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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (9 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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—Lo descubrirás, Harry. Es una mentirosa consumada.

El bigote y las gafas se esfumaron, y volvió la cabellera negra. Kittredge se echó a llorar.

—Gobby, llévame contigo. Estoy tan sola aquí.

Pronto desapareció su tristeza. Como una niña que repentinamente cambia de estado de ánimo, una nueva expresión se apoderó de sus rasgos; era de lascivia. Su mirada era tan íntima como la que Chloe me ofrecía cuando me invitaba a entrar en sus dominios. No era posible ver esa expresión a menos que uno se encontrara desnudo contra ella y el demonio estuviese venciendo las defensas de la carne. Las chucherías estaban a punto de relucir. ¡Libre, por fin!

Yo sentía impulsos extraños. Estar caminando por una avenida y sentir una inclinación repentina a bajar por una calle lateral, no es un impulso desacostumbrado. Presumiblemente, parte de uno mismo. En este caso yo no tenía dudas. Las sugerencias que se me ocurrían no me pertenecían. Yo era como una limadura de hierro saltando sobre un plato mientras debajo de él se mueven los imanes.

Poderosos como dioses son esos imanes. La misma compulsión que me llevaba periódicamente a la puerta de la caravana de Chloe se manifestó ahora ante mi mujer. Me inundó una vaharada de lujuria, pura como la de un macho cabrío salvaje. Los ardores reservados para Chloe volvían a dominarme. No soporto tener que confesar mi pensamiento siguiente. Mi corazón estaba más frío que el de Harlot: quería llevar a Kittredge a la Cripta.

Pero había invocado el nombre de Harlot. Eso descubrió el juego. Empecé a sudar. ¿Era Harlot el que me instaba a dirigirme a la Cripta?

Dejando a Kittredge en su silla, bajé a la planta baja de la Custodia. Encendí el fuego en nuestro estudio. Era el cuarto más cálido que teníamos. Cuando todas las luces estaban apagadas y el fuego bien encendido, la madera manchada de las tablas provenientes del viejo granero enriquecían las paredes con el color del bourbon y el coñac. Era posible abrigar la ilusión de que el matrimonio y la profesión estaban de alguna manera conectados al hogar universal.

Sin embargo, mis pensamientos eran tan lívidos como las obsesiones de un insomne. Me desplomé sobre un viejo sillón y me puse a contemplar el fuego. Hice todo lo posible por dejar la mente en blanco. Tenía talento para la meditación, o en otras palabras, como podrán imaginarse, para restablecer el distanciamiento. Necesitaba paz, del mismo modo en que un general exhausto necesita sueño. Al cabo de veinte minutos de intentar serenarme, todo cuanto recibí a cambio fue una pobre moneda: la apatía.

Fue en ese momento cuando el teléfono que estaba sobre la mesa junto al sillón empezó a sonar, lo que era inusual a esa hora. Diez años atrás no me hubiese extrañado recibir una llamada de Langley en mitad de la noche, pero eso ya no ocurría. No obstante, lo que más me impresionó en ese momento fue mi serena seguridad de que el teléfono iba a sonar. Y sonó.

Omega-6

Reconocí la voz antes de poder pronunciar el nombre.

—Chloe —dije.

—Aborrezco llamarte de esta manera —empezó a decir. Se produjo una larga pausa, como si se le acabara de ocurrir—. ¿Podemos hablar? —preguntó.

¿Seguía la culpa obnubilando mis sentidos? Me pareció que Kittredge se movía en el dormitorio.

—Sí, podemos hablar —respondí, pero en voz lo suficientemente baja para darle a entender que no podíamos.

—Tengo que verte. Hace horas que quería llamarte, pero no sabía si era seguro.

—¿Qué tiempo hace en Bath? —No me excuso por haber dicho esto. Podría haber dicho cualquier cosa para comprar un instante—. ¿Están muy mal los caminos? —agregué.

—Sobre el hielo, mi carroza de cuatro ruedas es como un gran limón, pero estaré bien. —Hubo un breve silencio y luego dijo—: Harry, ha pasado algo. Necesito verte. Esta noche.

—Bien —dije—, no hay nada abierto a estas horas.

—Quiero ir a tu casa.

—Sí —dije—, eres bienvenida, pero jamás la encontrarías.

—Conozco tu casa. Conozco el camino. Viví cerca de Doane un invierno.

—¿Sí?

—Seguro —dijo—. Viví un tiempo con Wilbur Butler, en esa caravana doble que hay junto a la carretera.

Ante mis ojos aparecieron esqueletos de coches oxidándose en el patio del frente.

—¿Cómo es que nunca te vi?

—Viví con Wilbur un par de meses. No me permitía salir de la cama. Solía mirar por la ventana cuando pasabas. «Es un chico guapo», le decía a Wilbur. Te odiaba por eso.

Volví a pensar en la mirada malévola que me dirigía Wilbur cada vez que nos cruzábamos en el camino.

—Supongo que sí —respondí. Podía oír su respiración—. Chloe, no me parece una buena idea que vengas aquí esta noche.

—Insisto —dijo.

Su voz tenía el mismo tono perentorio con que cada vez que hacíamos el amor decía: «Ahora. Más fuerte, hijo de puta, más fuerte». Sí, eran los mismos ecos.

—¿Esta noche? ¿Por qué esta noche?

—Por tu seguridad. —Hizo una pausa—. Y por la mía. —Volvió a hacer una pausa—. ¿Han registrado tu casa? —preguntó — . Registraron la mía.

—¿Qué?

—Mientras estaba tomando esa última copa contigo. Registraron cosa por cosa en la caravana. Rompieron el tapizado para ver el relleno de los sillones. Rompieron los marcos de mis fotografías. Desarmaron la cocina. Rajaron el colchón. Dieron vuelta a los cajones. —Se echó a llorar. Lloraba como una mujer fuerte que acaba de enterarse de que un pariente ha quedado lisiado en un accidente—. Harry, me quedé sentada allí una hora. Luego hice un recuento de mis pertenencias. Estaba preparada para lo peor, pero no se han llevado nada. Hasta apilaron prolijamente mi bisutería sobre la cama. Y mis bikinis. Y mi sostén rojo y negro. ¿Qué te parece? Y unos porros de marihuana. Fumé un poco la víspera de Año Nuevo, y escondí el resto en el fondo del cajón. Los pusieron junto a mis joyas de fantasía. Los odio.

—¿A ellos?

—Si hubieran sido ladrones, se habrían llevado el televisor, el microondas, el estéreo, la radio despertador, el Winchester con la caja de nogal, la sierra eléctrica. Deben de ser polis. —Pensó acerca de ello—. Polis especiales. Harry —preguntó—, ¿qué estaban buscando?

—No lo sé.

—¿Tiene alguna relación contigo?

—Tampoco lo sé.

—¿Qué clase de trabajo haces?

—Ya te lo dije. Soy escritor y editor.

—Vamos, Harry, no soy ninguna imbécil. —Bajó la voz—. ¿Eres del servicio secreto?

—En absoluto.

Esta mentira hizo que se echara otra vez a llorar. Sentí una punzada de simpatía por ella. Las cosas de Chloe desparramadas y manoseadas. Y ahí estaba yo, mintiéndole.

—Gilley, el padre de Wilbur, solía decir: «Los Hubbard podrán trabajar para la CIA, pero eso no los hace mejores que nosotros». Cuando estaba borracho decía eso. Cada vez que pasabas.

Nunca se me había ocurrido que nuestros vecinos de Maine tuvieran idea de lo que hacíamos.

—No puedo hablar de eso, Chloe.

Empezó a subir el tono de voz.

—¿Tienes alguna consideración hacia mí, o no soy más que una cosa a la que te follas?

Sí, había subido la voz.

—La prueba de lo que siento por ti —le dije tan lentamente como me fue posible—, es que amo a mi mujer, entiendes, la amo, y sin embargo sigo viéndote.

—Muy elegante —dijo—. Me quedaré con la vuelta.

¿No son iguales todas estas conversaciones? Seguimos durante cinco minutos más, y luego otros cinco minutos más, antes de que pudiera colgar, y cuando dejé el teléfono me sentí lleno de aflicción. Todo escudo de indiferencia o distanciamiento con que pude haber sido capaz de ocultar mi doble vida había sido despedazado por la llamada. La idea de que era crucial volver al dormitorio, a Kittredge, me acosó con tal intensidad que tuve que preguntarme si algo que no podía nombrar se había acercado tanto a mí, tanto que subí los peldaños de dos en dos y de tres en tres hasta llegar al piso superior. Sin embargo, al llegar junto a la puerta del dormitorio mi voluntad pareció replegarse, y empecé a sentirme tan débil como quien tiene fiebre. Incluso tuve una de esas fantasías que parecen surgir de nuestras propias extremidades cuando nos sentimos doloridos y enfermos, y al mismo tiempo curiosamente alegres. Pude imaginarme a Kittredge, dormida sobre la cama. «Estaría profundamente dormida —pensé— y yo podría instalarme en una silla y vigilarla.» Con todo el cuidado posible recorrí la distancia que me separaba de la puerta, miré hacia adentro, y sí, estaba dormida, tal como había imaginado. Qué alivio poseer este aspecto de mi mujer: su presencia muda era superior a la soledad de estar sin ella. ¿Podía interpretar eso como un signo? ¿Durante cuántos años la mera visión de su antebrazo pecoso sosteniendo una raqueta había sido mi pasaporte a la felicidad?

La miré fijamente, y disfruté de la primera sensación de alivio desde mi llegada a casa, como si en verdad volviera a ser virtuoso. La amaba de nuevo, la amaba tanto como aquel primer día, no el primer día de nuestra relación, sino cuando le salvé la vida.

Ése fue el logro más notable de mi existencia. Cuando tenía un mal día solía preguntarme si era mi único logro. Tengo un concepto simple de la gracia, por así decirlo. Nunca he visto el amor como suerte, como un don de los dioses que pone todo lo demás en su lugar y permite que uno triunfe. No, yo consideraba el amor como una recompensa. Uno sólo podía hallarlo si había sido virtuoso, si había actuado con coraje, con generosidad, si se había autosacrificado, si había sido capaz de soportar la pérdida, de convocar el poder de la creación. Por lo tanto, si ahora sentía amor, era porque no había perdido todo el poder de redención. La apatía que antes había experimentado era un indicio de la gran fatiga de mi alma. No era un caso perdido, estaba exhausto, simplemente, y esa apatía era mi propia morfina para mantener a distancia la pérdida. No estaba exento de gracia, no, si mi amor por Kittredge aún vivía en esa enramada de rosas donde el dolor sube del corazón.

Reduje la intensidad de las luces para que ella pudiese dormir y me senté junto a la cama en la penumbra. Cuánto tiempo estuve allí no lo sé —¿unos pocos minutos, o fue más?— pero un golpecito en la ventana interrumpió mi paz, y al levantar la mirada tuve la visión más pequeña y asombrosa. Una mariposa nocturna blanca, no más grande que el ancho de dos dedos, revoloteaba contra el vidrio. ¿Había visto yo alguna vez una mariposa nocturna antes de marzo? Sus alas parecían tan blancas como la ballena de Melville.

Crucé la habitación hasta el escritorio, cogí una linterna, la encendí y la sostuve contra el vidrio de la ventana. La mariposa se adhirió al cristal como si quisiera absorber el poco calor de la luz. Miré sus temblorosas alas con el respeto que se siente por una criatura verdadera, sea cual fuere su tamaño. Sus negras y abultadas pupilas, comparables en diámetro a la cabeza de un alfiler, me observaban tan intensamente como podría hacerlo un ciervo o un perro faldero. Sí, podría haber jurado que aquel insecto me devolvía la mirada, de criatura a criatura.

Deslicé la linterna por el vidrio y la mariposa siguió la trayectoria de la luz. Cuando llegué al borde de la ventana, dudé si abrirla o no. El premio era una mariposa nocturna, después de todo, no una mariposa de verdad. Su cuerpo blanco era el de un gusano, y sus antenas no eran filamentos sino escobillas. Aun así, la dejé entrar. Había tanta súplica en su aleteo...

Una vez dentro, como un pájaro que estudia el lugar donde posarse, recorrió la habitación antes de detenerse sobre un pliegue de la almohada de Kittredge.

Estaba yo a punto de volver a mi silla, pero sentí el impulso de volver a poner la linterna contra el vidrio de la ventana. El haz de luz se movió por el suelo y en la penumbra plateada, entre el punto en que se extinguía la luz y empezaba la oscuridad del bosque, vi nada menos que la figura de un hombre. Corrió rápidamente a refugiarse detrás de un árbol, y yo, a mi vez, retrocedí y apagué la linterna.

Omega-7

Era extraño. Me produjo una euforia atroz. Si la última hora me había sentido oprimido por la convicción de que me vigilaban, esta confirmación me produjo alivio: empecé a respirar hondo, como si me hubiesen sacado de la cabeza una media que me asfixiaba. De hecho, me sentía casi feliz. También estaba al borde de un pánico incontrolable.

Cuando niño siempre había pensado de mí mismo que era el hijo incompetente de un hombre muy valeroso, y podía narrar la historia de mi vida a partir de los intentos realizados para salir del fondo. Si uno piensa que es un cobarde, lo mejor, por regla general, es actuar temerariamente. La Luger que había heredado de mi padre, un trofeo de sus días en la OSS, estaba dentro de su estuche en el armario. Podía cogerla y salir a hacer un breve reconocimiento.

Me rebelé. Apenas si estaba preparado para internarme en el bosque. Tendría que hacerlo, eso sí, y rápido. Una ocupación tan exorbitantemente profesional como la mía es lógico que desarrolle en uno ciertos poderes, incluso cuando se trata de personas como yo, que no soy nada del otro jueves. A veces era capaz de preparar mi mente para enfrentarme a situaciones casi imposibles. Por supuesto, esta destreza era una facultad curiosamente exagerada. Bien podría haber sido un concursante en uno de esos programas de televisión en que hay que encontrar la respuesta a un acertijo mientras sucede algo ridículo en el escenario y el público se muere de risa. Para aclarar mi mente y concentrar mi voluntad, confieso que me gustaba usar cierto texto del libro de oraciones de la Iglesia anglicana.

Debo admitir que en los rezos apenas si se utilizaban palabras. Y aunque ahora repetía la Colecta de los Viernes no era porque me estuviera confesando antes de la batalla, sino porque devolvía mi nerviosismo a las profundidades:
Señor Jesús, con tu muerte quitaste el aguijón de la muerte: danos a nosotros, tus siervos, el don de seguirte por el camino que nos muestras, para que finalmente podamos dormir pacíficamente en ti
. Cuando repetía esta oración, diez veces si era necesario, aparecían ante mí los días de mi escuela primaria, y volvía a ver la imagen de la «fatal capilla soporífera», como solíamos llamar a St. Matthew. Yo solía quedarme dormido «pacíficamente» y me despertaba, después de una evasión de cinco o diez segundos, para enfrentarme a los dictados de mi mente. ¡Cada cual a sus reglas mnemotécnicas! Emergí de esos diez segundos con el convencimiento de que no debía quedarme sentado junto a Kittredge y vigilar hasta el alba. Tal vez fuera más prudente quedarme sentado vigilando mi propia vida, pero en ese caso perdería a mi amor. Es una ecuación escandalosamente romántica, por cierto, pero yo la veía como la lógica del amor, que por lo general se reduce a una simple ecuación. El amor es escandaloso. Uno debe arriesgarse si quiere conservarlo, y es por eso que tan pocas personas siguen enamoradas. Estaba obligado a descubrir quién era el merodeador.

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