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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Desfiladero de la Absolucion (2 page)

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
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Por supuesto, era la perspectiva de encontrarse con Clavain lo que había hecho brotar toda esa furia. Demasiada aprensión, demasiadas conexiones emocionales entroncándose con el lodazal ensangrentado del pasado. Clavain sabía lo que había sido Escorpio. Clavain sabía exactamente lo que era capaz de hacer.

Se detuvo y esperó a que el joven le alcanzara.

—Señor… —Vasko estaba sin aliento y temblando.

—¿Qué tal ha ido?

—Tenía razón, señor. Estaba un poco más fría de lo que parecía. Escorpio se encogió de hombros.

—Sabía que lo estaría, pero lo has hecho bien. Tengo tus cosas aquí. Estarás seco y calentito en un momento. ¿No te arrepientes de haber venido?

—No, señor. Quería un poco de aventura, ¿no? Escorpio le pasó sus cosas.

—No querrás tanta cuando tengas mi edad.

Era un día tranquilo, como solía serlo cuando las nubes que cubrían Ararat estaban bajas. El sol más cercano, alrededor del cual orbitaba Ararat, era un borrón descolorido colgado al oeste del cielo. Su lejano homólogo binario era una joya blanca y dura sobre el horizonte opuesto, encaramada a una grieta entre las nubes. P Eridani A y B, aunque todos los llamaban Sol Brillante y Sol Pálido.

Bajo la luz gris plata, el agua estaba desprovista de su color habitual, quedando reducida a una sopa verde grisácea. Parecía espesa cuando se agolpaba alrededor de las botas de Escorpio, pero a pesar de su opacidad, la densidad de microorganismos suspendidos en ella era baja para lo que era normal en Ararat. Vasko ya había corrido un pequeño riesgo al nadar, pero había hecho bien en atreverse, ya que le eso le había permitido acercarse mucho más a la costa con la barca. Escorpio no era un experto en la materia, pero sabía que la mayoría de los encuentros importantes entre los humanos y los malabaristas tenían lugar en zonas del océano tan saturadas de microorganismos que parecían más bien balsas flotantes de materia orgánica. La concentración aquí era lo suficientemente baja y no había peligro de que los malabaristas se comieran la barca mientras no estaban allí, o de que crearan un sistema de mareas locales para arrastrarla mar adentro.

Recorrieron el trayecto hasta tierra firme y alcanzaron la roca ligeramente ascendente que habían divisado desde el mar como una línea oscura. Aquí y allá, charcas poco profundas interrumpían el terreno y reflejaban el cielo cubierto de color gris azulado. Los dos avanzaron acercándose a un puntito blanco en la distancia.

—Aún no me has contado de qué va esto —dijo Vasko.

—Lo averiguarás pronto. ¿No estás ya lo suficientemente emocionado por conocer al viejo?

—Más bien asustado.

—Tiene ese efecto en la gente, pero no dejes que te afecte. No le van las reverencias.

Tras diez minutos de caminata, Escorpio había recuperado las fuerzas que había empleado en tirar de la barca. Durante ese tiempo, el punto blanco se había convertido en una cúpula posada en el suelo, y finalmente vieron que se trataba de una carpa inflable. Estaba sujeta a estacas clavadas a la roca, y la tela blanca de su base estaba manchada de varios tonos de verde por la humedad del mar. Había sido parcheada y reparada varias veces. Reunidos alrededor de la tienda, inclinándose hacia ella con extraños ángulos, había trozos de conchas marinas arrastradas por la marea. La forma en la que habían sido dispuestos era, sin duda, artística.

—Lo que dijo antes, señor —dijo Vasko—, sobre que Clavain ya no recorre el mundo…

—¿Sí?

—Si vino aquí, ¿por qué no nos lo dicen?

—Por el motivo que lo trajo aquí —respondió Escorpio.

Rodearon la estructura inflable hasta llegar a la puerta de presión. Junto a ella había una pequeña caja que emitía un zumbido y que proporcionaba energía a la tienda, manteniendo la diferencia de presión y proporcionando calor y otras comodidades a sus ocupantes.

Escorpio examinó uno de los trozos de concha, repasando con el dedo el afilado borde por el que había sido cortado de un todo mayor.

—Parece que ha estado de recolecta por la playa. —Vasko señaló la puerta exterior, que estaba abierta.

—No importa, no parece que haya nadie en casa ahora mismo.

Escorpio abrió la puerta interior. Dentro encontró una litera y una pila de ropa de cama doblada y ordenada. Un pequeño escritorio plegable, una estufa, y un sintetizador de comida. También un recipiente de agua purificada y una caja de raciones. La bomba de aire seguía funcionando y había algunos trozos de conchas en la mesa.

—No hay forma de saber cuándo fue la última vez que estuvo aquí —dijo Vasko.

Escorpio hizo un gesto con la cabeza.

—No lleva mucho tiempo fuera, probablemente no más de una hora o dos.

Vasko miró alrededor, buscando la pista que Escorpio había visto ya. No la encontraría: los cerdos aprendieron hace mucho tiempo que el agudo olfato que habían heredado de sus antepasados no era compartido por los humanos de base.

También habían aprendido a fuerza de dolor que no les gustaba que se lo recordasen.

Salieron y sellaron la puerta interna, tal y como la habían encontrado.

—¿Y ahora qué? —preguntó Vasko.

Escorpio se quitó un brazalete de comunicaciones de sobra que llevaba en la muñeca y se lo dio a Vasko. Ya tenía asignada una frecuencia segura, así que no había peligro de que alguien en las otras islas los oyera.

—Sabes usar uno de estos, ¿no?

—Me las arreglaré. ¿Hay algo en particular que quieres que haga?

—Sí, me esperas aquí hasta que yo vuelva. Espero traer a Clavain conmigo cuando regrese. Pero si él te encuentra primero, debes decirle quién eres y quién te envía. Después me llamas y le preguntas a Clavain si quiere hablar conmigo, ¿lo pillas?

—¿Y si no vuelves?

—Entonces es mejor que llames a Blood. Vasko agarró el brazalete.

—Señor, parece un poco preocupado por su estado mental. ¿Cree que podría ser peligroso?

—Espero que sí —dijo Escorpio. Porque si no lo es, no nos sirve de nada. —Le dio una palmadita en el hombro al joven—. Ahora espérame aquí mientras le doy la vuelta a la isla. No tardaré más de una hora, e imagino que lo encontraré cerca del mar.

Escorpio atravesó el borde de roca plana de la isla, abriendo sus brazuelos para equilibrarse, sin importarle lo más mínimo lo extraño o cómico que pudiera parecer.

Disminuyó la marcha, creyendo ver en la distancia una figura entrando y saliendo de la oscura bruma marina del atardecer. Entornó los ojos, intentando compensar la visión de unos ojos que ya no funcionaban tan bien como en Ciudad Abismo, cuando era joven. Por un lado, esperaba que el espejismo resultara ser Clavain. Por otro, esperaba que fuera pura imaginación, una combinación de rocas, luces y sombras que le engañaban la vista.

Estaba ansioso, por poco que le gustara admitirlo. Hacía seis meses desde que había visto a Clavain por última vez. En realidad no era tanto tiempo, y menos comparado con la esperanza de vida humana. Sin embargo, Escorpio no podía deshacerse de la sensación de que iba a encontrarse con un conocido al que no había visto en décadas, alguien que podía haberse echado a perder por completo por culpa de su vida y experiencias. Se preguntaba cómo respondería si Clavain realmente había perdido la cabeza. ¿Lo llegaría a reconocer, si fuera verdad? Escorpio había pasado el tiempo suficiente junto a humanos de base como para sentirse cómodo interpretando sus intenciones, estados de ánimo y estados mentales. Se decía que las mentes de los humanos y los cerdos no eran tan diferentes. Pero con Clavain, Escorpio siempre se recordaba a sí mismo que debía ignorar sus expectativas. Clavain no era como los demás humanos. La historia lo había moldeado, dejando una huella única y quizás monstruosa.

Escorpio tendría cincuenta años. Conocía a Clavain desde hacía media vida, cuando había sido capturado por su antigua facción en el sistema Yellowstone. Poco después de aquello, Clavain desertó de los combinados y tras ciertos recelos mutuos Escorpio terminó luchando a su lado. Habían reunido un grupo de soldados y algunos parásitos de los alrededores de Yellowstone y habían robado una nave para hacer el viaje hasta el sistema Resurgam. Durante el viaje habían sido acosados y perseguidos por los antiguos camaradas de Clavain. Desde el espacio de Resurgam, con otra nave distinta, habían llegado hasta aquí, a la anegada canica verde azulada de Ararat. No habían tenido que luchar mucho desde Resurgam, pero ambos habían seguido trabajando juntos en el establecimiento de una colonia temporal.

Habían planeado y organizado comunidades enteras. Muchas veces habían discutido, pero únicamente sobre temas de extrema importancia. Cuando uno u otro se inclinaba hacia una política demasiado dura o demasiado blanda, el otro estaba allí para compensar. Fue en aquellos años cuando Escorpio había encontrado la fuerza de voluntad para dejar de odiar a los humanos cada minuto de su existencia. Eso, al menos, se lo debía a Clavain.

Pero nada era nunca tan sencillo, ¿verdad? El problema era que Clavain había nacido hacía quinientos años y había vivido muchos de estos años. ¿Qué pasaría si el Clavain que Escorpio había conocido, el Clavain al que la mayoría de los colonos conocían, era solo una fase pasajera, como un fugaz rayo de sol en un día tormentoso? Al principio de su relación, Escorpio no le quitaba ojo de encima, atento a cualquier regresión de sus tendencias carniceras indiscriminadas. No había visto nada que levantara sus sospechas, y sí más que suficiente para asegurarle que Clavain no era el monstruo que la historia describía.

Sin embargo, en los últimos dos años sus creencias se habían desmoronado. No era que Clavain se hubiera vuelto más cruel, violento, o discutiera más que antes, pero algo había cambiado en él. Era como si la calidad de la luz de un paisaje hubiera variado de un momento a otro. El hecho de que Escorpio supiera que otros albergaban dudas similares sobre su propia inestabilidad no era un gran alivio. Conocía su propio estado mental y esperaba no llegar nunca a dañar a otro ser humano como había hecho en el pasado. Pero solo podía especular sobre lo que estaba pasando por la cabeza de su amigo. De lo que sí estaba seguro era que el Clavain que él conocía, el Clavain junto al que había luchado, se había retirado a un espacio personal intensamente privado. Incluso antes de que se hubiera retirado a esta isla, Escorpio había llegado a un punto en el que ya casi no podía leer al hombre. Pero no culpaba a Clavain de todo ello. Nadie lo haría.

Continuó caminando hasta estar seguro de que la figura era real. Avanzó un poco más para poder discernir los detalles. La figura estaba agachada junto a la orilla, inmóvil, como si una ensoñación hubiera interrumpido su inocente examen de las charcas dejadas por la marea y su fauna. Escorpio reconoció a Clavain. Habría estado igual de seguro aunque hubiera pensado que la isla estaba deshabitada.

El cerdo sintió una momentánea oleada de alivio. Al menos Clavain seguía vivo. No importaba qué otras cosas sucedieran ese día, ya contaba como un triunfo.

Cuando estuvo lo bastante cerca como para que oyera sus gritos, Clavain advirtió su presencia y miró alrededor. Una brisa que no había cuando desembarcó sacudió el pelo blanco de Clavain sobre sus sonrosados rasgos. Su barba, normalmente recortada con esmero, también había crecido descuidadamente desde su despedida. Su delgada figura vestía de negro, con un chal o capa oscura sobre los hombros. Mantenía una postura incómoda, entre arrodillado y de pie, apoyado en sus caderas, como un hombre que se hubiera detenido solo por un instante.

Escorpio estaba seguro de que llevaba observando el mar durante horas.

—Nevil —dijo Escorpio.

Contestó algo, sus labios se movieron, pero sus palabras quedaron ahogadas por el sonido de las olas.

—¡Soy yo, Escorpio! —gritó esta vez.

La boca de Clavain volvió a moverse. Su voz ronca apenas superaba un susurro.

—He dicho que te dije que no vinieras.

—Lo sé. —Escorpio se había acercado más. El pelo blanco de Clavain volaba dentro y fuera de los hundidos ojos del anciano, que parecían fijos en algo muy lejano y sombrío—. Lo sé, y durante seis meses te he obedecido, ¿no?

—¿Seis meses? —Clavain casi sonrió—. ¿Tanto tiempo ha pasado?

—Seis meses y una semana, si quieres más exactitud.

—No lo parece. Parece que no ha pasado el tiempo. —Clavain volvió a mirar al mar, mostrando la parte de atrás de su cabeza a Escorpio. Entre finas hebras de pelo blanco, su cuero cabelludo tenía el mismo color rosado que la piel de Escorpio.

—Aunque a veces parece que ha pasado mucho más tiempo —continuó Clavain—. Como si lo único que hubiera hecho fuera pasar mi vida aquí. A veces me siento como si no hubiera ni un alma más en este planeta.

—Estamos todos aquí todavía —dijo Escorpio—. Los ciento setenta mil. Aún te necesitamos.

—Pedí expresamente que no se me molestase.

—A no ser que fuera importante. Ese fue el acuerdo desde el principio, Nevil.

Clavain se levantó con penosa lentitud. Siempre había sido más alto que Escorpio, pero ahora su delgadez lo hacía parecer un boceto hecho a toda prisa. Sus miembros eran rápidos trazos con el cielo de fondo.

Escorpio se fijó en las manos de Clavain. Eran las manos de finos huesos de un cirujano. O quizás de un interrogador. El roce de sus largas uñas contra la tela húmeda de los pantalones provocó una mueca en Escorpio.

—¿Y bien?

—Bueno, hemos encontrado algo —dijo Escorpio—. No sabemos qué es exactamente o quién lo ha enviado, pero creemos que viene del espacio. También pensamos que puede haber alguien dentro.

2

Nave
Ascensión Gnóstica
, Espacio Interestelar, 2615

El inspector general de Sanidad Grelier caminó por los pasillos iluminados de verde de la fábrica. Tarareaba y silbaba, feliz en su elemento, feliz de estar rodeado por máquinas ronroneantes y gente a medio formar. Con un escalofrío de anticipación, pensó en el sistema solar que se extendía frente a ellos y en las grandes cosas que dependían de aquello. No necesariamente para él, eso era cierto, pero sin duda para sus rivales en la cuestión del afecto de la reina. Grelier se preguntaba cómo se tomaría la reina otro fracaso de Quaiche. Conociendo a la reina Jasmina, no creía que se lo tomara especialmente bien.

Sonrió. Lo raro era que para un sistema del que tanto dependía, el lugar aún no tuviese nombre. A nadie le habían importado nunca la remota estrella y sus aburridos grupos de planetas. Nunca habían tenido motivos para ello. Existiría una oscura entrada para el sistema en la base de datos del catálogo de astrogación de la
Ascensión Gnóstica
y por supuesto, para casi cualquier nave, junto con breves notas acerca de las principales características de sus soles y mundos, peligros habituales, etcétera. Pero estas bases de datos no se crearon para los ojos humanos; existían únicamente para ser interrogadas y actualizadas por otras máquinas mientras continuaban con sus silenciosos y veloces asuntos, ejecutando las tareas de a bordo de la nave demasiado aburridas o demasiado difíciles para los humanos. La entrada era simplemente una hilera de dígitos binarios, unos cuantos miles de unos y ceros. Una pista de la intrascendencia del sistema era que la entrada solo había sido consultada tres veces en toda la vida operativa de la
Ascensión Gnóstica
y había sido actualizada una sola vez.

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