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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El cuerpo del delito (28 page)

BOOK: El cuerpo del delito
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—La sustancia activa del antitusígeno que encontramos en el cuarto de baño de la señorita Harper es el dextromethorphan, un análogo de la codeína. El dextromethorphan es inofensivo a no ser que se ingiera una dosis masiva. Es el d-isómero de un compuesto cuyo nombre no significaría nada para usted...

—Ah, ¿no? ¿Y cómo sabe usted que no significará nada para mí?

—Tres-methoxi-N—metilmorphinano.

—Tenía usted razón. No significa nada para mí.

—Hay otra sustancia que es el 1—isómero del mismo compuesto del cual el dextromethorphan es el d-isómero —proseguí diciendo—. El 1—isómero es el 1—methorphan, un potente narcótico cinco veces más fuerte que la morfina. La única diferencia entre ambas sustancias desde el punto de vista de su detección es que, examinadas a través de un aparato óptico giratorio llamado polarímetro, el dextromethorphan hace virar la luz a la derecha mientras que el levomethorphan la hace virar a la izquierda.

—En otras palabras, sin este aparato no se puede establecer la diferencia entre ambas sustancias —dijo Marino.

—En los análisis toxicológicos de rutina, no —contesté—. El levomethorphan se presenta como dextromethorphan porque los componentes son los mismos. La única diferencia discernible es la de que hacen virar la luz en direcciones contrarias, de la misma manera que la d-sacarosa y la 1—sacarosa hacen virar la luz en direcciones contrarias, a pesar de que ambas sean estructuralmente el mismo disacárido. La d-sacarosa es el azúcar de mesa. La 1—sacarosa no tiene ningún valor nutritivo para los seres humanos.

—Me parece que no acabo de entenderlo —dijo Marino, frotándose los ojos—. ¿Cómo pueden ser unas sustancias iguales, pero distintas?

—Imagine que el dextromethorphan y el levomethorphan son hermanos gemelos —dije—. No son una misma persona por así decirlo, pero parecen iguales, sólo que uno usa la mano derecha y el otro es zurdo. Uno es inofensivo y el otro es lo bastante fuerte como para matar. ¿Le vale esta explicación?

—Sí, creo que sí. Bueno pues, ¿qué cantidad de este levomethorphan hubiera necesitado la señorita Harper para suicidarse?

—Probablemente treinta miligramos hubieran sido suficientes. En otras palabras, quince comprimidos de dos miligramos —contesté.

—¿Y entonces qué, suponiendo que los hubiera tomado?

—Se hubiera sumido rápidamente en una narcosis profunda y hubiera muerto.

—¿Y usted cree que ella hubiera sabido eso de los isómeros?

—Podría ser —contesté—. Sabemos que padecía cáncer y sospechamos también que quiso ocultar su suicidio, lo cual explica tal vez la presencia de un plástico fundido en la chimenea y las cenizas de lo que quemó poco antes de morir. Es posible que dejara deliberadamente a la vista el frasco de jarabe para la tos para despistarnos. Tras haber visto el frasco, no me extrañó la presencia de dextromethorphan en su análisis toxicológico.

La señorita Harper no tenía parientes vivos, sus amistades eran muy escasas, si es que tenía alguna, y no daba la impresión de ser una persona que viajara con frecuencia. Tras descubrir que había viajado recientemente a Baltimore, lo primero que se me ocurrió fue la universidad Johns Hopkins, en la cual está encuadrada una de las mejores clínicas oncológicas del mundo. Dos rápidas llamadas me confirmaron que la señorita Harper había visitado periódicamente la Hopkins para que le efectuaran análisis de sangre y médula, cosas ambas relacionadas con una enfermedad que, evidentemente, ella había mantenido en secreto. Cuando me comunicaron la medicación que tomaba, las piezas del rompecabezas empezaron a encajar de inmediato en mi mente. Los laboratorios de mi departamento no disponían de ningún polarímetro ni de ningún otro medio para detectar la presencia del levomethorphan. El doctor Ismail de la Hopkins había prometido ayudarme, siempre y cuando yo le facilitara las necesarias muestras.

Todavía no eran las siete de la mañana y ya nos estábamos acercando a los límites exteriores del Distrito Federal. Los bosques y los pantanos se sucedieron en el paisaje hasta que, de pronto, apareció la ciudad y vimos el blanco monumento a Jefferson a través de una brecha entre los árboles. Los altos edificios comerciales estaban tan cerca que yo pude ver incluso plantas de interior y pantallas de lámparas a través de sus ventanas impecablemente limpias antes de que el tren se escondiera bajo tierra como un topo y prosiguiera ciegamente su avance por debajo del Mall.

Encontramos al doctor Ismail en el laboratorio de farmacología de la clínica oncológica. Abriendo la bolsa de compra, deposité la pequeña caja de styrofoam encima de su escritorio.

—¿Son las muestras de que hablamos? —me preguntó con una sonrisa.

—Sí —contesté—. Supongo que estarán todavía congeladas. Hemos venido directamente aquí desde la estación.

—Si las concentraciones son buenas, podré tener una respuesta para usted dentro de uno o dos días —me dijo.

—¿Qué va usted a hacer exactamente? —preguntó Marino, contemplando el laboratorio, cuyo aspecto era como el de todos los laboratorios que yo había visto.

—En realidad, es muy sencillo —contestó pacientemente el doctor Ismail—. Primero haré un extracto de la muestra gástrica. Ésa será la parte más larga y laboriosa del análisis. Una vez hecho esto, colocaré el extracto en el polarímetro que, por cierto, se parece mucho a un telescopio. Lo que ocurre es que tiene unas lentes giratorias. Miraré a través del ocular y haré girar la lente a la izquierda y a la derecha. Si la sustancia en cuestión es el dextromethorphan, hará virar la luz hacia la derecha, lo cual quiere decir que la luz de mi campo adquirirá una mayor intensidad cuando yo haga girar la lente hacia la derecha. En caso de que sea levomethorphan, ocurrirá lo contrario.

El doctor Ismail añadió que el levomethorphan era un analgésico muy eficaz que prácticamente sólo se recetaba en los casos de enfermos terminales de cáncer. Puesto que la sustancia había sido desarrollada allí, el médico tenía una lista de todos los pacientes de la Hopkins que la estaban tomando. Su propósito era establecer su eficacia terapéutica. Por suerte para nosotros, tenía un registro de los tratamientos seguidos por la señorita Harper.

—Venía cada dos meses para los análisis de sangre y médula y, en cada visita, se le facilitaban unos doscientos cincuenta comprimidos de dos miligramos —dijo el doctor Ismail, alisando las páginas de un voluminoso registro—. Vamos a ver... Su última visita fue el veintiocho de octubre. Le hubieran tenido que quedar por lo menos de setenta y cinco a cien comprimidos.

—No los encontramos —dijo Marino.

—Lástima. —Los negros ojos del doctor Ismail nos miraron con expresión entristecida.— El tratamiento iba muy bien. Una mujer encantadora. Siempre era un placer para mí verlas a ella y a su hija.

Tras un instante de sorprendido silencio, pregunté:

—¿Su hija?

—Supongo que era su hija. Una joven rubia...

Marino interrumpió sus palabras.

—¿Acompañaba a la señorita Harper la última vez, el último fin de semana de octubre?

El doctor Ismail frunció el ceño diciendo:

—No, no recuerdo haberla visto entonces. La señorita Harper vino sola.

—¿Cuántos años llevaba la señorita Harper viniendo a esta clínica? —pregunté.

—Tendré que sacar su historia. Pero sé que eran varios. Por lo menos, dos.

—Ya. Y su hija, la joven rubia, ¿la acompañaba siempre? —pregunté.

—No tan a menudo como al principio —contestó el doctor Ismail—. Pero a lo largo de este año acompañó a la señorita Harper en todas sus visitas menos el último fin de semana de octubre y quizás la visita anterior. Me causaba una impresión muy favorable. Cuando uno está gravemente enfermo, no sé, es bonito contar con el apoyo de la familia.

—¿Dónde se alojaba la señorita Harper durante sus estancias aquí? —preguntó Marino, volviendo a contraer los músculos de la mandíbula.

—Casi todos los pacientes se hospedan en hoteles de la zona. Pero a la señorita Harper le gustaba el puerto —contestó el doctor Ismail.

La tensión y la falta de sueño me impedían reaccionar con rapidez.

—¿No sabe en qué hotel? —insistió Marino.

—No, no tengo ni idea...

De pronto, empecé a ver las imágenes de los fragmentos de palabras mecanografiadas en la fina película de blanca ceniza.

—¿Me permite consultar su guía telefónica, por favor? —dije, interrumpiendo al doctor Ismail y a Marino.

Quince minutos más tarde, Marino y yo estábamos en la calle, buscando un taxi. Lucía el sol, pero hacía frío.

—Maldita sea —repitió Marino—, espero que tenga usted razón.

—En seguida lo averiguaremos —dije en tono muy tenso.

En las páginas comerciales de la guía telefónica figuraba un hotel llamado Harbor Court.
bor Co, Bor Co.
Las pequeñas letras negras de los restos de papel quemado bailaban incesantemente en mi mente. El hotel era uno de los más lujosos de la ciudad y se encontraba directamente enfrente de Harbor Place.

—Le voy a decir lo que no entiendo —añadió Marino mientras otro taxi pasaba por delante de nosotros sin detenerse—. ¿Por qué tomarse tantas molestias? La señorita Harper se suicidó, ¿no? ¿Por qué se tomó la molestia de hacerlo de una manera tan misteriosa? ¿No le parece que eso no tiene sentido?

—Era una mujer orgullosa. Probablemente para ella el suicidio era un acto vergonzoso. Quizá no quería que nadie lo supiera y, a lo mejor, decidió quitarse la vida mientras yo estaba en su casa.

—¿Por qué?

—Quizá porque no quería que encontraran su cuerpo una semana más tarde.

El tráfico era tremendo y yo estaba empezando a preguntarme si tendríamos que ir andando hasta el puerto.

—¿Y de veras cree usted que ella sabía todo este lío de los isómeros?

—Creo que sí —contesté.

—¿Cómo es posible?

—Porque ella quería morir con dignidad, Marino. Puede que llevara algún tiempo planeando el suicidio en caso de que la leucemia se agudizara y ella no quería sufrir ni hacer sufrir a los demás. El levomethorphan era una elección perfecta. En circunstancias normales jamás se hubiera detectado... siempre que en la casa hubiera un frasco con dextromethorphan.

—¿Será verdad lo que están viendo mis ojos? —dijo Marino al ver que un taxi se apartaba del tráfico y se dirigía hacia nosotros—. Desde luego, es algo que impresiona. Lo digo en serio.

—Más bien trágico.

—Pues no sé qué decirle. —Marino desenvolvió un chicle y empezó a mascarlo con entusiasmo—. Yo no querría estar en una cama del hospital con tubos por todas partes. A lo mejor, yo hubiera pensado lo mismo que ella. —No se suicidó por el cáncer.

—Lo sé —dijo Marino mientras bajábamos del bordillo—. Pero guarda relación. Tiene que ser eso. Ella no iba a permanecer mucho tiempo en este mundo de todos modos. Primero matan a Beryl y después despachan a su hermano —Marino se encogió de hombros—. ¿Para qué seguir viviendo?

Subimos al taxi y le facilitamos la dirección al conductor. Durante unos diez minutos permanecimos en silencio. Después, el taxi aminoró la marcha y pasó por debajo de una estrecha arcada que daba acceso a un patio de ladrillo rebosante de parterres de coles ornamentales y arbustos. Un portero vestido de frac y chistera se situó inmediatamente junto a mi codo y me escoltó hasta un espléndido vestíbulo brillantemente iluminado y decorado en tonos rosa y crema. Todo estaba inmaculadamente limpio y reluciente, con flores naturales por todas partes, lujoso mobiliario y un personal impecablemente uniformado que prestaba ayuda si ésta le era solicitada, pero no dejaba sentir su presencia.

Nos acompañaron a un lujoso despacho donde un director elegantemente vestido estaba hablando por teléfono. T. M. Bland, según el nombre que figuraba en la placa de su escritorio, nos miró y dio rápidamente por concluida su conversación telefónica. Marino fue directamente al grano.

—La lista de nuestros clientes es confidencial —contestó el señor Bland, esbozando una amable sonrisa.

Marino se acomodó en un sillón de cuero y encendió un cigarrillo a pesar del letrero gracias por no fumar claramente visible en la pared, y después se sacó el billetero del bolsillo y mostró su placa.

—Me llamo Pete Marino —dijo lacónicamente—. Departamento de Policía de Richmond, Brigada de Homicidios. Le presento a la doctora Scarpetta, jefa del departamento de Medicina Legal de Virginia. Comprendemos su insistencia en el carácter confidencial de los datos y respetamos la discreción del hotel, señor Bland. Pero, verá usted, ocurre que Sterling Harper ha muerto. Su hermano Cary Harper también ha muerto y Beryl Madison también. Cary Harper y Beryl han sido asesinados. Y todavía no estamos seguros de lo que le ocurrió a la señorita Harper. Por eso hemos venido aquí.

—Leo los periódicos, investigador Marino —dijo el señor Bland empezando a perder un poco la compostura—. Tenga la certeza de que el hotel colaborará con las autoridades en toda la medida de lo posible.

—Entonces me está usted diciendo que estas personas se habían hospedado en este hotel —dijo Marino.

—Cary Harper nunca fue huésped de este hotel.

—Pero su hermana y Beryl Madison sí.

—En efecto —dijo el señor Bland.

—¿Con cuánta frecuencia y cuándo fue la última vez?

—Tendré que buscar la cuenta de la señorita Harper —contestó el señor Bland—. ¿Me disculpan un momento?

Estuvo ausente de su despacho no más de quince minutos y, al regresar, nos entregó una hoja impresa de ordenador.

—Como pueden ver —dijo, volviendo a sentarse—, la señorita Harper y Beryl Madison se alojaron en nuestro hotel seis veces en el transcurso del último año y medio.

—Aproximadamente cada dos meses —dije yo, pensando en voz alta mientras echaba un vistazo a las fechas de la hoja—, excepto la última semana de agosto y los últimos días de octubre. Entonces parece que la señorita Harper vino sola.

El director asintió con la cabeza.

—¿Cuál era el propósito de sus visitas? —preguntó Marino.

—Probablemente negocios. Compras. Simple deseo de descansar. La verdad es que no lo sé. El hotel no tiene por costumbre controlar a sus clientes.

—Y yo tampoco tengo por costumbre interesarme por lo que hacen sus clientes a menos que aparezcan muertos —dijo Marino—. Dígame qué observaba usted cuando las dos damas se alojaban aquí.

La sonrisa del señor Bland se esfumó de su rostro mientras sus manos sacaban nerviosamente un bolígrafo de oro de la arandela que lo mantenía sujeto a un bloc de notas. Después, como si no supiera muy bien el propósito de aquella acción, se guardó el bolígrafo en el bolsillo de su camisa rosa almidonada y carraspeó.

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