Read El enigma de Ana Online

Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

El enigma de Ana (24 page)

BOOK: El enigma de Ana
8.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Sonrió al recordar la conversación con su tía y pensó cuánto daría por viajar atrás en el tiempo y que su cicerone en Roma fuese el mismo Nikolai Gogol que tan bien conoció esa ciudad antes de su muerte. De todas formas, se proponía visitar algunos de los lugares descritos por el escritor ruso.

El tren se había detenido completamente. La ciudad más hermosa del mundo la esperaba.

Tal y como le había asegurado su tía, un coche, la aguardaba en la estación para llevarla al hotel de la Vía del Corso.

En el trayecto, Ana apenas si podía ver los edificios de las calles y plazas por los que pasaba, aunque le bastó con una rápida ojeada para intuir su singular fisonomía y cómo a los romanos les gustaba alegrarse la vista con el discurrir del agua en las fuentes, sin duda protagonistas en aquella ciudad. Las fontanas romanas tenían una presencia muy superior a la que Ana podía imaginar: existían más de treinta, algunas muy famosas, y otras muchas desconocidas por el visitante, aunque encerraban un encanto especial por lo sorprendente de su ubicación. A veces, intrincados laberintos de calles estrechas y misteriosas desembocaban en una recóndita plaza donde una fuente recordaba que también ella era parte de Roma.

El Gran Hotel Plaza resultaba mucho más suntuoso y espectacular de lo que en principio se podría pensar al contemplar su exterior. El edificio, construido alrededor de 1850, había sido la residencia de una importante familia italiana que diez años más tarde decidió convertirlo en un hotel de lujo. Desde entonces era el lugar elegido por los más ilustres visitantes de la Ciudad Eterna. Una vez más, Ana tuvo que darle la razón a su tía Elvira: el Gran Hotel invitaba a soñar, a creerse la protagonista de la más maravillosa y romántica de las novelas. Le llamó la atención el enorme león agazapado —quizá recostado, quizá a punto de salir corriendo, en esto la interpretación era libre— que la miraba burlón desde el pie de la portentosa escalera de mármol. El también era de mármol, pero daba la impresión de que estuviese vivo. «Incluso se podría decir que ha sufrido el deterioro al que se ven sometidos los seres vivos», se dijo al ver que el tiempo comenzaba a mellar los colmillos de la estatua.

Le dieron una habitación en el tercer piso. Ella hubiese preferido que fuera una del último, ya que el edificio contaba con cinco plantas, pero no dijo nada. Antes de subir decidió dar una vuelta por los distintos salones y volvió a sorprenderse por la belleza del hotel: la majestuosa lámpara del vestíbulo, los frescos con motivos florales que adornaban techos y paredes, los candelabros que realzaban con su brillo los riquísimos tapizados de sillas, sillones y sofás… La decoración podría parecer un tanto excesiva, pero resultaba fantástica. Ana se fijó en los lucernarios multicolores que reinaban en el techo convirtiéndose en estrellas indiscutibles de las bóvedas del hotel.

Se sentía un poco cansada y no le apetecía arreglarse para ir al comedor a cenar, así que estaba pensando que pediría que le subieran algo a la habitación, cuando de repente cambió de opinión y decidió que saldría a pasear aunque solo fuesen unos minutos. Su reacción la sorprendió un poco. Era una muchacha impulsiva, pero nunca antes había sentido nada parecido en ninguno de los lugares a los que llegaba por primera vez. Sin embargo, ahora le parecía una descortesía irse a descansar sin salir a saludar a la ciudad de sus sueños: deseaba sentir el latido de Roma, pisar sus calles, mirar su cielo. Sabía que la plaza de España estaba muy cerca del hotel y hacia allí dirigió sus pasos.

Siguiendo las instrucciones que le habían dado —haciéndose entender sin mayores problemas en un batiburrillo de español e italiano—, tras salir del hotel caminó unos cuantos metros hacia la izquierda y tomó la Vía dei Condotti. Tenía la sensación de que no era una extraña, de que ya conocía aquellas calles. Al pasar al lado del café Greco lo identificó sin dificultad: su tía le había hablado mucho de determinados lugares romanos y aquel era uno de ellos, pero Ana no se detuvo, continuó andando despacio. En ese breve paseo solo deseaba respirar el aire de Roma, sentirse por unos momentos parte de ella. Percibir sus silencios…

La plaza de España era tal y como la había visto en la postal que le enviaron tiempo atrás unas amigas. El entorno resultaba único: allí estaba la esbelta palmera que competía con las espadañas de la iglesia en su carrera hacia el cielo. Admiró la sencillez y majestuosidad de aquella escalera que terminaba en el pórtico de la iglesia de Trinita dei Monti; y a sus pies, la hermosa Fontana de La Barcaccia, protagonista de una hermosa leyenda. Cuenta la tradición que en 1598 se desbordó el Tíber y que al poco se encontró una embarcación justo en ese lugar central de la plaza de España. Cierto o no, el papa Urbano VIII pensó que no estaría mal recordar con una fuente aquel suceso y encargó la obra a los dos Bernini, padre e hijo. Estos, expertos como nadie a la hora de insuflar vida al mármol, inmortalizaron la leyenda con una barroca y a la vez sencilla fontana en la que una barca parece a punto de hundirse en el tranquilo mar de la fuente. Sin embargo, son muchos los que opinan que la idea de la barca semihundida se debe a la genialidad de los Bernini, que de esa forma resolvieron un problema técnico, ya que la presión del agua del acueducto que pasa por la zona era muy baja y les resultó imprescindible situar la fuente más abajo del suelo, así que construyeron un gran vaso ligeramente más bajo que el nivel del suelo en el que se colocó la barca.

El reloj de algún edificio cercano hizo sonar su voz. Eran las diez de la noche. Antes de marcharse, Ana volvió a recorrer las inmediaciones de la plaza de España con ojos admirados que se enternecían al posarse en la barcaza. La idea de que esta fuese el recuerdo de aquella que llegó un día desde el Tíber le entusiasmaba y se dijo que aquello debía de ser verdad, porque como dicen los italianos con mucha razón: «E si non é vero é ben trotavato». A Ana le gustaba soñar y pensó que aquella barca que un día llegó allí después de una inundación estaba un poco cansada de ver siempre el río, y que aprovechó la fuerza del viento y la subida de las aguas para realizar el sueño de toda su existencia: quedarse varada en una de las plazas de Roma. No pudo evitar pensar que aquella fuente era una forma de premiar lo insólito, lo muchas veces incomprendido, pero que si te detienes a conocerlo, casi siempre resulta hermoso.

De camino al hotel pensó en Santiago. Le gustaría que pudiera estar con ella… Esa misma noche le escribiría una postal. La última semana habían hablado mucho. Ana era una persona sincera y estaba convencida de que la falta de autenticidad, cuando se inicia una posible relación, resulta mala consejera. Le asustaba un poco la forma que tenía Santiago de quererla y así se lo había dicho. No estaba segura de que fuera amor auténtico lo que ella sentía por él. Le gustaba, le admiraba y se sentía muy bien a su lado, pero la experiencia con Enrique la había hecho más cauta a la hora de establecer cualquier tipo de vínculo.

Ni pudo ni quiso evitar la comparación entre los dos hombres que se habían enamorado de ella; eran tan distintos. Enrique aún no había asimilado su fracaso sentimental y jamás lo haría porque era incapaz de comprender cómo alguien, teniendo la oportunidad de estar con él, podía renunciar a ello. Estaba tan poseído de sí mismo que en su mundo interior no existía la palabra «fracaso»; él no la quería, solo la utilizaría como complemento ornamental, como madre de sus hijos, y de ese modo serían la pareja perfecta: él siempre se mostraría pendiente de sus necesidades económicas y coyunturales, pero jamás se interesaría por conocer lo que pensaba sobre nada. Enrique decidiría por los dos. Santiago era todo lo contrario: la amaba y deseaba su felicidad, la de ella, aunque no fuera a su lado.

Ya había llegado al hotel; antes de entrar se dio la vuelta y miró en derredor mientras en voz muy bajita formulaba una especie de deseo, vaticinio o premonición:

—Un día, Roma, te visitaré con el hombre de mi vida. Espero que sea Santiago.

Después de trepar por los altos muros de Vía Giulia, unas cuantas glicinas asomaban curiosas para observar desde un lugar privilegiado a la gente que pasaba por allí. La mañana era radiante y los transeúntes parecían alegres.

Ana no quería llegar más tarde de las doce a la casa de los Alduccio Mendía, que vivían en el número 42 de esa misma calle. Ella aún iba por el 19 y más le valía darse prisa, ya tendría tiempo a la vuelta de detenerse con más calma para ver antigüedades. Aquella vía era sin duda el paraíso de los aficionados y coleccionistas: nunca había visto más tiendas de anticuarios juntas.

No estaba nerviosa, solo esperaba que hubiese alguien en la casa. Los amigos de Elvira de Biarritz habían escrito a los Alduccio para informarles de su visita.

Había programado unas cuantas actividades para aquella tarde, aunque deseaba con toda su alma tener que suspenderlas porque ello significaría que le habían dado información. Pensar que una de las dos personas que buscaba pudiese encontrarse en Roma hacía que su corazón se acelerara.

El número 42 correspondía a un gran portón con una aldaba que no desmerecía en absoluto de las medidas de la puerta. Ana tuvo que hacer un esfuerzo para moverla con cierto brío y, de inmediato, como si estuvieran esperando su visita, un criado le franqueó la puerta y la hizo pasar a una especie de portalón cochera. La joven se dio cuenta entonces de que la gran puerta se podía abrir en su totalidad para permitir el acceso a los coches.

No había terminado de cruzar el portal y ya le esperaba otro criado uniformado que la acompañó a la entrada de la casa, a la vez que le decía orgulloso que la señora la esperaba… A pesar de sus rudimentarios conocimientos de italiano, Ana se dijo que no le estaba resultando muy difícil entenderse en aquel idioma.

El recibidor, de grandes dimensiones, era el distribuidor de la casa. A la izquierda se abrían tres puertas; a la derecha, dos, y una amplia escalera de caracol permitía el acceso a las zonas superiores. Todo el fondo, cerrado con bonitas cristaleras, daba a un jardín que no se podía ver desde el recibidor salvo que se abriesen las cristaleras, ya que estas ocultaban lo que había detrás de ellas.

El sol daba de pleno en esa zona de la casa, y el recibidor aparecía iluminado con mil colores diferentes. Solo por la puerta entreabierta del centro se colaba la luz solar.

El jardín era inmenso. Varios árboles embellecían el lugar proporcionándole un aspecto distinguido. «Seguro que aquí celebran fiestas», se dijo Ana al ver una especie de templete para los músicos, un cenador, una pequeña fuente. La mujer aguardaba sentada en una preciosa terraza rodeada de arbustos florales y altos pinos que la protegían del sol.


Buon giorno, signorina
Sandoval. Bienvenida a mi casa —exclamó al verla en un castellano con mucho acento—. Perdone que no me levante, pero cada día estoy más torpe. —Le tendió la mano y le indicó que se sentara a su lado, al tiempo que se presentaba—: Soy Victoria Bertoli, viuda de Alduccio Mendía.

—Es usted muy amable al recibirme —respondió ella, impresionada por el distinguido y un tanto etéreo aspecto de la señora.


¿Le piace
un café, té, un zumo de naranja? ¿Qué le puedo ofrecer? —preguntó solícita Victoria Bertoli.

—Muchas gracias. Un zumo de naranja, por favor.

Ana miraba con interés a su anfitriona, una auténtica dama: Victoria Bertoli emanaba distinción en cada uno de sus movimientos. Tendría unos setenta y cinco años. El pelo, blanco como la nieve, lo tenía recogido de una forma desenfadada que le sentaba muy bien y le daba un aire mucho más joven. Vestía un traje azul y llevaba muchas perlas: en el cuello, en las manos, en los brazos, en las orejas…

Si Ana la estudiaba a fondo, Victoria hacía lo mismo con ella: le gustó aquella muchacha, era hermosa y presintió que tenían muchas cosas en común. No se había equivocado: desde que supo que alguien vendría a interesarse por un tema relacionado con la casa de Biarritz, Victoria Bertoli intuyó qué tipo de persona sería. A veces le sucedía y en esta ocasión estaba segura de que lo que había despertado su clarividencia era el hecho de que fuera violinista. Presentía en ello la mano de su hija Valeria, de ahí su preocupación por ser ella quien la recibiese. Debía estimularla y demostrarle que la conocía muy bien.

—Me han dicho que es usted violinista.

—Sí —contestó Ana—, y debo decirle que soy muy afortunada porque la música me apasiona.

—Pues esta tarde hay un recital en la Accademia Nazionale di Santa Cecilia dedicado a Paganini. Ya sabe que era uno de los socios de esta institución y me han dicho que será una audición muy interesante. Aproveche la oportunidad —la animó Victoria—. No creo que tenga dificultades para poder asistir.

La joven no creía en las casualidades. ¿Qué significado podía tener aquel comentario? Lo desconocía, pero lo consideró un buen presagio y logró animarla.

—Nada más llegar al hotel pediré que me informen de los requisitos necesarios. Muchas gracias. ¿Le gusta Paganini? —quiso saber Ana.

—¿Sabe que le vi tocar? —dijo Victoria Bertoli.

—¿A Paganini? —preguntó sorprendida Ana.


Ecco!
Fue en una de sus últimas actuaciones en público. Tendría yo unos doce o trece años, y recuerdo que sus manos, los dedos de sus manos, eran enormes. Decían que estiradas medían cuarenta y cinco centímetros y que eso era porque pasaba muchas horas practicando con el violín. Lo cierto es que tocaba el violín como nadie, aunque no se encuentre entre mis preferidos. ¿Sabe que la mía
figlia
era violinista?

—¿Su hija? —respondió Ana—. No, no tenía ni idea.

—Pues sí. Era muy buena. Desgraciadamente, murió hace unos años.

—Lo siento.


Grazie,
pero dígame, ¿a qué se debe su grata visita?

—Verá, mi tía, Elvira Sandoval, fue quien les compró a ustedes la casa de Biarritz. Por una serie de circunstancias, estoy interesadísima en localizar a dos personas que sospecho pudieron ser invitados en esa casa, y como para mi tía son totalmente desconocidos, pensé que tal vez ustedes me pudiesen facilitar alguna información sobre ellos.

—Me está usted hablando de hace más de veinte años. Además, yo he ido poquísimo a Biarritz. La casa fue un capricho de mi marido, que en gloria esté, pero yo nunca me sentí cómoda en ella. Los chicos sí disfrutaron mucho, pero yo no puedo ayudarla, y lo siento. Siempre viví un poco al margen de ese lugar.

BOOK: El enigma de Ana
8.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Siamese Twin Mystery by Ellery Queen
White Man's Problems by Kevin Morris
Flirting With Chaos by Kenya Wright
Whatever It Takes by Staton, Mike
Fima by Amos Oz
Heartstrings by Sara Walter Ellwood
Promises of Home by Jeff Abbott
Embrace the Grim Reaper by Judy Clemens