El Espejo Se Rajó De Parte A Parte (10 page)

BOOK: El Espejo Se Rajó De Parte A Parte
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El subcomisario captó la insinuación de su subordinado, o al menos creyó captarla.

—Sí —murmuró—, en cierto modo le proporcionaría una «ayuda». Siempre son necesarios los chismes locales. Nos hallamos ante un caso muy raro.

—¿Nos lo ha asignado la superioridad? —preguntó Dermot.

—Sí. Aquí tengo la carta del jefe de policía del Condado. Por lo visto, no creen que el suceso sea de índole necesariamente local. La casa más grande de la vecindad, Gossington Hall, fue vendida recientemente a Marina Gregg, la artista cinematográfica, y a su marido. Al parecer, están filmando una película en sus nuevos estudios de Hellingforth, en la cual Marina actúa de primera estrella. Los propietarios de la finca ofrecieron una fiesta en el jardín a Beneficio de la Ambulancia de San Juan. La muerta, llamada señora Heather Badcock, era la secretaria local de dicha asociación y había sido una de las principales organizadoras de la fiesta. Según mis informes, era una persona sensata y competente que gozaba de muchas simpatías en el pueblo.

—¿Un tipo de mujer mandona? —sugirió Craddock.

—Es posible —respondió el subcomisario—. Aunque, a juzgar por mi experiencia, las mujeres mandonas rara vez mueren asesinadas. No comprendo por qué. Pensándolo bien, es una lástima. Por lo visto, la concurrencia a la fiesta fue nutridísima y el tiempo excelente. Todo marchaba sobre ruedas. Marina Gregg y su marido dieron una pequeña recepción privada en Gossington Hall, a la cual asistieron unas treinta o cuarenta personas: las autoridades locales, varios miembros de la Asociación de la Ambulancia de San Juan, algunos amigos de Marina Gregg y unas pocas personas relacionadas con los estudios. Todo discurría en un ambiente pacífico, feliz y agradable. Pero se da la fantástica e inverosímil circunstancia de que Heather Badcock fue envenenada allí.

—La elección del lugar se me antoja peregrina —comentó Dermot Craddock pensativo.

—Eso mismo opina el jefe. Si alguien deseaba envenenar a Heather Badcock, ¿por qué elegir precisamente aquella tarde y circunstancias? Había infinidad de medios más sencillos de realizarlo. Es arriesgadísimo introducir una dosis de veneno en un cóctel con treinta personas pululando alrededor. Forzosamente debió de verlo alguien.

—¿Estaba realmente el veneno en la bebida?

—Sin ningún género de duda. Aquí tenemos detalles sobre el particular. La droga ostenta uno de esos largos nombres jeroglíficos tan del gusto de los médicos, pero en América suele recetarse con frecuencia.

—Ajá. En América.

—No crea. También se conoce aquí en Inglaterra. Pero esos productos se suministran mucho más libremente al otro lado del Atlántico. Tomada una pequeña dosis, resulta muy beneficiosa.

—¿Se vende con receta o puede ser adquirida libremente?

—Con receta.

—Es muy raro —masculló Dermot—. ¿Tenía Heather Badcock alguna relación con esos cineastas?

—Ninguna.

—¿Asistió a la fiesta algún miembro de su familia?

—Su marido.

—¡Ah! —exclamó Dermot, pensativo—. Su marido.

—Sí —convino su superior—. Es lo primero que se piensa. Pero el policía local, Cornish (así creo que se llama, si no recuerdo mal), opina que el marido no tiene nada que ver, si bien informa de que Badcock parecía nervioso y molesto. No obstante, conviene en que con frecuencia las personas respetables reaccionan así cuando las interpela la policía. Al parecer, era una pareja muy bien avenida.

—En otras palabras, que la policía no cree que el marido sea el culpable. Bien, la cosa se presenta interesante. Colijo que debo ir para allá, ¿no es eso, señor?

—Sí. Es preferible llegar allí cuanto antes, Dermot. ¿Quién quiere que le acompañe?

Dermot reflexionó unos instantes. Por último, murmuró pensativo:

—Me inclino por Tiddler. Es un buen elemento y además, un gran aficionado al cine, cosa que puede resultarnos de gran utilidad.

El subcomisario asintió con un movimiento de cabeza.

—Buena suerte —masculló.

2

—¡Caramba! —exclamó miss Marple, sonrojándose de sorpresa y complacencia—. ¡Qué sorpresa! ¿Cómo está usted, querido muchacho? Conste que no es ya ningún muchacho. ¿Qué grado ostenta ahora, el de inspector jefe o el de capitán?

Dermot la sacó de dudas.

—Supongo que no necesito preguntarle el motivo de su presencia aquí —prosiguió miss Marple—. Nuestro crimen local se considera digno de la atención de Scotland Yard.

—Nos lo han encomendado —declaró Dermot— y, naturalmente, en cuanto he llegado aquí me he dirigido al cuartel general.

—¿Se refiere a...? —barbotó miss Marple, estremeciéndose ligeramente. —Sí, tiíta —asintió Dermot, irrespetuosamente—. Me refiero a usted.

—Temo no estar muy al corriente de la vida del pueblo en la actualidad —repuso miss Marple, pesarosa—. Apenas salgo.

—Sale usted lo suficiente para caerse y ser asistida por una mujer que va a ser asesinada a los diez días —le espetó Dermot Craddock.

Miss Marple le impuso silencio con un enérgico «¡chist!» —No sé dónde se entera usted de las cosas —gruñó.

—Pues debiera usted saberlo —replicó Dermot Craddock—. Usted misma me dijo que en su pueblo no se puede ocultar nada... Y ahora una pregunta extraoficial — agregó—. ¿Supuso usted que la mujer iba a ser asesinada en cuanto la miró?

—¡Por supuesto que no! —exclamó miss Marple—. ¡Qué ocurrencia!

—¿No sorprendió usted en la mirada del marido una expresión que le recordase a Harry Simpson, a David Jones o a algún conocido de antaño que, andando el tiempo, arrojase a su mujer por un precipicio?

—¡No, no, señor! —replicó miss Marple—. Estoy segura de que el señor Badcock no sería capaz de cometer semejante iniquidad. Cuando menos —añadió, pensativa—, estoy casi segura.

—Sin embargo, dada la condición de la naturaleza humana... —murmuró Craddock picarescamente.

—En efecto —convino miss Marple.

Y tras una pausa, agregó:

—Aseguraría que, una vez sujetado el natural desconsuelo inicial, no la echará de menos...

—¿Por qué? ¿Lo tiranizaba?

—Tanto como eso, no —repuso miss Marple—. Pero no creo que... Verá usted, Heather no era una mujer considerada. Afectuosa, sí. Considerada, no. A buen seguro, lo apreciaba, lo cuidaba cuando estaba enfermo, le hacía buena comida y procuraba ser buena ama de casa, pero no creo que tuviera... en fin, que tuviera la más pequeña idea de lo que pensaba o sentía su marido. No cabe duda que eso crea una vida muy solitaria para un hombre.

—¡Ah! —profirió Dermot—. ¿Y existen probabilidades de que su vida resultase menos solitaria en el futuro?

—Supongo que se casará otra vez —declaró miss Marple—. Tal vez muy pronto. Y probablemente —eso es lo malo— con una mujer del mismo tipo, de personalidad más recia que la suya. —¿Alguien en perspectiva? —inquirió Dermot.

—Que yo sepa, no —respondió miss Marple—. ¡Claro está que sé tan poco! —agregó con pesar.

—Bien, ¿qué opina usted? —apremió Dermot Craddock—. Conste que nunca se ha quedado atrás en cuestión de opinar.

—Opino —soltó miss Marple inesperadamente— que debiera usted ir a ver a la señora Bantry.

—¿Quién es esa señora? ¿Pertenece al mundillo cinematográfico?

—No —repuso miss Marple—. Vive en la antigua casa del guardia de Gossington Hall. Se hallaba en la fiesta aquel día. Antaño fue la propietaria de Gossington. Mejor dicho, ella y su marido, el coronel Bantry.

—¿Vio algo en la fiesta?

—Creo que es preferible que se lo cuente ella misma. Es posible que no lo considere usted relacionado con el caso, pero, a mi modo de ver, pudiera ser... pudiera ser... sugestivo. Dígale que va usted de mi parte y... ¡ah, sí...!, como quien no quiere la cosa, aluda a la Dama de Shalott.

Dermot Craddock la miró con la cabeza ligeramente ladeada.

—La Dama de Shalott —repitió—. ¿Es ésa la clave?

—No me atrevería a decir tanto —repuso miss Marple—, pero cuando menos esas palabras le recordarán a qué me refiero.

Dermot Craddock se puso en pie.

—Volveré por aquí —advirtió a su interlocutora.

—Es usted muy amable —agradeció miss Marple—. Si tiene tiempo, venga a tomar el té conmigo cualquier día. Es decir, si todavía bebe usted té —agregó algo ansiosa—. Tengo entendido que hoy día mucha gente joven sólo toma cócteles y bebidas de todas clases. Consideran que el té de la tarde es una costumbre pasada de moda.

—No soy tan joven como eso —replicó Dermot Craddock—. Sí, un día vendré a tomar el té con usted. Charlaremos un poco sobre el pueblo. A propósito, ¿conoce usted a alguna de esas personas relacionadas con el cine o los estudios?

—En absoluto —dijo miss Marple—. Sólo de oídas.

—Ya es suficiente —profirió Dermot Craddock—. De ordinario oye usted muchas cosas. Adiós. He tenido mucho gusto en verla.

3

—¡Ah, tanto gusto! —exclamó la señora Bantry, algo desconcertada, una vez Dermot Craddock se hubo presentado— ¡Qué emoción me produce verlo! ¿No suelen ustedes ir acompañados de un sargento?

—Sí, me he traído uno a Saint Mary —asintió Craddock—. Pero en estos momentos está ocupado.

—¿En diligencias rutinarias?

—Algo así —respondió Dermot gravemente.

—De modo que Jane Marple le ha mandado aquí, ¿eh? —murmuró la señora Bantry haciéndolo pasar a su saloncito—. Estaba arreglando unas flores. Hoy es uno de esos días en que es imposible dominarlas. Se caen o se mantienen rígidas cuando no debieran o se resisten a inclinarse en el florero. Excuso decir que me alegra muchísimo tener una distracción, especialmente ésta tan excitante. Así, pues, fue un crimen, ¿verdad?

—¿Cree usted que no lo fue?

—Pues, no sé —replicó la señora Bantry—. Me figuro que también pudiera haber sido un accidente. Nadie ha dicho nada definitivo, oficialmente, se entiende. Sólo consta una estúpida nota en el expediente sobre la carencia de pruebas en lo tocante a la forma en que fue administrado el veneno o a la persona que lo administró. Pero, desde luego, todos lo consideramos un crimen.

—¿Se atribuye a alguna persona determinada?

—Eso es lo curioso del caso —murmuró la señora Bantry—. Nadie comenta este punto, acaso porque, en realidad, nadie tiene idea de quién pudo haberlo hecho. Es más, yo no comprendo quién podía tener interés en hacerlo.

—Según eso, ¿cree usted que nadie podía abrigar el deseo de matar a Heather Badcock?

—Pues, francamente, no acierto a imaginarme a nadie en este plan. Había coincidido con Heather Badcock en varias ocasiones con motivo de ciertas actividades locales, tales como reuniones de la Juventud Excursionista Femenina, de la Asociación de la Ambulancia de San Juan o juntas parroquiales. Me pareció una mujer bastante pesada, un poco extremosa y dada a la exageración. Una de esas personas que se entusiasman por todo. Pero nadie mata a la gente por eso. Si antaño alguien la hubiese visto acercarse a la puerta de su casa, habríase apresurado a ordenar a la doncella (el servicio era una institución muy útil que teníamos en aquellos tiempos) que le dijera: «La señora no está en casa» o «No se recibe hoy», caso que la chica tuviera escrúpulos de conciencia por faltar a la verdad.

—Total que quiere usted dar a entender con esto que cabía tener empeño en esquivar a la señora Badcock, mas no abrigar el deseo de quitársela de encima para siempre.

—Muy bien expresado —ensalzó la señora Bantry con un ademán de aprobación.

—De hecho, no tenía dinero —reflexionó Dermot—. Por tanto, nadie podía beneficiarse con su muerte. Nadie parece haber sentido hacia ella una antipatía rayana en el odio. Supongo que Heather Badcock no practicaba el chantaje. —Estoy segura que jamás se le ocurrió semejante cosa —repuso la señora Bantry—. Era una persona de principios.

—Y su marido, ¿no tenía ningún armario por ahí?

—No creo. Sólo le vi el día de la fiesta. Parece un hombre muy apagado. Amable, pero apático.

—Todo eso aporta muy pocas soluciones a nuestro problema —suspiró Dermot Craddock—. Sin querer, vuelve uno a caer en la tentación de suponer que Heather Badcock sabía algo.

—¿Qué?

—Algo en detrimento de otra persona.

—Lo dudo —reputó la señora Bantry, meneando la cabeza una vez más—. Lo dudo muchísimo. Aseguraría que era una de esas mujeres que, de haber sabido algo de alguien, no hubiera podido callárselo.

—En fin, eso descarta esta hipótesis —masculló Dermot Craddock—. De modo que ya no me resta más que exponer los motivos que me han traído a esta casa. Miss Marple, por quien siento una gran admiración y un profundo respeto, me dijo que le hablara a usted de la Dama de Shalott.

—¡Ah, eso! —profirió la señora Bantry.

—Sí —confirmó Craddock—. ¡Eso! Sea lo que fuere.

—La gente no lee mucho a Tennyson en nuestros días —lamentóse la señora Bantry.

—Me parece recordar unos versos suyos —murmuró Dermot Craddock—. La Dama de Shalott miró a Camelot, ¿no es eso?

Voló la telaraña y flotó lejos; El espejo se rajó de parte a parte; —La maldición ha caído sobre mí —exclamó la dama de Shalott.

—Exactamente —asintió la señora Bantry—. Miraba así.

—Usted perdone. ¿Quién miraba qué?

—Marina Gregg. Me recordó a la Dama de Shalott.

—¡Ah, Marina Gregg! ¿Cuándo fue esto?

—¿No se lo ha contado Jane Marple?

—No me ha contado nada. Se ha limitado a mandarme aquí.

—Ha hecho mal —refunfuñó la señora Bantry—, porque ella tiene mejores explicaderas que yo. Mi marido solía decir que me expresaba con tanta precipitación que, a veces, no sabía de qué hablaba. En fin, es posible que sólo fuera mi imaginación. Pero cuando una ve a una persona con aquel aspecto, no puede sino recordar esos versos.

—Tenga la bondad de explicarse —instó Dermot Craddock.

—Bien, fue en la fiesta. Lo llamo fiesta por llamarlo de alguna manera. En realidad, se trataba de una especie de recepción ofrecida en lo alto de la escalera, en una especie de sala que han hecho allí. Marina Gregg y su marido hacían los honores y mandaron a por algunos de nosotros. Supongo que a mí me invitaron por ser la antigua propietaria de la casa, y a Heather Badcock y a su marido por su participación en la organización y los preparativos de la fiesta. Dio la casualidad que ambas subimos la escalera casi al mismo tiempo, de modo que yo estaba allí cuando ocurrió la cosa.

—De acuerdo. ¿Qué cosa?

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