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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Clásico, #Drama

El fantasma de la ópera (4 page)

BOOK: El fantasma de la ópera
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Además, quizá Philippe no hubiera llevado a su hermano a los bastidores de la Academia Nacional de música si éste no hubiera sido el primero en pedírselo en varias ocasiones, con una dulce obstinación de la que el conde debía acordarse más tarde.

Philippe, después de haber aplaudido aquella noche a la Daaé, se había vuelto hacia Raoul y lo había visto tan pálido que se había asustado.

—¿No ve usted que esta mujer se encuentra mal? —había dicho Raoul.

En efecto, en el escenario tuvieron que sostener a Christine Daaé.

—Eres tú el que va a desmayarse… —dijo el conde inclinándose hacia Raoul—. ¿Qué te pasa?

Pero Raoul ya se había puesto en pie.

—Vamos —dijo con voz temblorosa.

—¿Adónde quieres ir, Raoul? —preguntó el conde, asombrado del estado en que se encontraba su hermano menor.

—¡Vayamos a ver qué pasa! ¡Es la primera vez que canta así!

El conde observó con curiosidad a su hermano y una ligera sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios.

—¡Bah! —y añadió enseguida—: ¡Vamos, vamos!

Parecía estar encantado.

En seguida se encontraron en la entrada de los abonados, que estaba abarrotada. A la espera de poder entrar en el escenario, Raoul desgarraba sus guantes con un gesto inconsciente. Philippe, que era comprensivo, no se burló de su impaciencia. Pero ya estaba resignado. Ahora sabía por qué Raoul estaba distraído cuando le hablaba y también por qué parecía sentir un vivo placer encauzando todas las conversaciones hacia la Opera.

Penetraron en el escenario.

Una masa de fracs se dirigía apresuradamente hacia el foyer de la danza o hacia los camerinos de los artistas. A los gritos de tramoyistas se mezclaban las alocuciones vehementes de los jefes de servicio. Los figurantes del último cuadro que abandonan el escenario, los «viejos verdes» que empujan, un bastidor que pasa, un decorado que baja del telar, un practicable
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que sujetan a martillazos, el eterno «sitio del teatro» que resuena en los oídos como la amenaza de alguna catástrofe nueva para vuestra chistera o de una sólida carga contra vuestros riñones: tal es el acontecimiento habitual de los entreactos y que nunca deja de turbar a un novato como el joven del bigotito rubio, de ojos azules y tez de niña que atravesaba, todo lo rápido que la aglomeración se lo permitía, el escenario en el que Christine Daaé acababa de triunfar y bajo el que Joseph Buquet acababa de morir.

La confusión no había sido nunca tan completa como en esta noche, pero Raoul no había sido nunca menos tímido. Apartaba con el hombro vigoroso todos los obstáculos, sin ocuparse de lo que se decía a su alrededor, sin intentar atender a las palabras asustadas de los tramoyistas. Tan sólo le preocupaba el deseo de ver a aquélla cuya voz mágica le había arrancado el corazón. Sí, sentía claramente que su pobre corazón aún nuevo ya no le pertenecía. Había intentado defenderlo desde el día en que Christine, a la que conocía de pequeña, había reaparecido ante él. Sintió en su presencia una emoción muy dulce a la que quiso rechazar mediante la reflexión, ya que se había hecho el juramento, tanto sé respetaba a sí mismo y a su fe, de que no amaría más que a la que fuera su mujer, y ni por un momento podía imaginar en casarse con una cantante. Pero he aquí que a la dulce emoción había seguido una sensación atroz. ¿Sensación? ¿Sentimiento? Había en ello algo físico y algo moral. El pecho le dolía como si se lo hubieran abierto para arrancarle el corazón. ¡Sentía allí un hueco horrible, un vacío real que jamás podría ser rellenado más que por el corazón de ella! Estos son acontecimientos de una psicología particular que, parece ser, no pueden ser comprendidos más que por los que han sido heridos, en el amor, por un golpe extraño, llamado en el lenguaje común, «un flechazo».

El conde Philippe tenía dificultad en seguirlo. Y continuaba sonriendo.

Al fondo del escenario, pasada la puerta doble que se abre a los escalones que conducen al foyer y a los que conducen a los palcos de la izquierda de la planta baja, Raoul hubo de detenerse ante la pequeña tropa de «ratas» que, recién bajadas de su granero, obstruían el pasillo por el que pretendía introducirse. Más de un comentario burlón fue pronunciado por pequeños labios pintados, a los que él no respondió. Por fin consiguió pasar y se sumergió en la oscuridad de un corredor invadido por el estruendo de las exclamaciones que proferían los admiradores entusiastas. Un nombre ahogaba todos los rumores: ¡Daaé, Daaé! El conde, detrás de Raoul, se decía: «El muy bribón sabe el camino», y se preguntaba cómo lo había aprendido. Él nunca lo había llevado al camerino de Christine. Había que suponer por lo tanto que éste había ido solo mientras el conde se quedaba charlando en el foyer con la Sorelli, ya que a menudo ella le rogaba que permaneciera a su lado hasta el momento de salir a escena, y quien a veces tenía la manía tiránica de dejarle al cuidado de las pequeñas polainas con que bajaba de su camerino y con las que garantizaba el lustre de sus zapatillas de raso y la limpieza de la maillot color carne. La Sorelli tenía una excusa: había perdido a su madre.

El conde, retrasando la visita que debía hacer a la Sorelli, seguía pues la galería que conducía al camerino de la Daaé y comprobaba que aquel corredor nunca había sido tan frecuentado como aquella noche en la que todo el teatro parecía trastornado por el éxito de la artista, y también por su desvanecimiento. Pues la hermosa niña aún no se había recuperado y habían ido a buscar al médico del teatro, que llegó entretanto empujando a los grupos de gente y seguido por Raoul, que le pisaba los talones.

De este modo, el médico y el enamorado se encontraron al mismo tiempo al lado de Christine, que recibió del uno los primeros cuidados y abrió los ojos en brazos del otro. El conde se había quedado, con otros muchos, en el umbral de la puerta, ante la cual se ahogaba.

—¿No cree, doctor, que estos señores deberían «desalojar» el camerino? —preguntó Raoul con audacia increíble—. No se puede respirar aquí dentro.

—Tiene usted toda la razón —afirmó el doctor, y despachó a todos, excepción hecha de Raoul y de la doncella.

Esta contemplaba a Raoul con los ojos agrandados por el más sincero de los asombros. Jamás lo había visto.

Sin embargo, no se atrevió a interrogarlo.

Y el doctor pensó que si el joven actuaba así era, evidentemente, porque tenía derecho a hacerlo. De tal forma que el vizconde permaneció en el camerino presenciando cómo la Daaé volvía a la vida, mientras los dos directores, Debienne y Poligny, que habían acudido para expresar su admiración a su pupila, se veían rechazados al pasillo, con sus trajes oscuros. El conde de Chagny, echado al corredor como los demás, se reía a carcajadas.

—¡Ah, el muy bribón! ¡El muy bribón!

Y añadía para sí: «Para que te fíes de esos jovenzuelos que adoptan aires de niñitas».

Estaba radiante.

—Es un Chagny —concluyó, y se encaminó al camerino de la Sorelli; pero ésta bajaba hacia el foyer con su pequeño rebaño que temblaba de miedo, y el conde la encontró en el camino, como ya se ha dicho.

En el camerino, Christine Daaé había dejado escapar un profundo suspiro al cual respondió un gemido. Volvió la cabeza, vio a Raoul y se estremeció. Miró al doctor, al que sonrió, después a su criada y por último a Raoul.

—¡Señor! —preguntó a este último con una voz que era tan sólo un suspiro—. ¿Quién es usted?

—Señorita —respondió el joven, al tiempo que se arrodillaba y depositaba un ardiente beso en la mano de la diva—, señorita, soy el niño que fue a recoger su chal del mar.

Christine volvió a mirar al doctor y a la doncella, y los tres se echaron a reír. Raoul se levantó muy sonrojado.

—Señorita, ya que le place no reconocerme, quisiera decirle algo en privado, algo muy importante.

—Cuando me encuentre mejor, ¿no le parece bien, señor?… —y su voz temblaba—. Es usted muy amable…

—Pero es necesario que se vaya… —añadió el doctor con su mejor sonrisa—. Déjeme usted atender a la señorita.

—¡No estoy enferma! —exclamó Christine de repente con una energía tan extraña como inesperada.

Y se levantó, pasándose una mano por los párpados con gesto rápido.

—¡Se lo agradezco mucho, doctor!… Necesito estar sola… Váyanse todos, por favor…, déjenme… Estoy muy nerviosa esta noche…

El médico quiso oponer algunos argumentos, pero ante la agitación de la joven estimó que el mejor remedio para su estado era no contradecirla. Y salió junto con Raoul, quien se encontró en el pasillo completamente desamparado. El doctor le dijo:

—No la reconozco esta noche… normalmente es tan dulce…

Y lo dejó allí.

Raoul le quedó solo. Toda aquella parte del teatro se encontraba ahora desierta. La ceremonia de despedida debía haber empezado en el foyer de la ópera. Raoul pensó que quizá la Daaé iría y esperó sumido en la soledad y el silencio. Incluso se escondió en la sombra propicia del quicio de una puerta. Seguía teniendo aquel horrible dolor en el corazón. Y era de eso de lo que quería hablarle a la Daaé sin demora. De repente, el camerino se abrió y vio a la criada que salía completamente sola, llevando unos paquetes. Se interpuso en su camino y le pidió noticias de su ama. Ella le contestó riendo que se encontraba bien, pero que no debía molestarla puesto que quería estar sola. Y se escapó. Una idea atravesó el cerebro abrasado de Raoul. ¡Evidentemente, la Daaé quería estar sola para él…! ¿Acaso no le había dicho que quería conversar en privado? Esta era la razón por la que había despedido a los demás. Respirando con dificultad, se acercó al camerino y, con la oreja pegada a la puerta para escuchar lo que iban a contestarle, se dispuso a llamar. Pero su mano se detuvo. Acababa de percibir, en el camerino, una voz de hombre que decía con entonación particularmente autoritaria:

—¡Christine, es preciso que me ames!

Y la voz de Christine, dolorida, que se adivinaba entrecortada por las lágrimas, una voz temblorosa, respondía:

—¿Cómo puede decirme esto? ¡A mí, que no canto más que para usted!

Raoul se apoyó en un panel, tal fue su sufrimiento. El corazón, al que creía haber perdido para siempre, había vuelto a su pecho y latía con estruendo. El corredor entero retumbaba y los oídos de Raoul estaban como aturdidos. Seguramente, si su corazón seguía haciendo tanto ruido, iban a oírlo, iban a abrir la puerta y el joven sería vergonzosamente expulsado. ¡Qué papel para un Chagny! ¡Escuchar detrás de una puerta! Se apretó el corazón con ambas manos para hacerlo callar. Pero un corazón no es el hocico de un perro e, incluso sujetándolo el morro a un perro que ladra sin parar, siempre se le oye gruñir.

La voz del hombre prosiguió:

—Debes estar muy cansada.

—Oh! Esta noche le he entregado mi alma y estoy muerta.

—Tu alma es extraordinariamente bella, hija mía —siguió diciendo la voz grave del hombre—, y te lo agradezco. No hubo emperador que recibiera un regalo como éste. ¡Esta noche han llorado los ángeles!

Después de estas palabras, esta noche han llorado los ángeles, el conde ya no oyó más.

Sin embargo, no se fue. Como temía ser sorprendido, se ocultó en un rincón sombrío decidido a esperar a que el hombre abandonase el camerino. En un mismo instante acababa de conocer el amor y el odio. Sabía a quién amaba. Quería saber a quién odiaba. Ante su gran estupor de su parte, la puerta se abrió y Christine Daaé, envuelta en pieles y escondido el rostro bajo un encaje, salió sola. Cerró la puerta, pero Raoul observó que no la cerraba con llave. Pasó ante él, quien ni siquiera la siguió con los ojos puesto que los tenía fijos en la puerta, que no se volvía a abrir. Entonces, al ver que el corredor estaba de nuevo desierto, lo cruzó. Abrió la puerta del camerino y la cerró inmediatamente detrás de él. Se encontraba en la más absoluta oscuridad. Habían apagado el gas.

—¿Hay alguien aquí? —dijo Raoul con voz vibrante—. ¿Por qué se esconde?

Y al decir esto, seguía apoyado en la puerta cerrada.

Oscuridad y silencio. Raoul no oía más que el ruido de su propia respiración. Seguramente no se daba cuenta de que la indiscreción de su conducta sobrepasaba todo lo imaginable.

—¡Sólo saldrá usted de aquí cuando yo lo permita! —exclamó el joven—. ¡Si no me contesta, es usted un cobarde! ¡Pero yo sabré dar con usted!

Y encendió una cerilla. La llama iluminó el lugar. ¡No había nadie en el camerino! Raoul, después de cerrar cuidadosamente la puerta con llave, encendió los globos y las lámparas. Penetró en el tocador, abrió los armarios, buscó, tanteó con sus manos húmedas las paredes. ¡Nada!

—¡Ah! ¿Es que me estoy volviendo loco? —dijo en voz alta.

Permaneció así diez minutos escuchando el silbido del gas en medio de la paz del camerino abandonado: enamorado como estaba, ni siquiera pensó en llevarse una cinta que le hubiera reconfortado con el perfume de su amada. Salió sin saber qué hacía ni adónde iba. En un momento de su incoherente deambular, un aire frío le golpeó en la cara. Se encontraba al final de una estrecha escalera por la que bajaba detrás de él un cortejo de obreros inclinados sobre una especie de camilla que recubría un paño blanco.

—¿La salida, por favor? —preguntó a uno de ellos.

—¡La está viendo! Delante de usted —le contestaron—. La puerta está abierta, pero déjenos pasar.

Preguntó maquinalmente, señalando la camilla.

—¿Qué es eso?

El obrero respondió:

—Esto es Joseph Buquet, al que se ha encontrado ahorcado en el tercer sótano, entre un bastidor y un decorado de El rey de Labore.

Se hizo a un lado ante el cortejo, saludó y salió.

CAPÍTULO III

DONDE, POR PRIMERA VEZ, LOS SEÑORES DEBIENNE Y POLIGNY DAN EN SECRETO A LOS NUEVOS DIRECTORES DE LA ÓPERA, LOS SEÑORES ARMAND MONCHARMIN Y FIRMIN RICHARD, LA VERDADERA Y MISTERIOSA RAZÓN DE SU MARCHA DE LA ACADEMIA NACIONAL DE MÚSICA

Mientras tanto proseguía la ceremonia de la despedida.

Ya he dicho anteriormente que esta magnífica fiesta se daba, con ocasión de su marcha de la ópera, en honor a los señores Debienne y Poligny, que habían querido morir, como decimos hoy, a lo grande.

Habían sido ayudados en la realización de este programa ideal y fúnebre por todos aquellos que, por aquel entonces, desempeñaban un papel en la sociedad y las artes de París.

Toda esta gente se había reunido en el foyer de la ópera donde la Sorelli esperaba, con una copa de champán en la mano y un breve discurso preparado en la punta de la lengua, a los directores dimisionarios. Tras ella, sus jóvenes y viejas compañeras del cuerpo de ballet se apretujaban, conversando en voz baja de los acontecimientos del día, y otras haciendo discretas señales de complicidad a sus amigos que en tropel parlanchín rodeaban ya el bufé que había sido levantado sobre el suelo en pendiente, entre la danza guerrera y la danza campestre del señor Boulenger.

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