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Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (34 page)

BOOK: El castillo en el bosque
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—Eres muy listo. Los demás aduaneros tenían miedo de tocar mis prendas íntimas.

—Eso es porque casi todos mis colegas van a la iglesia —le dijo él—. Esta mañana no has tenido suerte.

Ella se rio. Él estuvo tentado de dejarla pasar. De perdonarle el pago de la multa a cambio de meterle a él de matute entre sus muslos. Pero no se lo consintió a sí mismo. No incumplía normas tan serias.

En todo caso, este recuerdo le indujo a cavilar sobre la naturaleza del subterfugio. En los tiempos en que todavía disfrutaba de un paseo a caballo, solía haber una u otra montura que le privaba de su seguridad; algo en su forma de andar, como si, si ella quisiera, descubrieses que debajo tenías cinco patas en lugar de cuatro. No tenías puñetera idea de cómo controlar a un animal así.

Sí, lo mismo pasaba con Alois hijo.

Por otra parte, quizás estuviese emitiendo un juicio demasiado severo sobre su hijo mayor. Klara repetía que Alois no parecía el mismo chico que el que se había ido a trabajar para Johann Poelzl. Los padres de ella debían de haberle mejorado el carácter. Ahora tenía buenos modales. No daba la impresión de juzgarte a todas horas. Klara dijo que antes de marcharse era como un amigo afectuoso cuando lo tienes delante, pero que dice algo feo de ti en cuanto le das la espalda. No tenía pruebas, pero juraría que Alois hijo había sido así. Algo en él había mejorado. Quizás. Todavía pasaba muchísimo tiempo montando a Ulan. Pero, como Klara anunció a Alois, estaba dispuesta a tolerar esto. Más valía andar cabalgando por la cuesta que ponerse a coquetear con su propia hermana.

—Qué has sabido tú en tu vida de estas cosas? —preguntó Alois padre.

—Nada —dijo Klara—. Pero vi algunas cuando era joven. En ciertas familias. No es algo de lo que se hable.

En su voz no era evidente que ella y Alois tuviesen algo más amplio y más privado de que hablar. Sólo se sonrojó un poco al decirlo.

Esta capacidad de encerrar entre cuatro paredes los hechos más desagradables sobre uno mismo siempre suscitará mi admiración renuente. No sé si la construcción interna de esos muros iguala en dificultad, pongamos, a escalar los Alpes, pero en todo caso el mérito es del Dummkopf. Él estableció la prohibición del incesto —no, desde luego, nosotros— y después se impuso la tarea secundaria de proteger a los humanos, si llegaban a hacerlo, de recordar lo que habían hecho.

Desde entonces perdemos algunas ventajas. La mayoría de los seres humanos son incapaces de afrontar verdades desagradables. Sólo poseen la capacidad que les ha dado Dios de ocultárselas a sí mismos. Por tanto pude observar cómo Klara, sin reconocerlo, estaba preocupadísima por Alois hijo y Angela, y que no se le ocurriera ni por un momento pararse a pensar en si su marido era su padre en vez de su tío.

2

Yo también había reflexionado sobre los cambios en Alois hijo. En apariencia había mejorado. Si los modales eran una guía, se había convertido en una imitación razonable y fidedigna de un joven agradable.

Los demonios que yo había dejado tuvieron el placer de comunicarme que habían hecho una copia de una breve carta que Johann Poelzl había enviado con Alois hijo. Daba una opinión confirmada y muy decente del muchacho.

Difícilmente podía yo creer en la veracidad de la carta. De entrada, no era la original, sino una copia hecha por el agente. Esto anulaba uno de mis talentos: obtengo no pocos conocimientos con sólo echar un vistazo a la letra de alguien. Se me revelan muchos recovecos escondidos del alma. Las falsedades destacan como el acné.

Como ya he señalado, los demonios que dejé en Hafeld no eran mañosos. Por tanto, se conformaron con examinar la carta de Johann (depositada en el costurero de Klara) y hacer una copia. De haber poseído más técnica, habrían confeccionado un facsímil y conservado el original.

Privado de la caligrafía, tuve que contentarme con las palabras.

Estimada hija:

Doy esta carta al chico. Te la dará él. Tu madre dice que es un buen muchacho. Llorará echándole en falta. Es lo que ella dice.

Díselo a tu estimado marido. Alois hijo es bueno. Trabaja con ahínco. Muy bueno.

Tu padre,

Johann Poelzl

Yo podría haber solicitado que uno de nuestros agentes nocturnos repasara en uno de sus trayectos los pensamientos de Johann, pero decidí esperar. Era un viejo testarudo que rechazaría cualquier irrupción en su mente, y yo averiguaría en Hafeld lo que necesitaba saber sobre Alois hijo. Los demonios menores destinados allí, para mi sorpresa, habían mejorado algo. Incluso sin mi vigilancia, estaban aprendiendo el oficio. Uno de ellos pronto estaría preparado para recibir clases de grabación de sueños.

Sin embargo, no me molestaré en describirlo con detalle. En la actualidad, ha transcurrido más de un siglo y los demonios antiguos brindan incluso menos placer a la memoria que las canciones mediocres. A diferencia de un hombre o una mujer, cuya presencia está estrechamente relacionada con su cuerpo y ofrece así multitud de datos, los demonios sólo manifestamos una personalidad destacada cuando es necesario habitar en un cuerpo humano durante toda la duración de un proyecto. Entonces sí tenemos una presencia casi imposible de distinguir de la persona que habitamos. Yo diría que no guarda más relación con nosotros que un cambio de ropa.

Nuestra vida es más feliz en el país del sueño. Allí —si estamos dispuestos a sufragar el gasto— podemos encarnar a quien queramos. Algunas improvisaciones son brillantes. De hecho, si los sueños dictaran una parte tan grande como quisiéramos de la historia humana, el Dummkopf pronto sería el criado del Maestro.

Pero estábamos muy lejos de ese punto. Al menos lo estábamos en 1896. Dios era aún el señor de nuestro universo inmediato. Los humanos, los animales y las plantas seguían siendo creación Suya. La naturaleza, imperfecta como era y, en ocasiones, cataclísmica (debido, debo repetirlo, a imperfecciones del diseño divino), seguía estando bajo su dominio, que distaba mucho de ser intachable. Sólo nos pertenecía gran parte de la noche.

Muy consciente de esto, el Maestro censuraba el autobombo. Nos comunicó que los demonios no debían felicitarse de los terrores que provocaban con las pesadillas. «Los sueños son evanescentes», nos dijo. «El control de los sucesos corresponde al día.»

¿Control de los sucesos? El Maestro mantenía sin duda su interés por los Hitler de Hafeld, pero cuando traté de comprender por qué, las grandes esperanzas que él declaraba depositar en el joven Adolf Hitler me hicieron preguntarme cuál sería el auténtico objetivo del Maestro. Nuestro Adi especial de seis años podría no ser más que una de los cientos o miles de perspectivas que él supervisaba sin que existiera más que una remota posibilidad de que llegaran a ser importantes para nuestras intenciones serias. Por ende, toda conjetura sobre si mi tarea era de una magnitud considerable estaba destinada a fluctuar más de una vez en las estaciones venideras.

3

No he descrito, ni me propongo citar, las otras actividades y empresas numerosas, y las pequeñas exploraciones que los demonios a mis órdenes estaban llevando a cabo en las localidades de la provincia de la Alta Austria (que abarca Linz y el Waldviertel). De momento carecen de interés.

La historia, sin embargo, ha subrayado la perspicacia de las proyecciones en el futuro del Maestro, y si me remonto en mi comprensión al verano de 1896, lo hago con la fuerza que infunde saber que tu trabajo ha sido trascendente: muchos detalles que ahora rememoro merecieron nuestra atención.

Puedo afirmar, por consiguiente, que Alois hijo daba muestras de un notable talento para seducir a cualquiera de su entorno inmediato. Por un tiempo, hasta logró aligerar la pesada sospecha que emanaba de la persona de Alois padre, que, cuando estaba de mal humor, lo descargaba sobre los demás como un muro de mal tiempo inminente, un efecto turbador que había utilizado a menudo en la aduana para encarar a un turista dudoso. No obstante, la seducción del chico era tan grande —una bonita mezcla de juventud, salud, un toque de ingenio y una buena voluntad evidente— que su padre sólo pudo mantener unos días aquel frente psíquico macizo. Además, Alois hijo denotaba interés por las abejas. Tenía muchas buenas preguntas que formular.

Alois padre no tardó en sentir una singular felicidad: rara vez le gustaban sus hijos. Ahora sí. Al menos uno de ellos. Incluso empezó a impartir a Alois parte de sus mejores disertaciones sobre apicultura, y poco después le repitió todas sus enseñanzas anteriores a Klara, Angela y Adi, amén de sus monólogos en las tabernas de Linz, a los que ahora sumó los más nuevos de Fischlham, donde desempeñaba el papel de experto titular de Hafeld. El chico asimilaba tan rápidamente que Alois tuvo que recurrir a conocimientos más avanzados, como los que había adquirido leyendo publicaciones apícolas. Llegó, por último, a exponer como propios algunos de los descubrimientos más agudos de Der Alte, como por ejemplo la cuasi humanidad de las abejas o la delicadeza y alta inspiración que gobernaba su vida. El chico asimilaba y era diestro a la hora de trabajar con las colmenas. El padre empezó a soñar con un futuro en que él y su hijo agregaban una colonia tras otra. Aquello podría convertirse en un verdadero negocio.

Un día se sintió tan orgulloso de Alois que le llevó a visitar a Der Alte. Había dudado antes de tomar la iniciativa: desde luego, no quería que nadie le sustituyera como experto local ante su hijo. Por otra parte, se preciaba de su relación con Der Alte, un hombre tan sabio pero que le trataba como a un igual: esto también podría impresionar al chico.

Lo cierto era que ya no le incomodaba la superioridad del apicultor. Le había fortalecido el momento en que Der Alte lloró en sus brazos. Además volvía a necesitar consejo práctico. Sus colmenas estaban llenas de miel. Había estudiado sus manuales sobre la técnica de recogerla, pero no se sentía preparado. En los viejos tiempos, en Passau y Linz, había hecho chapuzas al respecto. La miel recogida estaba infestada de pequeños terrones de cera, y —a pesar de su velo y sus guantes— había recibido muchas picaduras atroces en los huecos que la tela dejaba en el cuello y las muñecas.

Ahora el asunto exigía un esfuerzo notable. Difícilmente vendería la parte mejor de su cosecha si el producto no estaba libre de desechos. ¡Bastaba una mosca muerta para estropear una venta si el cliente la veía primero!

Y allí estaba de nuevo solicitando consejo del viejo verde. Pero ahora se sentía más tolerante. A Alois le asombró lo poco que aquella vez le ofendía el olor de la choza. Puede que Der Alte supiese más de abejas, pero él, Alois, sabía abstenerse de llorar por el simple hecho de que algo saliese mal.

Así pues, llevó consigo a Alois hijo y Der Alte les recibió cordialmente. Se alegró de no estar solo. La convalecencia se había alargado y a veces era tan dolorosa como una luz intensa en los ojos. Su orgullo había decaído bajo el peso de todas las carencias de su vida. Los eremitas no se someten a menudo a un autoanálisis intenso. Poco importa si son ermitaños protegidos por los Cachiporras, si están a nuestro servicio o, muy de vez en cuando, si no están afiliados —aunque este último caso es una hazaña, teniendo en cuenta la soledad que sufren—, pero en cualquier caso solemos hacerles una limpieza de su estado de ánimo al menos una vez al año. Aquella última semana tuve que dedicar tiempo a Der Alte. Estaba muy alicaído al haberse percatado de que no podía considerarse un dirigente social en absoluto, lo cual había sido la más ardiente ambición de su vida. No tenía compañero, herederos ni dinero. Y su memoria no cesaba de recordarle a hombres y mujeres que le habían herido sin

que él les pagase con la misma moneda. Por debajo de todo esto subyacía la fuerte desilusión de que no había alcanzado ninguno de los poderes y distinciones a los que le hacía acreedor su inteligencia. Y, como es tan frecuente en las depresiones que siguen a un accidente inesperado, veía su congoja como un juicio sobre él mismo.

Por tanto, insistí en estar presente durante la visita de Alois porque quería mejorar el ánimo de Der Alte. Del mismo modo que tornamos sombríos los pensamientos de un hombre al que queremos deprimir un poco, también poseemos la facultad de rescatar a alguien de un humor negro durante una o dos horas, e incluso —puestos a ello— proporcionarle un momento de alegría. No queremos que expiren en vano. (Mucho mejor para nosotros si mueren jóvenes y furiosos.) Casi todos nuestros clientes dejan de existir —¡no queda el alma!— o los reencarna el Dummkopf, al que no le gusta ceder a ninguna de sus criaturas, grandes o pequeñas, juiciosas o insensatas, lo cual puede que sea una razón de que el mundo esté cada vez más plagado de mediocridad.

La situación, por supuesto, nunca es simple, porque también nosotros tenemos que procurar sacar el máximo partido de clientes consumidos.

Así pues, quería mejorar el ánimo de Der Alte. En efecto, pude aliviarle de sus pensamientos más infaustos cuando le visitaron Alois padre e hijo. Hasta le conecté otra vez con la idea de que era un hombre atractivo. La vanidad es siempre el sentimiento humano más a nuestro alcance. Der Alte, por tanto, sintió una poderosa atracción por Alois hijo. Era la primera vez en muchos años que había sentido el deseo de hacer el amor con un adolescente.

Tras las presentaciones y la pregunta de rigor sobre su salud, empezaron a hablar del método.

—¡La recolección de miel! ¡Por supuesto! Le hablaré de eso.

En plena forma, intensamente consciente de la presencia del chico, Der Alte se sintió más que dispuesto a embarcarse en una exposición de los aspectos peor conocidos del proceso.

—Sí —dijo mi amigo rejuvenecido—, la recogida de la miel es todo un arte. Me alegro de que hayas venido hoy porque, la verdad, por competente que se haya hecho tu padre, hombre brillante como es, en este breve período que lleva afincado en Hafeld, hasta el mejor apicultor tiene que aprender lo que en la práctica es una profesión nueva cuando, tras el largo invierno y una primavera clemente y calurosa que colma nuestras esperanzas, las larvas están ya a punto de emerger en los panales. Por decirlo así, es el momento culminante de nuestro oficio. Las colmenas rebosan. Las abejas viejas han salido a volar y las jóvenes tienen encomendados los innumerables quehaceres domésticos, como por ejemplo llenar de miel los panales de cera vacíos y taparlos con una fina y delgada capa de cera. Asignan esta labor a abejas especializadas. Joven Alois, es igual que un milagro. Son obreras jóvenes que a veces sólo tienen diez días de vida, pero ya podemos considerarlas artesanas. La capa de cera que cubre cada panal diminuto no tiene más grosor que un buen papel resistente.

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