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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

El espia que surgió del frio (10 page)

BOOK: El espia que surgió del frio
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Cuando Kiever le llevó a su cuarto —que daba a un lóbrego patio interior y no a la calle—, Leamas le preguntó:

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Oh, no hace mucho —contestó con ligereza Kiever—, unos pocos meses, nada más.

—Debe costar una locura. Sin embargo, supongo que usted se lo merece.

—Gracias.

En su cuarto había una botella de whisky y un sifón en una bandeja plateada. Una entrada con cortinas, al fondo del cuarto, daba a un cuarto de baño y a un lavabo.

—Un verdadero nidito para el amor. ¿Todo pagado por el gran Estado de los Trabajadores?

—Cierre el pico —dijo Kiever, furioso, y añadió—: Si me necesita para algo, hay un teléfono interior que comunica con mi cuarto. Estaré despierto.

—Creo que ya sé abrocharme —replicó Leamas.

—Entonces, buenas noches —dijo Kiever secamente, y salió del cuarto.

«Éste también está en vilo», pensó Leamas.

El teléfono junto a la cama despertó a Leamas. Era Kiever.

—Son las seis —dijo—; el desayuno es a la media.

—Muy bien —contestó Leamas, y colgó.

Le dolía la cabeza.

Kiever debía haber telefoneado pidiendo un taxi, porque a las siete en punto sonó el timbre de la puerta y Kiever preguntó:

—¿Lo tiene todo?

—No tengo equipaje —contestó Leamas—, salvo un cepillo de dientes y una máquina de afeitar.

—Eso ya está resuelto. Por lo demás, ¿está dispuesto?

Leamas se encogió de hombros.

—Supongo que sí. ¿Tiene cigarrillos?

—No —contestó Kiever—, pero puede encontrarlos en el avión. Mejor sería que mirara esto —añadió, dando a Leamas un pasaporte británico.

Estaba extendido a su nombre, con su propia fotografía, marcada por el sello en hueco del Foreign Office que la cruzaba por la esquina. No era ni viejo ni nuevo; describía a Leamas como empleado, y su estado civil, soltero. Al tenerlo en la mano por primera vez, Leamas se puso un poco nervioso. Era como casarse: pasara lo que pasara, las cosas nunca volverían a ser lo mismo.

—¿Y dinero? —preguntó Leamas.

—No lo necesitará. Va todo a cargo de la empresa.

VIII. Le Mirage

Hacía frío esa mañana; la leve niebla era húmeda y gris, y picaba en la piel. A Leamas, el aeropuerto le recordó la guerra: máquinas, medio ocultas en la neblina, esperando pacientemente a sus amos; las voces resonantes y sus ecos, el grito súbito y el incongruente golpeteo de unos tacones de muchacha en el pavimento de piedra; el rugido de un motor que podía estar al lado mismo de uno. En todas partes, ese aire de conspiración que se produce entre la gente que está levantada desde el amanecer, casi de superioridad, nacida de la experiencia común de haber visto desaparecer la noche y llegar la mañana. Los empleados tenían ese aspecto que produce el misterio del alba y que el frío estimula, y trataban a los pasajeros y a su equipaje con el aire remoto de hombres regresados del frente; el resto de los mortales no les decían nada esa mañana.

Kiever le había proporcionado equipaje a Leamas. Era un detalle fino; Leamas lo admitió. Los pasajeros sin equipaje llaman la atención, y eso no entraba en los planes de Kiever. Se presentaron en la oficina de la línea aérea y siguieron las señalizaciones hasta el control de pasaportes. Hubo un momento difícil cuando se extraviaron y Kiever se puso grosero con un mozo de equipajes. Leamas supuso que Kiever estaba preocupado por el pasaporte: no tenía por qué estarlo, pensó Lamas, no le pasaba nada malo.

El funcionario de pasaportes era un hombrecillo juvenil con corbata del Intelligence Corps y una misteriosa insignia en la solapa. Llevaba un bigotillo de mal gusto y un acento del Norte que era el enemigo de su vida.

—¿Se va para mucho tiempo, señor? —preguntó a Leamas.

—Un par de semanas —contestó Leamas.

—Tendrá que recordarlo, señor. Ha de renovar el pasaporte el día treinta y uno.

—Ya lo sé —dijo Leamas.

Entraron juntos a la sala de espera. Por el camino, Leamas dijo:

—Es usted un tipo suspicaz, ¿verdad, Kiever?

El otro se rio en silencio.

—No podemos dejar que se escape usted, ¿verdad? —contestó—. No forma parte del contrato.

Tenían que esperar veinte minutos. Se sentaron a una mesa y pidieron café.

—Y llévese esas cosas —añadió Kiever al camarero, señalando las tazas, platos y ceniceros usados que había en la mesa.

—Ahora vendrá un carrito —replicó el camarero.

—Lléveselo —repitió Kiever otra vez, irritado—. Es desagradable dejar ahí cacharros sucios como ésos.

El camarero no hizo más que volverse de espaldas y marcharse. No se acercó al mostrador de servicio ni encargó el café. Kiever se puso blanco, enfermo de ira.

—Por amor de Dios —masculló Leamas—, déjelo. La vida es demasiado corta.

—Un descarado hijo de perra, eso es lo que es —dijo Kiever.

—Muy bien, muy bien, arme una escena; ha elegido un buen momento. Nunca nos olvidarán aquí.

Los trámites en el aeropuerto de La Haya no presentaron ningún problema. Kiever parecía haberse recuperado de sus inquietudes. Se volvió animado y locuaz cuando recorrieron la breve distancia entre el avión y los cobertizos de la Aduana. El joven empleado holandés echó una ojeada rutinaria a su equipaje y pasaportes, y declaró en un inglés torpe y gutural:

—Espero que tengan una agradable estancia en Holanda.

—Gracias —dijo Kiever, con gratitud casi excesiva—; muchas gracias.

Por el pasillo marcharon desde el local de la Aduana hasta la sala de recepción, al otro lado del edificio del aeropuerto. Kiever se abrió camino hasta la puerta principal, entre los grupitos de viajeros que miraban vagamente absortos los quioscos con escaparates de perfumes, cámaras fotográficas y frutas. Al abrirse paso de un empujón por la puerta giratoria, Leamas miró hacia atrás. De pie junto al puesto de periódicos, sumergido en un ejemplar del
Daily Mail
continental, había una corta figura, con aspecto de rana y con gafas; un hombrecito serio y preocupado. Parecía un funcionario inglés, o algo así.

Un coche les esperaba en el aparcamiento, un «Volkswagen» de matrícula holandesa, conducido por una mujer que no les hizo caso. Conducía despacio, parándose siempre si las luces estaban en ámbar, y Leamas supuso que la habían instruido para que condujera así porque, sin duda, les debía seguir otro coche. Miró el espejo retrovisor de fuera, tratando de reconocer el coche, pero sin éxito. Por un instante vio un «Peugeot» negro con matrícula diplomática, pero cuando doblaron la esquina sólo había detrás de ellos una camioneta de muebles. A causa de la guerra, conocía La Haya muy bien, y trató de adivinar adónde le llevaban. Le pareció que viajaban hacia el noroeste, hacia Scheveningen. Pronto dejaron atrás las afueras y se acercaron a una colonia de chalets que bordeaban las dunas a lo largo del mar.

Se detuvieron allí. La mujer salió, dejándoles en el coche, y llamó al timbre de un pequeño «bungalow» color crema que quedaba en un extremo de la fila. En el porche colgaba un letrero de hierro forjado con las palabras «Le Mirage», escritas con letra gótica azul pálido. En la ventana había un rótulo indicando que todas las habitaciones estaban alquiladas.

Abrió la puerta una amable mujer regordeta, que miró, más allá de la conductora, hacia el coche. Sin dejar de mirarlo, bajó por el sendero hacia ellos, sonriendo gustosamente. A Leamas le recordó una vieja tía que una vez le pegó por desperdiciar cordel.

—¡Qué bien que hayan venido! —afirmó—. ¡Cuánto nos alegra que hayan venido!

La siguieron al «bungalow», yendo Kiever por delante. La conductora se volvió al coche. Leamas lanzó una ojeada a la carretera por donde acababan de llegar: unos trescientos pasos más allá, un coche negro, quizá un «Fiat» o un «Peugeot», había aparcado. De su interior salía un hombre con impermeable. Una vez en el vestíbulo, la mujer estrechó cálidamente la mano a Leamas.

—Bien venidos, bien venidos a «Le Mirage». ¿Han tenido buen viaje?

—Estupendo —contestó Leamas.

—¿Han venido en avión o en barco?

—En avión —dijo Kiever—; ha sido un vuelo muy confortable.

Hablaba como si fuera el dueño de la línea aérea.

—Les prepararé el almuerzo —afirmó ella—, un almuerzo especial. Les haré algo especialmente bueno. ¿Qué les traigo?

—Ah, por favor —dijo Leamas en voz baja, y sonó el timbre de la puerta. La mujer se fue rápidamente a la cocina; Kiever abrió la puerta delantera.

Llevaba un impermeable con botones de cuero. Era tan alto como Leamas, pero mayor que él. Leamas le echó unos cincuenta y cinco años. Su cara tenía una tonalidad dura y gris, con marcados surcos; podía haber pasado por un soldado. Extendió la mano.

—Me llamo Peters —dijo. Los dedos eran finos y pulidos—. ¿Han tenido buen viaje?

—Sí —dijo Kiever rápidamente—, sin nada de particular.

—El señor Leamas y yo tenemos mucho que tratar, creo que no necesitamos retenerle, Sam. Puede coger el «Volkswagen», de vuelta a la ciudad.

Kiever sonrió. Leamas observó el alivio que reflejaba su sonrisa.

—Adiós, Leamas… —dijo Kiever, con voz de bromista—; buena suerte, amigo.

Leamas dio una cabezada, como si no viera la mano que le tendía Kiever.

—Adiós —repitió Kiever, y se marchó silenciosamente por la puerta de delante.

Leamas siguió a Peters a un cuarto trasero. Pesadas cortinas de encaje colgaban en la ventana, con muchos pliegues y drapeados ornamentales. El alféizar estaba cubierto de tiestos con plantas; grandes cactus, plantas de tabaco y un curioso árbol con anchas hojas gomosas. El mobiliario era pesado, falsamente antiguo. En medio del cuarto había una mesa con dos sillas talladas. La mesa estaba cubierta con un mantel color de herrumbre, parecido más bien a un linóleo; sobre ella, delante de cada silla, había un bloc de papel y un lápiz. Al lado, en un aparador, whisky y seltz. Peters fue hacia él y sirvió de beber para los dos.

—Mire —dijo Leamas, de repente—, a partir de ahora puedo comportarme sin ceremonias, ¿me entiende? Los dos sabemos en qué andamos, los dos somos profesionales. Usted tiene un desertor pagado; buena suerte para usted. Por el amor de Dios, no finja que se ha enamorado de mí.

Parecía en vilo, inseguro de sí mismo. Peters asintió.

—Kiever me ha dicho que era usted un hombre orgulloso —observó desapasionadamente. Luego añadió sin sonreír—: Después de todo, ¿por qué, si no, ataca un hombre a los tenderos?

Leamas imaginó que era ruso, pero sin llegar a estar seguro de ello. Su inglés era casi perfecto y tenía la tranquilidad y los aires de un hombre acostumbrado desde hacía mucho a las comodidades de la civilización. Se sentaron a la mesa.

—¿Le ha dicho Kiever lo que le voy a pagar? —preguntó Peters.

—Sí. Quince mil libras, a cobrar en un Banco de Berna.

—Eso es.

—Dijo que podrían hacerme preguntas sucesivamente durante todo el año siguiente… —dijo Leamas—, y me pagarían otras cinco mil si me mantenía al alcance.

Peters asintió.

—No acepto esa condición —continuó Leamas—. Usted sabe tan bien como yo que no funcionaría. Quiero sacarme las quince mil y desaparecer. Vuestra gente trata mal a los agentes que desertan: lo mismo hace mi gente. No me voy a quedar sentado sobre el rabo en Saint Moritz mientras ustedes van desplegando todas las redes que les haya dado. Ellos no son tontos; sabrían a quién buscar. Ya nos persiguen, como usted y yo bien sabemos.

Peters asintió:

—Desde luego, podría venir a algún sitio… más seguro, ¿no?

—¿Al otro lado del Telón?

—Sí.

Leamas no hizo más que mover la cabeza y continuó:

—Calculo que usted necesitará unos tres días para un interrogatorio preliminar. Después necesitará volver atrás para preparar un informe detallado.

—No es indispensable —contestó Peters.

Leamas le miró con interés.

—Ya veo —dijo—, han mandado al experto. ¿O no está metido en esto el Centro de Moscú?

Peters se quedó callado; no hacía más que mirar a Leamas, como tomándole las medidas. Por fin, cogió el lápiz que tenía delante y dijo:

—¿Empezamos con su servicio en la guerra? Charlando sólo.

—Me alisté en los Ingenieros en 1939. Estaba acabando mi instrucción cuando pasaron un aviso invitando a los que supieran idiomas a solicitar un trabajo especializado en el extranjero. Yo sabía holandés y alemán y bastante francés, y estaba harto de ser soldado, así que lo solicité. Conocía bien Holanda; mi padre tenía una agencia de máquinas—herramientas en Leyden. Yo viví allí unos nueve años. Pasé las entrevistas de costumbre, y fui luego a una escuela, cerca de Oxford, donde me enseñaron las monerías acostumbradas.

—¿Quién dirigía esa instalación?

—No lo supe hasta después: luego conocí a Steed—Asprey y a un profesor de Oxford llamado Fielding. Ellos la dirigían. El año cuarenta y uno me dejaron caer en Holanda y aquí me quedé unos dos años. Perdíamos agentes más de prisa de lo que podíamos encontrarlos en aquellos días; era puro asesinato. Holanda es un mal país para ese tipo de trabajo; no tiene campo abierto de verdad, ningún sitio a trasmano donde se pueda tener la central o una radio. Siempre moviéndose, siempre escapando. Resultaba un juego muy sucio. Salí el año cuarenta y tres y pasé un par de meses en Inglaterra; y luego hice una incursión por Noruega. Aquello, en comparación, fue una gira campestre. El año cuarenta y cinco me licenciaron y vine otra vez aquí a Holanda, a ver si me ponía al día en el antiguo negocio de mi padre. No resultó; así que me asocié con un viejo amigo que llevaba una agencia de viajes en Bristol. Eso duró dieciocho meses; luego nos hundimos. Entonces, como llovida del cielo, recibí una carta del Departamento: ¿me gustaría volver? Pero yo había tenido bastante de todo eso, pensé, así que dije que lo pensaría y alquilé una casita en Lundy Island. Allí me quedé un año mirándome el ombligo, hasta que me harté de nuevo y les escribí. A fines del año cuarenta y nueve había vuelto a estar en nómina. Desde luego, servicio interrumpido…, con reducción de los derechos de pensión y las mezquindades de siempre. ¿Voy demasiado de prisa?

—Por ahora, no —contestó Peters, sirviéndole más whisky—. Desde luego, lo volveremos a tratar, con nombres y fechas.

Llamaron a la puerta y entró la mujer con el almuerzo: una gran cantidad de carne fría, pan y sopa.

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