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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (96 page)

BOOK: El ángel de la oscuridad
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— No es posible— susurró el doctor—. ¡No puede haberse escabullido otra vez!

Avanzando centímetro a centímetro por la casa en penumbra empezamos a desplegarnos; Lucius sacó su revólver y subió un par de peldaños de la escalera. Habría seguido subiendo, seguido por el señor Moore y Marcus… pero entonces oímos el repentino sonido de una puerta al cerrarse en el salón. Y yo sabía que sólo había una puerta en aquella zona.

— La puerta del sótano— susurré y los tres hombres retrocedieron en la escalera.

Marcus volvió a contar hasta tres y todos nos precipitamos al mismo tiempo en el salón, con la señorita Howard y Lucius al frente.

La estancia estaba demasiado oscura para ver gran cosa, aparte del contorno de los muebles mas cercanos a nosotros y el pasillo que conducía a la cocina. Por eso la voz que oímos entre las sombras resultó tanto más aterradora:

— No importa— dijo Libby Hatch con mucha serenidad—. Han conseguido entrar en la casa, pero nunca encontrarán lo que han venido a buscar.

Lucius abrió la boca, como si quisiera anunciar a la mujer que estaba detenida, pero el doctor le tocó el brazo y habló con voz pausada:

— Escúcheme, Elspeth Franklin. No es necesario que se enfrente a la muerte.

Pero Libby Hatch escupió y soltó un juramento.

— ¡Malditos seáis todos!

De pronto vimos el brusco movimiento de una sombra en el pasillo, dirigiéndose a la cocina. No fue más que un fugaz borrón, seguido, para nuestra creciente confusión y frustración, por el ruido de unos pasos subiendo unos peldaños.

— Escaleras— dijo el doctor—. ¡Hay escaleras detrás!

— Por Dios que no las vi— dije.

— Quizás haya hecho construir un pasadizo oculto— propuso Marcus— cuando Bates reformó el sótano.

— Y en el que sin duda nos costará tanto entrar como en la cámara inferior— convino el doctor con un agitado cabeceo—. Rápido, entonces. Marcus, Lucius y Moore id abajo. A ver qué podéis hacer para forzar la puerta de la cámara. Sara, tú y Stevie, venid conmigo.

Con el ruido de la reyerta aún resonando en las calles, todos salimos disparados en la dirección asignada, los hombres hacia el sótano y la señorita Howard y yo siguiendo al doctor escaleras arriba, dejando atrás el segundo piso hasta llegar al tercero. Allí encontramos una escalera de acero que conducía a una trampilla del techo. La señorita Howard encabezó la marcha hasta arriba y, abriendo la trampilla, intentó saltar rápidamente al tejado.

Tendríamos que haber imaginado que era una estupidez perseguir a un enemigo tan astuto como Libby Hatch de una manera tan torpe. Como era el último de la fila, me resultó difícil ver exactamente lo que ocurrió a continuación, pero el doctor me lo contó más tarde. En cuanto asomó la cabeza por la trampilla, la señorita Howard recibió un fuerte golpe con una pistola que la obligó a soltar su Colt (que cayó al suelo al pie de la escalera) y la dejó inconsciente en el acto. Con una fuerza sorprendente— seguro que aumentada por la desesperación—, nuestra enemiga levantó el cuerpo de la señorita Howard hasta sacarlo por la trampilla, lo tendió sobre la azotea alquitranada y apuntó con su pistola al doctor.

— Usted, todos deberían saber que no tendré reparos en utilizar el arma, doctor Kreizler— oí decir a Libby Hatch—. Ahora suban aquí. Y háganlo muy despacio.

Mientras el doctor terminaba de trepar, me percaté de que aún permanecería un momento fuera de la vista de Libby; entonces me agaché, recogí la Colt de la señorita Howard, me la metí en la cinturilla de los pantalones y la cubrí con mi camisa para que pareciera que iba desarmado. Luego subí corriendo por la escalera, esperando que Libby creyera que no me habría dado tiempo a actuar.

Funcionó. En cuanto el doctor estuvo en la azotea vi los ojos dorados de Libby— desorbitados y enloquecidos, a aquellas alturas— aparecer en la trampilla y clavarse en mí.

— Tú también, niño— dijo, evidentemente sin saber que yo iba armado—. ¡Sube aquí!

Cumplí la orden, asegurándome de no hacer movimientos bruscos para que no se me cayera el revólver. Cuando salí por la trampilla, Libby la cerró de golpe y, apuntando con su arma primero al doctor y luego a mí, usó la mano libre para arrastrar el cuerpo de la señorita Howard hasta situarlo encima de la hoja de la trampilla, lo que impediría que alguien la abriera desde abajo. Libby irguió los hombros y nos apuntó alternativamente al doctor y a mí, como si tratara de decidir qué hacer, con una expresión más demencial y salvaje que nunca.

— ¿Cuál, cuál?— masculló. A continuación hizo presa del brazo del doctor y arrimó la pistola a su cabeza—. Levante las manos. Tú también, chico, y quédate muy quieto si quieres que el brillante cerebro del doctor siga de una pieza.

Mientras miraba de reojo para ver si la señorita Howard seguía respirando regularmente, levanté las manos sólo un poco, temiendo revelar el revólver que ocultaba en mis pantalones. Convencida de que tanto el doctor como yo íbamos a hacer lo que nos decía, Libby pareció relajarse un poco y con la mano libre se alisó primero el pelo y después el mismo vestido rojo con encaje negro que llevaba puesto el día en que la habíamos conocido. Después su expresión enajenada dejó paso a otra que casi podría haber pasado por arrepentimiento.

— ¿Por qué?— preguntó, mirando al doctor.

— Yo diría que es evidente— respondió él sin bajar los brazos.

Antes de que Libby pudiera responder, una andanada de gritos y aullidos particularmente fuertes se elevó desde la calle, y ella se volvió en aquella dirección.

— ¿Oyen eso?— dijo—. Es culpa suya, de todos ustedes. ¡Nada de esto tenía por qué ocurrir!

— ¿Quiere decir que no habría ocurrido si hubiéramos permitido que continuara asesinando niños?— preguntó el doctor.

— ¿Asesinarlos?— respondió Libby, con expresión claramente dolida—. Lo único que hice, lo único que intentaba hacer era ayudarlos.

El doctor la miró de soslayo.

— Creo que en cierto sentido lo dice en serio, Elspeth Franklin— dijo con calma.

Ella asintió con los ojos dorados anegados en lágrimas y de repente dio un furioso golpe en el suelo con el pie.

— Si eso es lo que cree, ¿por qué me han estado acosando?

— Escúcheme, Elspeth— prosiguió el doctor—. Si se rinde ahora, quizás haya un modo de ayudarla…

La voz de Libby se volvió fría y ruin.

— Por supuesto: en la silla eléctrica, ¡bastardo mentiroso!

— No— insistió el doctor, siempre con calma—. Yo puedo ayudarla. Puedo intentar que las autoridades comprendan por qué ha hecho esas cosas…

— ¡Pero si no he hecho nada!— aulló Libby, desbordada por una desesperación nueva—. ¿No se da cuenta?— Hizo una pausa para estudiar el rostro del doctor—. No, claro que no. No puede darse cuenta. Usted es un hombre. ¿Qué hombre podría entender cómo ha sido mi vida, por qué tuve que tomar aquellas decisiones? ¿Cree que yo deseaba hacerlo? ¡No ha sido culpa mía!

Me figuré que la única manera de efectuar un movimiento para empuñar el revólver era intentar que la mujer se enfadara y se desequilibrara aún más de lo que ya lo estaba; por eso, aunque sabía que el doctor no lo aprobaría, empecé a provocarla.

— ¿Sí? ¿Y qué me dice del bebé que enterró con el perro? ¿De quién fue culpa eso?

— ¡Tú cállate!— dijo con desprecio, volviéndose hacia mí—. Ni siquiera eres un hombre, ¡sólo eres un niño! Lo único que entiendes son tus malditas necesidades, ¡tus propios malditos deseos! Una mujer probablemente se dejó la piel criándote, ¿y cómo se lo pagaste, excepto escupiéndole en la cara? Desobedeciéndola, lloriqueando…

Libby apretó con más fuerza el arma que empuñaba y me fulminó con una mirada más ponzoñosa que nunca.

— ¿Quieres saber algo del niño de la tumba? Yo no lo pedí, y no lo quería. Tenía un pretendiente… un chico respetable, de una familia de buena posición, la clase de chico que podía haber llevado a casa para presentarle a mi madre, para demostrarle que yo podía… podía…— Su voz se quebró y Libby bajó momentáneamente la vista hacia el suelo alquitranado de la azotea—. Él habría hecho cualquier cosa por mí. Y yo lo hice todo por él, pero entonces se enteró su familia y se negaron…— Volvió a levantar la vista rápidamente—. ¡Y me quedé con su sucia semilla creciendo en mi interior! No fue un error evitar aquella deshonra. ¿Qué habría sido aparte de un bastardo… otro error, otra cosa que había hecho mal? Por eso hice lo correcto… ¡Pero no podía contárselo a nadie!

Viendo que mi plan surtía el efecto deseado, seguí presionando:

— ¿Y cuando disparó a Matthew, a Thomas y a Clara? Supongo que tampoco quería hacerlo. ¿Su dedo resbaló sobre el gatillo, o ellos le pidieron que los matara?

El doctor me miraba fijamente, perplejo y alarmado.

— Stevie, ¿qué estás…?

No le hice caso.

— ¿Qué me dice de eso?— proseguí con brusquedad—. ¿Entonces también hizo lo correcto?

Respirando agitadamente, Libby gritó:

— ¡Era lo mejor para ellos! ¿Crees que quería matarlos? Era mejor para ellos, acabar con este mundo…

— ¡Sí!— le grité a mi vez—. ¡Mejor para que usted pudiera quitarles el dinero y fugarse con su amiguito el reverendo!

¡Cállate! Maldito niño, ¿no podéis callaros nunca, ninguno de vosotros?— Tragando saliva con dificultad, Libby intentó sin mucho éxito dominarse un poco—. ¡Ya sabes a qué conduce esto! ¡Te lo he advertido y ahora tengo que demostrártelo!

De repente me miró del modo que según imaginé habría mirado a todos los niños que había matado poco antes de hacerlo, alzó su pistola por encima de su cabeza y la descargó sobre la del doctor. Éste cayó al suelo, todavía consciente pero con una herida encima de la sien.

Este ataque brutal me dio todo el tiempo que necesitaba. Después de levantar al doctor agarrándolo por el cuello de la chaqueta, Libby dio media vuelta y me vio empuñando el revólver de la señorita Howard con ambas manos, apuntando hacia ella.

— De acuerdo— dije con el corazón desbocado—. Ahora, si quiere empezar a matar gente, adelante. Pero le prometo que usted será la segunda en morir.

56

Se me quedó mirando con la misma expresión que lucía su rostro cuando el señor Picton había revelado que conocía la existencia de la tumba que había detrás del granero de su familia: sorpresa y alarma. De nuevo tuve la sensación de que no se había encontrado en aquella posición muchas veces en su vida, y sabía que eso la empujaba a actuar de forma impredecible. Pero yo tenía mi propia dosis de impredictibilidad, por pequeña que fuera, oculta bajo la manga, y estaba cada vez más dispuesto a administrarla.

Sus ojos destellaron de miedo e ira y sus labios primero se tensaron y luego se abrieron apenas lo suficiente para decir:

— ¡Lo mataré! ¡Juro que lo haré!

Yo le hice un gesto de asentimiento.

— Lo sé— dije—. La pregunta es ¿quiere morir usted también?

— ¿Qué alternativa tengo?— me gritó la mujer—. Maldito seas, eres igual que los otros. ¡No me dejas ninguna alternativa!

— Le dejaré una alternativa— dije—. Deje que el doctor venga hasta aquí y luego eche a correr. No la seguiremos.

El doctor, aún aturdido por el golpe en la cabeza que había recibido, parecía tan desconcertado como Libby Hatch.

— Stevie, ¿qué estás diciendo?

De nuevo, no le presté atención.

— ¿Y bien?— dije, sin apartar la vista de Libby.

Ella sopesó la idea, al parecer tentada. Entonces recibí una ayuda inesperada cuando la voz del señor Roosevelt retumbó desde la calle:

— ¡Se retiran! ¡Teniente Kimball! Escoja a varios hombres: ¡quiero que detengan a Knox!

Entonces me permití una sonrisita.

— ¿Ha oído eso?— dije señalando con la barbilla el borde de la azotea correspondiente a la fachada—. Su colega Goo Goo se larga. Así que ¿qué piensa hacer? ¿Será lista y se largará con él?

— ¿Cómo sé que no me seguiréis?— preguntó Libby.

La siguiente parte de mi actuación tenía que ser la mejor: respiré hondo, sin desviar la mirada de la suya.

— Puede quedarse con esta pistola— dije—. Es la única que tenemos.

El doctor no estaba tan aturdido como para no entender aquello.

— ¡No!— exclamó—. Stevie, no…

Pero Libby lo interrumpió.

— Primero hazla rodar hasta aquí.

Negué con la cabeza.

— Suéltelo. Deje que se aparte dos pasos. Entonces lo haré.

— Stevie— insistió el doctor—, no puedes confiar…

Se interrumpió cuando Libby le apoyó con fuerza el cañón de su pistola en la cabeza.

— Oh, sí, claro, ¿verdad, doctor? No puedes confiar en Libby. ¡No puedes confiar en una mujer! No cumplirá su palabra. Te disparará por la espalda. Después de todo, ha matado a sus propios hijos, ¿no es verdad? Y a todos los demás. ¿Cómo es posible confiar en alguien capaz de hacer esas cosas? Pues bien, doctor Kreizler, permítame decirle…— apartando el cañón de su arma unos centímetros de la cabeza del doctor, Libby se tambaleó levemente, como si la situación empezara a trastornarla de veras—. Permita que le diga— repitió, con una voz más suave y desapasionada— que hice de todo por aquellos niños. Mis propios hijos, sufrí la agonía del parto. Con los otros, pasé largas, interminables horas en vela cuidándolos. Alimentándolos, limpiándolos, cambiándolos… ¿y para qué? ¿Para qué, doctor? Siempre estaban llorando. Siempre estaban enfermos. Siempre necesitaban algo.

Libby se apartó el pelo de la cara mientras su rostro y su voz se llenaban de auténtico pesar, desesperación y rabia.

— Siempre necesitaban algo. Constantemente. Hice todo lo que pude, todo, pero nunca era suficiente. Tenía que haber sido suficiente. ¡Era todo cuanto yo podía hacer, tenía que haber bastado! Pero nunca bastaba… nunca era suficiente.— De pronto bajó la vista y masculló—: Después ya no necesitaban nada.

Temblando ostensiblemente, Libby alzó de nuevo la mirada, y de pronto el brillo dorado de la astucia apareció otra vez en sus ojos.

— De acuerdo, niño. Que dé dos pasos, y luego arrojas tu arma hacia aquí.

Asentí.

— Ese es el trato.

El doctor intentó detenerme una vez más.

— Stevie, no lo hagas…

— Adelante, doctor— dijo Libby con su voz más aterradora—. Dé esos dos pasos…

Mientras el doctor empezaba a moverse, Libby mantuvo el arma apuntándola directamente a la cabeza. Cuando se hubo alejado lo suficiente de ella, me incliné y deposité el revólver de la señorita Howard en el suelo de la terraza.

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