Read El caso de la viuda negra Online

Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policiaco

El caso de la viuda negra (24 page)

BOOK: El caso de la viuda negra
6.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Durante la entrevista, sentí pena por ella, quise detenerla, ponerla en manos del juez, protegerla, pero me pareció bella, desvalida, y al poco llegó a amenazarme veladamente, a desafiarme. Hubo momentos en que tuve la impresión de que ella llevaba el control de la situación. No sé, me refiero a que daba la sensación de que se hablaba de lo que ella quería, cuando y como ella quería. ¿Sabes a qué me refiero?

—Pues claro, Víctor, tú no vives con mi madre. ¿Y qué vas a hacer?

—La verdad es que me confunde, no sé si es un ser adorable o un monstruo. He pasado por correos y he encargado a mi compañero don Alfredo Blázquez que contacte con nuestra gente en Cuenca. Que com p rueben si com p ró allí un tónico para su marido. Mientras tanto, no descuidaremos la vigilancia sobre ella, no me extrañaría que intentara escapar. Me ha mentido descaradamente.

—Sí, el hecho de que esté vendiendo las propiedades del marido no resulta demasiado tranquilizador. Y te lo ha ocultado.

—Creo que es más lista de lo que parece. Al verse acorralada, no ha dudado en desviar las sospechas hacia el pelirrojo.

—¿Crees que sabe dónde está?

—No lo sé. Esperaremos.

—Será mejor que te relajes un poco, Víctor. Mira, ahí la tienes, la perla de esta ciudad, la mezquita.

Capítulo 17

Víctor y Vicente entraron en la mezquita por la Puerta de los Deanes para hallarse de inmediato rodeados de verdor en el Patio de los Naranjos.

—Aquí hacían los musulmanes sus abluciones antes de entrar a la oración, pero cuando llegamos nosotros, los cristianos, se plantaron los árboles para dar por terminadas aquellas costumbres. La verdad es que ahora, cuando llega la primavera, da gloria entrar aquí con el sol poniéndose y el aroma a azahar flotando en el aire; algo de ensueño. Mira, ¿ves esa fuente? —dijo Sánchez señalando un gran pilón de piedra grisácea rematado en las cuatro esquinas por cuatro recios postes—. Es la de Santa María, también la llaman el Caño del Olivo. Dice la leyenda que las jóvenes que buscan marido se casan si beben del caño más cercano a ese olivo que hay junto a la fuente.

—Curioso —comentó Víctor, hombre racional pero aficionado a registrar aquellas supersticiones—. Pues tú no bebas, Vicente.

Ambos rieron a carcajadas. Entraron al templo por la Puerta de las Palmas; quedaron un momento cegados por el contraste entre la luz de la calle y la semipenumbra del interior. Vicente aclaró:

—Esta es la parte original de la mezquita, la que construyó Abderramán I. La zona del fondo fue la más dañada cuando la reconvirtieron en catedral.

Víctor Ros había quedado quieto, como paralizado. Poco a poco sus ojos habían ido acostumbrándose al interior y miró hacia el fondo. Un mar de columnas se extendía ante él.

—Esto es hermoso —murmuró como hipnotizado.

—Sí, te lo había dicho.

—Ya, ya. Pero es que esto es... muy hermoso.

Vicente se quedó mirando a su compañero como se mira a un loco. Éste, volviendo en sí le aclaró, comenzando a caminar de nuevo:

—Perdona, Vicente, es que no soy demasiado pío y los templos no me llaman la atención, pero este bosque de columnas, no sé, da una extraña sensación de paz. Me hace sentir raro.

—Es un templo sereno, bello, te lo dije.

—Nunca había visto nada igual. Nunca.

Víctor caminó hacia el fondo, hacia el coro. Vicente le hizo reparar en la sillería del mismo, en los bellos púlpitos, la Capilla Real o la de Villaviciosa.

—Todo esto es bonito, Vicente, pero parece un añadido que no termina de encajar, desde mi punto de vista.

—Era la costumbre, Víctor, cuando se reconquistaba una ciudad, se demolía la mezquita y se construía encima la catedral. A veces, como aquí, se aprovechaba el recinto ya existente y se reconvertía el templo. Dicen que al llegar a la ciudad en 1263, Fernando III quedó tan asombrado con la mezquita que decidió no derribarla, en contra de los usos de la época.

Víctor permanecía embobado mirando las hermosas arcadas que habían aunado los materiales visigodos, la herencia romana y la técnica constructora de aquellos árabes que habitaron al-Andalus.

—Curioso, curioso —repetía una y otra vez en voz baja.

—Mira —observó Vicente—, ésta era la parte más importante de la mezquita, el Mirhrab. La pared en la que se construye se llama quibla y debe mirar a La Meca. No se sabe por qué esto no ocurre aquí. Hay quien piensa que fue una muestra de desobediencia de Abderramán al califato de Bagdad, pero, al parecer, la explicación es más simple: quiso aprovechar el templo visigodo que ya había aquí.

—O sea, que los moros hacían lo mismo que los cristianos.

—Exacto. Es la vida. El que vence impone las reglas. O derruían el templo del vencido o se quedaban con él y lo borraban del mapa.

—Qué historia más fratricida tenemos —reflexionó Víctor en voz alta.

Caminaron en silencio contemplando la Capilla del Cardenal y la del Sagrario. A punto ya de salir, un poco antes de llegar a la Puerta de Santa Catalina que había de llevarles de vuelta al Patio de los Naranjos, Víctor se dio la vuelta para echar otro vistazo a aquel impactante bosque de columnas que brillaba en la semipenumbra del templo. Casi se topa con un pilluelo que iba tras él.

—¿Víctor Ros? —dijo el crío.

—Sí, soy yo.

—Tome, esto es para usted.

Víctor dio una propina al recadero y tomó el pequeño sobre que le tendía el golfillo. Echó una última mirada al templo y se dijo que, curiosamente, por fuera le había parecido feúcho mientras que por dentro era un lugar espléndido, un rincón para el recogimiento. Sin lugar a dudas, era el templo más hermoso que había visto nunca. Quizá fuera ésa la manera de adorar a un Dios que a veces parecía no existir: sin ostentación, sin grandes alardes, sólo cultivando la belleza interior, la paz espiritual que deparaba aquel recinto.

Salió al patio donde le esperaba Vicente y leyó en voz alta la nota que contenía el sobre:

—«Le espero en mi habitación de la Fonda Arruzafa a las cinco de esta tarde. Lewis.»

—¡Vaya! —dijo, tendiendo la esquela a Sánchez mientras ambos caminaban hacia la salida, bajo la Torre Campanario.

—Al fin sabrás quién es tu misterioso desconocido. ¿Quieres que te acompañe?

—No, no creo que sea peligroso. Si ese tipo me quisiera mal, no me habría salvado anoche. Tú encárgate de lo tuyo. ¿Has concertado la cita con el juez?

—Sí, mañana comemos con él; he solicitado un reservado en tu fonda.

—Fantástico. Espero noticias de Cuenca para mañana a primera hora.

Salieron a la calle Cardenal Herrero y miraron el campanario.

—Supongo que eso fue un minarete, ¿no?

—Supones bien. ¿Te parece que comamos?

—Me parece, Vicente, me parece.

Después de dormir una reparadora siesta, Víctor tomó un coche de punto para acudir a su cita con Lewis en la Fonda Arruzafa, que estaba emplazada a los pies de la sierra que accidentaba el norte de la ciudad. Por el camino hizo elucubraciones sobre aquel misterioso inglés que le había salvado la vida. ¿Quién sería? Parecía que al final iba a desvelarse el misterio, y Víctor ardía en deseos de saber qué estaba ocurriendo. No pensaba que Lewis fuera peligroso, la verdad; le había salvado la vida y al menos eso le había liberado de una preocupación. Ahora sólo había de preocuparse por De la Rubia, lo cual no era poca cosa, pero era mejor tener un solo frente abierto que verse acechado desde la penumbra por enemigos diversos. Perdido en estas divagaciones, Víctor llegó a la fonda, situada nada menos que en el lugar privilegiado en que Abderramán I construyó su palacio. Antes de entrar, Víctor se giró y echó un vistazo a la ciudad que desde allí gobernaba el califa. Era bella, sin duda. Rodeado de los sempiternos olivos, encinas, quejigos y matorrales típicos de la zona, como el lentisco, la jara o el romero, oteó el horizonte y aspiró el aire puro de la sierra cordobesa, olía a monte.

Al fondo, la Córdoba milenaria le contemplaba. Allí mismo, tras los años del esplendor árabe de la ciudad, vivieron en sempiterno ayuno y oración una multitud de eremitas que habían optado por alejarse del mundo. Sintió que aquél era un lugar especial, cargado de energía. Quizá flotaba en el aire una especie de calma, de tranquilidad, que le hacía sentirse en paz consigo mismo. Le había dicho el cochero que aquella fonda, desde cuyos balcones se divisaba la ciudad, era propiedad de Juan Rizzi, el mismo hombre de negocios dueño de la hostería donde él se alojaba. Entró, preguntó por el inglés y fue acompañado de inmediato a sus habitaciones.

Lewis había tomado un par de departamentos con inmejorables vistas y le esperaba sentado junto al fuego en una pequeña mesita de camilla en la que había té, café y pastas.

El inglés, alto y delgado como un mástil, se levantó al ver entrar al inspector.

—¡Don Víctor! Pase, pase. ¿Cómo se encuentra?

—Un poco dolorido, pero bien.

—¿Tomará algo?

—Café con leche, por favor. Con dos terrones.

Mientras el anfitrión servía la taza, y tras asegurarse de que les habían dejado a solas, Víctor retomó la palabra:

—No sé quién es usted ni qué pretende, pero le debo la vida. El inglés sonrió misteriosamente.

—No, no, sólo le ayudé un poco.

—Si no llega usted a intervenir, amigo, ahora mismo estaría criando malvas.

—¿Cómo dice? —preguntó el inglés dándole la taza.

—Ah, claro —cayó en la cuenta Víctor riendo—. Es un giro, una frase hecha. Criando malvas quiere decir alimentando a las flores, bajo tierra, dead.

—Olvidaba lo de sus clases de inglés. ¿Quiere que hablemos en mi idioma?

—No, no, prefiero que lo hagamos en español. No me veo con tanta soltura como para abordar una conversación como ésta en inglés. Porque supongo que usted me va a decir quién es.

Se hizo un silencio entre los dos.

—Sí, sí, claro —contestó el otro, tendiéndole una tarjeta—. Usted perdone la descortesía.

Víctor leyó el pequeño recuadro de cartulina; decía: Brandon Lewis. Un extraño sello adornaba aquella escueta carta de presentación.

—¿Y bien? —dijo Víctor.

—Sí, es cierto. Eso no aclara mucho, ¿verdad?

—Más bien no.

—Ya, claro. Digamos que estamos en el mismo bando. Trabajamos, como usted, en este caso.

—¿Trabajamos?

—Sí, trabajamos ¿Ha oído usted hablar alguna vez del Sello de Brandeburgo?

La expresión de Víctor denotó ignorar de qué le hablaba. El inglés prosiguió:

—Sí, no somos muy conocidos. La discreción es una de nuestras más valoradas cualidades.

Llevamos tiempo observándole, siguiendo sus progresos. Nos fijamos en usted a raíz de su brillante actuación en la resolución del misterio de la Casa Aranda. Aunque debo reconocer que nuestro verdadero interés se debía fundamentalmente a cómo aclaró el asunto de las prostitutas asesinadas.

Acabó usted con un monstruo al que llevábamos años persiguiendo. De hecho, nos dio esquinazo al afincarse en España y usted lo cazó. Era un genio del crimen.

—No quiero hablar de él.

—Ya, me hago cargo.

—A raíz de ahí comenzamos a informarnos sobre usted: de baja extracción social, supo, gracias a su mentor, según creo un sargento de policía, pasar de pilluelo y pequeño delincuente a agente de la ley. Tuvo usted una infancia difícil , nos consta, y sabemos que se hizo a sí mismo. Era usted un enamorado de la lectura y devoraba cuanto caía en sus manos. Cuando le trasladaron a Oviedo como simple guardia uniformado se le ocurrió a usted una idea brillante. Acudió a su superior, un tal comisario Bermúdez, y le propuso algo asombroso, algo que no se había hecho antes: infiltrarse en una célula radical que llevaba en jaque a la policía de aquella ciudad.

—Sí, fue un trabajo duro. Me costó dos años ganarme su confianza. Había un núcleo dirigente que controlaba una serie de grupos de acción que nada sabían unos de otros.

—Un pequeño ejército de terroristas dividido en compartimentos estancos.

—Exacto.

—Y usted acabó con la organización. Hasta aquel momento no se había hecho nunca algo así. ¿Cómo se le ocurrió la idea?

—Me aburría. Y no tenía nada que perder. Créame, ahora no se me ocurriría correr un riesgo como ése. Tengo mujer, una hija y otro en camino.

—Fue usted ascendido por aquello y trasladado a Figueras, donde pudo reponerse de la tensión de aquella misión y, más tarde, al crearse la Brigada Metropolitana, fue usted llamado a Madrid para ingresar en ese cuerpo de élite. Allí conoció usted a don Alberto Aldanza, un noble excéntrico que le enseñó todo lo que sabe sobre técnicas forenses y científicas.

—Perdone la descortesía, pero no he venido aquí a hablar de mí.

—Sí, sí, claro. Simplemente quería demostrarle que le hemos seguido con atención. Admiramos su trabajo.

—¿Y?

—Mire, Víctor, el 4 de marzo de 1857, la niñera del primogénito del conde-duque de Holstein cometió un descuido coqueteando con un soldado, y cuando quiso darse cuenta comprobó que el niño, de apenas cuatro años de edad, había desaparecido de su lado. Esto ocurrió en Kiel, Alemania.

Poco después, el pobre pequeño fue encontrado en un estanque. Había sido violado brutalmente y estrangulado por un desalmado. Unos meses después se dio con el asesino, un pedófilo bautizado por la prensa como «El Monstruo de Monkeberg», pues era natural de dicha ciudad que —aclaró Lewis— está muy cerca de Kiel. Este tipo había sido capaz de asesinar en la zona a más de cuarenta niños en apenas cinco años. La consternación que sufrió aquella sociedad fue extrema. El conde-duque de Holstein fue siempre un hombre práctico, de mentalidad avanzada y amante de lo científico; así que, pese a hallarse sus sentidos embotados por el dolor, acertó a reunir a varios amigos de entre lo más granado de la alta sociedad europea y creó una organización, el Sello de Brandeburgo, con una sola misión: investigar los crímenes de esta índole y ahondar en la psique de este tipo de abyectos criminales para prevenir hechos como los que él mismo y su familia tuvieron que vivir. Poco a poco fueron reclutados los mejores especialistas del Viejo Continente, desde químicos hasta forenses, pasando por armeros, ópticos e incluso videntes. Cualquier esfuerzo es poco para acabar con estos sucesos.

—Y usted pertenece a dicha organización.

—Hace siete años murió mi esposa: tuberculosis. Me hundí. Yo era inspector en Scotland Yard, de hecho coincidí con su amigo Owen Bownes. Sabemos que se cartean. Puede preguntarle por mí, le dará referencias. En aquel momento sentí que nada me interesaba. Dejé el trabajo y llegué a pensar incluso en quitarme de en medio. Pero entonces aparecieron mis compañeros del Sello de Brandeburgo y me hicieron ver que aún podía ser útil. Poco a poco, la organización ha ido creciendo. Al principio su radio de acción sólo abarcaba los criminales violentos, pero hemos ido participando en investigaciones más variadas: delitos internacionales, estafas y grandes robos. Aun así, nuestra prioridad es detener a los asesinos más brutales y no se nos ha dado mal. Los estudiamos con detalle y eso nos permite sacar conclusiones para evitar que otros lleguen a ese nivel. Veamos, Víctor, ¿cuál es la mejor medicina?

BOOK: El caso de la viuda negra
6.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Mãn by Kim Thuy
Chain Reaction by Zoe Archer
River Marked by Briggs, Patricia
Updike by Begley, Adam
North Face by Mary Renault
The Heavenly Man by Brother Yun, Paul Hattaway
Collected Poems by Sillitoe, Alan;
Island of Wings by Karin Altenberg
Shoot the Moon by Billie Letts