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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

El Comite De La Muerte (47 page)

BOOK: El Comite De La Muerte
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Él denegó con la cabeza.

—Es suyo —dijo, señalando al otro combatiente.

Spurgeon se dio cuenta entonces de que Adam tenía cogido al chico negro por los brazos, mientras las largas y pálidas manos de Meyerson aferraban el pelo negro y ensortijado, como el de Dorothy, echándole la cabeza hacia atrás.

—Eso no es necesario —dijo, con aspereza.

El chico blanco gimió. Mirando hacia abajo, Spurgeon vio sus propios dedos negros hincados en la carne pecosa. Asombrado, abrió la mano y el chico, como un animal puesto en libertad, dio unos pasos, erguido, con fingida indiferencia El negro, con aire retador, puso en marcha el motor, mientras ellos se subían a la ambulancia.

Spurgeon se sintió de nuevo como el viejo negro que lloraba en el banco.

—Tomamos partido —le dijo a Adam.

—¿Cómo dices?

—La impaciencia que sentía yo por comer al matón blanco, y vosotros dos, valientes, os echasteis sobre el de color.

—No seas tan paranoico, por Dios bendito —cortó Adam.

De regreso al hospital, el herido gemía de vez en cuando, pero ninguno de los que iban en la ambulancia volvió a decir una palabra.

En la clínica de urgencia había tres policías que habían sido apedreados, pero, aparte de esto, no se notaba signo alguno de catástrofe inminente. La ambulancia tuvo que volver a Roxbury a recoger a un carpintero que se había cortado la mano con una sierra automática cortando tablas con que proteger su carpintería. Luego tuvieron que ir a por un individuo que había sufrido trombosis coronaria a la salida de la Estación del Norte. A las nueve y veintidós minutos salieron de nuevo, en busca de alguien que se había caído de una escalerilla pintando el techo de su apartamento.

La llamada siguiente fue a un complejo de edificios de pisos en construcción, en la parte sur. Esperándoles cerca de una gran piscina llena de agua, había un muchacho que tendría más o menos la misma edad que los luchadores callejeros, pero muy delgado y con una sucia chaqueta estilo hindú.

—Por aquí, caballeros —dijo, moviéndose en la oscuridad—. Les llevaré a donde está.

Realmente, parece encontrarse muy mal.

—¿Llevamos la camilla? —preguntó Spurgeon.

—¡Eh! —gritó Adam al chico—. ¿Qué piso es?

—El cuarto.

—¿Hay ascensor?

—No funciona.

—¡Diablos! —exclamó Meyerson.

—Quédate aquí —le dijo Silverstone, cogiendo su maletín—. Es demasiado lejos para llevar la camilla, si no nos va a hacer falta. El doctor Robinson y yo vamos a echar una ojeada.

Si necesitamos la camilla viene uno de nosotros a ayudarte a llevarla.

El complejo en construcción consistía en una serie de estructuras de cemento en forma de cajas. El edificio numero 11 se levantaba junto a la piscina; era nuevo y ya parecía viejo.

Las paredes de la entrada estaban cubiertas de frases y dibujos a tiza anatómicamente improbables. A causa de la oscuridad reinante no se veía el descansillo superior, y las bombillas habían sido robadas o rotas. En el segundo piso, la oscuridad estaba empapada de olor a basura y a cosas peores.

Spurgeon oyó a Adam respirar y contener en seguida el aliento.

—¿Qué apartamento es? —preguntó.

—Síganme.

Alguien, arriba, estaba tocando algo salvaje, como caballos desbocados al ritmo de un jazz borracho. Se volvía más y más alto a medida que iban subiendo. En el cuarto piso, el muchacho fue por el corredor hasta llegar a la puerta de donde salía la música. Apartamento «D». Llamó y alguien de inmediatamente apagó el gramófono.

—Abre, soy yo.

—¿Vienen contigo?

—Sí, dos médicos.

Le abrió la puerta y el chico de la chaqueta hindú entró, y Adam con él. Spurgeon le siguió justo al oír la advertencia de Adam:

—¡CORR!, SPUR!, ¡SAL…!

Pero ya estaba dentro y la puerta se había cerrado de golpe a sus espaldas. Había una sola luz. En el charco luminoso vio a cuatro hombres: no, cinco, se dijo, al ver a otro que salía de la oscuridad hacia su campo visual, tres blancos y dos negros, sin contar al muchacho.

Reconoció sólo a uno de ellos, un hombre delgado y de tez marrón, con el pelo como un zulú y un bigotito fino como un lápiz, que tenía en la mano un cuchillo de cocina afilado hasta quedar reducido a una hoja delgadísima.

—Hola, Speed —dijo.

Nightingale le sonrió.

—Entra, doctor —dijo.

En el centro del cuarto se enfrentaron con ellos.

Varias manos le sujetaron a él los brazos y se sintió dominado por una sensación familiar. Mientras los negros se le acercaban, el mundo parecía girar en torno suyo y se vio de nuevo a los catorce años, tirando al suelo a un borracho en la Calle 171 Oeste, con sus amigos Tommy White y Fats McKenna, situándose él detrás de la víctima. Él que iba a hacer ahora el papel que entonces desempeñó Fats McKenna era un experto en estas lides, pensó, mientras el poderoso puño chocaba contra su estómago, cortándole la respiración.

Algo le golpeó en un lado de la cabeza, y apenas sintió el resto. Vio, como en sueños, al hombre que él seria ahora, de no haber sido por la gracia de Dios y por Calvin, arrodillado, registrando el maletín y tirando finalmente su contenido al suelo.

—¿Lo tienes, chico? —preguntó una voz.

Spurgeon no llegó a oír si Speed Nightingale lo tenía o no.

Alguien volvió a poner el disco en el gramófono y los caballos desbocados lo atronaron de nuevo todo en torno a él.

—No sabía que ibas a ser tú, melenudo. No hay por qué perder el tiempo. Lo único que quiero es el maletín de amigo.

—¡Qué estupidez! —exclamó Spurgeon—. Una persona que toca el piano tan bien como tú…

Speed se encogió de hombros, pero sonrió, halagado.

—Tenemos un par de colegas en muy mal estado. Necesitamos algo rápidamente. Y, a propósito, tampoco a mí me vendría mal, llevo mucho tiempo sin probarlo.

—Dale el maletín, Adam —dijo Spurgeon.

Pero Adam fue hacia la ventana.

—No hagas tonterías —dijo Spurgeon—, dales el dichoso maletín —Vio, atemorizado, que Adam estaba mirando a la piscina—. No te arriesgues —dijo—, es demasiado.

Alguien rió.

—Anímate —dijo una voz, en la oscuridad.

—Esa piscina es para patos, amigo —dijo el muchacho.

Speed fue hacia Adam y le quitó el maletín de las manos.

—¿Habéis terminado de perder el tiempo? —dijo, en tono benévolo.

Dio el maletín a Spurgeon.

—Tú nos lo encuentras, doctor.

Lo abrió, encontró un botellín de ipecacuana y lo sacó.

Nightingale lo abrió, metió la punta de la lengua en el botellín y escupió.

—¿Qué es? —preguntó alguien.

—Algo para hacernos vomitar, me figuro.

Miró a Spurgeon, esta vez sin sonreír y se le acercó.

Adam ya estaba pegando, al azar.

Spurgeon trató de asestar un puñetazo, pero se daba peor.

Por dos veces recobró el conocimiento.

La primera vez que abrió los ojos vio a Meyerson.

—No sé —estaba diciendo Maish—, se está volviendo cada vez más difícil conseguir recetas en blanco. Tendré que cobrarle un dólar más. Seis dólares por receta no es excesivo.

—No estamos regateando —dijo Speed—. Suéltelas, nada más; suéltelas de una vez.

—Va a echarlo todo a perder por pegar a esos dos —dijo Meyerson.

—Me tienen sin cuidado —dijo una voz, despectivamente.

Estaba preguntándose cómo saldrían de allí, y mientras las voces iban apagándose sintió una irritada punzada de arrepentimiento.

El rostro que vio la segunda vez era grandote, irlandés y feo.

—El negrazo está bien —decía.

—También el otro, pero me parece que el amor propio lo tiene en muy mal estado.

Cuando se incorporó vomitó débilmente y vio que tenía delante a dos policías.

—¿Estás bien, Adam? —preguntó.

Le dolía la cabeza.

—Sí, ¿y tú, Spur?

—Saldré de ésta.

Speed y sus amigos habían sido detenidos.

—Pero, ¿quién les llamó? —preguntó Adam a uno de los policías.

—Un sujeto que decía que era conductor de ustedes, y me dijo que las llaves de la ambulancia están bajo el asiento.

Los dos policías les llevaron al hospital. En la entrada Spur se volvió para darles las gracias y lo que les dijo le dejó sorprendido incluso a él mismo.

—Y no me vuelva a llamar negrazo, so bestia.

Despertó tarde, entre magulladuras y rigideces y la sensación de haber olvidado algo.

El motín.

Pero la radio le informó de que no había verdadero motín ni tiroteos siquiera. Unas pocas tiendas incendiadas, un mínimo de saqueo. Jimmy Brown estaba en Boston, y el alcalde le había dicho que hablase por la televisión. Por eso la gente que, de otra manera, habría salido a incendiar casas ajenas, estaba ahora en la suya propia, viendo a Jimmy por televisión. Los demás estaban ya celebrando mítines, calmándose.

Pasó casi una hora duchándose y secándose la piel. De pronto sonó el teléfono. La Policía había detenido a Meyerson.

Podía ser puesto en libertad bajo fianza de doscientos dólares. Necesitaba veinte dólares, el diez por ciento del fiador.

—Allá voy —dijo Spurgeon.

En la comisaría, en la calle de Berkeley, entregó el dinero y le dieron un recibo.

—Pareces cansado —dijo al ver a Maish.

—¡Malditos colchones!

En la mañana se percibía un poco de calor primaveral, y el aire, a fuerza de sol, era de color limón, pero anduvieron en incómodo silencio hasta llegar a la plaza del Parque.

—Gracias por llamar a la Policía —dijo Spurgeon.

Meyerson se encogió de hombros.

—No lo hice por vosotros. Si os llegan a matar, yo habría sido cómplice.

Eso no se le había ocurrido.

—Te devolveré los veinte dólares —dijo Maish.

—No hay prisa.

—Tengo dinero guardado en mi cuarto, el dinero de las apuestas. Me estaban esperando anoche cuando fui a recogerlo. Te lo mandaré por correo.

—¿Piensas fugarte? —preguntó Spurgeon.

—Tengo historial; esta vez no me libro de ir a la cárcel.

Spurgeon asintió.

—¡Vaya filósofo! —dijo, con tristeza.

Meyerson le miró.

—Soy un vagabundo, ya te lo dije. Pero si tú fueras un negro de verdad no habrías dicho eso.

Iban por la calle de Boylston, hacia Tremont. Se pararon y miraron a un profeta barbudo y descalzo que, desde el Jardín central, se acercó a ellos diciéndoles que si no le daban un dólar no podría desayunar.

—Pues muérete de hambre —dijo Meyerson.

El otro se fue como había venido, sin parecer ofendido.

—No sabes tú lo que es querer tanto ciertas cosas, que harías lo que fuese por conseguirlas —dijo Maish—. Tú eres un shvartzeh
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blanco, por eso no comprendes a los negros. Esto te sitúa en la misma categoría que nosotros, los blancos, a quienes todo da igual porque vamos a lo nuestro. O quizá seas peor incluso.

«No, no lo soy», se aseguró Spurgeon a sí mismo.

Ni tampoco lo es ninguno.

—¡TODOS NO SON COMO TÚ, MEYERSON! —Gritó—. NO LO SON.

Pero Meyerson ya había desaparecido escaleras abajo.

Una vieja con el pelo gris azulenco le asestó una mirada anglosajona dura como una roca.

—Hippies —dijo, moviendo la cabeza.

Contra su voluntad, se sintió atraído por el ghetto.

El viento soplaba del Sur, y antes de cruzar la frontera percibió en el Volkswagen el amargo perfume de los incendios. No todos se habían quedado en casa para ver a Jimmy Brown por televisión.

Conducía muy despacio.

Los tableros que cubrían los escaparates de las tiendas parecían, a la luz del sol, muy poco eficaces. Algunos habían sido arrancados. En una tienda, una puerta metálica protectora había sido desencajada de sus goznes. La luna estaba rota, dentro se veían las alacenas vacías, y el suelo estaba cubierto de ruinas. Un letrero en la fachada decía HERMANO DEL ALMA, pero había sido tachado con una gran equis y sustituido por otro: MENTIROSO.

El primer incendio se produjo no lejos del «As Alto», una casa de apartamentos pobres, sin duda incendiada por alguien que estaba ya harto de ratas y cucarachas.

El segundo incendio que vio estaba a unos tres kilómetros más allá y ya había sido apagado. Media docena de bomberos tenían dos mangueras apuntadas a la escena de una batalla perdida. Lo único que quedaba era el cimiento de ladrillo ennegrecido y algunas ruinas chamuscadas.

Paró y fue andando hacia la ruina.

—¿Qué era esto? —preguntó a un bombero.

El aludido le miró fríamente, pero no dijo nada. «Lástima que no esté aquí Maish», pensó.

—Una tienda de muebles —dijo uno de los bomberos.

—Gracias.

Se sentó en cuclillas y miró un rato los restos humeantes; luego, se levantó y se fue.

Lo mismo ocurría más allá, manzana tras manzana de tiendas entabladas para protegerse del huracán. La mayor parte de las tiendas que no tenían tableros estaban desiertas. Una ostentaba un letrero que le hizo sonreír: CLÍNICA DE URGENCIA. La puerta estaba abierta y él entró, sonriendo, pero al entrar su sonrisa desapareció. No era una broma.

En una caja de cartón había rollos de vendas improvisadas, muy poco asépticas, hechas, sin duda, con tela de camisa y delantales viejos por mujeres negras en sus tugurios, parte del gran plan de algún Napoleón negro, probablemente algún veterano del Vietnam, que estaría ya planeando su próxima campaña.

Se preguntó si tendrían antibióticos, donantes de sangre, gente ducha en cosas médicas, y decidió con tristeza que probablemente no dispondrían más que de unas pocas tiendas vacías, armas escondidas y vendas de artesanía.

Era un local espacioso.

Situado en el centro del barrio negro.

Se acordó de Gertrude Soames, la prostituta del pelo teñido de rojo, que, con carcinoma hepático, había pedido ser dada de alta del hospital porque no se fiaba de las manos blancas que tocaban y hacían daño, de los ojos de hombres blancos que se mostraban indiferentes.

Pensó en Thomas Catlett, Jr., cuyo pequeño trasero negro él había acariciado en la ambulancia, aparcada en el puente, que tenía ocho hermanos y cuyo padre, en paro forzoso, habría ya sembrado indudablemente la semilla de su décimo hijo en el vientre fláccido de Martha Hendricks Catlett, porque el orgasmo era gratis y nadie se había molestado en enseñarles a hacer el amor sin germinar hijos.

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