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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (14 page)

BOOK: El guardián invisible
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—Pobre chico —dijo Engrasi—. ¿Por qué no le has invitado a quedarse? Tenemos asado de sobra, y ese chico me cae muy bien. Es historiador, ¿no?

—Es antropólogo y arqueólogo —apuntó James.

—Y policía —remató Rosaura.

—Sí, y muy bueno. Aún le falta experiencia y sus enfoques están siempre influidos por su carrera, pero resulta muy interesante trabajar con él. Además, tiene una educación exquisita.

—Muy distinto a Fermín Montes —dejó caer la tía Engrasi.

—Fermín… —suspiró Amaia exhalando todo el aire de sus pulmones.

—¿Te causa problemas?

—Si al menos apareciera para causármelos… Todo el mundo está muy raro últimamente, como si estuvieran afectados por una tormenta solar que les cortocircuitara el sentido común. No sé si es el invierno, que empieza a ser demasiado largo, o este caso… Todo es tan…

—Es complicado, ¿verdad? —dijo la tía mirándola preocupada.

—Bueno, ha ido todo muy rápido, en apenas unos días dos asesinatos… Bueno, ya sabéis que no puedo revelar datos, pero los resultados de los análisis son muy confusos; incluso hay alguna teoría que apunta a la presencia de un oso en el valle.

—Sí, eso dice el periódico —señaló Rosaura.

—Tengo a unos expertos investigando, pero los guardabosques no creen que sea un oso.

—Yo tampoco lo creo —dijo Engrasi—. Hace siglos que no hay osos en el valle.

—Ah, pero creen que hay algo…, algo grande.

—¿Un animal? —preguntó Ros.

—Un basajaun. Incluso uno de ellos afirma haber visto a uno hace unos años. ¿Qué os parece?

Rosaura sonrió.

—Pues hay más gente que afirma haberlos visto.

—Sí, en el siglo XVIII, pero ¿en el 2012? —dudó Amaia.

—Un basajaun… ¿Qué es?, ¿una especie de genio del bosque? —se interesó James.

—No, no, un basajaun es una criatura real, un homínido que mide unos dos metros y medio de alto, con anchas espaldas, una larga melena y bastante pelo por todo el cuerpo. Habita en los bosques, de los que forma parte y en los que actúa como entidad protectora. Según las leyendas, cuidan de que el equilibrio del bosque se mantenga intacto. Y aunque no se prodiga demasiado, solía ser amistoso con los humanos. Por la noche, mientras los pastores dormían, el basajaun vigilaba las ovejas desde la distancia y, si se acercaba el lobo, despertaba a los pastores con fuertes silbidos que componían todo un idioma y eran audibles a varios kilómetros de distancia. También solían avisarlos desde los cerros más altos cuando se aproximaba una tormenta, para que los pastores tuvieran tiempo de poner el rebaño a salvo en las cuevas cercanas. Y los pastores se lo agradecían dejando sobre una roca o en la entrada de una cueva algo de pan, queso, nueces o leche de las mismas ovejas, ya que el basajaun no come carne —explicaba Ros.

—Es fascinante —dijo James—. Cuéntame más.

—También hay un genio, como los que aparecen en los cuentos de
Las mil y una noches
, poderoso, caprichoso y terrible, que además es femenino y se llama Mari. Ella vive en las cuevas y en los riscos, siempre en lo alto de los montes. Mari aparece mucho antes del cristianismo, simboliza la madre naturaleza y el poder telúrico. Es la que protege las cosechas y los partos del ganado, y la que propicia la fecundidad no sólo de la tierra y el ganado, sino también de las familias. Un genio, una señora de la naturaleza y, para algunos, un espíritu telúrico y antojadizo capaz de tomar cualquier forma de la naturaleza, una roca, una rama, un árbol, que siempre recuerdan un poco a su forma de mujer, la forma que más le gusta: la de una dama hermosa y elegantemente vestida, como una reina. Así se presenta, y nunca sabes que es ella hasta que se ha ido.

James sonreía encantado y Ros continuó.

—Tiene muchas casas, se desplaza volando desde Aia hasta Amboto, desde Txindoki hasta aquí. Vive en lugares que por fuera parecen peñas, riscos o cuevas, pero que a través de pasadizos secretos conducen a sus aposentos, lujosos y majestuosos, repletos de riquezas. Si quieres un favor de ella, debes ir hasta la entrada de su cueva y depositar allí una ofrenda. Y si lo que quieres es tener un hijo, hay un lugar con una roca en forma de dama en la que Mari a veces se encarna para vigilar el camino. Debes ir hasta allí y poner sobre la roca un canto que habrás llevado contigo desde la puerta de tu casa. Después de depositar tu ofrenda debes alejarte sin volverte, caminando hacia atrás hasta que no puedas ver la roca o la entrada de la cueva. Es una historia preciosa.

—Sí que lo es —musitó James, todavía influido por la atmósfera mágica.

—Mitología —puntualizó, escéptica, Amaia.

—No olvides, hermana, que la mitología está basada en creencias que han perdurado durante siglos.

—Sólo para paletos crédulos.

—Amaia, no puedo creerme que hables así. La mitología vasco-navarra está recogida en documentos y tratados tan prestigiosos como los del padre Barandiaran, que no era precisamente un paleto crédulo sino un acreditado antropólogo. Y algunas de esas costumbres antiguas han perdurado hasta nuestros días. Hay una iglesia en el sur de Navarra, en Ujué, a la que las mujeres que quieren ser madres peregrinan con una piedra que llevan desde su casa; allí la depositan sobre un gran montón de guijarros y le rezan a la Virgen del lugar, pues el hecho es que hay datos de que las mujeres ya peregrinaban a ese mismo lugar antes de levantarse la ermita y por aquel entonces arrojaban la piedra a una gruta natural, una especie de pozo o mina muy profunda. Es famosa la eficacia del ritual. Dime, ¿qué tiene de católico, de cristiano o de lógico llevar una piedra desde tu casa y pedirle a la señora que te dé un hijo? Muy probablemente la Iglesia católica, ante la imposibilidad de acabar con ese tipo de costumbres tan arraigadas en la población, decidió que era mejor poner allí una ermita y convertir un rito pagano en católico, como ya se había hecho con los solsticios en San Juan y Navidad.

—Que Barandiaran las recogiera sólo significa que estaban muy extendidas, no que fueran ciertas —rebatió Amaia.

—Pero, Amaia, ¿qué es lo que importa realmente, que algo sea cierto o que tantas personas lo creyesen?

—Historias de pueblo, destinadas a desaparecer. ¿Acaso crees que en la era del móvil e internet alguien va a darle a esas bonitas historias, lo reconozco, alguna credibilidad?

Engrasi tosió levemente.

—No pretendo ofenderte, tía —dijo Amaia como queriéndose hacer perdonar.

—La fe escasea en estos tiempos de tecnología. Y dime de qué sirve todo eso para evitar que un monstruo asesine niñas y tire sus cuerpos al lecho del río. Créeme, Amaia, el mundo no ha cambiado tanto, sigue siendo un lugar a veces oscuro, en el que los espíritus malignos rondan nuestro corazón, en el que el mar sigue tragándose navíos enteros sin que nadie pueda encontrar ni rastro, y sigue habiendo mujeres que ruegan por concebir. Mientras haya oscuridad habrá esperanza, y esas creencias seguirán teniendo valor y formando parte de nuestra vida. Trazamos una cruz sobre la masa del pan, o ponemos una
eguzkilore
en la puerta para proteger la casa del mal; algunos ponen una herradura, los granjeros alemanes pintan los graneros de rojo y trazan estrellas sobre ellos. Llevamos los animales a san Antón, o pedimos a san Blas que nos libre del catarro… Ahora puede parecer una tontería, pero a principios del siglo pasado una epidemia de gripe diezmó Europa, y su origen estaba aquí. Y el invierno pasado, ante la alarma que se generó con la gripe A, los gobiernos se gastaron millones en vacunas inútiles. Siempre hemos pedido protección y ayuda cuando estábamos más a merced de las fuerzas de la naturaleza y hasta hace poco parecía indispensable vivir en comunión con ella, con Mari o con los santos y vírgenes que llegaron con el cristianismo. Pero cuando llegan tiempos oscuros las viejas fórmulas siguen funcionando. Como cuando se va la luz y calientas la leche en el hogar en un cazo de metal en vez de utilizar el microondas. ¿Engorroso? ¿Complicado? Puede, pero funciona.

Amaia permaneció un instante en silencio, como si asimilara lo que acababa de oír.

—Tía, entiendo lo que quieres decirme, pero aun así me cuesta mucho creer que alguien camine hasta una cueva o una roca para pedirle a un genio que le conceda tener un hijo. Creo que cualquier mujer con dos dedos de frente se buscaría un buen semental.

—¿Y si eso falla?

—Un especialista en reproducción —dijo James mirando a Amaia fijamente.

—¿Y si eso falla? —preguntó Engrasi.

—Supongo que entonces queda la esperanza… —se rindió Amaia.

La tía asintió sonriendo.

—Me gustaría visitar ese lugar —dijo James—. ¿Está cerca?, ¿podrías llevarme?

—Claro —respondió Ros—, podemos ir mañana si no llueve, ¿te animas, tía?

—Ya me perdonaréis, id vosotros, yo ya no estoy para esos trotes. El lugar está cerca de donde apareció esa chica, Carla. Tú también deberías verlo, Amaia, aunque sólo sea por curiosidad.

James la miró esperando su respuesta.

—Mañana es el funeral por Anne Arbizu, también tengo que ver a Flora y… —se acordó de algo, sacó el móvil y marcó el número de Montes. Contestó el servicio de telefonía, que invitaba a dejar un mensaje de voz que se convertiría en texto.

—Montes, llámame, soy Salazar. Amaia —puntualizó, recordando que sus hermanas también eran Salazar.

Ros se despidió y se alejó hacia la escalera, y James besó a tía Engrasi y rodeó a su mujer por la cintura.

—Será mejor que vayamos a acostarnos.

La tía no se movió de su lugar.

—James, espérala arriba. Amaia, quédate, por favor, quiero contarte algo. Apaga esa luz, que me deja ciega, pon un par de chupitos de orujo de café y siéntate aquí, frente a mí. Y no me interrumpas. —Miró a su sobrina a los ojos y comenzó a hablar—. La semana en que cumplí dieciséis años vi a un basajaun en el bosque. Iba cada día allí a recoger leña hasta que anochecía: eran tiempos muy duros, había que recoger la suficiente para los hornos del obrador, para la chimenea de casa y para vender. A veces tenía que cargar con tanto peso que la frustración por mi falta de fuerzas me hizo arrojar la carga a un lado del sendero y, tendida en el suelo, me puse a llorar de puro agotamiento. Después de llorar un rato me quedé en silencio tumbada entre los haces de leña preguntándome cómo iba a conseguir llevarlos hasta el pueblo. Entonces lo oí. Al principio pensé que se trataba de un ciervo, que son muy sigilosos, no como los jabalíes, que siempre van montando un escándalo de todos los demonios. Levanté la cabeza por encima del fardo de leña y lo vi. Primero pensé que era un hombre, el hombre más alto que había visto en mi vida; llevaba el torso desnudo y muy velludo, y una melena larguísima que le cubría toda la espalda. Raspaba con un palito la corteza de un árbol y recogía los trozos con unos dedos largos y hábiles llevándoselos a la boca como si se tratase de una exquisitez. De pronto se volvió y olisqueó el aire como haría un conejo. Tuve la absoluta seguridad de que supo que yo estaba cerca. Con el tiempo, cuando pensé con calma, llegué a la conclusión de que conocía perfectamente mi olor, un olor que ya formaba parte del bosque, porque yo me pasaba la vida allí. Salía hacia el monte por la mañana en cuanto despejaba la niebla, trabajaba hasta mediodía. Paraba un rato para comer con mis hermanas la comida caliente que mi madre nos traía a mediodía, ella se llevaba con mi hermana mayor los haces que habíamos reunido por la mañana en un borriquillo que teníamos, y yo continuaba trabajando un par de horas más o hasta que comenzaba a anochecer. Mi olor debía de formar parte de aquella zona del bosque tanto como el de cualquier animalillo, incluso teníamos un cagadero más o menos definido donde íbamos cuando lo necesitábamos, más que nada por evitar ir pisando mierdas por el bosque mientras buscábamos leña. Así que el basajaun olisqueó el aire, me reconoció y continuó con lo suyo como si nada, aunque en un par de ocasiones volvió la cabeza inquieto, como si esperase encontrar algo a su espalda. Permaneció allí unos minutos más y después se alejó lentamente, deteniéndose de vez en cuando a rascar pequeños trozos de corteza y de líquenes de los árboles. Me puse en pie y cargué con los haces de leña con fuerzas que saqué de no sé dónde, aunque sé que no fue del pánico; estaba asustada, sí, pero más como alguien que ha presenciado un prodigio del que no es merecedor que como una niña que ha visto al coco en el bosque. Sólo sé que al llegar a casa estaba pálida como si hubiera metido la cara en un plato de harina y tenía el pelo pegado a la cabeza por un sudor frío y gelatinoso que consiguió asustar a tu abuela, que me metió en la cama y me hizo tomar infusiones de
pasmo belarra
hasta que tuve la garganta como una alpargata de esparto. En casa no dije nada, creo que porque sabía que lo que había visto era de índole distinta a lo que mis padres podían llegar a admitir, aunque tenía claro lo que era. Sabía que era un basajaun: como todos los niños del Baztán, había escuchado contar muchas veces las historias de los basajaunes y de los otros seres, algunos mágicos, que vivían en el bosque desde mucho antes de que los hombres fundaran Elizondo junto a la iglesia. El siguiente domingo, durante las confesiones, se lo conté al cura que había entonces, un jesuita cafre de mucho cuidado, don Serafín se llamaba. Y te aseguro que de criatura angelical tenía bien poco: me llamó mentirosa, embustera y desgraciada, y como aun así no le pareció suficiente, salió del confesionario y me dio un coscorrón con los nudillos que me hizo saltar las lágrimas. Después me largó un sermón sobre los peligros de inventarse cuentos semejantes, me prohibió volver a mencionar aquel tema ni siquiera con mi familia y me impuso una penitencia de padrenuestros, avemarías, credos y yo pecadores que me llevó semanas cumplir, así que no se me ocurrió volver a contarlo nunca más. Cuando iba al bosque a recoger leña hacía tanto ruido que espantaba a cualquier bicho viviente en dos kilómetros a la redonda, cantaba el
Te Deum
en latín y a voz en grito y cuando regresaba a casa casi siempre estaba afónica. Nunca volví a ver al basajaun, aunque muchas veces creí distinguir las huellas de su paso; es cierto que también podrían haber sido de ciervos o de osos, que entonces los había, pero siempre supe que mi canto era para él una señal, que con sólo oírlo se alejaría, que conocía mi presencia, la aceptaba y la rehuía como yo la suya.

Amaia observó el rostro de Engrasi. Cuando ésta terminó de hablar, se quedó mirando a su sobrina con aquellos ojos azules que habían sido de un azul tan intenso como los suyos, y que ahora aparecían desvaídos como zafiros gastados, aunque conservaban el brillo de la astucia de una mente sagaz y despierta.

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