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Authors: Nassim Nicholas Taleb

El cisne negro (7 page)

BOOK: El cisne negro
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Yevguenia había asistido a un famoso taller de escritura cinco años antes, y salió asqueada. Parecía que «escribir bien» significaba seguir unas reglas arbitrarias que se habían convertido en palabra de Dios, con el refuerzo confirmatorio de lo que llamamos «experiencia». Los escritores que conoció aprendían a recomponer lo que se consideraba de éxito: todos intentaban imitar historias que habían aparecido en números atrasados del New Yorker, sin darse cuenta de que, por definición, la mayor parte de lo nuevo no se puede ajustar al modelo de los números atrasados del New Yorker. Incluso la idea de «cuento corto» era para Yevguenia un concepto copiado. El profesor del taller, amable pero rotundo en sus afirmaciones, le aseguró que su caso no tenía remedio,

Yevguenia acabó por colgar en la Red el original completo de su libro principal, Historia de la recurrencia. Ahí encontró un pequeño público, entre el que estaba el sagaz propietario de una minúscula y desconocida editorial, que lucía gafas con montura color de rosa y hablaba un ruso primitivo (convencido de que lo hacía con fluidez). Se ofreció a publicar la obra de Yevguenia, y aceptó la condición que ésta impuso: no tocar ni una coma del original. Le ofreció una parte de los derechos de autor habituales a cambio de sus estrictas condiciones editoriales (el editor tenía poco que perder). Ella aceptó, pues no tenía más alternativa.

A Yevguenia le costó cinco años desprenderse de la categoría de «egomaníaca sin nada que lo justifique, testaruda y de trato difícil», y pasar a la de «perseverante, resuelta, sufrida y tremendamente independiente». Y es que su libro pronto prendió como el fuego, y se convirtió en uno de los más extraños éxitos de la historia literaria: se vendieron millones de ejemplares y recibió el llamado aplauso de la crítica. Aquella editorial que estaba en sus comienzos se convirtió en una gran empresa, con una (educada) recepcionista que saludaba a los visitantes al entrar en el despacho principal. El libro de Yevguenia fue traducido a cuarenta idiomas (incluido el francés). La foto de la autora se puede ver por doquier. Se dice que es la pionera de algo llamado la «escuela consiliente». Hoy en día los editores tienen la teoría de que «los camioneros que leen libros no leen libros escritos para camioneros» y que «los lectores desprecian a los escritores que les consienten sus caprichos». Un artículo científico, según sostienen algunos, puede esconder trivialidades o algo irrelevante mediante ecuaciones y argot; la prosa consiliente, al exponer una idea en su forma primaria, permite que el público la juzgue.

En la actualidad, Yevguenia ha dejado de casarse con filósofos (discuten demasiado), y huye de la prensa. En las aulas, los especialistas en literatura hablan de los muchos indicios que apuntan a la inevitable extensión del nuevo estilo. Se considera que la distinción entre ficción y no ficción es demasiado arcaica para poder aceptar los retos de la sociedad moderna. Era evidente que necesitábamos poner remedio a la fragmentación que existía entre el arte y la ciencia. A posteriori, el talento de Yevguenia era completamente obvio.

Muchos de los editores a los que conoció después le recriminaron que no hubiera acudido a ellos, convencidos de que se habrían percatado enseguida de los méritos de su obra. Dentro de pocos años, algún estudioso escribirá un artículo titulado «De Kundera a Krasnova», en el que demostrará que la semilla de la obra de esta última se encontraba en Kundera, un precursor que mezclaba el ensayo con el metacomentario (Yevguenia nunca leyó a Kundera, pero sí que vio la versión cinematográfica de uno de sus libros; en la película no había comentario alguno). Un destacado erudito mostrará que en todas las páginas de Yevguenia se puede apreciar perfectamente la influencia de Gregory Bateson, quien insertaba escenas autobiográficas en sus artículos de investigación académica (Yevguenia nunca ha leído a Bateson).

El libro de Yevguenia es un Cisne Negro.

EL ESPECULADOR Y LA PROSTITUTA

El ascenso de Yevguenia desde un segundo sótano al estrellato sólo es posible en un entorno determinado, al que llamaré Extremistán
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. A continuación expondré la diferencia fundamental entre la provincia generadora de Cisnes Negros de Extremistán y la provincia insulsa, tranquila y en la que nunca pasa nada de Mediocristán.

El mejor (peor) consejo

Cuando paso de nuevo por mi mente la película de todos los «consejos» que he recibido, observo que sólo hay un par de ideas que se hayan quedado conmigo durante toda la vida. El resto no son más que palabras, y me alegro de no haber considerado muchas de ellas. La mayor parte consistía en recomendaciones del tipo «sé comedido y razonable en lo que digas», algo que contradice la idea de Cisne Negro, ya que la realidad empírica no es «comedida», y su propia versión de la «racionabilidad» no se corresponde con la definición convencional que sostienen personas intelectualmente poco cultivadas. Ser un genuino empírico significa reflejar la realidad con la máxima fidelidad posible; ser honrado implica no tener miedo a parecer extravagante ni a las consecuencias de ello. La próxima vez que alguien le dé la laca con unos consejos innecesarios, recuérdele el destino del monje a quien Iván el Terrible condenó a muerte por dar consejos que nadie le había pedido (y además moralizantes). Como cura a corto plazo, funciona.

Visto desde la distancia, el consejo más importante resultó ser malo, pero también fue el más trascendente, porque me incitó a profundizar en la dinámica del Cisne Negro. Me llegó cuando tenía veintidós años, una tarde de febrero, en el pasillo de un edificio del número 3400 de Walnut Street, en Filadelfia, donde por entonces vivía. Un alumno de segundo curso de Wharton me dijo que debía escoger una profesión que fuera «escalable», es decir, una profesión en que no te pagan por horas y, por consiguiente, no estás sometido a las limitaciones de la cantidad de tu trabajo. Era una forma muy sencilla de discriminar entre las profesiones y, a partir de ello, generalizar una separación entre tipos de incertidumbre; algo que me llevó a un importante problema filosófico, el de la inducción, que es el nombre técnico del Cisne Negro. Con ello podía sacar al Cisne Negro de un punto muerto y llevarlo a una solución fácil de implementar y, como veremos en los capítulos siguientes, asentarlo en la textura de la realidad empírica.

¿Que cómo me llevó tal consejo profesional a esas ideas sobre la naturaleza de la incertidumbre? Bien, algunas profesiones, como la de dentista, consultor o masajista, no se pueden escalar: hay un tope en el número de pacientes o clientes que se pueden atender en un determinado tiempo. La prostituta trabaja por horas y (normalmente) se le paga también por horas. Además, la presencia de uno es (supongo) necesaria para el servicio que presta. Si abrimos un restaurante de moda, a lo máximo que podemos aspirar es a llenar el comedor todos Los días (a menos que creemos una franquicia). En estas profesiones, por muy bien pagadas que estén, los ingresos están sometidos a la gravedad: dependen de Los esfuerzos continuos de uno, más que de la calidad de sus decisiones. Además, este tipo de trabajo es predecible en gran medida: variará, pero no hasta el punto de hacer que los ingresos de un día sean más importantes que los del resto de nuestra vida. En otras palabras, no estarán impulsados por un Cisne Negro. Yevguenia Nikoláyevna no hubiera podido salvar de la noche a la mañana el abismo que media entre el personaje desvalido y el héroe supremo si hubiese sido consultora financiera o especialista en hernias (pero tampoco habría sido una desvalida).

Otras profesiones permiten añadir ceros a tus resultados (y a tus ingresos), si trabalas bien, con poco o ningún esfuerzo. Como soy una persona perezosa, que considera la pereza como un activo, y que además está ansiosa por liberar el máximo de tiempo posible al día para meditar y leer, de inmediato (pero erróneamente) saqué una conclusión. Separé la persona «idea», que vende un producto intelectual en forma de una transacción o un determinado trabajo, de la persona «trabajo», que te vende su trabajo.

Si se es persona «idea», no hay que trabajar duro, sólo pensar con intensidad. Se hace el mismo trabajo tanto si se producen cien unidades como si se producen mil. En el caso del operador quant, se requiere la misma cantidad de trabajo para comprar cien acciones que para comprar mil, o incluso un millón. Es la misma llamada telefónica, el mismo proceso de computación, el mismo documento legal, el mismo gasto de células cerebrales, el mismo esfuerzo por verificar que la transacción es correcta. Además, se puede trabajar desde la bañera o desde un bar de Roma. El trabajo sería como la inversión a crédito. Bien, es cierto que estaba un tanto equivocado en lo que al operador de Bolsa se refiere: no se puede trabajar desde la bañera pero, si se hace bien, el trabajo deja una considerable cantidad de tiempo libre.

La misma propiedad se aplica a los cantantes y los actores: se deja que los ingenieros de sonido y los operadores hagan el trabajo; no es necesario estar presente en cada actuación. Asimismo, el escritor, para atraer a un solo lector, realiza el mismo esfuerzo que realizaría si quisiera cautivar a varios cientos de millones. J. K. Rowling, la creadora de Harry Potter, no tiene que escribir de nuevo sus novelas cada vez que alguien quiere leerlas. Pero no le ocurre lo mismo al panadero: éste tiene que hacer todas y cada una de las barras de pan para atender a todos y cada uno de los clientes.

Así pues, la distinción entre el escritor y el panadero, el especulador y el médico, el estafador y la prostituta, es una buena forma de observar el mundo del trabajo. Permite diferenciar las profesiones en que uno puede añadir ceros a sus ingresos sin gran esfuerzo frente a aquellas en que se necesita añadir trabajo y tiempo (cosas, ambas, de reservas limitadas); en otras palabras, están sometidas a la gravedad.

Cuidado con lo escalable

Pero ¿por qué fue malo el consejo que me dio mi compañero de estudios?

Si bien el consejo era útil para crear una clasificación de los grados de incertidumbre del conocimiento, en cambio resultó equivocado en lo que a la elección de trabajo se refiere. Pudiera haber sido beneficioso en mi caso, pero sólo porque yo era afortunado y resultaba que estaba «en el lugar correcto en el momento preciso», como se suele decir. Si fuese yo quien tuviera que aconsejar, recomendaría escoger una profesión que no sea escalable. Una profesión escalable es buena sólo para quien tiene éxito; son profesiones más competitivas, producen desigualdades monstruosas y son mucho más aleatorias, con disparidades inmensas entre los esfuerzos y las recompensas: unos pocos se pueden llevar una gran parte del pastel, dejando a los demás marginados, aunque no tengan ninguna culpa.

Una categoría de profesión está impulsada por lo mediocre, el promedio y la moderación. En ella, lo mediocre es colectivamente trascendental. La otra tiene gigantes o enanos; más exactamente, un pequeño número de gigantes y un grandísimo número de enanos.

Veamos qué hay detrás de la formación de gigantes inesperados: la formación del Cisne Negro.

La llegada de la escalabilidad

Consideremos el caso de Giaccomo, un cantante de ópera de finales del siglo xix, cuando no se había inventado aún la grabación del sonido. Supongamos que actúa en una ciudad pequeña y remota del centro de Italia. Está a salvo de los grandes cantantes que trabajan en La Scala de Milán y en otros importantes centros operísticos. Se siente seguro, ya que siempre habrá demanda de sus cuerdas vocales en algún sitio de la zona. No hay forma de exportar su canto, como no la hay de que los peces gordos exporten el suyo y amenacen su franquicia local. No puede aún almacenar su trabajo, de ahí que su presencia sea necesaria en cada actuación, del mismo modo que el barbero es (aún) necesario en cada corte de pelo. De modo que la totalidad del pastel queda repartida de forma injusta, pero sólo ligeramente injusta, algo muy parecido a nuestro consumo de calorías.

El pastel está cortado en varios trozos y todos reciben su parte; los peces gordos tienen públicos mayores que ese tipo insignificante, pero esto no tiene por qué preocupar demasiado. Las desigualdades existen; pero vamos a llamarlas ligeras. No existe aún la escalabilidad, la forma de duplicar el número de personas que componen un público sin tener que cantar dos veces.

Ahora pensemos en el electo de la primera grabación musical, un invento que introdujo un elevado grado de injusticia. Nuestra capacidad de reproducir y repetir actuaciones me permite escuchar en mi portátil horas de música de fondo del pianista Vladimir Horowitz (muerto hace ya tiempo) interpretando los Preludios de Rachmaninov, en vez de al músico ruso emigrado local (vivo aún), que hoy se limita a dar clases de piano a niños generalmente poco dotados por un salario cercano al mínimo, Horowitz, pese a estar muerto, deja a ese pobre hombre fuera del negocio. Prefiero escuchar a Horowitz o a Arthur Rubinstein en un CD de 10,99 dólares a pagar 9,99 por otro de algún desconocido (aunque de mucho talento) graduado en la Juilliard School o el Conservatorio de Praga. Si el lector me pregunta por qué escojo a Horowitz, le responderé que es debido al orden, el ritmo o la pasión, aunque probablemente existe toda una legión de personas de las que nunca he oído ni oiré hablar—aquellas que no llegaron a los escenarios— pero que sabían tocar igual de bien.

Algunas personas creen ingenuamente que el proceso de la injusticia empezó con el gramófono, según la lógica que acabo de exponer. No estoy de acuerdo. Estoy convencido de que el proceso se inició mucho, pero que mucho antes, con nuestro ADN, que almacena información sobre nuestro yo y nos permite repetir nuestra actuación sin necesidad de estar presentes, con la simple difusión de nuestros genes de generación en generación. La evolución es escalable\ el ADN que gana (sea por suerte o por el beneficio de la supervivencia) se reproducirá a sí mismo, como un libro o un disco de éxito, y lo invadirá todo. Otros ADN se esfumarán. Basta con que pensemos en la diferencia entre nosotros los humanos (excluidos los economistas financieros y los hombres de negocios) y otros seres vivos de nuestro planeta.

Además, creo que la gran transición en la vida social no llegó con el gramófono, sino cuando alguien tuvo la brillante aunque injusta idea de inventar el alfabeto, que nos permitió almacenar información y reproducirla. El proceso se aceleró cuando otro inventor tuvo la idea aún más peligrosa e injusta de empezar a usar la imprenta, con lo que los textos cruzaban las fronteras y surgía lo que en última instancia se convirtió en una ecología del estilo «el ganador se lo lleva todo», Pero ¿qué tenía de injusta la difusión de los libros? El alfabeto hacía posible que las historias y las ideas se duplicaran con alta fidelidad y sin límite, sin ningún gasto adicional de energía por parte del autor en las actuaciones posteriores. El autor ni siquiera tenía que estar vivo en esas actuaciones (la muerte a menudo es un buen paso profesional para el escritor). Esto implica que aquellos que, por alguna razón, empiezan a recibir cierta atención pueden alcanzar enseguida más mentes que otros y desplazar de los estantes de las bibliotecas a los competidores. En los días de bardos y trovadores, todos tenían su público. El cuentacuentos, como el panadero y el herrero, tenía su mercado, y la seguridad de que nadie que llegara de lelos iba a desalojarle de su territorio. Hoy día, unos pocos lo ocupan casi todo; el resto, casi nada.

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