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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

El corazón del océano (28 page)

BOOK: El corazón del océano
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—Pensé que… alguna podría quedarse para… matrimoniar en Las Palmas.

—¿Te refieres a Ana? —Alonso notó que el rubor se le subía a las mejillas. ¿Cómo habría adivinado que le gustaba?—. No deberías pensar en ella con concupiscencia.

Abrió la boca para decir que la atracción que sentía por Ana no era de esa clase. Además de su belleza, él admiraba su buena crianza, su discreción, su forma de expresarse, de moverse… Deseaba estar a su lado… para siempre.

—Esa doncella aspira a un destino más alto del que tú podrías ofrecerle.

—Lo sé; soy un bastardo —musitó.

—Bueno, tampoco desesperes. En las Indias priva más la fama que la cuna. Pizarro también era bastardo y conquistó un imperio. Fue un hombre muy respetado por su hermanos, ¡aunque ni siquiera sabía leer! —Le dio una cariñosa palmada en la espalda—. Anímate, que la suerte no está echada, mancebo. Solo debes cuidar tus amistades, tirar los dados con precaución y no situarte en el bando equivocado.

Se alejó dejando a Alonso confuso. ¿Qué habría querido insinuar? ¿Cuál era el bando equivocado? ¿Por qué no hablaba con claridad? Entonces cayó en la cuenta de que quizá al fraile le habrían revelado algo en confesión que no podía decirle. Era un hombre bueno y honrado. Si doña Mencía lo había elegido para que ayudara a las damitas a afrontar las penalidades del viaje, era porque confiaba en su rectitud. «Quizá intenta advertirme. Salvar una vida tiene que ser más importante para él que atenerse estrictamente al secreto de confesión», se dijo.

Al día siguiente, cuando empujaba unos cerdos por la rampa para subirlos a bordo, vio que Ana conversaba con maese Pedro en cubierta. Y les atizó un par de varazos a los gorrinos para que acelerasen el paso.

—Las mujeres barreremos toda esa inmundicia con las faldas. —Ana señaló el reguero de estiércol que salía de las jaulas de gallinas, patos y conejos que el cocinero estaba acomodando en cubierta—. ¿Realmente necesitamos llevar tantos animales vivos para un viaje que ni siquiera durará un mes, maese Pedro? La bodega está llena de conservas.

—Si la travesía se prolongase, las conservas terminarían pudriéndose con la humedad, Ana.

—¿Para qué llevamos entonces tanto vinagre? ¿No es para evitar que los alimentos se pudran?

—Y para disimular su mal sabor cuando ya lo están. ¡Confiemos en que no sea menester usarlo!

—No creo que se pudran en dos meses.

El cocinero se encogió de hombros.

—Por si acaso, le he encargado a Alonso que compre cebollas, ajos y limones… —se puso serio y añadió, mirándola a los ojos—: Si se desatase la «peste del mar», recordad que deberéis consumirlos antes que la carne.

—Pero… son alimentos rústicos, que dejan mal aliento. Ninguna dama…

—Haced caso, Ana. Yo he hecho muchas travesías y me he salvado de la peste.

Ana asintió. Maese Pedro era un hombre de buen juicio y, seguramente, su recomendación era atinada, aunque pareciese absurda.

Cuando llegó Alonso, arreando los cerdos, agachó la cabeza y se fue, como si no lo hubiera visto.

Él, en un principio, quiso creer que era cierto, que no lo había visto. Pero al cabo de un rato se sintió dolido y humillado: le rehuía.

V
LA TEMPESTAD

A bordo del
San Miguel.
Día 26 de abril del año del Señor de 1550

Z
arparon de las Islas Afortunadas con un tiempo excelente, que se prolongó durante tres días. Sin embargo, el cuarto amaneció tormentoso. El mar parecía una lámina de plomo y las rachas de viento hacían temblar de continuo las jarcias.

En un momento dado, el piloto mayor ordenó que se bajaran los animales a la sentina y que los grumetes subieran a plegar las velas para evitar que se desgarrasen cuando estallara la tormenta.

Aunque el bamboleo del buque provocaba que desde la sentina subiera un hedor a podredumbre que hacía insufrible pasear por cubierta, Ana salió, pues sospechaba que tendría que pasar bastantes horas encerrada. El viento se había calmado en ese momento, pero la atmósfera le pareció extraña, amenazadora. Hasta los sonidos eran diferentes: más largos, como huecos. Agarrada a la barandilla, se entretuvo en poner límites imaginarios al paisaje usando los rayos de luz que se filtraban por entre las rendijas de aquella losa oscura y amenazante que era el cielo. Al cabo de un rato, el viento volvió a arreciar haciendo enloquecer sus cabellos, que se enredaron en las cuerdas bajas de las jarcias, pero ella no se movió, fascinada por la belleza de la tormenta.

El piloto mayor entró apresuradamente en el camarote del capitán. Salazar salió, al cabo de un minuto, dando órdenes, visiblemente nervioso, y la tripulación, muda de espanto, se apresuró a cumplirlas.

La oscuridad crecía de minuto en minuto, al tiempo que un pánico sordo se extendía por el barco. El cielo tenebroso amenazaba con derramarse en tromba sobre la cubierta del
San Miguel
.

—¡Ponte a cubierto, que te vas a empapar! ¡Y dile a Isabelita que ahora voy a buscarla! —le gritó doña Mencía desde la puerta de su camarote.

Ana corrió al castillo de popa. En las caras de sus compañeras reconoció el mismo terror que se respiraba fuera.

La tempestad se desató con una furia inusitada. El mar bramaba y la nao, vapuleada por las olas, se balanceaba como una paja en el inmenso océano. Los marineros no lograban hacerse con el timón y decidieron atarlo para que, al menos, el barco dejara de dar vueltas como una peonza. De pronto, una ola enorme barrió el suelo de cubierta y se llevó los rollos de cuerda, las redes, los cubos, las mantas y otros trastos que allí había. También hizo desaparecer a dos desgraciados marinos que no habían encontrado a qué agarrarse. El capitán Salazar ordenó que los hombres que faenaban en cubierta se atasen para evitar nuevas desgracias. Fue una decisión acertada, porque siguió un oleaje tan fuerte que las olas pasaban por encima de las jarcias y parecía como si toda la nave fuera mar.

A las jóvenes encerradas en el castillo el estómago se les subía a la garganta, y una tras otra empezaron a vomitar. Tras varias horas de arcadas, espasmos, mareos y vómitos, con lo que la estancia tomó un olor nauseabundo, el estómago se les quedó vacío, pero el malestar persistía.

Al anochecer, cuando creían que habían llegado al límite de sus fuerzas, la tempestad arreció. El mar se convirtió en un remolino infernal que zarandeaba el barco en todas direcciones. Las jóvenes, sumidas en la oscuridad —pues no se atrevían a encender ni una vela por el peligro de incendio que acarrearía—, pensaban, con cada embate de las olas, que el buque se hundiría para siempre en el océano. Y cuando recuperaba la posición horizontal, proferían suspiros de alivio. Hasta la siguiente sacudida.

Siguieron así toda la noche y la desesperación de las pasajeras era tal, que algunas ni siquiera se agarraban, sino que se dejaban golpear contra los muebles o los costados del buque mientras lágrimas silenciosas se deslizaban por sus mejillas.

Ana abrazaba a Isabelita para protegerla de los vaivenes. Cuando muchas de las jóvenes, resignadas a morir, pidieron confesión, ella misma deseó que el barco se hundiera en lo más profundo del océano para poner fin a aquella agonía.

Poco antes del alba, el viento amainó. Y la tempestad cesó.

La tripulación subió a cubierta. El grumete de las horas regresó a su puesto y, con el primer rayo de sol, entonó la cantinela del alba:

Bendita sea la luz

y la Santa Veracruz,

y el Señor de la Verdad

y la Santa Trinidad;

bendita sea el alba

y el Señor que nos la manda;

bendito sea el día

y el Señor que nos lo envía.

Toda la tripulación, arrodillada en cubierta, rezó una salve a la Virgen María, para agradecerle que los hubiera sacado con vida de aquel trance.

El castillo de popa olía a vómitos y el aire estaba enrarecido. Ana tapó a Isabelilla y se puso en pie. Tenía los músculos entumecidos, pero ya no sentía náuseas ni dolor…, solo agotamiento. Al mirar a sus compañeras, sucias, descompuestas, sonrió amargamente: ¡qué lejos estaban aquellos rostros ajados de la felicidad que mostraban el día que partieron de Medellín! Aunque les dolía dejar a sus familias, predominaba en ellas la ilusión por viajar a un mundo nuevo. Ahora estaban asustadas, muy asustadas. Y ella también lo estaba.

Isabelita abrió los ojos y le dirigió una mirada de corderito atemorizado.

—Me duele la tripa, Ana.

—Duerme y te pondrás mejor —susurró mientras le remetía la manta debajo del colchón—; necesitas descansar. No temas, ya ha pasado el peligro, pequeña…

Doña Mencía abrió la puerta. Sus hijas mayores estaban dormidas, desmadejadas contra el costado de estribor, y el resto de las muchachas yacían desperdigadas por el suelo del castillo de popa, sucias de vómitos, despeinadas y ojerosas.

—Quise llevármela a mi camarote —le explicó a Ana mientras besaba la frente de la pequeña Isabel—, pero las olas eran tan enormes que barrían la cubierta y no fui capaz de salir. Gracias por cuidarla —tras echar una mirada a sus otras dos hijas, que también dormían, añadió—: Tienes mala cara, Ana…, ¿lo habéis pasado muy mal aquí dentro, verdad?

Ana asintió. Los nervios y el desasosiego, contenidos durante la noche, se le desataron y, súbitamente, estalló en sollozos. La dama la abrazó y dejó que se desahogara en su pecho.

—Te vendrá bien un poco de aire fresco. Acompáñame a ver qué consecuencias ha tenido la tempestad.

Los marineros se arrastraban por cubierta, extenuados y ausentes, como si la tempestad hubiese absorbido sus energías.

El capitán y el piloto mayor estaban oteando el horizonte por la proa.

Doña Mencía cruzó la cubierta rápidamente y se acercó a ellos seguida de Ana. Ambos estaban desgreñados y Salazar tenía la capa desgarrada.

«Si me atreviese, le pediría que me dejase remendársela», pensó la joven.

—¿Habéis avistado la nao de Becerra y la carabela de Ovando? —les preguntó preocupada la dama.

—No hay rastro de ellas —contestó escuetamente Salazar.

El capitán Hernando de Trejo se acercó en cuanto les vio conversar con doña Mencía.

—¿No se ve ninguna arboladura? ¿Habéis mirado bien? —insistió la dama.

—Seguramente los… encontremos cuando cambie el viento —habló sin convicción, para tranquilizarla.

—Si se han salvado, nos esperarán en Santa Catalina —terció el piloto mayor—. Nuestra preocupación ahora es gobernar esta nave. El
San Miguel
ha sufrido muchos desperfectos; no podemos controlarlo.

Doña Mencía se alteró:

—¿Hacia dónde nos dirigimos?

—El viento nos arrastra hacia el sur.

—¡Tenéis que enderezar el rumbo!

—¡Así es! —apostilló Trejo.

—Si estuviera en mi mano, lo haría. Pero no depende de mí, señora. Viajamos a la deriva.

—¡Apañaos como podáis para llegar cuanto antes! Quiero tener tiempo de ir a Asunción, averiguar cómo está allí la situación política y volver a Santa Catalina a informar a mi hijo. ¡Solo así podré ayudarle a cumplir la misión que Su Majestad le ha encomendado!

—¡Contad con mi apoyo para ello! —aseveró Trejo.

Viajaban a la deriva y la única preocupación de aquella mujer era cumplir su contrato con la Corona. Su sentido del deber era admirable, pensó Ana.

—Acaso lo que sucede sea lo mejor —masculló el piloto mayor.

—¿Desviarnos del rumbo… lo mejor? —replicó doña Mencía con exasperación.

—Tenemos muchos desperfectos, señora; no estamos en condiciones de cruzar el océano. En cambio, si lográsemos tocar tierra, podríamos reparar el barco y, después, emprender la travesía con más garantías.

—¿Cuánto tiempo necesitaríamos?

—Poco más de un mes.

—Disponemos de ese tiempo; mi hijo no llegará antes de diez meses a Santa Catalina…

—El problema es —intervino Salazar— que los puertos africanos son todos de dominio portugués y no creo que nos presten ayuda.

—No necesitamos entrar en ningún puerto —dijo el piloto mayor—. Una ensenada tranquila y escondida nos servirá. Con nosotros viaja un carpintero excelente, Juan Bernal, y llevamos las herramientas necesarias para reparar la nao.

Unos cuantos marineros se acercaron a la improvisada reunión, preocupados por el estado de la nave, y doña Mencía, al advertirlo, dijo:

—Trataremos de todo eso en mi camarote.

Ana no fue invitada a entrar y se quedó en la barandilla de estribor, respirando el aire fresco.

Alonso bajó de las jarcias y se dirigió a la cocina. Al poco, regresó donde estaba Ana con un cuenco en las manos.

—Os vi temblar desde las jarcias y le he pedido a maese Pedro un poco de vino caliente con miel para vos —dijo tímidamente.

—Gracias, pero no me apetece.

—Os hará bien.

Tras un instante de vacilación, Ana cogió el cuenco y bebió el líquido a sorbitos.

—Comed también esto —dijo Alonso tendiéndole un puñado de higos secos.

La joven se estremeció al recordar las arcadas sufridas durante aquella noche interminable.

—No… Prefiero tener el estómago vacío por si…

—La tempestad no volverá, el peligro ha pasado.

El cielo seguía teniendo el color del plomo.

—¿Cómo lo sabes?

—Nací en la costa y conozco el mar.

—¡Ah…!

Alargó la mano para coger un higo seco y dijo, por decir algo, pues quería agradecerle su gentileza:

—El viento nos arrastra hacia el sur y dicen que la costa africana es peligrosa…

—Yo os protegeré.

Ana hizo un esfuerzo para contener la risa. Aquel plebeyo que no sabría ni coger una espada se ofrecía a protegerla. Aunque era halagador, claro.

—¿Cómo te llamas?

—Alonso de Vizcaya, para serviros.

Ana se preguntó por qué le recordaría tanto a su hermano. Entonces, cayó en la cuenta de que hablaba como un joven educado. Seguramente, hasta sabía leer. Recordó el encuentro en el Alcázar y pensó que quizá esta era la ocasión de averiguar lo que doña Mencía le había ocultado sobre él.

—¿Por qué viajas a las Indias?

—Para valer más. ¿Y vos?

—También.

—¡Tendréis suerte, estoy seguro!

¡Qué ingenuo era! La suerte de una mujer no dependía de ella misma sino del marido que fuese capaz de conseguir.

—La conquista, el gobierno o el comercio no son tareas de mujeres; ni en las Indias ni en las Españas —dijo con un deje de resentimiento en la voz.

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