgo para St. Louis.

— Ah, sí— exclamé, feliz de poder hablar de otra cosa—. La convención… Tengo entendido que saldrá McKinley.

— En la primera votación— contestó Theodore con evidente placer—. La convención será una simple formalidad.

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