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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

El club Dante (7 page)

BOOK: El club Dante
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Ahora, al cabo de diez años de peleas con la administración, Lowell se enfrenta a un acontecimiento que había estado esperando y para el cual los tiempos estaban maduros: el descubrimiento de Dante en Estados Unidos. Pero no sólo Harvard se apresuraba a obstaculizar concienzudamente el asunto, sino que también el club Dante se enfrentaba a un obstáculo interno: Holmes y su ambigua posición.

En ocasiones Lowell paseaba por Cambridge con el hijo mayor de Holmes, Oliver Wendell Holmes Junior. Dos veces por semana, el estudiante de leyes salía de la facultad de Derecho Dane en el mismo momento en que Lowell concluía su clase en el edificio principal de la universidad. Holmes era incapaz de apreciar su buena suerte por tener un hijo como Junior, porque había conseguido que éste lo odiara. Hubiera bastado que Holmes lo
escuchara
, en lugar de hacerle
hablar
. Lowell preguntó una vez al joven si el doctor Holmes había hablado en alguna ocasión en casa sobre el club Dante.

—Oh, claro que sí, señor Lowell —dijo el joven, apuesto y de elevada estatura, haciendo una mueca—, y también del club Atlantic, del club Union, del club del Sábado, del club Científico, de la Asociación Histórica, de la Sociedad Médica…

Phineas Jennison, uno de los hombres de negocios más ricos de Boston, se sentó junto a Lowell en una reciente cena del club del Sábado, en la casa Parker, cuando todo esto ensombreció la mente de Lowell.

—Harvard está acosándolo de nuevo —dijo Jennison. Lowell estaba molesto porque en su rostro pudiera leerse con la misma facilidad que en una pizarra—. No lo tome usted así, querido amigo —prosiguió Jennison riendo, con el profundo hoyuelo de su barbilla moviéndose de un lado a otro. Quienes conocían íntimamente a Jennison sostenían que su cabello dorado como el lino y su regio hoyuelo presagiaban su vasta fortuna desde los tiempos en que era un muchacho, pues, hablando con propiedad, quizá aquél era un hoyuelo regicida, heredado supuestamente de un antepasado que había decapitado a Carlos I—. Es que el otro día tuve ocasión de hablar con algunos miembros de la corporación. Usted sabe que yo acabo por enterarme de todo cuanto ocurre en Boston o en Cambridge.

—Va usted a construir otra biblioteca para nosotros, ¿no es así?

—Los miembros de la corporación parecían haber discutido acaloradamente entre ellos a propósito del departamento de usted. Parecían muy decididos. Yo no osaría inmiscuirme en sus asuntos, desde luego, pero…

—Entre nosotros, mi querido Jennison, ellos se proponen librarse de mí con el pretexto de mi curso sobre Dante —lo interrumpió Lowell—. En ocasiones temo que se hayan puesto en contra de Dante en la misma medida en que yo estoy a favor de él. Incluso han ofrecido incrementar la matrícula para los estudiantes de mi curso si someto a su aprobación el contenido de los temas de mi seminario.

La expresión de Jennison reflejó inquietud.

—Me negué, por supuesto —aclaró Lowell.

Jennison desplegó su amplia sonrisa.

—¿De veras?

Los interrumpieron algunos brindis, entre los que se incluyó la más aclamada rima improvisada de la noche, que la regocijada concurrencia había solicitado al doctor Holmes, dispuesto como siempre, aunque excusándose por el tosco estilo de la composición.

Un verso exquisito no consigue emocionar,

y sí lo logra una carambola de billar.

—Estos versos de sobremesa podrían acabar con cualquier poeta, pero no con Holmes —comentó Lowell con una mueca de admiración. En sus ojos había una mirada borrosa—. A veces siento que no tengo madera de profesor, Jennison. Soy mejor en unos aspectos y peor en otros. Demasiado sensible y no lo bastante vanidoso; podría decir que no físicamente vanidoso. Me consta que todo eso me perjudica. —Hizo una pausa—. ¿Y por qué estos años sentado en la cátedra no me han entumecido para el mundo? ¿Qué ha de pensar alguien como usted, príncipe de la industria, sobre una existencia tan mezquina?

—¡Chácharas infantiles, mi querido Lowell! —Jennison parecía cansado del tema pero, tras permanecer pensativo un momento, su interés se renovó—. ¡Usted tiene una gran deuda con el mundo y con usted mismo, para limitarse a ser un mero espectador! ¡No quiero saber nada de sus dudas! No me interesa lo que tenga que ver Dante con la salvación de mi alma. Pero un genio como usted, mi querido amigo, adquiere la divina responsabilidad de luchar por todos los desterrados del mundo.

Lowell murmuró algo inaudible, pero sin duda una profesión de modestia.

—Ahora, ahora, Lowell —dijo Jennison—. ¿No fue usted el único que convenció al club del Sábado de que un simple comerciante era lo bastante bueno como para cenar con unos inmortales como sus amigos?

—¿Hubieran podido rechazarlo después de haberse ofrecido usted a adquirir la casa Parker? —replicó Lowell riendo.

—Hubieran podido rechazarme, y yo habría desistido de mi lucha por pertenecer al círculo de los grandes hombres. Permítame que cite a mi poeta favorito: «Y lo que ellos osan soñar, osan llevarlo a cabo». ¡Oh, qué bueno es esto!

Lowell arreció en sus carcajadas ante la idea de que a su interlocutor lo inspirase su poesía, pero lo cierto era que, en efecto, lo inspiraba. ¿Y por qué no? En la mente de Lowell, la justificación de la poesía era que reducía a la esencia de una sola línea la vaga filosofía que flotaba en las mentes de todos los hombres, como para hacerla asequible y útil, como para tenerla a mano.

Ahora, cuando se dirigía a dar una clase más, bostezó ante el mero pensamiento de entrar en una estancia repleta de estudiantes que aún creían posible aprenderlo todo sobre algo.

Lowell espoleó su caballo hacia la vieja bomba de agua situada en el exterior del edificio Hollis.

—Dales de comer si vienen, muchacho —dijo, al tiempo que encendía un cigarro.

Los caballos y los cigarros figuraban en el catálogo de las cosas prohibidas en el patio de Harvard.

Un hombre se apoyaba perezosamente en un olmo. Vestía un chaleco de cuadros amarillos y presentaba unas facciones flacas o más bien gastadas. El hombre, que se ofrecía al poeta en una postura sesgada, era demasiado mayor para ser estudiante, y su ropa estaba demasiado gastada para tratarse de un miembro del claustro. Lo contemplaba con el familiar e insaciable brillo en la mirada del admirador literario.

La fama no significaba mucho para Lowell, a quien le gustaba pensar que sólo sus amigos hallaban algo bueno en lo que escribía, y que Mabel Lowell se sentiría orgullosa de ser su hija una vez que él hubiese muerto. Por lo demás se consideraba
teres atque rotundus
: un microcosmos en sí mismo, su propio autor, público, crítico y posteridad. Aun así, el elogio de hombres y mujeres por la calle no dejaba de halagarlo. En ocasiones se paseaba por Cambridge con el corazón tan anhelante, que una mirada indiferente, aunque se la dirigiera un completo extraño, le arrancaba lágrimas de los ojos. Pero había algo igualmente doloroso en el encuentro con la mirada opaca y ofuscada del reconocimiento. Eso le hacía sentirse del todo transparente y ajeno: el poeta Lowell, una aparición.

El observador del chaleco amarillo, apoyado en el árbol, se llevó la mano al ala de su hongo negro cuando pasó Lowell. El poeta, confundido, inclinó la cabeza y sintió un hormigueo en las mejillas. Mientras se apresuraba por el campus universitario para atender a las obligaciones del día, Lowell no se dio cuenta de la extraña atención que aquel observador le dedicaba.

El doctor Holmes se coló en el empinado anfiteatro. Una andanada de ruido de botas, producido por aquellos cuyos lápices y cuadernos les impedían aplaudir con las manos, retumbó a su entrada. A esto siguieron unos rápidos hurras procedentes de los camorristas (Holmes los llamaba los jóvenes bárbaros), reunidos en aquellas alturas del aula conocidas como la Montaña (a semejanza de la Asamblea durante la Revolución Francesa). Aquí Holmes construía el cuerpo humano volviendo del revés cada elemento. Aquí, cuatro veces por semana había cincuenta hijos que lo adoraban y que aguardaban cada una de sus palabras. En pie frente a su clase, en el centro del anfiteatro, sintió que alcanzaba los doce pies de estatura, en lugar de quedarse en sus cinco–cinco (y eso contando las botas, particularmente altas, hechas por el mejor zapatero de Boston).

Oliver Wendell Holmes era el único miembro de la facultad que desde siempre pudo dar clase a la una, cuando el hambre y el cansancio se combinaban con el aire narcotizado del edificio de ladrillo, de dos plantas, de North Grove. Algunos colegas envidiosos decían que su fama literaria se imponía sobre sus estudiantes. En efecto, la mayoría de los muchachos que escogían medicina en lugar de derecho o teología eran rústicos, y si hubieran conocido algo de verdadera literatura antes de llegar a Boston, se habría tratado de algún poema de Longfellow. Aun así, la voz de la reputación literaria de Holmes se había extendido como un cotilleo sensacional, y alguien se procuraba un ejemplar de
Autocrat of the Breakfast–Table
y lo hacía circular, señalando con mirada incrédula a un compañero: «¿No has leído el
Autocrat
?». Pero esta reputación literaria entre los estudiantes era más la reputación de una reputación.

—Hoy —dijo Holmes— empezaremos con un tema que confío en que no les resulte a ustedes en absoluto familiar, muchachos.

Apartó de un manotazo una limpia sábana blanca que cubría un cadáver de mujer y levantó las palmas de las manos ante los pateos y las voces que siguieron.

—¡Respeto, señores! ¡Respeto hacia la obra más divina de la humanidad y de Dios!

El doctor Holmes estaba demasiado perdido en el océano de atención para advertir al intruso entre los estudiantes.

—Sí, el cuerpo femenino será el tema de hoy —prosiguió Holmes.

Un joven tímido, Alvah Smith, uno de la media docena de alumnos brillantes a los que, en toda clase, el profesor dirige su explicación de forma natural, como si fueran intermediarios del resto, se ruborizó visiblemente en la primera fila, donde sus vecinos se mostraban felices mofándose de su turbación. Holmes se dio cuenta.

—Aquí, en la persona de Smith, advertimos una muestra de la acción inhibidora de los nervios vasomotores sobre las arteriolas, que, de pronto, se relajan y llenan los capilares superficiales con sangre; el mismo agradable fenómeno del que algunos de ustedes son testigos en la mejilla de esa persona joven a la que esperan visitar esta noche.

Smith se echó a reír con el resto. Pero Holmes también oyó una involuntaria carcajada que estalló con la lentitud propia de la edad. Miró hacia uno de los laterales y descubrió al reverendo doctor Putnam, uno de los miembros con menos poder de la corporación de Harvard. Quienes la componían, aunque representaban el más alto nivel de supervisión, jamás acudían a las clases de su universidad: trasladarse desde Cambridge hasta el edificio de la facultad de Medicina, que se levantaba al otro lado del río, en Boston, por su proximidad a los hospitales, hubiera sido una idea inaceptable para la mayoría de los administradores.

—Ahora —dijo Holmes distraídamente, dirigiéndose a su clase y disponiendo el instrumental para el cadáver, junto al que se encontraban sus dos ayudantes— sumerjámonos en las profundidades de nuestro tema.

Una vez concluida la clase y después de que los bárbaros se abrieran paso a codazos a través de los pasillos laterales, Holmes condujo al reverendo doctor Putnam a su despacho.

—Usted, mi querido doctor Holmes, representa el referente máximo para los hombres de letras norteamericanos. Nadie ha trabajado tan arduamente para destacar en tantos ámbitos. Su nombre se ha convertido en un símbolo de erudición y autoría. Precisamente ayer estaba yo hablando con un caballero inglés que me decía la estima en que lo tienen en la madre patria.

Holmes sonrió, distraído.

—¿Y qué dijo? ¿Qué dijo, reverendo Putnam? Usted sabe que me gustan los cumplidos exagerados.

Putnam frunció el ceño ante la interrupción.

—Pese a ello, Augustus Manning está preocupado por algunas de sus actividades literarias, doctor Holmes.

Holmes se sorprendió.

—¿Se refiere usted al trabajo del señor Longfellow sobre Dante? Longfellow es el traductor. Yo soy uno más de sus ayudantes, por así decirlo. Le sugiero que aguarde y que lea la obra; seguro que disfrutará con ella.

—James Russell Lowell, J. T. Fields, George Greene y el doctor Oliver Wendell Holmes. ¡Vaya «ayudantes» selectos!

Holmes estaba disgustado. No había pensado que su club fuera materia de interés general y no gustaba de hablar de él con alguien ajeno. El club Dante era una de sus escasas actividades sin proyección pública.

—Oh, arroje usted una piedra en Cambridge y por fuerza acertará al autor de un par de volúmenes, querido Putnam.

Putnam se cruzó de brazos y aguardó. Holmes agitó una mano sin apuntar a ninguna dirección en concreto.

—El señor Fields es quien se ocupa de esos asuntos.

—Le ruego que se aleje de esa precaria asociación —dijo Putnam con sombría seriedad—. Hábleles en ese sentido a sus amigos. El profesor Lowell, por ejemplo, sólo se ha avenido a…

—Si anda usted buscando a alguien a quien Lowell escuche, mi querido reverendo —Holmes se interrumpió para dejar escapar una carcajada—, se ha equivocado al dirigirse a la facultad de Medicina.

—Holmes —dijo Putnam con amabilidad—, he venido principalmente para advertirle, porque lo considero un amigo. Si el doctor Manning supiera que le estaba hablando como lo hago, él… —Putnam hizo una pausa y bajó la voz adoptando un tono elogioso—. Querido Holmes, su futuro está vinculado a Dante. Temo lo que, en su actual situación, pueda ocurrir con su poesía y con su nombre desde el momento en que Manning intervenga.

—Manning no tiene por qué atacarme personalmente aunque ponga objeciones a los selectos intereses de nuestro pequeño club.

Putnam replicó:

—Estamos hablando de Augustus Manning. Considérelo.

Cuando el doctor Holmes se fue, tenía el aspecto de haberse tragado un globo. Putnam se preguntaba a menudo por qué no todos los hombres llevaban barba. Estaba contento, aun con la agitación de su cabalgada de regreso a Cambridge, pues sabía que el doctor Manning se mostraría muy complacido con su informe.

Artemus Prescott Healey, nacido en 1804, muerto en 1865, fue depositado en una gran parcela, una de las primeras que se adquirieron, unos años antes, en la colina principal del cementerio del monte Auburn.

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