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Authors: Paul Pen

El aviso (19 page)

BOOK: El aviso
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Se levantó mientras escribía, dejando una resta a medias, sin soltar el bolígrafo. Buscó en internet el teléfono de la fábrica de relojes Canal. Aquel hombre no parecía haber caído todavía en la importancia de tener una página web. Aarón recurrió entonces a una edición antigua de las Páginas Amarillas que encontró bajo el fregadero. Ahora sí, memorizó a la primera el teléfono de la fábrica.

Comenzó a marcar el número. Solo llegó hasta el sexto dígito.

Entonces su mirada cayó sobre, el reloj del microondas que, sin pelo ni glúteos, había intentado prepararle la cena. Eran las 05:24 de la madrugada. Sus ojos viajaron entonces hasta el plato de comida ya frío que aún no había tocado.

Colgó.

La mano le temblaba. Se abrazó a sí mismo cuando la espalda se le volvió a enfriar. Miró al suelo, a sus piernas desnudas. A sus pies descalzos. Se le retorció el estómago, y esta vez dolió. Pensó en Andrea. Se acercó a la mesa. Se mareó al ver los papeles. Agarró con los dedos una pechuga cuadrada, la mordió, y no reconoció ningún sabor similar al de las que ella preparaba. Se la comió sin ganas. Empezó con la siguiente.

Y prefirió no preguntarse qué le estaba pasando.

Tras varios minutos en los que creía no haber estado pensando en nada, le resultó imposible tragar el último bocado. Volvió a sentir la emoción en el estómago.

—Es imposible que no me haya dado cuenta —susurró al aire.

Girando el cuello, dirigió la mirada al gran «3 de febrero de 1971» que había escrito en una de las hojas. Se golpeó la frente. La risa sonó lunática.

Capítulo 14

LEO

Viernes, 20 de marzo de 2009

La primera gota de un día de lluvia primaveral en Arenas golpeó a
Pi
en el hocico. Leo vio cómo el gato cerraba los ojos. Luego acercó la cabeza al suelo y se la frotó con la pata derecha. Cuando otras gotas le golpearon en el lomo y formaron diminutas joyas de cristal sobre su pelo negro, se desenredó de los pies de su amo y corrió al porche. Se acostó sobre el felpudo en el que aparecía estampado un gato blanco, el reflejo en negativo de sí mismo.

—Linda, ten preparada la cena cuando lleguemos —escuchó decir Leo a su madre antes del portazo—. ¿Qué demonios...? Por Dios, Pi, quítate de aquí. —El gato no se inmutó—. ¡Tu padre está llegando! —gritó a Leo mientras avanzaba haciendo sonar sus tacones contra la gravilla del camino—. Sube al coche, que te vas a empapar.

Leo estaba sentado sobre uno de los pilares de piedra que delimitaban el jardín delantero de los Cruz. Recibió el inicio de la lluvia alzando la cara hacia el cielo. Las gotas golpearon sus párpados y las rodillas desnudas entre los calcetines y el pantalón corto del uniforme.

Los cuatro intermitentes del BMW parpadearon a la vez, acompañados de un pitido grave cuando Victoria presionó el llavero. Leo se incorporó. Avanzó por el jardín en dirección al coche. Arrastraba su mochila espacial por una de las correas. De las palabras Space Commander que antes tanto destacaban apenas se leía ya ninguna de las letras. «¿Cuánto dices que te costó?», había preguntado Victoria durante una cena, delante del niño, indiscreta respecto al regalo de cumpleaños de Amador; «¿No está muy gastada para tener menos de un año?». El propio Leo se había adelantado para responder: «Es que la llevo puesta siempre que puedo. Es normal que esté gastada. Y la falta de gravedad también influye». Victoria no entendió por qué Amador tuvo que contener la risa.

Leo subió al coche por la puerta trasera de la derecha. Victoria ocupó el asiento del copiloto. Metió la llave en el contacto. El llavero quedó colgando como un péndulo. Apoyó las manos sobre sus piernas, agarrando el bolso con cuidado de no enganchar las uñas en las medias.

Leo miró por la ventanilla. Su madre miraba al frente, esperando inquieta, la uñas golpeando entre sí, a que apareciera Amador. Regresaba de un viaje de trabajo. Cuando Victoria le informó por teléfono que el psicólogo había confirmado la cita con el niño, Amador no dudó en decir: «Prométele a Leo que estaré allí».

La lluvia, aún débil pero ya constante, comenzó a perlar el coche de brillantes. Dentro, solo se escuchaba el ruido de las gotas al caer. Olía a ropa mojada y cuero. Entonces Victoria recordó algo. Abrió su bolso rectangular.

—Toma, cielo, esto es para ti; por acceder a venir.

Alargó el brazo flexionado hacia atrás, girando un poco el tronco y los hombros, pero no lo suficiente para que el niño entrara en su ángulo de visión. Leo cogió un dispensador de caramelos PEZ con la cabeza de Lisa Simpson tras la segunda sacudida que dio su madre, quien permaneció unos segundos en aquella posición ladeada esperando algún agradecimiento. Escuchó a Leo accionar el artilugio. También lo escuchó chupar uno de los caramelos.

Un taxi apareció al final del camino de grava. Victoria se abrochó el cinturón. Amador se apeó y se despidió de alguien golpeando con los nudillos en la ventanilla trasera del taxi. Se acercó al BMW con la cabeza agachada y sujetando su corbata contra la tripa. Cuando subió e hizo ademán de dejar su maletín y su americana sobre el regazo de Victoria, ella le señaló con las cejas el asiento de atrás.

—Hola, hijo —le dijo a Leo cuando se dio la vuelta—. ¿Preparado?

Leo negó escondiéndose tras el reposacabezas de su madre. Amador quiso sonreír para tranquilizarlo, pero no supo si lo había conseguido. La imagen de su hijo le hizo recordar al Leo de dos años atrás, cuando cumplió los siete.

Se lo había llevado de viaje en coche hasta un pueblecito de la Costa del Sol, para recoger el gato que una antigua compañera de Victoria les regalaba, y al que después bautizarían como
Pi
. Durante las seis horas que duró el trayecto, ambos escucharon las canciones que Amador programó en el reproductor del coche. «¿Se va a morir el cantante?», había preguntado Leo, atento a la letra de una de ellas. «Vaya, veo que estás aprovechando las clases de inglés», había contestado Amador. «Pero no, hijo, es solo la letra. El que se muere es el personaje de la canción, por eso se despide de la gente a la que quiere», había explicado sobre el éxito de Terry Jacks. Después había alargado el brazo para tirar del cinturón del niño y comprobar que lo llevaba bien ajustado. Entonces Leo se había mordido el labio inferior y había añadido: «Papá, ¿qué crees que pasa cuando nos morimos...? ¿Nos reencarnamos?». Cuando Amador escuchó la pregunta, sintió vértigo de su hijo por primera vez. De las muchas que vendrían después.

Amador había descubierto de joven, cuando estuvo a punto de ingresar en la Facultad de Matemáticas en lugar de estudiar Derecho como era el deseo de su padre, que la diferencia, cuando es mucha, no suele ser algo bueno. Por eso bastó la mirada de decepción de Amador Cruz padre para apartar de su cabeza la idea de estudiar ciencias. Así, la que hubiera sido una excelente carrera como profesor de matemáticas en la universidad privada que años después abrirían en Arenas, quedó reducida al rutinario hábito de resolver el
sudoku
de los domingos en el periódico. Amador había terminado la carrera de Derecho. Y su padre había utilizado sus influencias para colocarlo, al regreso de su ya previsto máster en Derecho Laboral en San Francisco, en el mismo despacho de la firma internacional de abogados en la que él había trabajado toda su vida. Despacho que ya era suyo cuando, en una convención en Praga, Amador conoció a Victoria Cuevas, la mujer con la que su padre había deseado verle casado, y que en efecto se convirtió en su esposa, para regocijo de ella y de su padre. Porque ninguno de los dos supo cómo Amador había renunciado al que pudo haber sido el amor de su vida, una joven escritora mexicana, toda curvas y sueños de éxito, con la que vivió un loco romance en San Francisco. Se despidió de ella en el aeropuerto, a pesar de sus planes para un futuro que no fue: esos en los que Amador hubiera sido profesor en la universidad privada de Arenas, y María habría triunfado en tierras extranjeras escribiendo novela rosa.

Por eso, durante aquel viaje a la Costa del Sol, Amador vio en el niño de siete años que le hablaba del destino, la reencarnación y las vidas sucesivas, la valentía de quien se atrevía a ser diferente. La valentía que él nunca había tenido. La del que se sentaba a un lado del campo de fútbol con un libro de trescientas páginas apoyado en las rodillas mientras sus compañeros de clase le imitaban anudándose la corbata de una forma tan impecable como él, o poniéndose la palma de la mano sobre un ojo para burlarse del parche que tuvo que llevar cuando le diagnosticaron un ojo vago. Un niño, su hijo, al que quiso en aquel momento más que nunca, mientras veía en él la imagen mejorada de sí mismo.

—Amador, ¿qué haces? —Victoria lo arrancó de sus pensamientos—. Tenemos que estar allí en diez minutos.

Amador reaccionó, apartó de su mente los recuerdos sobre su padre,
Pi
y el viaje a Estepona, y agarró el volante con la mano izquierda. Abrió la derecha frente a la cara de su esposa.

—Están puestas —dijo ella.

—Hola, cariño —contestó él sin mirarla—. ¿Por qué vamos en este coche?

—El otro está en el garaje —dijo Victoria—. Además, ¿dónde pensabas llevar a tu hijo? ¿En el maletero?

—A Leo no le importa encoger las piernas a cambio de ir en un Aston Martin. ¿Verdad, campeón? —preguntó, aunque sabía que no habría respuesta porque a Leo no le interesaban los coches.

Arrancó y pisó el acelerador.

Dejaron atrás la urbanización sin decir una sola palabra.

—Nos va a pillar el atasco de los estudiantes al salir —dijo Amador cuando llegaron a la calle que daba acceso a la principal de Arenas—. Traes la carta, ¿no? —añadió, girando la cara hacia su mujer.

Una mirada fija fue su única respuesta.

—Muy Bien, Victoria. —Frenó y dejó caer la mano para golpear la palanca de cambios—. Es lo único que tenemos.

—Hoy solo van a conocerse —intentó justificarse ella—, ya habrá tiempo para todo.

—Y si Leo no quiere hablar, ¿cómo vamos a explicarle lo de la carta? —susurró—, ¿o lo de la mujer pelirroja?

—Yo no llegué a ver a esa mujer —dijo Victoria, proyectando la voz hacia los asientos de atrás antes de continuar—. ¿Qué raro, verdad? —Esperó alguna respuesta de Leo—. Tendrá que contárselo él sólito al doctor Huertas. Porque aquella mujer era real, ¿no, cielo? —preguntó—. Y tenía un coche muy rápido —concluyó tras un silencio.

Leo pudo ver la mano de su padre pellizcar la pierna de Victoria.

Cuando Amador llegó a casa aquel sábado, el de la presentación de la nueva atracción del Aquatopia, Leo ya estaba acostado. Había escuchado la gravilla crujir bajo las ruedas del coche de su padre. Después debió de haberse quedado dormido porque no escuchó los pasos acercarse. La puerta de su habitación se abrió despacio. Reconoció su respiración. Leo se dio la vuelta y encendió la luz.

—Sigues despierto —había dicho Amador.

Leo no contestó. Su padre se acercó y se sentó sobre la cama, a la altura de su cintura. Leo se tapó la cara con la sábana. En ella, el robot Wall-E miraba al cielo con ojos interrogantes.

—¿Me quieres contar lo que ha pasado?

Leo negó con la cabeza. Volvió a darse la vuelta, se pegó lo más que pudo a la pared.

—Vamos, hijo. —Zarandeó a Leo agarrándolo por una pierna—. Llevábamos unos meses muy buenos. ¿A qué viene esto ahora? Sabes que este episodio nos va a obligar a llevarte a ese sitio al que no quieres ir.

—Lo sé —respondió—. Tú tampoco me crees.

—¿Y qué debo creer? —Tiró del filo de la sábana—. No me has contado nada de lo que ha pasado.

—Ya te lo ha contado ella. Y pensáis que me lo estoy inventando otra vez.

—Leo, haz el favor, mírame —dijo. De forma autoritaria, añadió—: Mírame, hijo.

Leo se puso boca arriba. Dejó de luchar contra su padre por la sábana. Se incorporó hasta apoyar la espalda en la pared.

—Pero ¿quién te ha hecho...?

Amador acarició con dos dedos los arañazos en la mejilla de Leo. Inmediatamente, giró la cabeza apoyando la barbilla sobre su hombro derecho, como si pudiera ver a través del suelo a su mujer sentada en la cocina, mientras Linda fingía ordenar la vajilla a la espera del visto bueno de la señora para dar por finalizada su jornada.

—¿De verdad se te acercó una mujer y te repitió lo mismo que ponía en la carta? —preguntó.

Leo desvió la mirada hacia la puerta de la terraza. No respondió.

—Bueno, hijo, en cualquier caso, el doctor Huertas solo va a ayudarnos. —Leo se escondió bajo el dibujo del robot con movimientos exagerados. Al ver el silencioso berrinche del niño, Amador agregó—: Entendido, comandante. Duérmete y mañana hablamos.

Leo guardó silencio.

—Ahora voy a apagarte la luz. Te quiero, Leo —dijo, y besó el pelo de la coronilla de su hijo que sobresalía bajo la sábana, junto a una de las tenazas que Wall-E tenía por manos.

Amador se había levantado con cuidado y había avanzado hacia la puerta guiado tan solo por el resplandor verdoso del despertador en la mesilla. Iba tan enfrascado en sus pensamientos, en cómo Victoria iba a tener que darle un par de explicaciones sobre esos arañazos que Leo tenía en la cara, que no escuchó a su hijo murmurar: «Yo también, papá». Quizá tan solo se lo dijera a la sábana. O tal vez solo lo pensara al inicio del profundo sueño que lo arropó aquella noche de sábado, cuando el polvo del aparcamiento no era ya más que un mal recuerdo sobre su piel.

Como si no hubiera escuchado la broma de su madre sobre lo rápido que era el coche de la mujer pelirroja, Leo se agarró a los asientos delanteros para impulsarse hacia delante. Asomó la cabeza por el espacio entre ambos cabeceros. El semáforo que los retenía se puso en verde. A verde cambió también el color de los charcos sobre el asfalto. Amador pisó el acelerador. Entraron en la calle principal, aún con tráfico fluido. En cinco minutos llegarían a la consulta.

—Papá —dijo Leo, con voz serena—, ¿te acuerdas del viaje que hicimos a la playa para ir a buscar a Pi?

Victoria frunció el ceño. Amador sonrió expulsando el aire por la nariz. Buscó la mirada de su hijo en el retrovisor, imaginando frente a ellos la soleada carretera que los unió durante seiscientos kilómetros y quizá para siempre.

—¿Recuerdas la canción que escuchamos? Esa que me gustó tanto.

—Claro —respondió Amador al espejo—. Claro que sí.

Victoria desvió la mirada a la calle.

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