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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Ficción Historica

El Asombroso Viaje De Pomponio Flato (16 page)

BOOK: El Asombroso Viaje De Pomponio Flato
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—Miserable y estúpido anciano, ¿con qué autoridad hablas tú de las Escrituras? ¿Te crees acaso un profeta como Abdías, Habacuc o Sofonías? Podría excusar tu insolencia diciendo que la edad te ha reducido el entendimiento, pero sería falso, porque has sido un necio toda tu vida. Por eso consentiste en el engaño de tu esposa y acogiste como propio el hijo que ella tuvo de alguien que no eres tú.

Cuando hubo acabado de proferir estos agravios, agarró de la manga de su túnica a José, que le había escuchado impertérrito y pacífico, y trató de arrojarlo desde la muralla violentamente, sin que los demás, sorprendidos por esta acción inesperada, acertáramos a intervenir, con lo que habría logrado su propósito si no hubiera tropezado con el estandarte que Quadrato había dejado apoyado contra el bastión para poder golpear a los reos, conque perdió el equilibrio, soltó su presa, dio un traspiés y se precipitó al vacío y sin duda a una muerte cierta, pues, como dije al comienzo de esta historia, el muro es de trescientos codos. Pero quiso la veleidosa Fortuna que el muchacho, que se encontraba a su lado, alargara la mano y alcanzara a retener al Sumo Sacerdote
in extremis
por la barba, quedando éste colgado, despavorido y en lánguido balanceo.

CAPÍTULO XVI

La situación, Fabio, se había vuelto insostenible, pues la plebe, que ante la determinación, la unidad y la fuerza es de natural sumisa e incluso abyecta, cuando percibe síntomas de vacilación, discordia o debilidad, se vuelve insolente y temeraria, y basta con que algunos individuos, amparados en el anonimato, difundan rumores, aviven agravios o creen expectativas de saqueo, para que en las aguas más tranquilas se desencadene una tempestad que no deje nada incólume a su paso.

Y así ocurre en la presente ocasión, pues mientras en lo alto de la muralla aunamos esfuerzos para poner a salvo al Sumo Sacerdote, entre el gentío suenan gritos instándole a lanzar el asalto definitivo al Templo, ya con el designio de rescatar al Mesías, ya con el de provocar una matanza sin más causa que la sed de sangre.

Animados por estas exhortaciones, los de atrás inician el avance, sabiéndose protegidos por la masa que los separa de los defensores, y los de adelante, empujados hasta el mismo muro, se disponen a escalarlo para no perecer aplastados. Así son tomadas siempre las ciudades cuando no se dispone de oxibelas, balistas, helépolis u otras máquinas de guerra.

Apio Pulcro, muy pálido, pregunta si el Templo dispone de fuego griego o de aceite hirviendo para ser arrojado sobre los atacantes, y al serle respondido que no, propone negociar una rendición honrosa.

—Demasiado tarde —dice el Sumo Sacerdote, ya repuesto del sobresalto—. Con nadie podemos negociar, porque nadie los dirige, y en el estado en que se encuentran, difícilmente podrían ser disuadidos de sus propósitos por medio de razones.

—Entonces, ¿qué podemos hacer? —preguntó el tribuno.

—Vosotros —replicó el Sumo Sacerdote—, nada. Yo, ir al altar y sacrificar una ternera a Yahvé. Cuando os hayan exterminado, me encontrarán en comunicación directa con el Todopoderoso y no se atreverán a tocarme un pelo de la barba. Repartiré pedazos de lomo vacuno entre los cabecillas de la revuelta y volverán a reinar la paz y la concordia. Y ahora, os dejo. He de ir a recomponer mis vestiduras y a colocarme el
efod
.

Se fue dejándonos a merced de la plebe embravecida. Apio Pulcro pasó revista a las tropas disponibles para el combate y descubrió que la guardia del Sanedrín, no considerando esta batalla de su competencia, había optado por acuartelarse. Los soldados romanos y los auxiliares sumábamos ocho hombres, incluidos el propio Apio Pulcro y yo mismo, ya que, si había de correr la misma suerte que mis compatriotas, consideré preferible hacerlo con las armas en la mano. Con este fin me fueron entregadas una espada y una lanza robusta que a duras penas podía sostener. Por añadidura, como en toda situación ardua, experimento agudas punzadas y convulsiones intestinales, cuya expresión no contribuye a elevar la moral de los combatientes. Apio Pulcro propone a José y a los otros dos reos unirse a nosotros, prometiéndoles, si vencemos, revocar la sentencia impuesta por el tribunal, pero ellos, después de ponderar las circunstancias, no estiman ventajosa la proposición, regresan al patio y vuelven a cargar con sus respectivas cruces.

Los atacantes han colocado las escalas contra el muro y suben por ellas blandiendo sus armas. Nuestros arqueros tensan los arcos para lanzar sus dardos sobre los primeros atacantes, pero Apio Pulcro los detiene por considerar que matar a unos pocos no alterará el resultado del encuentro y en cambio indispondrá a la plebe en contra nuestra. En su opinión, es mejor entregarse sin lucha y suplicar piedad. Los soldados, imbuidos de la idea de morir con honor, se amotinan, lo deponen y se aprestan a pasarlo por las armas.

Cuando todo parecía encaminado a un desenlace trágico, dominando el clamor de los atacantes, resuenan las tubas en la cercanía y de inmediato el temido golpear de las espadas contra los escudos que caracteriza a las legiones romanas avanzando en apretada formación impone silencio, primero, y luego provoca gritos de espanto. Nos asomamos al muro y vemos aproximarse una cohorte enarbolando las águilas y las enseñas de la XII legión, Fulminata, encabezada por el mismo Liviano Malio que al inicio de mi relato me recogió de la caravana nabatea. A la vista de estos inesperados refuerzos, los que están en lo alto de las escalas caen sobre las cabezas de sus compañeros, reina la confusión, se eleva una espesa capa de polvo y, cuando ésta se deposita en el suelo o se disipa arrastrada por el céfiro, sólo queda en la explanada la cohorte en perfecto orden de combate.

Abiertas las puertas del Templo, ocupado el recinto y distribuidos centinelas en puntos estratégicos, Liviano Malio dio descanso al resto de la tropa y se reunió con nosotros. Tras los saludos de rigor, le preguntamos cómo había tenido noticia de nuestro comprometido estado y cómo, al saberlo, había tenido tiempo de acudir en nuestro auxilio tan oportunamente, y respondió:

—Anoche, cuando íbamos camino de Antioquía después de haber cumplido la misión que nos había encomendado el gobernador de Siria, y habiendo acampado a unas seis millas de aquí, se presentó ante la empalizada un hombre y dijo ser portador de un mensaje importante. Fue conducido de inmediato a mi tienda y me encontré ante un joven de gran belleza que dijo ser griego, de nombre Filipo, y vecino de Nazaret hasta el día de ayer. A continuación añadió que un reducido destacamento romano al mando de un tribuno se encontraba en una grave tesitura, pues se había declarado una revuelta popular. Si acudíamos sin tardanza, dijo, evitaríamos un derramamiento de sangre; de lo contrario, el país entero se vería envuelto en el caos y la guerra civil. Tanto porfió que decidí ponerme en marcha hacia aquí en cuanto despuntara la Aurora de espléndido trono. Antes de partir, fui en busca de Filipo, pero, sin que nadie pudiera decirme cuándo ni cómo, había desaparecido, dejando sólo un escrito e instrucciones de que fuera entregado al sumo sacerdote Anano. No di mayor importancia a la desaparición e hice como él me había dicho. Y, por Hércules que su advertencia no había sido falsa.

—Pero sí inexplicable —dije yo cuando Liviano Malio hubo concluido su relato—. ¿Cómo podía saber Filipo ayer tarde lo que sucedería hoy?

—Los griegos son intuitivos —replicó Apio Pulcro— y además poco importa el método, siendo el resultado satisfactorio. Veamos ahora qué dice el escrito que te hizo llegar.

—Filipo insistió en que era para el Sumo Sacerdote —objetó el buen Liviano Malio.

—Y lo será, después de que yo lo haya examinado. Puede contener información vital para los intereses de Roma.

Rebuscó Liviano Malio entre los pliegues de su capa y finalmente extrajo un rollo de papiro atado con una cinta roja. Apio Pulcro se lo arrebató, deshizo el nudo y empezó a extender el rollo, pero enseguida volvió a enrollarlo enojado y exclamó:

—¡Pérfido griego! ¡Está escrito en esta lengua bárbara!

El sumo sacerdote Anano compareció finalizado el sacrificio y le fue referida la historia de Liviano Malio y entregado el texto, con el ruego de que nos lo leyera en voz alta. El Sumo Sacerdote recorrió con los ojos las primeras líneas del escrito, palideció y dijo con voz entrecortada:

—¡El Señor es mi pastor! Este texto no procede de la mano de Filipo, sino del difunto Epulón y constituye, según puedo colegir, una confesión en toda regla.

—Danos cuenta, pues, Anano, de su contenido sin omitir detalle.

—Así lo haré, si no juzgáis con severidad la traducción. El texto dice así: «Epulón saluda a Anano. Me alegro si estás bien, yo estoy bien. Y tras esta fórmula de cortesía, doy comienzo a mi confesión, pues has de saber que mi nombre no es Epulón, hijo de Agar, vecino de Nazaret y comerciante de profesión, pues en verdad me llamo Teo Balas y soy el despiadado bandido que durante años ha tenido aterrorizado al país entero. He robado grandes sumas y he matado a muchos inocentes. Hace unos años, habiendo acumulado un auténtico tesoro fruto de mis crímenes, y cansado de llevar una existencia peligrosa y sufrir los rigores de la intemperie, decidí establecerme en un lugar donde nadie me conociera y empezar una nueva vida con nombre supuesto. Formé una familia casándome con una joven viuda, construí una sólida villa, me mostré obediente con la autoridad y magnánimo con el Templo, hice caridad a los pobres con munificencia. Convertido en buen ciudadano y con el favor del clero, realicé transacciones legales que incrementaron mi riqueza. Todo parecía salir a la medida de mis deseos.

»Hace unas semanas, sin embargo, me ocurrió un suceso nimio pero perturbador. Era de noche y todo el mundo dormía en la casa, salvo yo, que me había quedado en la biblioteca, con el fin de estudiar ciertas cláusulas contractuales. Unos golpes en la puerta me distrajeron, abrí, no había nadie. Pensé que el ruido lo habría causado el viento o un animal o mi propia imaginación, y volví a mis ocupaciones. Al cabo de un rato se repitió la llamada sin que tampoco hubiera nadie en el corredor. Más enojado que inquieto, cerré la puerta con doble vuelta y me llevé conmigo la llave. Cuando sonaron golpes por tercera vez, no acudí. Al cabo de un rato chirriaron los goznes, levanté los ojos y vi que la puerta, pese a tener yo la llave a mi diestra, sobre la mesa, se abría lentamente para dejar paso a una figura humana. Cuando la tuve cerca advertí que era un cadáver en avanzado estado de descomposición, el cual, llegando a mi lado, dijo: Teo Balas, hace unos años tú me cortaste dos dedos de una mano para arrancarme los anillos y luego me cortaste el cuello; ahora he venido a reclamar lo que es mío. Presa de espanto, acerté a decir que ya no tenía los anillos, pero que con gusto le daría el equivalente de su valor en oro. La aparición se echó a reír mostrando una boca de afilados dientes y respondió: Infeliz de mí, en el lugar donde me encuentro de poco me sirve el oro; lo que he venido a buscar son mis dedos. Y sin más explicación me agarró el brazo y con una fuerza irresistible se llevó la mano a la boca. Mi propio grito me despertó. En la biblioteca no había nadie, la puerta estaba cerrada y la llave continuaba a mi lado.

»Al cabo de unos días tuve un sueño similar. Esta vez el muerto dijo que yo le había sacado los ojos para obligarle a revelar dónde había ocultado un tesoro o por pura diversión, y ahora venía, como el anterior, a recuperar lo suyo. Desperté cuando las uñas me hurgaban las cuencas. El muerto del tercer sueño venía a buscar su hígado. En todos los casos las visiones eran tan vívidas que al despertar, lejos de experimentar alivio, me sentía invadido de un profundo desasosiego.

»Era voz común que había en Nazaret una mujer pública dotada del poder de interpretar los sueños. Acudí a ella y le relaté los míos haciéndole jurar que no revelaría a nadie su contenido, pues en él se ponía de manifiesto quién era y quién había sido yo. Ella juró guardar el secreto y quitó importancia a las visitaciones nocturnas. Los muertos, dijo, sólo se ocupan de otros muertos. Tú sin duda eres víctima de unos espíritus juguetones. No debiste abrirles la puerta cuando llamaron la primera vez, Teo Balas, porque cuando se les ha abierto una puerta, siguen entrando a su antojo hasta que se les cierra de nuevo el paso. Ahora, para evitar sus visitas, habrás de cambiar la cerradura de la biblioteca. En cuanto a los presagios, nada temas. Aquí no hay nadie que te pueda reconocer, salvo yo, y conmigo tu secreto está seguro. Pagué con largueza sus servicios, rechacé otros que también me ofrecía y volví a casa precipitadamente. A la mañana siguiente envié a mi mayordomo a buscar un carpintero que cambiara la cerradura de la biblioteca. Cuando llegó con José, comprendí que los sueños habían sido realmente una premonición o un aviso y que Zara la samaritana había equivocado su alcance. José también me reconoció de inmediato, con gran sorpresa y espanto. Mantuvimos un diálogo violento, que fue oído por algunos miembros de la casa. Finalmente, José se avino a no traicionarme. Aun así, mi vida estaba en peligro, pues era evidente que tarde o temprano, bien por uno, bien por otro, sería descubierto, y las autoridades, ya romanas, ya judías, habían puesto precio a mi cabeza. Planeé la fuga y la inculpación de José, sustrayéndole el buril de la cesta de sus herramientas y colocando allí una de las nuevas llaves. Para llevar a cabo mi plan, me procuré la cooperación de la hetaira y su hija, cuyo tamaño le permitía acceder a la biblioteca por la angosta ventana. De este modo obtuve la sangre y el narcótico y me deshice de la llave. Fui dado por muerto y enterrado. Al tercer día salí del sepulcro. Lo primero que hice fue ir a casa de la hetaira y matarla, así como a su hija, pues ambas conocían mis planes, mis actos y mi verdadera identidad. Luego me fui, a sabiendas de que José sería acusado del asesinato y ejecutado, y de que si, para su descargo, decía algo acerca de mi persona no sería creído. Si todavía sigue vivo cuando esta confesión sea leída, puede ser absuelto de todos sus crímenes, pues no hay hombre en el mundo más íntegro y virtuoso. Yo vuelvo a mi antigua profesión, de la que nunca me veré libre. Este convencimiento me hará más malo conforme vaya pasando el tiempo. Y para inaugurar esta nueva etapa he decidido cambiar mi nombre por el de Barrabás, el peor de los bandidos.

Acabó de leer el Sumo Sacerdote la confesión del bandido, enrolló el pergamino y exclamó:

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