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Authors: Patrick Graham

El evangelio del mal (60 page)

BOOK: El evangelio del mal
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—Dios está en el Infierno, Carzo, está al mando de los demonios, al mando de las almas condenadas, al mando de los espectros que vagan por las tinieblas.

El padre Carzo siente que las fuerzas lo abandonan y que su conciencia se diluye. Sabe que, si cede ahora, habrá perdido la batalla. Eso es justo lo que quiere Caleb: que Carzo abandone para poder tomar para siempre el control de su espíritu. Un espíritu inmortal en un cuerpo muerto. Un cadáver, que Caleb abandonará en un descampado o en el fondo de un pozo cuando ya no necesite su apariencia. Así que el sacerdote pasa mentalmente las páginas del rito de las Tinieblas que había hojeado en la cripta de la catedral de Manaus. Es la única solución contra un espíritu tan poderoso como Caleb.

—Eso no te servirá de nada, Carzo.

El sacerdote se sobresalta. El Ladrón de Almas lee su pensamiento. No, piensa al mismo tiempo que él.

—¿Quieres que te diga por qué?

—No.

—Porque tu fe está muerta, Carzo.

—Mentira.

—Murió cuando contemplaste los frescos del templo azteca. Murió en el momento en que te arrodillaste ante mí y adoraste el nombre de Satán. Murió cuando abandonaste a Marie en las tinieblas.

—Marie…

—Renuncia, no puedes hacer nada.

Sí. Todavía puede hacer algo. Por lo menos puede intentarlo. Cierra los ojos y se concentra con todas sus fuerzas. Caleb se sobresalta.

—¿Qué haces ahora, Carzo?

A fuerza de escudriñar las tinieblas que llenan el espíritu de Caleb, el sacerdote acaba de distinguir una lucecita a lo lejos, una vela que oscila en la oscuridad. Cuanto más se concentra, mayor se hace la luz. Ilumina las paredes de un cubículo condenado por una pared, donde el rostro de Marie parece dormir. La chica ha cerrado los ojos y sus lágrimas brillan a la luz de la vela.

Capítulo 191

Un chisporroteo de cera. La llama de la vela es ahora tan débil que su resplandor ha quedado reducido a un punto naranja en la oscuridad. Marie oye la voz de la madre Yseult: hace horas que suplica a Dios que le permita dejar de sufrir. Pero la madre Yseult no consigue morir.

La anciana religiosa está a punto de adormilarse cuando oye unos pasos en la escalera. Aguza el oído. La voz de sor Braganza la llama. Los zapatos de la muerta frotan la piedra al bajar los peldaños, la hermana olfatea. Acaba de detenerse al pie de la escalera. Ya no llora. Silencio. Marie se ahoga. La luz anaranjada acaba de apagarse. La noche envuelve a la religiosa, que solloza sin hacer ruido.

Un frotamiento. Tocando las paredes con la mano, Braganza susurra como una niña que juega al escondite:

—Dejad de huir, madre. Venid con nosotras. Estamos todas aquí.

Otros susurros responden a los de Braganza. Marie presta atención. Doce pares de manos muertas tocan las paredes al mismo tiempo que Braganza. Las trece muertas de las trece tumbas.

Cuando los frotamientos se detienen a su altura, Marie contiene la respiración para no delatar su presencia. Un silencio. Algo olfatea al otro lado de la pared. Con los labios pegados a esta, sor Braganza ha empezado otra vez a susurrar:

—Te huelo.

Nuevo olfateo, más sonoro.

—¿Me oyes, vieja marrana? Percibo tu olor.

Marie reprime un grito. No, la Bestia que se ha apoderado del cuerpo de Braganza no la huele. Si lo hiciera, ¿por qué iba a molestarse en llamarla? Se aferra con todas sus fuerzas a esa certeza. Después se da cuenta de que sigue conteniendo la respiración y de que un ronquido de asfixia se abre camino a través de su pecho. No logrará contenerlo. Entonces, mientras unas lágrimas de pesar trazan surcos blancos en la suciedad que cubre sus mejillas, siente las manos heladas de la madre Yseult que se cierran alrededor de su cuello. Intenta debatirse para escapar de la presión que ejerce la anciana religiosa, que clava las uñas en su tráquea para acelerar el estrangulamiento. Nota que la sangre resbala por su cuello. Está muriendo. Cierra los ojos. Al otro lado de la pared, sor Braganza y sus hermanas muertas susurran, furibundas.

Capítulo 192

La puerta oculta que da al vestíbulo del banco se abre automáticamente cuando Giovanni llega a los últimos peldaños de la escalera. Ha estado algo menos de una hora en la sala de las cajas fuertes. Saluda a la chica de detrás del mostrador. Con el disco en el bolsillo de la sotana, cruza la puerta. El sol ha salido y una luz de color paja ha invadido las calles. Ya empieza a hacer calor.

Giovanni dirige una mirada al capitán de los guardias suizos y se queda inmóvil: Cerentino hace un gesto negativo con la cabeza. Giovanni mira hacia la derecha. Una limusina sube lentamente la calle y pasa por delante de él. A través de los cristales, reconoce a Giancarlo Bardi, el director del Lazio Bank. El anciano, rodeado de tres guardaespaldas, está sentado en la parte trasera consultando unos papeles. Al levantar la cabeza, ve a Giovanni y suelta los documentos, que caen desordenadamente sobre sus rodillas. A medida que la limusina avanza, él vuelve la cabeza para mantener al cardenal en su campo de visión. De repente, Giovanni comprende su error: en el sótano del banco, después de haber introducido el código en el teclado de la caja fuerte de Valdez, ha olvidado volver a meter la cruz de los Pobres debajo de la sotana. La cruz de los Pobres se balancea a la vista colgando de la cadena y es eso lo que el viejo Bardi ha reconocido.

Mirada a la izquierda. La limusina acaba de detenerse unos metros más allá. La puerta de un aparcamiento se abre. Giovanni mira a Cerentino. El capitán de los guardias suizos le dice de nuevo que no con la cabeza, lo que significa: «No se mueva por nada del mundo». Acto seguido, el capitán se agacha para avanzar protegido por los coches aparcados.

Sin esperar a que el chófer le sujete la portezuela, el viejo Bardi sale de la limusina. Apoyado en el bastón, camina hacia Giovanni entre sus escoltas. Los hombres con auriculares y traje negro no ven a Cerentino, que cruza la calle a su espalda. Están concentrados en la furgoneta verde que acaba de arrancar y recorre la calle a poca velocidad. Bardi, rabioso, solo ve a Giovanni y la cruz de los Pobres que destaca sobre su sotana.

Cuatro disparos suenan en el aire templado. Los dos primeros escoltas se desploman, alcanzados en la espalda por el capitán de los guardias suizos. El tercero, desconcertado, empuja al viejo Bardi contra la pared mientras el chófer se vuelve y dispara cuatro tiros contra Cerentino. Herido en el cuello y en el pecho, el joven capitán todavía tiene tiempo de disparar una bala que alcanza al otro en medio de la frente. Bardi grita:

—¡La cruz! ¡Recupere la cruz!

El guardaespaldas, que protege al anciano manteniéndolo contra la pared, desenfunda su arma y apunta al cardenal. Petrificado, Giovanni contempla la boca negra del cañón que le apunta a la cara. El hombre está a escasos diez metros; no hay ninguna posibilidad de que falle. Sin embargo, con un chirrido de neumáticos, la furgoneta verde derrapa y se coloca entre Giovanni y el guardaespaldas. La puerta trasera se abre y aparecen dos matones de la Cosa Nostra armados con pistolas ametralladoras. Estos abren fuego contra Bardi y su escolta, que se desploman entre un charco de sangre.

Sirenas a lo lejos. Mientras los matones bajan para rematar al anciano, que se arrastra por el suelo, el conductor de la furgoneta le dice a Giovanni:

—Eche a andar, eminencia. No corra, camine con normalidad. Coja la calle que tiene justo enfrente, gire a la derecha, hacia el puerto, y luego a la izquierda, hacia los campanarios de la iglesia de San Pablo. Acuda a su cita. Nosotros nos encargaremos de todo.

Giovanni cruza Republic Street. Mirada a la derecha. Unos faros giratorios a lo lejos. Antes de adentrarse en la calleja, se vuelve hacia el cadáver del capitán Cerentino, que los hombres de la Cosa Nostra están cargando en la furgoneta. Tiene tiempo de ver a la joven recepcionista, que sale por la puerta del Lazio Bank. La chica se acerca las manos a la cara y grita al ver el cuerpo sin vida de Giancarlo Bardi. Uno de los matones se le acerca por detrás y pega el cañón del arma contra sus cabellos. Una detonación. Un chorro de sangre sale proyectado hacia la acera. La chica cae de rodillas.

Giovanni aparta los ojos y se adentra en la callejuela que baja hacia el puerto. Oye que la furgoneta de la Cosa Nostra arranca con un chirrido de neumáticos. Las sirenas se acercan. A lo lejos se recortan los campanarios de la iglesia de San Pablo. Aprieta el paso.

Capítulo 193

Desde los incensarios que acaban de encender, una densa bruma olorosa se eleva hacia el techo de la capilla Sixtina. El cardenal camarlengo se acerca a su colega, a quien el cónclave acaba de designar después del segundo escrutinio. Poniéndose de puntillas, pregunta al elegido si acepta el peso de esa tarea. El nuevo Papa responde que hace suya la voluntad de Dios. El camarlengo lo conduce entonces hasta una estancia secreta donde la tradición exige que el elegido derrame una lágrima al contemplar las pruebas que le esperan. Sin embargo, los ojos del nuevo Papa permanecen secos. Campini le pregunta entonces con qué nombre desea ser llamado. El elegido se inclina y susurra el nombre escogido al oído del camarlengo, que despliega una amplia sonrisa. Libera al nuevo pontífice de su antiguo hábito de cardenal y le ayuda a abrocharse la túnica blanca. Luego, mientras el notario supremo del cónclave quema las papeletas, el cardenal camarlengo ordena abrir la puerta del balcón de San Pedro.

El nuevo Papa y el anciano cardenal salen de la capilla y avanzan juntos por el laberinto de escaleras y pasillos que conducen al primer piso de la basílica. Los suelos de madera chirrían bajo los pies de los que los siguen. Por el camino, el elegido se inclina de nuevo hacia el oído del camarlengo.

—Mande que abran las puertas de la basílica en cuanto se haya hecho el anuncio, para que comience inmediatamente la última misa.

El anciano camarlengo asiente con la cabeza. Al final del pasillo, las ventanas del balcón de San Pedro están abiertas. Se oye, procedente del otro lado, el estruendo lejano de la muchedumbre.

—Una cosa más. Pronto se presentará ante las puertas del Vaticano un monje. Traerá el evangelio. Diga a la guardia que lo deje pasar sin ponerle trabas.

—Así se hará, gran maestre.

Capítulo 194

Las sirenas han dejado de aullar. Giovanni gira a la izquierda en dirección a los campanarios de San Pablo. Su sotana está empapada de sudor. Ahora camina entre dos hileras de construcciones viejas con contraventanas que se entreabren a su paso. Un anciano lo mira desde el umbral de su casa. Giovanni se detiene. Acaba de ver, bajo un porche, a un hombre con traje y gafas negras que sale a su encuentro. El hombre mete una mano en el bolsillo de la chaqueta, saca un estuche de piel y lo abre para enseñárselo al cardenal. Una placa del FBI.

—Agente especial Dannunzo, eminencia. Siga recto. Stuart Crossman le espera.

Giovanni se vuelve y examina la calle.

—No se preocupe. No pasará nadie mientras yo esté aquí. Continúe, no podemos perder ni un segundo.

Giovanni obedece. Unos pasos más allá, se vuelve de nuevo. El agente especial Dannunzo ha regresado a la sombra del porche. El cardenal avanza. Se resiste a la tentación de echar a correr. Otro agente le señala una escalera que desciende en dirección al puerto. Empieza a bajar. El aire es más fresco. Abajo, una placita bordeada de tilos. Unas mesas y unas sillas están dispuestas alrededor de una fuente. Sentado a una mesa de hierro, a la sombra, un hombre con traje y gafas redondas le espera. El cardenal se acerca.

—¿Stuart Crossman?

El hombre levanta la cabeza. Tiene la mirada penetrante y la tez pálida.

—Le esperaba, eminencia.

Capítulo 195

El expreso Trento-Roma ha avanzado a toda velocidad a través de la Toscana hasta el amanecer. El final del viaje. De pie en el pasillo, el padre Carzo mira la campiña romana, que emerge lentamente de la bruma. Había luchado contra Caleb aferrándose al recuerdo de Marie, a ese beso que se dieron en las ruinas de la fortaleza de Maccagno Superiore, al olor de su piel y a sus manos, que estrechaban las suyas cuando se amaron en el suelo polvoriento de la capilla.

A medida que el Ladrón de Almas cedía, Carzo sentía que el calor regresaba a su cuerpo. La sangre había empezado a circular de nuevo por sus venas y su corazón se había puesto otra vez a latir. Dolor y pesar. En ese momento fue cuando perdió el contacto con Marie. Marie, emparedada en su cubículo, Marie, cuya llama se había apagado con la de la vela.

En la estación de Florencia, donde el tren se había detenido unos minutos, Carzo dudaba ante la portezuela abierta. Podía bajar y esperar el siguiente tren que fuera hacia el norte para tratar de salvar a Marie. O podía continuar hasta Roma y hacer que interrumpieran el cónclave antes de que fuese demasiado tarde. Sintiendo el peso del evangelio bajo su brazo, cerró los ojos mientras sonaba el silbido y la portezuela se cerraba con un chasquido. Su decisión estaba tomada. Desde entonces, el padre Carzo miraba desfilar el campo a través de la ventanilla.

Roma. El tren aminora. El final del camino. Carzo sopesa el arma de Marie, que acaba de sacar del bolsillo de su hábito. Una Glock 9 mm de culata cerámica. Tal como ha visto hacer a la joven, tira del cerrojo hacia atrás para introducir una bala en el cañón. Después comprueba el seguro y se guarda el arma en el bolsillo. Está preparado.

El tren se detiene con un chirrido de ejes. En la estación de Roma Termini, el padre Carzo abre la portezuela y aspira el aire tibio que inunda el vagón. Huele a lluvia. Un perfume de jengibre acaricia su rostro mientras baja del tren y se pierde en la riada de pasajeros: el olor de la piel de Marie.

Capítulo 196

Los agentes del FBI rodean discretamente la plazoleta soleada donde Crossman y Giovanni se han instalado. La fuente canturrea. Unos pájaros gorjean en los tilos. Unas cigarras se contestan entre los arbustos de tomillo. Crossman está leyendo el contenido del disco de Valdez en un ordenador portátil. Giovanni se seca la frente empapada de sudor.

—Relájese, eminencia. Aquí no corre ningún peligro.

—¿Y los Bardi? ¿Ha pensado en ellos?

—¿Qué pasa con los Bardi?

—Es una familia poderosa. Rastrearán la isla de arriba abajo para encontrar a los que han matado al viejo Giancarlo.

—No los sobrestime tanto. Ante todo son banqueros, aunque hayan llegado a acuerdos con algunos clanes de la Mafia. El hecho de que la Cosa Nostra y su rama maltesa le hayan ayudado a recuperar los documentos demuestra que les interesaba hacerlo y que van a continuar protegiéndole mientras esté en posesión de esos documentos. Quizá incluso después.

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