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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (47 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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—¡Arriba, arriba! —exclamó Zarfo—. ¡Estamos perdiendo altura!

Thadzei hizo que la nave se detuviera de nuevo en el aire.

—Bien, entonces este interruptor debe activar seguramente los repulsores. —Lo accionó. De popa les llegó un siniestro crujido, una explosión ahogada. Los Lokhar gimieron lúgubremente. Zarfo siguió leyendo el altímetro:

—Ciento cincuenta... Ciento veinte... Cien... Cincuenta... Veinticinco...

Contacto: un chapoteo, un cabeceo y una oscilación, luego silencio. La nave estaba a flote, aparentemente sin haber sufrido daños, en una desconocida masa de agua. ¿El Parapán? ¿El Schanizade? Reith alzó las manos en fatalista desesperación. De nuevo en Tschai.

Saltó de vuelta a la sala principal. El Wankh permanecía inmóvil como una estatua. Fueran cuales fuesen sus emociones, no evidenciaba ninguna.

Reith se dirigió a la sala de motores, donde Jag Jaganig y Belje contemplaban desconsoladamente un panel medio fundido.

—Una sobrecarga —dijo Belje—. Seguro que los circuitos y las conexiones se han fundido.

—¿Podemos repararlo?

Belje dejó escapar un lúgubre sonido.

—Si hay repuestos y herramientas a bordo.

—Si nos dejan tiempo —dijo Jag Jaganig.

Reith regresó al salón principal. Se dejó caer en un asiento y miró torvamente al Wankh. El plan había tenido éxito... casi. Se reclinó en el asiento, abrumado por la fatiga. Los demás debían estar sintiendo lo mismo. No servía de nada intentar seguir adelante sin descansar antes un poco. Se puso en pie, reunió al grupo. Se estableció una guardia de dos hombres; los demás se dejaron caer en los distintos asientos para dormir un poco del mejor modo posible.

Pasó la noche. Az cruzó el cielo, seguida por Braz. El amanecer reveló una plácida extensión que Zarfo identificó como el lago Falas.

—¡Y nunca ha servido para un propósito más útil!

Reith se dirigió a la parte más alta del casco y desde allí escrutó el horizonte con su sondascopio. La brumosa agua se extendía al sur, este y oeste. Hacia el norte se divisaba una baja orilla hacia la que derivaba lentamente la nave, impulsada por una suave brisa del sur. Reith volvió a entrar en la nave. Los Lokhar habían desprendido un panel y estaban discutiendo los daños sin demasiado entusiasmo. Sus actitudes le dieron a Reith toda la información que necesitaba.

En el salón principal encontró a Anacho y Traz mordisqueando unas esferas de pasta negra encajadas en una especie de anillo de costra blanca que habían tomado de una alacena. Reith ofreció una de las esferas al Wankh, que no le prestó la menor atención. Reith comió una de las esferas, descubriendo que tenía un sabor muy parecido al queso. Zarfo se le unió al cabo de poco y confirmó lo que Reith ya había supuesto.

—Es imposible efectuar reparaciones. Toda una bancada de cristales ha quedado destruida. No hay repuestos a bordo.

Reith asintió tristemente.

—Lo que imaginé.

—¿Y ahora qué? —preguntó Zarfo.

—Tan pronto como el viento nos haya llevado a la orilla, desembarcaremos y regresaremos a Ao Hidis para intentarlo de nuevo.

Zarfo no pudo reprimir un gruñido.

—¿Y el Wankh?

—Tendremos que dejarle que siga su propio camino. Por supuesto, no tengo intención de asesinarle.

—Un error —resopló Anacho—. Lo mejor sería matar a la repulsiva bestia.

—Para tu información —dijo Zarfo—, la principal ciudadela Wankh, Ao Khaha, se halla situada en el lago Falas. No creo que esté muy lejos.

Reith volvió a salir a proa. La vegetación que poblaba la orilla estaba a menos de un kilómetro de distancia; más allá había terreno pantanoso. Tomar tierra en aquel lugar podía ser altamente embarazoso, y Reith se alegró de ver que el viento, cambiando de dirección, parecía estar empujando lentamente la nave hacia el oeste, quizá ayudada por una suave corriente. Siguiendo la línea de la orilla con el sondascopio, Reith pudo distinguir un conjunto de irregulares promontorios a lo lejos, al oeste.

Desde atrás le llegó el sonido de unos gritos, seguido por el golpetear de pesados pasos. El Wankh salió de la nave, seguido por Anacho y Traz. El Wankh clavó la vista en Reith durante medio segundo, el tiempo suficiente para que su parpadeante visión registrara una imagen, luego se volvió en una lenta gradación para mirar el horizonte a su alrededor. Antes de que Reith pudiera impedirlo —caso de que hubiera sido capaz de ello—, el Wankh echó a correr con su peculiar paso bamboleante hasta el borde de la nave y se hundió en el agua. Reith tuvo un atisbo del mojado pelaje de su espalda, luego la criatura se sumergió en las profundidades.

Reith escrutó la superficie durante un cierto tiempo, pero no volvió a ver ni rastro del Wankh. Una hora más tarde, al comprobar el avance de la nave, giró de nuevo el sondascopio hacia la orilla occidental. Con un helado desánimo comprobó que las formas que al principio había tomado por prominencias del terreno eran las negras torres de una extensa ciudad fortaleza Wankh. Sin una palabra, Reith examinó los pantanos del norte con un nuevo interés nacido de la desesperación.

Penachos de blanca hierba brotaban como peludas verrugas de campos de negro lodo y aguas estancadas. Reith volvió abajo en busca de material para una balsa, pero no encontró nada. Los asientos estaban clavados a la estructura, y se hacían pedazos al intentar desmontarlos. No había ningún bote salvavidas a bordo. Reith regresó fuera y se preguntó cuál debía ser su próximo movimiento. Los Lokhar se le unieron: desconsoladas figuras en sus túnicas color trigo, con sus rudos rostros negros y sus cabellos blancos agitados por el viento.

—¿Conoces ese lugar de ahí delante? —preguntó Reith a Zarfo.

—Tiene que ser Ao Khaha.

—Si nos atrapan, ¿qué podemos esperar?

—La muerte.

Transcurrió la mañana; el sol, al ascender hacia el cenit, disolvió la niebla que cubría el horizonte, y las torres de Ao Khaha pudieron verse con toda claridad.

La nave había sido descubierta. En el agua junto a la ciudad apareció una barcaza, que empezó a moverse dejando tras ella una cinta de espuma blanca. Reith la estudió con el sondascopio. Había Hombres-Wankh en cubierta, quizá una docena, curiosamente parecidos entre sí: hombres esbeltos con pieles mortalmente pálidas y rostros saturninos o, en algunos casos, ascéticos. Reith consideró la posibilidad de oponer resistencia: ¿quizá un desesperado intento de apoderarse de la barcaza? Decidió que era mejor no intentarlo. Casi seguro que no funcionaría.

Los Hombres-Wankh treparon a la nave. Ignorando a Reith, Traz y Anacho, se dirigieron a los Lokhar.

—Todos a la barcaza. ¿Lleváis armas?

—No —gruñó Zarfo.

—Rápido pues. —Entonces vieron a Anacho—. ¿Qué es esto? ¿Un Hombre-Dirdir? —Y lanzaron risitas de suave sorpresa. Inspeccionaron a Reith—. ¿Y de qué tipo es ése? ¡Una variada tripulación, sin duda! ¡Está bien, todo el mundo a la barcaza!

Los Lokhar fueron los primeros, con los hombros hundidos, sabiendo lo que les esperaba. Reith, Traz y Anacho les siguieron.

—¡Todos! De pie en cubierta, junto la borda, en fila. De espaldas. —Y los Hombres-Wankh sacaron sus armas.

Los Lokhar empezaron a obedecer. Reith no había esperado una carnicería así. Furioso por no haber ofrecido resistencia desde un principio, exclamó:

—¿Debemos dejar que nos maten tan fácilmente? ¡Luchemos!

Los Hombres-Wankh lanzaron una seca orden:

—¡Rápido, a menos que queráis que sea peor! ¡Todos junto a la borda!

El agua cerca de la barcaza pareció hervir. Una figura negra flotó relajadamente en la superficie y lanzó cuatro sonoros carillones. Los Hombres-Wankh se pusieron rígidos; sus rostros reflejaron una irritada decepción. Hicieron un gesto con la mano a sus cautivos.

—Está bien, media vuelta todos: id a las cabinas.

La barcaza regresó a la gran fortaleza negra, con los Hombres-Wankh murmurando entre sí. Pasó junto a un rompeolas, se unió magnéticamente a un muelle. Los prisioneros fueron llevados a tierra firme y, cruzando un portal, penetraron en Ao Khaha.

15

Superficies de negro cristal, paredes desnudas y zonas de cemento negro, ángulos, bloques, masas: una negación absoluta de toda forma orgánica. Reith se preguntó qué significaba realmente aquella arquitectura; parecía notablemente abstracta y severa. Los cautivos fueron llevados a una corta calle sin salida, cerrada en tres de sus lados con cemento negro.

—¡Alto! ¡Quedaos aquí! —llegó la orden. Los prisioneros, sin otra elección, se detuvieron y se situaron en una desanimada línea.

—Tenéis agua en esa espita. Evacuad en ese canal. No hagáis ningún ruido ni molestéis. —Los Hombres-Wankh se marcharon, dejando a los prisioneros sin ninguna custodia.

—¡Ni siquiera nos han registrado! —exclamó Reith con voz maravillada—. Todavía tengo mis armas.

—El portal no está lejos —dijo Traz—. ¿Por qué tenemos que aguardar aquí a que nos maten?

—Nunca alcanzaremos el portal —gruñó Zarfo.

—¿De modo que tenemos que quedarnos aquí como ganado dócil?

—Eso es lo que pienso hacer —dijo Belje, lanzando una amarga mirada a Reith—. Nunca volveré a ver Smargash, pero si me quedo quieto puede que salve la vida.

Zorofim lanzó una brusca carcajada.

—¿En las minas?

—Sólo he oído rumores acerca de las minas.

—Cuando un hombre va bajo tierra, no vuelve a salir a la superficie. Hay emboscadas y terribles trucos de los Pnume y de los Pnumekin. Si no somos ejecutados inmediatamente, iremos a las minas.

—¡Todo por la avaricia y la loca estupidez! —se lamentó Belje—. ¡Adam Reith, tienes que responder de muchas cosas!

—Tranquilo, cobarde —dijo Zarfo sin acalorarse—. Nadie te obligó a venir. La culpa es exclusivamente nuestra. Deberíamos disculparnos ante Reith; él confió en nuestro conocimiento; le hemos demostrado nuestra ineptitud.

—Todos nosotros hicimos lo que pudimos —dijo Reith—. La operación era arriesgada; fracasamos; es tan simple como eso... En cuanto a intentar escapar de aquí... no puedo creer que nos hayan dejado solos, sin vigilancia, libres para marcharnos cuando queramos.

Jag Jaganig lanzó una triste risita.

—No estés demasiado seguro de todo eso; piensa que para los Hombres-Wankh no somos más que animales.

Reith se volvió hacia Traz, cuya percepción, a veces, lo maravillaba.

—¿Serías capaz de hallar el camino de vuelta al portal?

—No lo sé. No directamente. Había demasiadas vueltas. Los edificios me confunden.

—Entonces será mejor que nos quedemos aquí... Hay una remota posibilidad de que podamos salimos con bien de esta situación.

Transcurrió la tarde, luego la larga noche, con Az y Braz creando fantasías de formas y sombras. Cuando llegó la helada mañana, amargados, con las articulaciones rígidas y hambrientos, y cada vez más inquietos ante la desatención de sus captores, incluso los más temerosos de los Lokhar empezaron a atisbar fuera del recinto que formaba la corta calle cegada y especulando sobre la situación del portal que se abría en algún lugar del negro muro de cristal.

Reith volvió a aconsejar paciencia.

—Nunca lo conseguiremos. La única esperanza que nos queda es que la decisión de los Wankh sea leve para nosotros.

—¿Por qué tendría que ser leve? —se burló Thadzei—. Su justicia es directa: la misma justicia que utilizamos nosotros contra los animales dañinos.

Jag Jaganig no se sentía menos pesimista.

—Nunca veremos a los Wankh. ¿Por qué crees que mantienen a los Hombres-Wankh, si no es para que hagan de enlaces entre ellos y Tschai?

—Veremos —dijo Reith.

Transcurrió la mañana. Los Lokhar permanecían lánguidamente recostados contra una pared. Traz, como siempre, mantenía su ecuanimidad. Contemplando al joven, Reith no pudo por menos que preguntarse acerca de la fuente de su fortaleza. ¿Un carácter innato? ¿Fatalismo? ¿Seguía modelando aún su alma la personalidad del Onmale, el emblema que había perdido hacía tanto tiempo?

Pero había otros problemas más inmediatos.

—Este retraso no puede ser accidental —confió Reith a Anacho—. Tiene que existir una razón. ¿Están intentando desmoralizarnos?

Anacho, tan alicaído como los demás, dijo:

—Hay otras formas mucho mejores que ésta.

—¿Acaso están esperando a que ocurra algo? ¿Qué?

Anacho no pudo proporcionar ninguna respuesta.

A última hora de la tarde aparecieron tres Hombres-Wankh. Uno de ellos, que llevaba espinilleras plateadas y un medallón de plata colgando de una cadena en torno a su cuello, parecía una persona importante. Examinó al grupo con las cejas alzadas en una mezcla de desagrado y regocijo, como si se hallara ante una pandilla de chicos traviesos.

—Bien —dijo enérgicamente—, ¿quién de vosotros es el líder de este grupo?

Reith avanzó unos pasos con toda la dignidad que pudo reunir.

—Yo.

—¿Tú? ¿No uno de los Lokhar? ¿Qué esperabas conseguir?

—¿Puedo preguntarte primero quién juzga nuestro delito? —quiso saber Reith.

El Hombre-Wankh fue tomado por sorpresa.

—¿Juzgar? ¿Qué necesita ser juzgado? Lo único que queda por saber aquí, y su interés es relativo, es vuestros motivos.

—Lamento no estar de acuerdo contigo —dijo Reith con un tono razonable—. Nuestra transgresión fue un simple hurto; solamente por puro accidente nos llevamos a un Wankh con nosotros.

—¡Un Wankh! ¿No te das cuenta de su identidad? No, por supuesto que no. Es un sabio del más alto nivel, un Maestro Original.

—¿Y quiere saber por qué tomamos su nave espacial?

—¿Y qué si así fuera? Eso no os concierne. Lo único que tenéis que hacer es transmitir la información a través mío; ésa es mi función.

—Me encantará hacerlo, pero en su presencia, y espero que en un entorno algo más apropiado que este callejón.


Zff,
tienes sangre fría. ¿Respondes al nombre de Adam Reith?

—Soy Adam Reith.

—¿Y visitaste recientemente Settra, en Cath, donde te asociaste con los llamados «Anhelantes Refluxivos»?

—Tu información es inexacta.

—Puede que lo sea; lo que queremos saber son tus razones para robar una nave espacial.

—Limítate a estar cerca cuando se lo comunique al Maestro Original. El asunto es complejo, y estoy seguro que querrá hacer preguntas que no pueden responderse de una forma casual.

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