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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción

El conquistador (4 page)

BOOK: El conquistador
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Otro de los juegos era la lucha de los caballeros Águila y los caballeros Jaguar. También era un imitación pueril de otro rito que despertaba el fervor de la gente. Para los chicos se trataba de una suerte de combate entre los dos clanes guerreros; se disfrazaban con máscaras talladas por ellos mismos y se cubrían con telas pintadas que semejaban las plumas del águila y la piel del jaguar. Así ataviados, armados con espadas de madera de filo romo, Quetza y Huatequi se trenzaban en una lucha que consistía en tocar con la hoja cualquier parte del cuerpo del contrincante. Ixaya presenciaba el combate sentada con las piernas cruzadas, lo cual ciertamente exacerbaba los ánimos de los contendientes hasta la brutalidad. Si bien este juego por momentos parecía violento, el verdadero era, lisa y llanamente, atroz: eran sólo tres participantes, un caballero Águila, un caballero Jaguar y un prisionero enemigo, por lo general un tlaxcalteca, rivales tradicionales de los mexicas. Los dos primeros estaban armados con espadas de filo de obsidiana, capaces de cortar una cabeza de cuajo con un sablazo certero, mientras que el prisionero sólo tenía una espada sin filo alguno. Luego de una danza que imitaba el vuelo del águila y los saltos del jaguar, los guerreros atacaban al soldado mal armado, que se defendía tanto como le era posible. Ante los gritos fanatizados del público que previamente había apostado por uno de los dos clanes, quien conseguía dar la estocada letal resultaba el ganador. Tepec abominaba de aquel juego aunque, a regañadientes, toleraba el remedo infantil porque, finalmente, constituía una práctica temprana de las batallas reales. Y quería que, si le tocaba ir a la guerra, su hijo estuviese bien preparado.

Fue por estos días de infancia cuando Quetza descubrió la vocación que habría de signar su existencia.

6. MADERA DE NAVEGANTES

Desde muy pequeño Quetza demostró un talento notable para diseñar y armar embarcaciones. Al principio construía canoas de juguete, ahuecando pequeños troncos con una cuña de obsidiana. Eran éstas réplicas tan exactas que, viéndolas sin otra referencia, no se diferenciaban de las auténticas. Podía pasarse horas en la orilla de los canales estudiando cómo se comportaban sus naves frente a las adversidades que él mismo les deparaba, fabricando tempestades con sus manos. Examinando cuáles eran las causas que las hacían zozobrar, las iba perfeccionando hasta que pudiesen mantenerse a flote ante las peores calamidades. A la copia en escala de las canoas de troncos, siguió la compleja técnica de armar los cascos con juncos entrelazados.

Quetza solía ir hasta el mercado y allí se quedaba, mirando cómo trabajaban los armadores de canoas, desde la mañana hasta el anochecer. Con el tiempo llegó a hacerse amigo de uno de ellos, un hombre envejecido por el desánimo más que por los años; pese a su apariencia senil, tenía las manos jóvenes y veloces para ahuecar la madera o entrelazar los tallos secos. Le decían Machana, nombre que significaba «tejer caña». Era una amistad silenciosa. Casi no se hablaban. Quetza lo ayudaba en pequeñas tareas como ir a buscar esparto para unir cañas o amarrando las canoas terminadas a los embarcaderos. Pronto se convirtió en su aprendiz y el hombre, al fin del día, le regalaba un puñado de juncos seleccionados para que pudiese construir sus pequeñas embarcaciones. Quetza sentía por su maestro una mezcla de admiración y cierta silenciosa pena: no se explicaba cómo podía sustraerse a la tentación de navegar en las maravillosas canoas que él mismo hacía y, en cambio, se pasaba el día entero doblado sobre sus espaldas sentado en el mismo sitio. Habiendo fabricado miles de canoas, nunca había cruzado el lago y, de hecho, decían, jamás salió de la isla. Y como vivía junto a la tienda, ni siquiera tenía una canoa propia. Cierta vez, tímidamente, Quetza le hizo ver esta paradoja, a lo cual el viejo contestó:

—Se es lo que se hace.

Con aquellas escuetas palabras, Quetza entendió que el viejo Machana podía navegar en torno del lago, por todos los ríos que de él salían y por las costas del mar en el que los ríos convergían, sin haberse movido jamás de ese mercado.

Machana le decía a su aprendiz que cuánto más esmero pusiera en la construcción de una canoa, tanto más lejos habría de llegar. Y, ciertamente, Quetza quería llegar lejos. No sólo soñaba con ir más allá del lago y surcar los ríos que en él confluían; quería llegar hasta al mar y, no conforme, saber qué había al otro lado. Y para eso debía construir una nave capaz de soportar mareas, vientos y tempestades.

Un día, al llegar al mercado, vio que Machana lo esperaba sentado sobre un tronco. Con una expresión como nunca le había visto, le dijo que había llegado el gran momento: en pago por la ayuda que le había dado durante todo ese tiempo, había decidido regalarle la mejor de todas las canoas.

—Aquí está —dijo el viejo.

Quetza miró en todas las direcciones pero no vio nada. Se asomó hacia el embarcadero y tampoco distinguió ninguna
acalli
nueva. Viendo que la alegría inicial de su discípulo se diluía en un gesto de desconcierto, el viejo le dijo:

—Lo primero que tiene que aprender un armador de canoas es a mirar. Está frente a tus ojos.

Sólo entonces Quetza reparó en el tronco: era una madera de forma tortuosa y aspecto deslucido. Percibiendo la decepción de su aprendiz, Machana le hizo notar que un buen naviero, antes que el tronco, debía ver la canoa que él contenía. Pero además de su forma caprichosa y compleja, a Quetza le resultó una madera mucho menos vistosa que las que usaba a diario. Entonces el viejo le dijo que, aun antes que la nave y el tronco, un armador debía aprender a ver la madera que se escondía bajo la corteza.

El viejo Machana se incorporó, arrancó un pedazo de cascara negruzca y ajada y, como si acabara de abrir una caja que contuviera un tesoro, apareció una madera dorada, suave y de una textura tan lisa como la superficie del lago.

—Es un
cacayactli
, vale más que el oro. No existe otra madera igual para construir canoas. Es tuyo —le dijo al tiempo que le extendía una cuña de obsidiana— quiero que me muestres el barco que oculta el tronco.

Fueron cuarenta jornadas de trabajo arduo. Quetza se pasaba el día tallando, ahuecando, puliendo y midiendo. A la noche, exhausto y con las manos ampolladas, se dormía pensando en su canoa, soñaba con ella y se levantaba al alba para volver a poner manos a la obra. Trabajaba en soledad dentro de una tienda en la que el viejo dejaba secar los troncos; vigilaba con escrúpulo que nadie viese su barcaza hasta que estuviera completamente terminada.

Al cabo de esos cuarenta días de trabajo, Quetza salió por fin de la tienda. Agitado y sudoroso, llamó a Machana y lo invitó a que viera la obra. El viejo, en silencio, caminaba en torno de la canoa pasando la palma de su mano por la superficie. Se sintió homenajeado. Era una embarcación como nadie antes imaginó: la quilla, dorada y pulida, tenía la terminación de la piedra. Sobre el casco había un habitáculo de junco enlazado y, debajo, un depósito para guardar vituallas. Los cuatro remos podían fijarse al casco mediante trabas y se accionaban desde dentro, sin que los remeros tuviesen que asomar los brazos. Sin embargo, Machana no podía dar un veredicto antes de probarla. Sólida y a la vez ligera, la botaron al lago y, al abordarla, la sintieron estable, segura y acogedora. Remaron de forma acompasada y comprobaron que era veloz y muy dúctil. Luego de dar una vuelta completa a la isla, como si lo hicieran en el aire y no en el agua, regresaron, desembarcaron y se quedaron de pie en tierra contemplándola sin hablar. Quetza supo que el mutismo de su maestro era el mejor veredicto que podía esperar. Entonces, sin decir palabra, Quetza amarró la canoa, giró sobre sus talones y se fue. Ya había aprendido todo lo que debía saber.

Machana guardó silencio y Quetza, mientras se perdía entre el follaje, supo que el viejo aceptaba el regalo. Era hora de que tuviese su propia canoa. Ya tendría tiempo el discípulo para armar su barco.

Toda una vida.

7. EL ADELANTADO DE LAS ESTRELLAS

Al cumplir los quince años, Quetza era un hombre de cuerpo fuerte y macizo. No era demasiado alto ni especialmente agraciado. Sin embargo, sus ojos negros y rasgados tan llenos de curiosidad le conferían una expresión inteligente y vivaz. Tenía la sonrisa generosa, pero la nariz era demasiado pequeña e insignificante. Quetza se lamentaba de no ser dueño de una nariz prominente, de fosas dilatadas y aletas amplias como les gustaba a las mujeres. Suponía que ése era el motivo por el cual Ixaya nunca se había fijado en él más que como un gran amigo. La vieja rivalidad infantil con Huatequi parecía haberse diluido con el paso de los años; sin embargo, ésta era sólo una apariencia: en lugar de trabarse en luchas e interminables juegos de pelota, ahora que eran adultos, competían para ver quién era más hombre. Huatequi tenía el porte de un guerrero: era alto, delgado y su cuerpo presentaba el aspecto de una talla labrada. Su nariz, enorme como el pico de un
tenancalin
, le daba un aspecto viril e imponía respeto. Quetza había sorprendido varias veces a Ixaya contemplando su perfil, viendo de soslayo cómo se tensaban los músculos de su abdomen mientras su amigo practicaba puntería con el arco y la flecha. Entones Quetza sufría en silencio. Sin embargo, también Huatequi podía jurar que los ojos grises de Ixaya se obnubilaban cada vez que ella escuchaba hablar a Quetza sobre el cielo, la Tierra y los mares. Ninguno de ellos conocía el mar; su sola idea despertaba fascinación y temor entre los habitantes de Tenochtitlan, quienes se sentían protegidos entre el lago y las montañas. El mar era un concepto complejo, inabarcable como el infinito y tan temible como el Dios de los Dioses, dueño de la creación y de la destrucción. Quetza creía, sin embargo, que el mar era el único puente entre el pasado y el futuro, el nexo entre los distintos mundos. Cada vez que hablaba del mar, Ixaya abría sus enormes ojos grises y así se quedaba mirando absorta a su pequeño amigo. Huatequi sabía que Ixaya no era indiferente a su apariencia de guerrero, a su nariz prominente y a sus brazos fuertes, de la misma manera que Quetza no ignoraba que a ella la cautivaban sus palabras. Por cierto, se diría que los tres lo sabían. Hubiese sido natural que alguno de ellos estuviese enamorado de dos mujeres y, de hecho, podría casarse con ambas si había acuerdo entre las familias. Si además pertenecía a la rica nobleza, aparte de sus esposas, un hombre podía tener tantas concubinas como pudiese mantener. Pero el caso inverso era inconcebible. Si una mujer era sorprendida cometiendo adulterio, le correspondía la pena de muerte. Por ese motivo, aquella amistad infantil entre los tres, ahora que eran adultos, podía resultar peligrosa.

Las noches de luna nueva, cuando todos dormían, Quetza e Ixaya solían escaparse de la casa. Luego de una furtiva travesía en canoa se llegaban hasta el pie del Templo Mayor y, con paso sigiloso, ascendían hasta lo más alto de la pirámide. El cielo negro con todas sus estrellas fulgurando ante la ausencia de la luna sobre aquella metrópolis que brotaba del medio de las aguas, aquellas pirámides que competían con las montañas, era una visión que conmovía y abrumaba. Para Quetza el cielo era el espejo de la Tierra. Desde muy pequeño sentía una inquietante fascinación por las cosas del cielo. Sus ojos buscaban en la bóveda nocturna la explicación de todas las cosas. Siendo todavía un niño podía dibujar de memoria las constelaciones y los astros más luminosos. Sospechaba que en la comprensión de los hechos celestes podía encontrar la razón de todos los asuntos terrestres. Acostados boca arriba sobre la cúspide de la pirámide del Templo Mayor, Quetza le contaba a Ixaya el resultado de sus cavilaciones: era evidente, le decía, que todos los astros del cielo no eran redondos y planos, sino esféricos. Bastaba con observar las fases creciente o menguante de la Luna para establecer este hecho. Un disco jamás proyectaría una sombra parcial y semicircular sobre sí mismo; eso sólo ocurría con los cuerpos esféricos. Por otra parte, resultaba evidente que el Sol era también una esfera: era notorio que el Sol cambiaba su órbita durante el año; en los meses de verano describía una curva en línea con el cénit, le decía a Ixaya dibujando un semicírculo en el aire con su índice, mientras que en invierno este recorrido se inclinaba hacia el horizonte y era más breve. Si el Sol fuese un disco plano, durante esta estación debería verse ovalado, tal como se vería un medallón escorzado mostrando su canto. Sin embargo, donde estuviese, siempre se veía perfectamente redondo. Entonces, si la Luna y el Sol eran esféricos, también debería serlo
Cemtlaltipac
, la Tierra. Este hecho se veía confirmado durante los eclipses, momento privilegiado en que los hombres podían ver la sombra de la Tierra proyectada en la superficie de la Luna.

Para los mexicas el mundo tenía dos límites: el cielo y el mar. Así como el cielo era la frontera insuperable con aquellos astros que se veían en el firmamento, el mar era el límite absoluto, ya que ni siquiera se percibía que hubiese algo más allá. Entonces Quetza, echado boca arriba, le decía a Ixaya que la Tierra no podía ser muy diferente de los mundos que se veían en aquel cielo nocturno. Que así como resultaba claro a simple vista que había otros mundos desperdigados por el cielo, era seguro que existían otras tierras dispersas en el mar, que si no se llegaban a divisar, como las estrellas, era porque la Tierra era esférica. Quetza estaba convencido de que si alguien se aventuraba mar adentro, después de algunos días de navegación, se toparía con otro mundo. Ignoraba si había otros pueblos en las demás tierras al otro lado del mar pero existían relatos que así lo señalaban. No sabía cuánto había de cierto en los cuentos que hablaban de los hombres barbados de cara roja que solían verse a veces cerca de las costas a bordo de barcos de innumerables remos, pero eran todos muy coincidentes. El mar, según su concepción, era el nexo del presente con el pasado y el futuro. Mientras hablaba Quetza, Ixaya por momentos cerraba los ojos imaginando cómo serían las tierras al otro lado del mar, qué aspecto tendrían aquellos hombres barbados. Entonces, sin dejar de hablar, Quetza contemplaba el perfil de su amiga, su frente alta y el pelo negro, largo y pesado, coronado por una pluma azul de
alotl
; mientras ella permanecía con sus enormes ojos grises cerrados, él, sin interrumpir el relato, miraba sus facciones suaves, su cuello largo y los hombros tersos. Y así, como un adelantado de los sueños, poniendo nombre a los mundos desconocidos, Quetza veía los labios encarnados de Ixaya y debía llamarse a la cordura para no besarla. Muchas veces estuvo a punto de hacerlo, pero no se atrevía a correr el riesgo de que todo lo que había construido, se derrumbara en un segundo. Sabía que la única forma de mantener aquellos encuentros furtivos era conservando vivo aquel fuego alimentado con la crepitante leña de los relatos. Pero por más que intentaran soslayarlo, ambos sabían que iban a tener que separarse por un largo tiempo.

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