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Authors: Junichirô Tanizaki

Tags: #Clásico, Ensayo

El elogio de la sombra (5 page)

BOOK: El elogio de la sombra
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Los trajes de
kabuki
, en las obras históricas o en los intermedios coreográficos, no son menos esplendorosos que los del

y generalmente se suele dar por hecho que su atractivo erótico es muy superior al del

; ahora bien, creo que quien frecuente asiduamente ambos se habrá dado cuenta de que en realidad es todo lo contrario. Para quien lo ha visto poco, el erotismo del
kabuki
parece tan indiscutible como su belleza; estoy de acuerdo en que eso era así antaño, pero en la actualidad, en los escenarios iluminados a la occidental, sus vivos colores caen inevitablemente en la vulgaridad y cansan enseguida.

Lo que es verdad para el traje lo es también para el maquillaje: se puede encontrar belleza en un rostro totalmente artificial, pero nunca se experimentará la impresión de autenticidad que produce la belleza sin maquillaje. El actor de

sube a escena con el rostro, el cuello y las manos que le ha dado la naturaleza. En estas condiciones, sus rasgos no tienen más seducción que la suya propia, sin que nuestros ojos estén en modo alguno engañados. Por tanto, en el caso del actor de

, es imposible que su rostro desnudo decepcione como lo puede hacer el de un actor que represente, en el
kabuki
, papeles de mujer o de jóvenes galanes.

En cambio, lo que nos llama la atención es el extraordinario relieve que cobra su belleza en cuanto se pone los abigarrados ropajes de la época guerrera que, a primera vista, no parecen demasiado adecuados para quien tenga nuestro color de piel. Hace poco, tuve la suerte de ver a Kongô Iwao
[19]
en el papel de Yang Kuei-Fei
[20]
del
nô El emperador
, y nunca he olvidado la sublime belleza de sus manos entrevistas por la abertura de las mangas. Yo miraba sus manos, luego miraba las mías, colocadas sobre mis rodillas. Si esas manos parecían tan bellas era debido, sin duda, al movimiento delicado que las animaba de la muñeca a la punta de los dedos y también a la disposición sumamente estudiada de los propios dedos; sin embargo subsistía en mí una duda: ¿de dónde podía proceder ese brillo de la piel que parecía desprenderse de una fuente de irradiación interior?, porque, en realidad, eran unas manos de japonés de lo más corriente y, en lo que se refería al tono de la piel, nada las distinguía de mis propias manos, ahí, sobre mis rodillas. Dos, tres veces, comparé con las mías las manos de Kongô en escena ante mí, pero, por mucho que las comparara, aquellas manos me seguían pareciendo iguales. Y a pesar de eso, cosa extraña, esas mismas manos que en escena adquirían una belleza casi inquietante, sobre mis rodillas no eran sino unas manos de lo más corriente.

Éste no es un fenómeno exclusivo de Kongô. En el

, la parte del cuerpo que deja ver el traje es ínfima, como mucho el rostro y el cuello y la mano desde la muñeca hasta la punta de los dedos; además, en un papel femenino como el de Yang Kuei-Fei, el actor lleva una máscara, de forma que su propio rostro está oculto, pero entonces el color de esa ínfima parcela al descubierto produce un efecto prodigioso. Este efecto era particularmente asombroso en Kongô, pero las manos de cualquier actor, honestas y corrientes manos de japonés medio, desprenden una seducción tal que te hace abrir los ojos de asombro, seducción que no se hubiera podido ni sospechar si llevara un traje moderno. Lo repito, no se trata de ninguna cualidad inherente al actor guapo o buen mozo.

Otro ejemplo: resulta inconcebible que en la vida cotidiana los labios de un hombre corriente nos atraigan; pues bien, en el escenario del

, su color rojizo oscuro, su piel ligeramente húmeda, sugieren una elasticidad carnal superior a la de los labios de una mujer pintados de rojo. Eso se puede deber al hecho de que el actor, para cantar, humedece continuamente sus labios con saliva, pero no puedo creer que sea ésta la única razón. Ocurre lo mismo con el niño actor, cuyas excelentes mejillas enrojecidas adoptan colores más frescos. Mi experiencia personal me dice que este efecto es más visible si lleva trajes en los que predomina el color verde; en tal caso, la rojez, que en un niño de tez clara es ya evidente, se realza aún más en el niño de piel oscura. Porque en el niño de tez clara el contraste entre su palidez y ese rojo es demasiado tajante y el efecto de los colores oscuros del traje demasiado fuerte, mientras que en el niño de tez oscura, de mejillas morenas, el rojo sobresale menos, de manera que el traje y el rostro se iluminan mutuamente. El verde sobrio y el marrón mate, ambos colores neutros, destacan mucho entre sí y la piel del hombre amarillo se ve tan favorecida que llama la atención.

Posiblemente exista en otras partes una belleza similar, creada por la simple armonía de los colores, pero si por desgracia el

tuviese que recurrir como el
kabuki
a los modernos sistemas de iluminación, es seguro que bajo el impacto de esa luz brutal sus virtudes estéticas saltarían en pedazos. Es, pues, absolutamente esencial que el escenario del

permanezca en su oscuridad original y, cuanto más antiguo sea el edificio, mejor. Una reluciente tarima con brillo natural, pilares y tabiques de reflejos oscuros, una oscuridad que, procedente del techo, se extienda por encima de la cabeza del actor como una inmensa campana, ése es el espacio teatral más adecuado; desde este punto de vista, presentar el

como lo han hecho hace poco en el Asahikaikan o en el Kôkai-dô, posiblemente no sea malo en sí mismo, pero el

pierde la mitad de su auténtico sabor.

Ahora bien, esta oscuridad intrínseca del

y la belleza que genera forman un singular universo de sombra que, en nuestros días, sólo se ve en el escenario, mientras que antaño no debían de estar muy alejados de la vida real. ¿Cómo puede ser eso?, me dirán ustedes. Porque la oscuridad que reina en el escenario del

no es sino la oscuridad de las mansiones de aquellos tiempos; en cuanto a los dibujos y a la armonía de los colores de los trajes del

, aunque son algo más vivos que en la realidad, no dejan de ser menos parecidos en su conjunto a los trajes que llevaban los nobles y los señores de la época. Llegado a este punto de mi reflexión intento imaginarme, y esto me fascina, el orgulloso aspecto, comparado con el nuestro, de aquellos japoneses de antes y, en particular, de los señores de la guerra que llevaban los suntuosos trajes de la época de las guerras civiles o de
Momoyama
[21]
. El

muestra, de la forma más elevada posible, la belleza de los hombres de nuestra raza; cuán imponente y majestuoso debía de ser el porte de aquellos veteranos de los antiguos campos de batalla cuando, con sus rostros quemados por el viento y la lluvia, totalmente ennegrecidos, con los pómulos salientes, se ponían aquellas capas, aquellos trajes pomposos, aquellos trajes de ceremonia con semejantes colores, chorreantes de luz. Estoy convencido de que todos los que disfrutan viendo no se entregan en cierto modo a asociaciones de ideas de este tipo y encuentran un placer retrospectivo, completamente ajeno al quehacer del actor, en decirse que este universo de la escena, de tan encendido colorido, tuvo antaño una existencia real.

En el extremo opuesto, el escenario del
kabuki
permanece hasta el final como un universo de ficción, sin relación con la belleza de nuestra tierra. Esto es cierto, por supuesto, en su interpretación de la belleza masculina, pero lo es todavía más en la de la belleza femenina: me resulta imposible imaginar que las mujeres de otras épocas hayan podido ser unos seres parecidos a los que vemos hoy en día en escena. En el

, el actor que hace un papel de mujer lleva una máscara y por lo tanto también se aleja de la realidad, pero los intérpretes de papeles femeninos del
kabuki
tampoco dan sensación de autenticidad. La culpa es, por supuesto, de la iluminación demasiado cruda del escenario; ¿no estaba esta forma de teatro, especialmente en los papeles femeninos, un poco más cerca de la realidad, cuando todavía no existían los medios actuales de iluminación, cuando las velas o candelabros difundían una claridad mediocre?

A este respecto se suele decir que en el
kabuki
actual ya no hay actores especializados en papeles femeninos que tengan una feminidad tan verosímil como los de antes, pero no está muy claro que la culpa sea de las aptitudes o la belleza de los actores. Porque si hubieran colocado a los actores de entonces en un escenario iluminado como hoy en día, es indudable que los contornos angulosos de su silueta masculina habrían saltado a la vista: ¿No era la oscuridad la que difuminaba en buena medida este defecto? Al ver a Baiko
[22]
hacia el final de su vida en el papel de Okaru
[23]
, lo percibí muy nítidamente. Entonces fue cuando me di cuenta de que lo que mataba la belleza del
kabuki
era esa iluminación inútilmente exagerada.

Un distinguido aficionado de Osaka me decía que durante algún tiempo, a principios del Meiji, se habían utilizado lámparas de petróleo para iluminar el teatro de marionetas de
bunraku
[24]
y me aseguraba que en aquella época dicho teatro tenía unas resonancias infinitamente más ricas que ahora. Incluso hoy en día considero que esas muñecas tienen una vida más auténtica que los papeles femeninos del
kabuki
; porque a la incierta luz de aquellas lámparas, las muñecas debían de perder su característica dureza de rasgos y sus deslumbrantes reflejos de blanco de china debían de quedar difuminados, y cuando me imagino lo que ganaban en agilidad y la sobrecogedora belleza de la escena de aquellos tiempos, me siento recorrido por un estremecimiento involuntario.

Como se sabe, en el teatro de
bunraku
las muñecas femeninas sólo consisten en una cabeza y unas manos. Un vestido de cola cubría el tronco y las piernas y bastaba con que quienes las animaban introdujeran sus manos dentro para producir la ilusión de movimiento. Por mi parte considero que este procedimiento se acerca mucho a la realidad, porque las mujeres de antes sólo existían realmente de cuello para arriba y desde el borde las mangas, el resto desaparecía enteramente en la oscuridad. En aquellos tiempos las mujeres de ambientes superiores a la clase media salían muy raramente y, si lo hacían, era completamente acurrucadas en lo más profundo de un palanquín, por miedo a que las pudieran vislumbrar desde la calle; no es pues nada exagerado decir que, confinada generalmente en un habitación de sus oscuras mansiones, totalmente sepultadas día y noche en la oscuridad, sólo revelaban su existencia por el rostro.

Las ropas, por otra parte, más alegres que las actuales para los hombres, lo eran relativamente menos para las mujeres. Las jóvenes y las mujeres de las casas burguesas, incluso bajo el antiguo régimen militar, utilizaban colores increíblemente apagados, en una palabra, el traje no era más que una parcela de la sombra, sólo una transición entre la sombra y el rostro.

El maquillaje incluía entre otras cosas el ennegrecimiento de los dientes; cabe preguntarse si la finalidad de esta operación no era, una vez rebosante de oscuridad todo el espacio excepto el rostro, poner una pincelada de sombra hasta en la boca. Este concepto de la belleza femenina ya no existe en nuestros días, a no ser en algunos lugares muy especiales como la casa Sumiya de Shimabara
[25]
. Sin embargo me resulta posible representarme aproximadamente a las mujeres de antes al recordar la silueta de mi madre cosiendo, cuando yo era niño, al fondo de nuestra casa de Nihonbashi
[26]
, a la rala luz procedente del jardín. Hasta esa época, hablo de los años veinte del Meiji (hacia 1890), se construían todavía las casas burguesas de Tokio de tal manera que eran muy oscuras y mi madre, mis tías, alguna pariente nuestra, casi todas las mujeres de esa generación, se ennegrecían los dientes. No recuerdo sus trajes de diario pero cuando se vestían para salir solían llevar tejidos de color gris con dibujitos. Mi madre era muy pequeñita, cinco pies apenas, pero no era la única, pues era la estatura normal de las mujeres de aquella época. Incluso, se podría llegar a decir que esas mujeres apenas tenían carne. De mi madre recuerdo el rostro, las manos, vagamente los pies, pero mi memoria no ha conservado nada que se refiera al resto de su cuerpo.

En este sentido, recuerdo el torso de la famosa estatua de
Kannon
del Chuguji
[27]
: ¿no representa el típico desnudo de la mujer japonesa de antes? Aquel pecho liso como una plancha al que se ciñen unos senos de una delgadez de papel, aquella cintura apenas menos gruesa que el pecho, aquellas caderas, aquella grupa, aquella espalda recta, aquel tronco estrecho y delgado hasta el punto de resultar desproporcionado con el rostro y los miembros, aquella ausencia de espesor que más que un ser de carne evoca la tirantez de una bola de madera, ¿no es, en conjunto, la estructura del cuerpo femenino de antaño? Todavía hoy en día me he encontrado entre las viejas damas de las familias tradicionales o entre las
geishas
algunas mujeres cuyo torso está conformado de esta manera.

Al verlas, pienso irresistiblemente en la varilla que forma el armazón de la muñeca. En realidad, el torso no es sino un soporte destinado a recibir el traje y nada más. Estas mujeres, cuyo torso queda así reducido al estado de soporte, están hechas de una superposición de no sé cuántas capas de seda o de algodón y si se las despojara de sus vestidos sólo quedaría de ellas, como en las muñecas, una varilla ridículamente desproporcionada. Antaño, esto carecía de importancia porque estas mujeres, que vivían en la sombra y sólo eran un rostro blanquecino, no necesitaban para nada tener un cuerpo. Mirándolo bien, para los que celebran la triunfante belleza del desnudo de la mujer moderna, debe ser muy difícil imaginar la belleza fantasmal de aquellas mujeres.

Algunos dirán que la falaz belleza creada por la penumbra no es la belleza auténtica. No obstante, como decía anteriormente, nosotros los orientales creamos belleza haciendo nacer sombras en lugares que en sí mismos son insignificantes. Hay una vieja canción que dice:

Ramajes

reunidlos y anudadlos

una choza

desatadlos

la llanura de nuevo

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