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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

El árbol de vida (25 page)

BOOK: El árbol de vida
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—Un maleficio está cayendo sobre este país, la acacia se marchita. De modo que el líquido vital dispensado por Osiris puede faltarnos y condenar a todo el país a la hambruna. Y es aquí, en Elefantina, donde nace la fuente secreta del Nilo. Aquí descansa una de las formas de Osiris. Forzosamente aquí ha sido turbada su paz, para impedir que la crecida derrame sus beneficios.

El razonamiento del monarca trastornó a Sarenput, que, sin embargo, se negó a aceptarlo.

—¡Es imposible, majestad! Nadie se atrevería a entrar en el territorio de Biggeh, ninguna presencia humana es admitida allí. Mis milicianos hacen guardia, su vigilancia no ha sido burlada.

—Estoy convencido de lo contrario, y mi deber es restablecer el circuito de la energía que se ha interrumpido. Dadme libre acceso al islote.

—¡Los guardianes del otro mundo os fulminarían!

—Correré ese riesgo.

Comprendiendo que aquel rey con el físico de un coloso no cedería, Sarenput aceptó partir con él y con Uakha hacia Biggeh. Tras haber rodeado la isla de Sehel, frente a la que se abrían las vastas canteras de granito, el jefe de provincia se detuvo al pie de la primera catarata, un caos rocoso infranqueable en aquella época del año. De allí salía un camino de sirga, protegido por un muro de ladrillo, que unía los embarcaderos situados en los extremos norte y sur de la catarata.

—Nada más eficaz que esta barrera para controlar las mercancías procedentes de Nubia —declaró Sarenput con orgullo—. Las tasas recaudadas por mis aduaneros contribuyen a la riqueza de la región.

Viendo que el soberano estaba demasiado concentrado en su tarea para interesarse por detalles materiales, el voluble notable, algo ofendido, se refugió en el mutismo.

Una embarcación ligera franqueó la corta distancia que separaba la ribera del islote prohibido.

—Majestad, ¿puedo desaconsejaros la aventura por última vez?

—No veo a tus soldados.

—Vigilan el camino de sirga, los puestos de aduana, los…

—Pero no el propio Biggeh.

—¿Quién osaría poner el pie en ese territorio sagrado de Osiris?

—También han atacado la acacia de Abydos.

La embarcación acostó.

Un extraño silencio rodeaba el lugar santo. No se oía ni el canto de un pájaro, ni siquiera un soplo de viento. El rey se introdujo en un dédalo vegetal formado por acacias, azufaifos y tamariscos.

—Si Sesostris consigue ofrecernos la abundante crecida que tan necesaria nos es, me convertiré en su fiel servidor —juró Sarenput.

—Te recordaré tu promesa —dijo Uakha.

Abrigadas por el follaje, trescientas sesenta y cinco mesas de ofrenda, tantas como los días del año, estaban dispuestas alrededor de una roca. En el interior había una caverna llamada «La que alberga a su dueño», es decir, Osiris.

En cada mesa de ofrenda reposaba un vaso con leche. Todos los días, el precioso líquido, brotado de las estrellas, era regenerado por las potencias creadoras que actuaban fuera de la vista de los humanos.

Cinco de aquellos vasos, correspondientes a los cinco últimos días del año, dedicados especialmente a Isis y a Osiris, habían sido rotos.

Sesostris comprendía por qué iba a ser catastrófica la crecida. Alguien había violado el lugar sagrado, la energía no circulaba ya.

Buscando un indicio que permitiera identificar al culpable, el rey descubrió un pedazo de lana, materia estrictamente prohibida para los sacerdotes egipcios, que sólo llevaban lino. El que había ido allí ignoraba los usos rituales o le importaban un bledo.

Unos aleteos turbaron la quietud del lugar. Un halcón y un buitre se posaron en lo alto de la roca y contemplaron al intruso.

—Soy vuestro servidor. Ilustradme sobre el camino que debo seguir.

El halcón emprendió el vuelo; el buitre permaneció inmóvil.

—Gracias te sean dadas, madre divina. Lo que debe hacerse se hará.

Sarenput no creía lo que estaba viendo. ¡El faraón seguía vivo!

—Ahora conozco la raíz del mal —declaró Sesostris.

—¿Sois capaz de extirparlo, majestad?

—¿Te atreves a pensar que la diosa ha abandonado al faraón? Mira a lo lejos, Sarenput, y permanece atento a su voz.

Primero, fue sólo un punto luminoso en el horizonte, como un espejismo. Luego, fue creciendo hasta tomar la forma de una barca. Y el frágil esquife avanzó lentamente hacia el islote sagrado.

A bordo, un remero fatigado y una muchacha de incomparable elegancia. Incluso Sarenput, que tenía amantes nubias de sin igual belleza, quedó estupefacto.

¿De qué mundo salía aquella aparición de formas perfectas, de rostro sereno, de mirada tan luminosa que elevaba el alma?

La joven sacerdotisa iba vestida con una larga túnica blanca, sujeta por un cinturón rojo, bordado, de arriba abajo, con galones amarillos, verdes y rojos. Una larga peluca dejaba al descubierto sus orejas. Sus muñecas estaban adornadas con brazaletes de oro y de lapislázuli, mientras que de su cuello pendía un escarabeo de cornalina engastada en oro.

—¿Quién es? —preguntó Sarenput, subyugado.

—Una sacerdotisa de Abydos cuya ayuda me es indispensable —respondió el monarca—. En un ritual destinado a captar los favores de la crecida encarna el viento del sur.

A popa, una arpa portátil, un papiro enrollado y sellado y una estatuilla de Hapi, el genio andrógino del río.

—Preparad las ofrendas —ordenó Sesostris a los dos jefes de provincia antes de desaparecer de nuevo en el laberinto vegetal, acompañado esta vez por la sacerdotisa.

Ante la caverna del Nilo se quedaron inmovilizados. En la roca, el buitre y el halcón los observaban.

—Isis ha encontrado a Osiris —afirmó el faraón—. El último obstáculo se levanta, los frutos de la
Persea
han llegado a la madurez, los canales pueden ser abiertos y llenarse de la nueva agua. Que las fuentes del Nilo sean generosas, que el halcón proteja la institución real y el buitre sea la madre que vence a la muerte.

La muchacha tocó el arpa de cuatro cuerdas. Entre la caja y la varilla, una pieza de sicomoro tenía la forma del nudo mágico de Isis. Una cabeza de la diosa Maat adornaba la parte superior, velando así para que aquel instrumento, tan difícil de tocar, emitiese una armonía apaciguadora.

—Que el faraón coma el pan de Maat y beba su rocío —cantó ella con voz suave, en un ritmo lento.

En la caverna, el suelo se movió.

De súbito apareció una inmensa serpiente verde que formó un círculo y mordió su cola.

—El ciclo del año pasado ha concluido —dijo el soberano—, da nacimiento al año nuevo. Devorándose a sí misma, el tiempo sirve de soporte a la eternidad. Que la serpiente de las fuentes del Nilo sea la nodriza de las Dos Tierras.

El halcón y el buitre emprendieron el vuelo y trazaron grandes círculos protectores alrededor del monarca y de la sacerdotisa, que rompió el sello del papiro, lo desenrolló y entró en la caverna.

Una vez dentro lo hundió en una jarra de oro. Virgen de cualquier inscripción, el documento se disolvió en pocos instantes.

La muchacha presentó la jarra al rey.

—Bebo las palabras de poder, inscritas en el secreto de la crecida, para que se encarnen por mi voz y derramen su energía.

En presencia de Sarenput, de Uakha, de los notables de la provincia y de una atenta y recogida multitud, Sesostris llevó a cabo la gran ofrenda a la crecida naciente.

Arrojó al río la estatuilla de Hapi, impregnada del poder de los manantiales secretos, un papiro sellado, flores, frutos, panes y pasteles.

En lo alto del cielo, Sothis brillaba. En todos los templos de Egipto se habían encendido lámparas.

No estaba permitida ya la duda: viendo el dinamismo del Nilo, que subía a buen ritmo, la crecida sería abundante.

—Hapi, tú, cuya agua es el reflejo del fluido celestial, sé de nuevo nuestro padre y nuestra madre. Que sólo permanezcan emergiendo las colinas de tierra, como en la primera mañana del mundo, cuando saliste del Nun, el océano de energía, para dar vida a este país.

Gritos de júbilo saludaron esta última declaración de Sesostris, que se puso a la cabeza de la procesión hacia el templo de Elefantina, donde, durante varios días, se pronunciarían las palabras de poder destinadas a fortalecer la crecida.

—Lo ha conseguido —advirtió Sarenput—. Este rey es un verdadero faraón.

—Y tú —recordó Uakha— debes cumplir tu promesa. Como la mía, tu provincia está ahora al servicio de Sesostris.

41

Pese a las duras condiciones de trabajo, el joven granjero no se lamentaba. Con la ayuda de su esposa y de tres campesinos valerosos, llevaba una pequeña explotación lo bastante próspera para alimentarles, permitirles comprar muebles y ropa e, incluso, pensar en una ampliación. Dentro de un año o dos contrataría algunos trabajadores y se construiría una nueva casa. Y si conseguía cultivar el terreno pantanoso contiguo a su campo, recibiría una ayuda del Estado.

Hambriento, el granjero entró en la choza de cañas donde su esposa solía dejar el cesto con el almuerzo.

Esta vez, nada.

Por mucho que miró y volvió a mirar, ni el menor cesto.

Descontento primero, inquieto después, salió de la choza y topó con un monstruo velludo que lo empujó con violencia hacia atrás.

—¡Nada de prisas, amiguito! Debemos hablar.

El campesino intentó agarrar una horca, pero una patada en las costillas lo hizo caer pesadamente. Sin respiración, quiso levantarse. El puño de Jeta-de-Través lo inmovilizó.

—Tranquilo, amiguito. De lo contrario, mis hombres matarán a uno de tus empleados. Para empezar, sólo para empezar…

—Mi mujer… ¿Dónde está mi mujer?

—En buenas manos, ¡puedes creerme! Pero mientras yo no lo ordene, no la tocarán.

—¿Qué quieres?

—Un buen entendimiento entre gente razonable —respondió Jeta-de-Través—. Tu granja está demasiado aislada, necesita protección. Te ofrezco esta protección. Nada tendrás que temer ya de los merodeadores y trabajarás con toda tranquilidad. Cuando digo que «te la ofrezco», casi es cierto; pero todo trabajo merece su salario, sólo tomaré el diez por ciento de tus ganancias.

El campesino se rebeló.

—Eso doblaría el importe de mis impuestos, que es ya difícil de soportar.

—La seguridad no tiene precio, amigo mío.

—Me niego.

—Como quieras, pero es un grave error. Tus empleados serán degollados, tu mujer violada y quemada. Y tú te reunirás con ella en la hoguera, con tus hijos. Te será fácil comprender que mi reputación lo exige.

—¡No lo hagáis, os lo suplico!

—¿Sabes, muchachito? —le dijo Jeta-de-Través levantándolo—, puedo ser muy amable, pero la paciencia no es mi principal cualidad. U obedeces al pie de la letra o paso de inmediato a la acción.

Roto, el campesino cedió.

—¡Bueno, por fin te muestras razonable! Mis hombres y yo viviremos aquí unos días, para ver cómo trabajas y qué resultados concretos debo esperar de nuestra colaboración. De ese modo no se te ocurrirá mentir. Cuando me marche, tu mujer será permanentemente vigilada. Si se te ocurriera la desafortunada iniciativa de dirigirte a la policía, ni tú ni los tuyos saldríais vivos de esta estúpida gestión. Vuestra agonía sería larga, muy larga, y la de tu mujer especialmente atroz.

Jeta-de-Través palmeó el hombro del campesino.

—Ahora, para sellar nuestro contrato, beberemos y comeremos.

Tras haber pensado en matar a sus víctimas y destruir sus viviendas, a Jeta-de-Través se le había ocurrido una idea mejor: la extorsión y el chantaje. Dejando tras de sí cadáveres y ruina, habría acabado llamando la atención de las autoridades; pero si recaudaba las riquezas de sus «protegidos» obligados al silencio, seguiría en la sombra y multiplicaría los excelentes negocios.

El Anunciador estaría, muy pronto, orgulloso de él.

Menfis dejaba maravillado a Shab
el Retorcido
. El puerto, el mercado, los puestos, los barrios populares, las calles hormigueantes de egipcios y extranjeros, todo le fascinaba. Los días le parecían demasiado cortos, necesitaría meses, si no años, para descubrir los mil y un atractivos de aquella capital agitada que nunca conocía el reposo.

El Anunciador, en cambio, parecía indiferente a aquel tumulto. Se metía entre la población como un fantasma en el que nadie se fijaba. Gracias a su poder de seducción, no había tardado en encontrar un alojamiento modesto unido a una tienda cerrada desde hacía varias semanas.

—Vamos a convertirnos en honestos comerciantes —dijo el Anunciador a su pequeña tropa— y haremos que el vecindario nos aprecie. Mezclaos con los menfitas, tened amantes, id a las tabernas.

El programa estaba muy lejos de disgustar a los interesados, que limpiaron los locales y los dotaron de esteras, cestos y anaqueles.

El Anunciador llevó a Shab hacia el puerto.

De pronto, gritos de alegría brotaron de toda la ciudad, y las calles se llenaron de una multitud ruidosa que entonó cánticos a la gloria de Sesostris.

El Anunciador se dirigió a un hombre de edad, algo más tranquilo que sus conciudadanos.

—¿Qué ocurre?

—Teníamos una crecida insuficiente, pero el faraón ha confraternizado con el genio del Nilo. Egipto tendrá agua en abundancia, el espectro de la hambruna ha desaparecido.

Temblando de gozo, el viandante se unió a los festejos.

—Mala noticia —reconoció el Anunciador—. No creía que Sesostris se atreviera a hollar el territorio sagrado de Biggeh y a aventurarse hasta las fuentes ocultas del Nilo.

—¿Habíais… habíais estado allí? —se extrañó
el Retorcido
.

—Las cinco mesas de ofrenda de los últimos días del año habían sido profanadas y la circulación de la energía se había interrumpido. Pero ese monarca ha tenido el valor de cruzar las barreras e imponer el orden en lugar del desorden. Es un adversario duro que no será fácil de vencer. Nuestra victoria será más hermosa así.

Shab
el Retorcido
tuvo miedo.

Miedo de aquel hombre que no lo era del todo, dados sus múltiples poderes. Nada, ni siquiera lo más sagrado, le detendría.

Como si conociera perfectamente Menfis, el Anunciador se introdujo sin vacilar en una sucesión de callejas situadas tras el puerto y acabó dando cuatro golpes espaciados en la pequeña puerta de una casa destartalada.

Le respondió un golpe. El Anunciador dio dos más, muy rápidos.

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