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Authors: Joseph Conrad

Tags: #Relato, #Clásico

El corazón de las tinieblas (14 page)

BOOK: El corazón de las tinieblas
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Tiré del cordón de la sirena, y lo hice porque vi a los peregrinos en la cubierta preparar sus rifles con el aire de quien se dispone a participar en una alegre francachela. Ante el súbito silbido, hubo un movimiento de abyecto terror en aquella apiñada masa de cuerpos. 'No haga usted eso, no lo haga. ¿No ve que los ahuyenta usted?', gritó alguien desconsoladamente desde cubierta. Tiré de cuando en cuando del cordón. Se separaban y corrían, saltaban, se agachaban, se apartaban, se evadían del terror del sonido. Los tres tipos embadurnados de rojo se habían tirado boca abajo, en la orilla, como si hubieran sido fusilados. Sólo aquella mujer bárbara y soberbia no vaciló siquiera, y extendió trágicamente hacia nosotros sus brazos desnudos, sobre la corriente oscura y brillante.

Y entonces la imbécil multitud que se apiñaba en cubierta comenzó su pequeña diversión y ya no pude ver nada más debido al humo.

La oscura corriente corría rápidamente desde el corazón de las tinieblas, llevándonos hacia abajo, hacia el mar, con una velocidad doble a la del viaje en sentido inverso. Y la vida de Kurtz corría también rápidamente, desintegrándose, desintegrándose en el mar del tiempo inexorable. El director se sentía feliz, no tenía ahora preocupaciones vitales. Nos miraba a ambos con una mirada comprensiva y satisfecha; el asunto se había resuelto de la mejor manera que se podía esperar. Yo veía acercarse el momento en que me quedaría solo debido a mi apoyo a los métodos inadecuados. Los peregrinos me miraban desfavorablemente. Se me contaba ya. por así decirlo, entre los muertos. Me resulta extraña la manera en que acepté aquella asociación inesperada; aquella elección de pesadillas pesaba sobre mí en la tenebrosa tierra invadida por aquellos mezquinos y rapaces fantasmas.

Kurtz peroraba. ¡Qué voz! ¡Qué voz! Resonó profundamente hasta el mismo fin. Su fortaleza sobrevivió para ocultar entre los magnificos pliegues de su elocuencia la estéril oscuridad de su corazón. ¡Pero él luchaba, luchaba! Su cerebro desgastado por la fatiga era visitado por imágenes sombrías… imágenes de riquezas y fama que giraban obsequiosamente alrededor de su don inextinguible de noble y elevada expresión. Mi prometida, mi estación, mi carrera, mis ideas… aquellos eran los temas que le servían de material para la expresión de sus elevados sentimientos. La sombra del Kurtz original frecuentaba la cabecera de aquella sombra vacía cuyo destino era ser enterrada en el seno de una tierra primigenia. Pero tanto el diabólico amor como el odio sobrenatural de los misterios que había penetrado luchaban por la posesión de aquella alma saciada de emociones primitivas, ávida de gloria falsa, de distinción fingida y de todas las apariencias de éxito y poder.

A veces era lamentablemente pueril. Deseaba encontrarse con reyes que fueran a recibirlo en las estaciones ferroviarias, a su regreso de algún espantoso rincón del mundo, donde tenía el proyecto de realizar cosas magnas. 'Usted les muestra que posee algo verdaderamente aprovechable y entonces no habrá limites para el reconocimiento de su capacidad', decía. 'Por supuesto debe tener siempre en cuenta los motivos, los motivos correctos.' Las largas extensiones que eran siempre como una misma e igual extensión, se deslizaban ante el barco con su multitud de árboles seculares que miraban pacientemente a aquel desastroso fragmento de otro mundo, el apasionado de los cambios, las conquistas, el comercio, las matanzas y las bendiciones. Yo miraba hacia adelante, llevando el timón. 'Cierre los postigos', dijo Kurtz repentinamente un día. 'No puedo tolerar ver todo esto.' Lo hice. Hubo un silencio. '¡Oh, pero todavía te arrancaré el corazón!', le gritó a la selva invisible.

El barco se averió (como había temido), y tuvimos que detenernos para repararlo en la punta de una isla. Fue esa demora lo primero que provocó las confidencias de Kurtz. Una mañana me dio un paquete de papeles y una fotografía. Todo estaba atado con un cordón de zapatos. 'Guárdeme esto', me pidió. 'Aquel imbécil (aludía al director) es capaz de hurgar en mis cajas cuando no me doy cuenta.' Por la tarde volví a verle. Estaba acostado sobre la espalda, con los ojos cerrados. Me retiré sin ruido, pero le oí murmurar: 'Vive rectamente, muere, muere…' Lo escuché. Pero no hubo nada más. ¿Estaba ensayando algún discurso en medio del sueño, o era un fragmento de una frase de algún artículo periodístico? Había sido periodista, e intentaba volver a serlo. '…Para poder desarrollar mis ideas. Es un deber.'

La suya era una oscuridad impenetrable. Yo le miraba como se mira, hacia abajo, a un hombre tendido en el fondo de un precipicio, al que no llegan nunca los rayos del sol. Pero no tenía demasiado tiempo que dedicarle porque estaba ayudando al maquinista a desarmar los cilindros dañados, a fortalecer las bielas encorvadas, y otras cosas por el estilo. Vivía en una confusión infernal de herrumbre: limaduras, tuercas, clavijas, llaves, martillos, barrenos, cosas que detesto porque jamás me he logrado entender bien con ellas. Estaba trabajando en una pequeña fragua que por fortuna teníamos a bordo; trabajaba asiduamente con mi pequeño montón de limaduras, a menos que tuviera escalofríos demasiado fuertes y no pudiera tenerme en pie…

Una noche al entrar en la cabina con una vela me alarmé al oírle decir con voz trémula: 'Estoy acostado aquí en la oscuridad esperando la muerte.' La luz estaba a menos de un pie de sus ojos. Me esforcé en murmurar: '¡Tonterías!' Y permanecí a su lado, como traspasado.

No he visto nunca nada semejante al cambio que se operó en sus rasgos, y espero no volver a verlo. No es que me conmoviera. Estaba fascinado. Era como si se hubiera rasgado un velo. Vi sobre ese rostro de marfil la expresión de sombrío orgullo, de implacable poder, de pavoroso terror… de una intensa e irremediable desesperación. ¿Volvía a vivir su vida, cada detalle de deseo, tentación y entrega, durante ese momento supremo de total lucidez? Gritó en un susurro a alguna imagen, a alguna visión, gritó dos veces, un grito que no era más que un suspiro: '¡Ah, el horror! ¡El horror!'

Apagué de un soplo la vela y salí de la cabina. Los peregrinos estaban almorzando en el comedor, y ocupé un sitio frente al director, que levantó los ojos para dirigirme una mirada interrogante, que yo logré ignorar con éxito. Se echó hacia atrás, sereno, con esa sonrisa peculiar con que sellaba las profundidades inexpresadas de su mezquindad. Una lluvia continua de pequeñas moscas corría sobre la lámpara, sobre el mantel, sobre nuestras manos y caras. De pronto el muchacho del director introdujo su insolente cabeza negra por la puerta y dijo en un tono de maligno desprecio: 'Señor Kurtz… él, muerto.'

Todos los peregrinos salieron precipitadamente para verlo. Yo permanecí allí, y terminé mi cena. Creo que fui considerado como un individuo brutalmente duro. Sin embargo, no logré comer mucho. Había allí una lámpara… luz… y afuera una oscuridad bestial. No volví a acercarme al hombre notable que había pronunciado un juicio sobre las aventuras de su espíritu en esta tierra. La voz se había ido. ¿Qué más había habido allí? Pero por supuesto me enteré de que al día siguiente los peregrinos enterraron algo en un foso cavado en el fango.

Y luego casi tuvieron que sepultarme a mí.

Sin embargo, como podéis ver, no fui a reunirme allí con Kurtz. No fue así. Permanecí aquí, para soñar la pesadilla hasta el fin, y para demostrar mi lealtad hacia Kurtz una vez más. El destino. ¡Mi destino! ¡Es curiosa la vida… ese misterioso arreglo de lógica implacable con propósitos fútiles! Lo más que de ella se puede esperar es cierto conocimiento de uno mismo… que llega demasiado tarde… una cosecha de inextinguibles remordimientos. He luchado a brazo partido con la muerte. Es la contienda menos estimulante que podéis imaginar. Tiene lugar en un gris impalpable, sin nada bajo los pies, sin nada alrededor, sin espectadores, sin clamor, sin gloria, sin un gran deseo de victoria, sin un gran temor a la derrota, en una atmósfera enfermiza de tibio escepticismo, sin demasiada fe en los propios derechos, y aún menos en los del adversario. Si tal es la forma de la última sabiduría, la vida es un enigma mayor de lo que alguno de nosotros piensa. Me hallaba a un paso de aquel trance y sin embargo descubrí, con humillación, que no tenía nada que decir. Por esa razón afirmo que Kurtz era un hombre notable. Él tenía algo que decir. Lo decía. Desde el momento en que yo mismo me asomé al borde, comprendí mejor el sentido de su mirada, que no podía ver la llama de la vela, pero que era lo suficientemente amplia como para abrazar el universo entero, lo suficientemente penetrante como para introducirse en todos los corazones que baten en la oscuridad. Había resumido, había juzgado. '¡El horror!' Era un hombre notable. Después de todo, aquello expresaba cierta creencia. Había candor, convicción, una nota vibrante de rebeldía en su murmullo, el aspecto espantoso de una verdad apenas entrevista… una extraña mezcla de deseos y de odio. Y no es mi propia agonía lo que recuerdo mejor: una visión de grisura sin forma colmada de dolor físico, y un desprecio indiferente ante la disipación de todas las cosas, incluso de ese mismo dolor. ¡No! Es su agonía lo que me parece haber vivido. Cierto que él había dado el último paso, había traspuesto el borde, mientras que a mí me había sido permitido volver sobre mis pasos. Tal vez toda la diferencia estribe en eso; tal vez toda la sabiduría, toda la verdad, toda la sinceridad, están comprimidas en aquel inapreciable momento de tiempo en el que atravesamos el umbral de lo invisible. Tal vez! Me gustaría pensar que mi resumen no fuera una palabra de desprecio indiferente. Mejor fue su grito…, mucho mejor. Era una victoria moral pagada por las innumerables derrotas, por los terrores abominables y las satisfacciones igualmente abominables. ¡Pero era una victoria! Por eso permanecí leal a Kurtz hasta el final y aún más allá, cuando mucho tiempo después volví a oír, no su voz, sino el eco de su magnífica elocuencia que llegaba a mí de un alma tan translúcidamente pura como el cristal de roca.

No, no me enterraron, aunque hay un periodo de tiempo que recuerdo confusamente, con un asombro tembloroso, como un paso a través de algún mundo inconcebible en el que no existía ni esperanza ni deseo. Me encontré una vez más en la ciudad sepulcral, sin poder tolerar la contemplación de la gente que se apresuraba por las calles para extraer unos de. otros un poco de dinero, para devorar su infame comida, para tragar su cerveza malsana, para soñar sus sueños insignificantes y torpes. Era una infracción a mis pensamientos. Eran intrusos cuyo conocimiento de la vida constituía para mí una pretensión irritante, porque estaba seguro de que no era posible que supieran las cosas que yo sabía. Su comportamiento, que era sencillamente el comportamiento de los individuos comunes que iban a sus negocios con la afirmación de una seguridad perfecta, me resultaba tan ofensivo como las ultrajantes ostentaciones de insensatez ante un peligro que no se logra comprender. No sentía ningún deseo de demostrárselo, pero tenía a veces dificultades para contenerme y no reírme en sus caras, tan llenas de estúpida importancia. Me atrevería a decir que no estaba yo muy bien en aquella época. Vagaba por las calles (tenía algunos negocios que arreglar) haciendo muecas amargas ante personas respetables. Admito que mi conducta era inexcusable, pero en aquellos días mi temperatura rara vez era normal. Los esfuerzos de mi querida tía para restablecer 'mis fuerzas' me parecían algo del todo inadecuado. No eran mis fuerzas las que necesitaban restablecerse, era mi imaginación la que necesitaba un sedante. Conservaba el paquete de papeles que Kurtz me había entregado, sin saber exactamente qué debía hacer con ellos. Su madre había muerto hacía poco, asistida, como supe después, por su prometida. Un hombre bien afeitado, con aspecto oficial y lentes de oro, me visitó un día y comenzó a hacerme algunas preguntas, al principio veladas, luego suavemente apremiantes, sobre lo que él daba en llamar 'ciertos documentos'. No me sorprendió, porque yo había tenido dos discusiones con el director a ese respecto. Me había negado a ceder el más pequeño fragmento de aquel paquete, y adopté la misma actitud ante el hombre de los lentes de oro. Me hizo algunas amenazas veladas y arguyó con acaloramiento que la compañía tenía derecho a cada ápice de información sobre sus 'territorios'. Según él, el conocimiento del señor Kurtz sobre las regiones inexploradas debía ser por fuerza muy amplio y peculiar, dada su gran capacidad y las deplorables circunstancias en que había sido colocado. Sobre eso, le aseguré que el conocimiento del señor Kurtz, aunque extenso, no tenía nada que ver con los problemas comerciales o administrativos. Entonces invocó el nombre de la ciencia. Sería una pérdida incalculable que… etcétera. Le ofrecí el informe sobre la 'Supresión de las Costumbres Salvajes', con el
post-scriptum
borrado. Lo cogió ávidamente, pero terminó por dejarlo a un lado con un aire de desprecio. 'No es esto lo que teníamos derecho a esperar', observó. 'No espere nada más', le dije. 'Se trata sólo de cartas privadas.'

Se retiró, emitiendo algunas vagas amenazas de procedimientos legales, y no le vi más. Pero otro individuo, diciéndose primo de Kurtz, apareció dos días más tarde, ansioso por oír todos los detalles sobre los últimos momentos de su querido pariente. Incidentalmente, me dio a entender que Kurtz había sido en esencia un gran músico. 'Hubiera podido tener un éxito inmenso', dijo aquel hombre, que era organista, creo, con largos y lacios cabellos grises que le caían sobre el cuello grasiento de la chaqueta. No tenía yo razón para poner en duda aquella declaración, y hasta el día de hoy soy incapaz de decir cuál fue la profesión de Kurtz, si es que tuvo alguna… cuál fue el mayor de sus talentos. Lo había considerado como un pintor que escribía a veces en los periódicos, o como un periodista a quien le gustaba pintar, pero ni siquiera el primo (que no dejaba de tomar rapé durante la conversación) pudo decirme cuál había sido exactamente su profesión. Se había tratado de un genio universal. Sobre este punto estuve de acuerdo con aquel viejo tipo, que entonces se sonó estruendosamente la nariz con un gran pañuelo de algodón y se marchó con una agitación senil, llevándose algunas cartas de familia y recuerdos sin importancia. Por último apareció un periodista ansioso por saber algo de la suerte de su 'querido colega'. Aquel visitante me informó que la esfera propia de Kurtz era la política en su aspecto popular. Tenía cejas pobladas y rectas, cabello áspero, muy corto, un monóculo al extremo de una larga cinta, y cuando se sintió expansivo confesó su opinión de que Kurtz en realidad no sabía escribir, pero, ¡cielos!, qué manera de hablar la de aquel hombre. Electrizaba a las multitudes. Tenía fe, ¿ve usted?, tenía fe. Podía convencerse y llegar a creer cualquier cosa, cualquier cosa. Hubiera podido ser un espléndido dirigente para un partido extremista. '¿Qué partido?', le pregunté. 'Cualquier partido', respondió. 'Era un… un extremista. 'Inquirió si no estaba yo de acuerdo, y asentí. Sabía yo, me preguntó, qué lo había inducido a ir a aquel lugar. 'Sí', le dije, y enseguida le entregué el famoso informe para que lo publicara, si lo consideraba pertinente. Lo hojeó apresuradamente, mascullando algo todo el tiempo. Juzgó que 'podía servir', y se retiró con el botín.

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