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Authors: Jean-Claude Lalumière

El frente ruso (17 page)

BOOK: El frente ruso
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Mi padre me telefoneó en cuanto cruzó el peaje de Saint Arnoult; después, cuando se perdió en los Ulis, y, finalmente, desde la Puerta de Orleans. Al llegar me confió que habría preferido desplazarse para asistir a un torneo de fútbol entre las embajadas que a un desfile. Sin embargo, esperaba que hubiera chicas guapas en las carrozas. Secamente, mi madre le aconsejó que se callara. No apreciaba en absoluto que nadie criticara a su hijo en ese día glorioso. Mi padre obedeció. Me di cuenta por primera vez que tenía canas en el bigote. Desde que mi padre no tenía trabajo había perdido su soberbia. Mi madre había aprovechado para afirmarse y quedarse con toda ella. Así había podido comprobarlo durante las fiestas de fin de año y luego tras su visita a Arcachon. Toda su vida se había regido siguiendo un modelo que se había venido abajo a las primeras de cambio.

El desfile se puso en marcha a las dos de la tarde. La lluvia por fin había parado. Un frío húmedo reinaba en París. Las carrozas que habían preparado las delegaciones internacionales parecían perros gordos y húmedos. Las guirnaldas y las flores con las que las habían decorado colgaban flácidamente.

Brasil abría el cortejo. Bailarinas de cabaré danzaban con poquísima ropa al ritmo de la samba sobre el escenario montado en un enorme camión. Más que la música era el frío lo que las incitaba a moverse así. Las tradicionales bailarinas danesas, con blusas blancas y gruesas faldas largas, estaban mejor equipadas. A pesar del tiempo desapacible, todo el mundo intentaba sonreír.

La carroza francesa cerraba la marcha. Más que dar una imagen nostálgica de nuestro país mostrando sus bailes tradicionales, habíamos decidido organizar un concierto de «música actual». Esta solución nos permitía, además, no provocar el enfado de tal o cual región por favorecer el folclore bretón antes que el lemosín, las danzas provenzales antes que los cantos vascos. El ministro quiso escoger él mismo a los cantantes que debían intervenir en la carroza de la diplomacia francesa con el fin de ilustrar la historia de la canción de nuestro país, tal y como la imagina el ministerio, se entiende. Así, le había pedido a los Forbans y a Jessé Garon que abrieran el baile con
rock
de los años sesenta. Tras ellos, Maritie, Gilbert Carpentier con Rika Zaraï, Éric Charden, Dave, Enrico Macias y Mireille Mathieu —Daniel Guichard había sido considerado muy deprimente y lo habían eliminado de la selección—. Tras ellos, los años ochenta, con Desireless, Images, Jean-Pierre Mader, Jackie Quartz, etcétera. Siguiendo este orden cronológico, los artistas se sucedían como las cuentas de un rosario hasta el final, que se había confiado al mismísimo Johnny Hallyday, quien debía dar un concierto en un escenario instalado bajo el Arco del Triunfo. Para poder montarlo, el presidente de la República había pedido al ministro de Defensa que usara su influencia entre las asociaciones de antiguos combatientes para obtener la autorización que permitiera apagar la antorcha que arde en memoria del soldado desconocido. Tras aquel desfile del orgullo diplomático, París tenía que transformarse en la capital de la paz y la fiesta universales. Y entonces Francia podría preguntarse: ¿resulta todavía necesario recordar?, ¿es necesario volver a encender la llama por el soldado desconocido? La historia ya nunca tendría el mismo sentido después de aquel día.

El torpedo que terminaría agujereando un dispositivo sin errores procedió de la policía, con la que habíamos trabajado mano a mano. La policía fue quien cambió el recorrido de una manifestación de profesores coléricos que protestaban contra la reforma del sistema educativo, como hacían siempre tras las vacaciones. Su circuito, por supuesto, no tenía que haberse cruzado con el nuestro. Pero la llegada de un centenar de
hooligans
cuyo equipo, el Manchester United, debía enfrentarse esa misma tarde al Paris Saint-German en el Parque de los Príncipes, incitó a la policía a cambiar el recorrido de la manifestación de profesores. En efecto, los hinchas parisinos esperaban en pie de guerra a sus homólogos británicos frente a la estación y las fuerzas del orden temían que se produjeran enfrentamientos violentos.

Sin duda os preguntaréis cómo pudimos permitir que se abriera semejante brecha en la organización. Naturalmente que habíamos consultado el calendario de los eventos futbolísticos del PSG, pero habíamos pronosticado que sería eliminado en la primera vuelta de la competición, como siempre. No tendría que haber tenido lugar ningún partido ese mismo fin de semana. Menuda mala suerte. Se orientó a los profesores hacia el bulevar Sebastopol y luego atravesaron la calle Rivoli. La cabeza del desfile del orgullo diplomático que llegaba hasta la torre de Saint-Jacques se dio de bruces con una marea humana que le impedía continuar por el trayecto inicialmente previsto hacia el oeste de la capital. El ritmo de la samba se mezcló con los eslóganes de la Federación Sindical Unitaria y el camión brasileño se encaminó hacia el sur, hacia el bulevar Saint-Michel. Las siguientes carrozas se entremezclaron con las oleadas de sindicalistas cuyas voces decían: «Presidente arriba, presidente abajo, la reforma se va al carajo». Los músicos de las carrozas acomodaron sus melodías al canto de los profesores, los mariachis acompañaron las peticiones de plazas suplementarias, las gaitas escocesas protestaron contra el cierre de colegios e incluso Enrico Macias comenzó a cantar: «Ábreme la puerta, tú que tienes la llave de la gran escuela del mundo» entre los gritos de hurra y los aplausos de los manifestantes. «¡Enrico está con nosotros! », gritaban mientras se dirigían hacia el sur de la capital.

Los espectadores que esperaban a lo largo del recorrido oficial, comenzaron a impacientarse y se marcharon en cuanto la lluvia volvió a caer. Cuando aquellos que estaban en la plaza de L'Étoile empezaron a irse, el ministro dio la orden de que se lanzaran los fuegos artificiales para que permanecieran allí. El techo del Arco del Triunfo se incendió, pero en cuanto acabó el espectáculo pirotécnico, el público abandonó el lugar.

El desfile del orgullo diplomático jamás llegó al final de los Campos Elíseos. El cortejo de manifestantes y las representaciones diplomáticas se pararon en la plaza de Denfert-Rochereau, donde improvisaron un gran baile.

Al día siguiente, todos los periódicos hablaban de esa fiesta improvisada que había durado hasta el amanecer a pesar de la lluvia, a ritmo de músicas exóticas, que celebraba la fraternidad de los pueblos en torno a la idea común de una enseñanza de calidad. Pero en la portada todos ofrecían la misma fotografía: el Arco del Triunfo y, bajo él, con aspecto ausente y petrificado, Johnny Hallyday, el ministro de Asuntos Exteriores y el presidente de la República mirando hacia lo lejos, hacia la plaza de la Concordia, esperando, en vano, el cortejo.

14

El lunes el ambiente en la oficina era tan triste como el de un velatorio. En cuanto a mí, esa comparación no me parecía del todo apropiada: las únicas exequias a las que había asistido —mi familia no había soportado muchos duelos hasta entonces— habían sido las de mi abuelo paterno. Y debo confesar que guardo de ellas un buen recuerdo: el placer de poder llevar por primera vez un traje negro era más fuerte que la pena que podía sentir por la pérdida de un abuelo un poco borracho —su bigote imponente le otorgaba la pinta de una vieja morsa desabrida— que unos meses antes había participado en la ejecución de
Bidibi
, mi conejo blanco. Así que me paseaba por la casa de mis abuelos, sonriente, mostrando orgulloso mi vestimenta. Las visitas que habían venido a rendir un último tributo a mi abuelo y presentar sus condolencias a la familia me pasaban la mano por el pelo y apreciaban mi valor. No derramé ni una sola lágrima aquel día, eso es cierto. En cambio, lloré mucho el día siguiente cuando mi madre me prohibió ir al colegio con mi hermoso traje negro.

El ministro había despedido a nuestro jefe ese mismo fin de semana y había confiado transitoriamente la dirección del despacho al más experimentado: Ferry. Pasé todo el día tras la pantalla de mi ordenador enviando
emails
de socorro a Marc. Intentando reconfortarme, me envió algunos vídeos de carácter humorístico que había encontrado en Internet, pero yo no tuve fuerzas para reírme. Los otros miembros de la oficina estaban absortos en la lectura de informes que al parecer no podían esperar. Silencio a lo largo del pasillo. Cada cierto tiempo el sonido del teléfono rompía ese tenso sosiego. Los más temerarios se atrevían a ir hasta la máquina de café. Sus susurros apenas duraban unos segundos. En el comedor apenas probé la comida y no llegué a terminarme mi yogur.

El martes Ferry nos convocó en la gran sala de reuniones, esa misma en la que habíamos decidido organizar el primero y, por lo que se veía, último desfile del orgullo diplomático. Y en la que, no sin una sensación de vértigo, había imaginado cómo mi carrera emprendía el vuelo. Pero cuando entré en ella el martes, me sentí caer en picado. Nos tranquilizó y nos dijo que ya no rodarían más cabezas. La marcha de nuestro jefe había suscitado algunos comentarios en la prensa, lo que significaba que el responsable había sido localizado y eliminado. No hacía falta que nos volviéramos a colocar bajo los focos con la excusa de un juego de las sillas que haría parecer al Ministerio de Asuntos Exteriores todavía más ridículo. La orden era la de hacer el menor ruido posible y esperar que el recuerdo de semejante fiasco se disipara. Podíamos dormir tranquilos, incluso aquellos que habían tenido una parte activa en la organización de un evento tan vergonzante e irreflexivo, añadió mientras dirigía su mirada hacia donde yo me encontraba. Simulé no haberme dado cuenta y lamenté la actitud individualista que había adoptado durante aquellos últimos meses: obsesionado con la idea de avanzar en mi carrera — ¿era de verdad la mía?—, había terminado por poner a tres cuartas partes del equipo en mi contra. En ese instante, en mitad de la tormenta, era demasiado tarde como para invocar al espíritu colectivo. Me encontraba en el ojo del huracán y solo podía apretar los dientes y esperar a que llegara el final de la tormenta. Para terminar, Ferry nos anunció que el ministro había nombrado ya un sucesor del que ignoraba el nombre y que se incorporaría al día siguiente por la mañana.

Al día siguiente todo el mundo estaba en su puesto a las ocho y media. Todos habíamos ordenado nuestras mesas y llevábamos nuestras mejores galas para recibir al nuevo jefe del departamento. Yo esperaba simplemente que Ferry, que era el encargado de recibirlo, no se extendiera demasiado en el papel que yo había tenido en la organización del orgullo diplomático.

Igual que los antílopes adivinan que se aproxima el león en la sabana, sentimos nosotros su cercanía antes incluso de que pisara el pasillo al que daban nuestros despachos. Nos pusimos rectos en las sillas, con una postura más estricta, con aspecto de estar totalmente absortos en la lectura de los informes, intentando parecer lo más naturales posible, cómodos sin parecer descuidados. Ferry y nuestro nuevo jefe pasaron de despacho en despacho. Yo podía escuchar las rápidas presentaciones, las charlas corteses, las frases de bienvenida, los agradecimientos que se repetían mientras se aproximaba. Yo estaba preparado, con una hoja en la mano, la misma desde hacía veinte minutos: había previsto dejarla encima de la mesa aparentando sorpresa, en cuanto llegara mi nuevo superior. Luego debía levantarme y tender la mano en signo de bienvenida con una espontaneidad medida y estudiada. Había repetido esos movimientos varias veces a lo largo de la mañana.

Se acercaban. Cinco, cuatro, tres, dos, uno. Pero yo seguía en mi sitio, como si estuviera clavado a mi silla: en la puerta de mi despacho acababa de aparecer, a lado de mi compañero Ferry, el antiguo jefe de gabinete del secretario de Estado de comercio exterior al que hacía unos meses habían despedido por un desgraciado accidente con una fotocopiadora. Terminé levantándome y solté unas confusas palabras de bienvenida. Ferry me presentó, pero el antiguo jefe de gabinete lo cortó en seco.

—Conozco muy bien a este hombre. Tuve el placer de trabajar con él hace unos meses. Y me sorprende verlo aquí.

Después se dirigió a mí.

—No he dejado de seguir sus pasos desde nuestro último encuentro. Y creo haber oído que estaba a punto de dejar el departamento de comunicación.

Mientras hablaba con un resentimiento apenas contenido, una gota de saliva enorme salió de su boca y aterrizó en mi mejilla derecha. No me la limpié e intenté responderle con dignidad.

—Es una posibilidad —comencé—, pero todavía no he tomado una decisión.

— Qué extraño. Precisamente acabo de cruzarme con el señor Langlois, el responsable del departamento de

personal. Me ha afirmado que ya tiene un nuevo puesto, que estaba esperándole, que solo tiene que ir a firmar.

Me dirigió una sonrisa fría y victoriosa. Luego se giró mientras Ferry me lanzaba una mirada de incomprensión. Cuando estaba a punto de salir, mi nuevo jefe de departamento se paró para darme la última estocada:

—No lo retengo. Le esperan a partir de esta tarde en su nuevo destino. Es inútil que se quede más tiempo entre nosotros.

Me sentía humillado. Había tardado un año en salir de mi camino y con solo unas palabras ese hombre me había dado caza como si fuera un mendigo. Aun abatido y resignado, debería haber reaccionado, pero en ese tipo de ocasiones siempre me falta el coraje.

Langlois me tendió mi nuevo destino con la misma sonrisa de satisfacción que había iluminado su cara al comunicarme el nombramiento en el frente ruso tras la reunión de bienvenida, hacía más o menos un año. Sin lugar a dudas, su hipoteca no se había reducido; sus problemas de hemorroides habían empeorado. Empecé a leer cuál sería mi destino. ¿Dónde podían enviarme para vengarse? Los destinos peligrosos eran varios: Irak, Pakistán, Corea del Norte... Mi pasión por los viajes, más que por la diplomacia, era enorme y me habría sentido satisfecho con la idea de poder obtener cualquiera de estos puestos, los menos deseados entre los más lejanos. Sin embargo, temía anunciarle esa noticia a mi madre, quien ya me había dicho que prefería lugares cercanos que supusieran más vacaciones y menos riesgos sanitarios. ¿Cómo decirle que me marchaba a un sitio en el que el riesgo de ataques terroristas era muy elevado? O, peor todavía, ¿cómo confesarle que su hijo querido se iba a un país en guerra? Pero no contaba con la imaginación perversa de mis dos hadas madrinas. Habían encontrado algo todavía peor. La orden de transferencia decía así:

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