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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (55 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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—¿Cómo si no justificar unas tarifas tan exorbitantes? —Se dirigió al bufet y regresó con tres copas de vino de especias.

Los tres, reclinados en los antiguos canapés, observaron a los demás huéspedes, la mayoría de los cuales permanecían sentados a solas. Unos pocos iban por parejas, y un único grupo de cuatro se apiñaba en una mesa apartada, envueltos en capas oscuras y capuchas que revelaban solamente largas narices marfileñas.

—Dieciocho hombres en el salón, contándonos a nosotros —observó Anacho—. Nueve encontrarán sequins, nueve no encontrarán nada. Dos pueden localizar un bulbo de gran valor, púrpura o escarlata. Diez, quizá doce, pasarán a las barrigas Dirdir. Seis, o quizá ocho, regresarán a Maust. Aquellos que vayan más lejos en busca de los bulbos más valiosos correrán el mayor riesgo; los seis u ocho que vuelvan no sacarán un gran provecho.

—Cada día que pasa en la Zona un hombre se enfrenta a una posibilidad sobre cuatro de morir —dijo Traz lúgubremente—. Sus beneficios medios son de unos cuatrocientos sequins; parece como si esos hombres, y nosotros también, valoráramos la vida solamente en mil seiscientos sequins.

—Hemos de encontrar algún medio de mejorar nuestras posibilidades —dijo Reith.

—Todo el mundo que acude a la Zona hace planes similares —dijo secamente Anacho—. No todos tienen éxito.

—Entonces debemos intentar algo que nadie haya tomado aún en consideración.

Anacho emito un sonido escéptico.

Salieron a explorar la ciudad. Los cabarets exhibían luces rojas y verdes; en los balcones, muchachas de rostros impasibles hacían gestos y posturas a los transeúntes y cantaban extrañas y suaves canciones. Las casas de juego mostraban luces más brillantes y una actividad más ferviente. Cada una de ellas parecía especializarse en un juego en particular, tan simple como los dados de catorce caras, tan complejo como el ajedrez jugado contra los profesionales de la casa.

Se detuvieron para observar un juego llamado Localiza el Bulbo Púrpura. Un tablero de diez metros de largo por tres de ancho representaba los Carabas. Los Promontorios, las Colinas del Recuerdo, la Terraza Sur, las gargantas y valles, las sabanas, los riachuelos y los bosques estaban fielmente representados. Luces azules, rojas y púrpuras indicaban la localización de los bulbos, esparcidos a lo largo de los Promontorios, y más abundantes en las colinas del Recuerdo y en la Terraza Sur. Khusz, el campamento de caza Dirdir, era un bloque blanco, con protuberancias púrpuras en forma de cuernos en cada esquina. Una cuadrícula numerada estaba sobrepuesta a todo el escenario. Una docena de jugadores manejaban el tablero, cada uno de ellos controlando un muñeco. En el tablero había también las efigies de cuatro cazadores Dirdir al acecho. Los jugadores arrojaban por turno un dado de catorce lados para determinar el movimiento de sus muñecos a lo largo y ancho de la cuadrícula, según la elección del jugador. Los cazadores Dirdir, moviéndose por la misma cuadrícula, intentaban alcanzar una de las intersecciones en las cuales se encontraba algún muñeco, en cuyo momento este muñeco era declarado destruido y eliminado del juego. Cada muñeco intentaba alcanzar las intersecciones donde se hallaban las luces que representaban bulbos de sequins, aumentando así su puntuación. En el momento en que desearan podían abandonar la Zona saliendo por el Portal de los Destellos, y le eran pagadas sus ganancias. La mayor parte de las veces, movido por la codicia, el jugador mantenía su muñeco en el tablero hasta que un Dirdir lo alcanzaba, con lo cual perdía la totalidad de sus ganancias. Reith observó fascinado el juego. Los jugadores permanecían sentados, aferrados a las barras de sus cabinas. Miraban y se agitaban, dando roncas órdenes a los operadores, gritando excitadamente cuando alcanzaban un bulbo, gruñendo cuando se acercaba un Dirdir, echándose hacia atrás con rostros demudados cuando sus muñecos eran destruidos y perdían sus ganancias.

El juego terminó. Ya no quedaba ningún muñeco en los Carabas.

Ningún Dirdir cazaba en una Zona vacía. Los jugadores descendieron rígidamente de sus cabinas; aquellos que habían conseguido salir de la Zona recogieron sus ganancias. Los Dirdir regresaron a Khusz, más allá de la Terraza Sur. Nuevos jugadores pagaron su participación en el juego y recibieron sus muñecos, y el juego empezó una vez más.

Reith, Traz y Anacho prosiguieron su paseo por la calle. Reith se detuvo ante un escaparate para examinar los fajos de papeles doblados exhibidos en él. Unos letreros rezaban:

Meticulosamente anotado a lo largo de diecisiete años: el mapa de Sabour Yan por sólo 1000 sequins, garantizada su no explotación.

y

El mapa de Goragonso el Misterioso, que vivió en la Zona como una sombra, alimentando sus bulbos secretos como si fueran niños, por sólo 3500 sequins. Nunca explotado.

Reith miró a Anacho en busca de una explicación.

—Muy sencillo. Gente como Sabour Yan y Goragonso el Misterioso exploran durante años las regiones seguras de los Carabas, buscando los bulbos de calidad inferior, los blancos y cremas, los azul pálidos que son conocidos como sardos, los verde pálidos. Cuando localizan esos bulbos anotan cuidadosamente su posición y los ocultan de la mejor manera que pueden, bajo montones de piedras o placas de esquistos, pensando en regresar años más tarde una vez los bulbos hayan madurado. Si encuentran bulbos púrpura tanto mejor, pero en las regiones cercanas que frecuentan en razón de la seguridad los bulbos púrpura suelen ser escasos, excepto aquellos que como «blancos» o «cremas» o «sardos» fueron descubiertos y ocultados una generación antes. Cuando tales hombres resultan muertos, sus mapas se convierten en valiosos documentos. Desgraciadamente, adquirir uno de esos mapas puede ser arriesgado. La primera persona que ha entrado en posesión del mapa puede haberlo «explotado», retirando los mejores bulbos, y luego poniendo a la venta el mapa como «no explotado». ¿Quién puede probar lo contrario?

Regresaron los tres al Alawan. En el salón, un único candelabro exudaba la luz de un centenar de apagadas joyas que se perdían entre las sombras, con tan sólo un destello de color aquí y allá en la oscura madera. El refectorio estaba también en penumbra, ocupado por unos pocos grupos murmurantes. Se sirvieron sendos bols de té a la pimienta de una tetera y se acomodaron en un reservado.

Traz dijo con voz irritada:

—Este lugar es una locura: Maust y los Carabas juntos. Deberíamos marcharnos y buscar la riqueza de alguna manera normal.

Anacho hizo un gesto despreocupado con sus blancos dedos, y su aflautada voz adoptó un tono didáctico:

—Maust no es más que un aspecto de las relaciones entre hombres y dinero, y debe ser considerado sobre esta base.

—¿Siempre tienes que estar diciendo tonterías? —gruñó Traz—. Ganar sequins en Maust o en la Zona es una apuesta, en la que las posibilidades son pocas. A mí nunca me ha gustado apostar.

—En lo que a mí respecta —dijo Reith—, planeo ganar sequins, pero no tengo la menor intención de apostar.

—¡Imposible! —declaró Anacho—. En Maust apuestas con sequins; en la Zona apuestas con tu vida. ¿Cómo piensas evitar hacerlo?

—Puedo intentar reducir las posibilidades a un nivel tolerable.

—Todo el mundo espera hacer lo mismo. Pero los fuegos Dirdir arden por la noche en todos los Carabas, y en Maust los propietarios de las tiendas ganan más que la mayoría de los buscadores de sequins.

—Recolectar sequins es inseguro y lento —dijo Reith—. Yo prefiero los sequins ya recolectados.

Anacho frunció los labios en un gesto de irónico cálculo.

—¿Planeas robar a los buscadores de sequins? El proceso es arriesgado.

Reith alzó la vista hacia el techo. ¿Cómo podía Anacho leer tan equivocadamente sus procesos mentales?

—No planeo robar a los buscadores de sequins.

—Entonces me siento desconcertado —dijo Anacho—. ¿A quién pretendes robar?

Reith habló con mucho cuidado.

—Mientras observábamos el juego de la búsqueda y la caza, empecé a preguntarme: cuando los Dirdir matan a un buscador, ¿qué ocurre con sus sequins?

Anacho dejó que sus dedos se agitaran con hastío.

—Los sequins son botín, naturalmente; ¿qué otra cosa pueden ser?

—Consideremos un grupo de caza Dirdir típico: ¿durante cuánto tiempo permanece en la Zona?

—De tres a seis días. Las grandes cazas y las conmemorativas son más largas; las cazas de competición suelen ser más cortas.

—Y, en un día, ¿cuántas muertes consigue una partida típica de caza? Anacho meditó.

—Naturalmente, cada cazador espera conseguir un trofeo diario. El grupo normal experimentado suele matar dos o tres veces al día, incluso más. Malgastan mucha carne, necesariamente.

—Así que la partida de caza típica regresa a Khusz con los sequins de al menos veinte buscadores.

—Así parece —dijo secamente Anacho.

—El buscador medio lleva consigo sequins por valor de, digamos, quinientos. En consecuencia, cada grupo de caza regresa con un valor de diez mil sequins.

—No dejes que los cálculos te exciten —indicó Anacho con la más fría de sus voces—. Los Dirdir no son gente generosa.

—El tablero del juego. ¿Puedo tomarlo como una representación exacta de la Zona?

Anacho asintió con un gesto hosco.

—Razonablemente sí. ¿Por qué lo preguntas?

—Mañana quiero trazar las rutas de la caza desde Khusz, ida y vuelta. Si los Dirdir acuden a los Carabas para cazar hombres, difícilmente podrán protestar si los hombres cazan Dirdir.

—¿Cómo puedes imaginar a los hombres cazando Refulgentes? —croó Anacho.

—¿Nunca se ha hecho antes?

—¡Nunca! ¿Acaso los gekkos cazan a los smur?

—En ese caso tendremos además el beneficio de la sorpresa.

—¡No lo dudes! —declaró Anacho—. Pero tendréis que hacerlo sin mí; no quiero tener nada que ver con ello. Traz ahogó una risotada; Anacho se volvió hacia él.

—¿Qué es lo que te divierte tanto?

—Tu miedo.

Anacho se reclinó en su asiento.

—Si conocieras a los Dirdir tan bien como yo, tú tambien tendrías miedo.

—Están vivos. Si los matas, mueren.

—Son difíciles de matar. Cuando
cazan,
utilizan una región separada de su mente, que llaman el «Viejo Estado». Ningún hombre puede hacer nada contra ellos. La idea de Reith roza la demencia.

—Mañana estudiaremos de nuevo el tablero del juego —dijo Reith con voz apaciguadora—. Puede que nos sugiera algo.

6

Tres días más tarde, una hora antes del amanecer, Reith, Traz y Anacho partieron de Maust. Cruzaron el Portal de los Destellos y se encaminaron cruzando los Promontorios hacia las Colinas del Recuerdo, negras en el moteado cielo marrón oscuro y violeta, a quince kilómetros al sur. Delante y detrás de ellos, una docena de otras formas corrían medio agazapadas en medio de la fría semipenumbra. Algunas iban cargadas con equipo: herramientas para cavar, armas, ungüentos desodorantes, tintes para el rostro, camuflaje; otros no llevaban más que una mochila, un cuchillo, una bolsa de raciones alimenticias.

Carina 4269 se asomó tras la oscuridad, y algunos de los buscadores se arrastraron entre la maleza o se ocultaron bajo telas de camuflaje para aguardar la vuelta de la oscuridad antes de seguir su camino. Otros siguieron adelante, ansiosos por alcanzar el Campo de Peñascos, aceptando el riesgo de ser interceptados. Estimulados por evidencias de este riesgo —cenizas mezcladas con huesos quemados y trozos de cuero—, Reith, Traz y Anacho aceleraron el paso. Medio trotando, medio corriendo, alcanzaron el refugio del Camapo de Peñascos, donde los Dirdir desdeñaban cazar, sin ningún incidente.

Depositaron sus mochilas y se tendieron para descansar. Casi inmediatamente aparecieron un par de robustas figuras: hombres de una raza inidentificable para Reith, de piel marrón oscuro, con largo y enmarañado pelo y rizadas barbas. Iban vestidos de andrajos; hedían abominablemente e inspeccionaron a los tres con un truculento aplomo.

—Estamos al mando de este lugar —gruñó uno con una voz gutural—. El precio por descansar aquí es de cinco sequins cada uno; si os negáis os arrojaremos fuera, y tened en cuenta que los Dirdir merodean por la cresta norte.

Instantáneamente Anacho se puso en pie de un salto y le dio al que había hablado un gran golpe en la cabeza con la parte plana de la pala. El segundo hombre hizo un molinete con el palo que llevaba; Anacho utilizó esta vez el filo de la pala, lanzándole un golpe tal a las muñecas que casi se las seccionó. El palo salió volando por los aires; el hombre retrocedió tambaleándose y mirándose las manos horrorizado: colgaban de sus muñecas como un par de guantes vacíos.

—Id vosotros a enfrentaros a los Dirdir. —Dio un paso adelante, con la pala alzada; los dos hombres se alejaron torpemente entre las rocas. Anacho los observó hasta que desaparecieron—. Será mejor que sigamos.

Tomaron de nuevo sus mochilas y siguieron andando; apenas lo habían hecho cuando un gran trozo de roca cayó y se estrelló contra el suelo. Traz saltó a un peñasco y disparó su catapulta; se oyó un grito de dolor.

El trío recorrió un centenar de metros en dirección sur, ascendiendo la ladera que se elevaba desde el Campo de Peñascos y deteniéndose en un lugar desde donde dominaban una vista general de los Promontorios y no podían ser atacados por detrás.

Reith se sentó en el suelo y extrajo su sondascopio para estudiar el paisaje. Captó a media docena de furtivos buscadores, y a un grupo de Dirdir en una colina al este. Durante diez minutos los Dirdir permanecieron inmóviles, luego desaparecieron de pronto. Un momento más tarde los captó de nuevo, avanzando con largas zancadas saltarinas ladera abajo en dirección a los Promontorios.

Durante la tarde, sin ningún Dirdir a la vista, los buscadores empezaron a aventurarse fuera del Campo de Peñascos. Reith, Traz y Anacho acabaron de ascender la ladera y llegaron a la cresta tan directamente como se lo permitía la cautela. Ahora estaban solos. No se oía el menor sonido.

Como era preciso mantenerse ocultos, el avance era lento; el anochecer los alcanzó ascendiendo desde el fondo de un barranco debajo mismo de la colina, y salieron justo a tiempo para ver los últimos rayos de corroída plata de Carina 4269 desvanecerse de su vista. Al sur el terreno se ondulaba en valles y promontorios hasta la Terraza: un terreno rico en sequins, pero extremadamente peligroso debido a la proximidad de Khusz, a unos quince kilómetros al sur.

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