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Authors: Daniel Pennac

Tags: #prose_contemporary

El Hada Carabina (4 page)

BOOK: El Hada Carabina
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Y ya está. Lo demás debe escribirse. Es el tema del artículo que Julie prepara para su revista, con el objetivo de desarticular la banda de la hermosa morenita pinchadora de vejestorios.

 

Risson cuenta la Guerra y la Paz y, en el venenoso silbido de la pequeña bomba, pueden oírse girar los nombres de Natacha Rostov, Pierre Bezuchov, Andrei, Elena, Napoleón, Kutuzov...
Mi pensamiento vuela hacia Julie, hacia mi Corrençon, hacia mi periodista de la Ética...
Tres semanas sin vernos. Prudencia. La banda no debe saber dónde se ocultan los viejos. No vacilaría en cargarse a esos testigos molestos, y menos aún a su entorno...
¿Dónde estás, Julie? Te lo suplico, sé prudente. No hagas tonterías, Julia mía, desconfía de la ciudad. Desconfía de la noche. Desconfía de las verdades que matan.
Y mientras lo pienso, le guiño discretamente el ojo a Julius el Perro, que se levanta para salir conmigo a Belleville: nuestro tazón de aire nocturno.
5

 

Mientras el príncipe Andrei Bolkonski veía girar su muerte en una quincallería abandonada de Belleville, una muchacha anónima tocaba el violín en el quai de la Mégisserie, detrás de su ventana cerrada. Totalmente vestida de negro, de pie ante la ciudad, la muchacha torturaba la sonata n.° 7 de Georg Friedrich Händel.
Por milésima vez, recordó la secuencia del telediario de las ocho: el joven policía rubio, con el abrigo verde, que yacía en el asfalto de Belleville con la cabeza reventada, y la pequeña vietnamita, muy vieja, muy frágil, muy amenazada, preguntando en un primer plano:
—¿Potegelnos?
Coronando el abrigo verde, la rubia cabeza del muchacho parecía una vasta flor sangrienta sobre su tallo.
—¡Qué horror! —había dicho mamá.
—Se parece a Ho Chi Minh, esa vietnamita, ¿no crees? —había preguntado papá.

 

La muchacha había abandonado discretamente el círculo familiar y se había encerrado en su alcoba. Sin encender la luz. Había tomado su violín. De pie ante la doble ventana cerrada, comenzó a tocar todas las piezas de su repertorio. Hacía ya cuatro horas que tocaba. Dibujaba la música en la noche con breves y cortantes movimientos del arco. Los dedos de su mano derecha se aflojaban tan deprisa cuando pasaba la crin que apagaban cualquier resonancia. Sólo la nota precisa y helada como una hoja. Hubiérase dicho que jugaba con una navaja de afeitar. Que desgarraba sus más hermosos vestidos... Ahora le tocaba a Georg Friedrich Händel.
La ciudad degollaba a las ancianas damas...
La ciudad hacía estallar las jóvenes cabezas rubias...
«¿Potegelnos? —preguntaba una vietnamita sola en la ciudad—. ¿Potegelnos?...»
—No hay amor —murmuró la muchacha entre dientes.
Y entonces vio el automóvil. Era un automóvil largo y negro cuya carrocería brillaba vagamente. Acababa de detenerse en pleno Pont-Neuf por encima del Sena, con majestad, como si se acostara. La portezuela trasera se abrió. La muchacha vio salir un hombre. Sostenía a una mujer titubeante.
—Borracha —diagnosticó la joven.
(Y el paso del arco por las cuerdas produjo uno de esos sonidos vacilantes cuyo horrible secreto posee sólo el violín.)
El hombre y la mujer titubearon hacia el parapeto. La muchacha sentía la pelirroja cabeza de la mujer apoyando todo su peso sobre el hombro de su compañero.
—A menos que esté preñada —se dijo la muchacha—, hay tantas razones para vomitar...
Pero no, la mujer no se dobló para vomitar en el Sena su sobrante de maternidad. La pareja, por el contrario, parecía soñar, con la cabeza de la mujer en el hombro del hombre, la mejilla de éste en la melena de aquélla. El abrigo de pieles femenino brillaba como la carrocería del automóvil.
—No, es amor —se dijo la muchacha.
(Primera caricia de la velada para Georg Friedrich Händel.)
—Tiene el pelo como el de mamá.
Una increíble cabellera pelirroja, de hecho, de un rubio veneciano tal vez, en la que se enmarañaba el brillo del farol, lo que daba a la pareja una aureola dorada.
—¿Ahí está, pues, el buen amor?
Junto a la acera, paciente, el automóvil lanzaba al frío pequeñas fumarolas blancas y silenciosas. Georg Friedrich Händel vendaba sus heridas.
—Es amor —repitió la muchacha.
Y justo en aquel instante, oyó el rugido. Atravesó el doble cristal de sus ventanas. Un largo rugido metálico que brotaba del motor del coche estacionado, cuya portezuela delantera se había abierto de pronto. La muchacha vio entonces al hombre que desaparecía tras el parapeto y a la mujer cayendo del puente. Hubiérase dicho que había emprendido el vuelo. Estaba todavía desplegada en el espacio cuando el hombre se había zambullido ya por la portezuela abierta y el auto se ponía en marcha con un aullido de sus cuatro ruedas. El blanco cuerpo de la mujer en la noche. El giro del auto, el choque de su alerón trasero contra un mojón, su chatarrera huida, a toda velocidad, por el muelle. La muchacha cerró los ojos.
Cuando tuvo valor para abrirlos de nuevo —habían transcurrido sólo unos segundos— el puente estaba vacío. Pero, entre las relucientes paredes del muelle, se deslizaba la oscura maza de una barcaza. Y allí, en las ondulaciones de una montaña de carbón, roto como un pájaro muerto, el cuerpo desnudo de la mujer pasaba ante los ojos de la joven.
—No lo habrá perdido todo —pensó la muchacha—, conserva su abrigo.
Luego, por segunda vez, reconoció la aureola dorada que rodeaba el blanco rostro.
—Mamá —murmuró.
Dejó caer el arco y el violín, abrió de par en par la ventana y aulló en la noche.
6

 

A doce bajo cero, se te congelan; y sin embargo, Belleville hierve como la caldera del diablo. Parece que todo el pasmerío de París se lanza al asalto. Trepan desde la plaza Voltaire, caen desde la plaza Gambetta, acuden de Nation y de la Goutte d'Or. La cosa sirenea, luzgironea y estridula a todo trapo. Hay deslumbramientos en la noche. Belleville palpita. Pero a Julius el Perro le importa un bledo. En la penumbra propicia a los regalos caninos, Julius el Perro lame una placa de hielo con forma de África. Su lengua colgante ha encontrado algo delicioso. La ciudad es el alimento preferido de los perros.
Diríase que en esa noche cortante Belleville ajusta todas las cuentas de su historia con la Ley. Las porras hienden los callejones. Las tascas y los furgones celulares juegan a los vasos comunicantes. Es el vals del camello, la caza al árabe, el gran mechuí del pasmerío bigotudo.
Salvo por esto, el barrio sigue siendo el mismo, es decir, siempre cambiante. Se vuelve limpio, se vuelve liso, se vuelve caro. Los edificios que se han salvado del viejo Belleville parecen raigones en una dentadura hollywoodiense. Belleville cambia.

 

Y resulta que yo, Benjamin Malaussène, conozco al gran ordenador de ese cambio bellevillense. Es arquitecto. Se llama Ponthard-Delmaire. Anida en una casa de cristal y madera, sumida en el verdor, arriba, en la calle de la Mare. Un rincón de paraíso para los talleres del buen Dios, es normal. El tal Ponthard-Delmaire es archicélebre. Le debemos, entre otras cosas, la reconstrucción de Brest (arquitectónicamente hablando, el Berlín este francés). Pronto publicará en mi empresa (las Ediciones del Talión) una gran obra sobre sus proyectos parisinos: del tipo megalolibro, papel satinado, fotos en color, plano desplegable y todo lo demás. Operación prestigio. Con hermosas frases de arquitecto: de esas que emprenden el vuelo en abstracciones líricas para aterrizar hechas perpiaños de cemento. Recibí los honores de Ponthard-Delmaire, el sepulturero de Belleville, porque la reina Zabo me envió a buscar su manuscrito.
—¿Por qué yo, Majestad?
—Porque si surge una mierda en la publicación de su libro, Malaussène, usted recibirá la bronca. Mejor es, pues, que Ponthard conozca enseguida sujeta de chivo.
Ponthard-Delmaire es un tipo gordo que, por una vez, no se mueve «con sorprendente agilidad para su corpulencia». Un gordo que se mueve como un gordo; pesadamente. Y que se mueve poco, por lo demás. Tras haberme sollado su libro, ni siquiera se levantó para acompañarme. Sólo me dijo:
—Espero por su bien que no haya problemas.
Y no apartó de mí sus ojos hasta que el fámulo con chaleco de abeja cerró a mis espaldas la puerta de su despacho.

 

—¿Vienes, Julius?
Tú crees que sacas a tu perro para que mee, a mediodía y por la noche. Grave error: son los perros quienes nos invitan a meditar dos veces por día.
Julius se separa de su helada África y proseguimos nuestro paseo hacia el Koutoubia, el restaurante de mi colega Hadouch y de su padre Amar. Por más que Belleville se convulsione en torno a sus tripas, nada modificará la trayectoria del pensador y de su chucho. De momento, el pensador evoca la mujer a la que ama. «Julie, Corrençon mía, ¿dónde estás? Te añoro, joder, ¡ya lo creo!» Hace apenas un año, Julie (en aquella época la llamaba Julia) hizo una discreta entrada en mi vida. Mujer nómada, me preguntó si aceptaba ser su portaaviones. «Aterriza, hermosa mía, y despega tan a menudo como quieras, yo, en adelante, navegaré en tus aguas.» Le contesté algo parecido. (¡Carajo! Qué hermoso era...) Desde entonces, me paso la vida esperándola. Las periodistas geniales sólo folian entre dos artículos, ése es el inconveniente. Y si currara, al menos, en un diario... Pero no, mi Corrençon se expresa en una revista mensual. Y sólo publica cada tres meses. Sí, el amor trimestral, ése es mi destino. «¿Por qué te ocupas de esos viejos drogatas, Julie? ¿Por qué un abuelo que se pincha ha de ser la exclusiva del año?» Debería avergonzarme por hacerme esta pregunta, pero no tengo tiempo. Una mano, brotando de la oscuridad, me agarra del cuello y me arranca. Despego y aterrizo.
—Salud, Ben.
El corredor está oscuro, pero reconozco la sonrisa: muy blanca, con un agujero negro entre ambos incisivos. Si se encendiera un candil, los cabellos serían de un rizado pelirrojo sobre la feroz mirada. Simon el Cabileño. Reconozco enseguida su aliento mentolado.
—Salud, Simon, ¿desde cuándo me echas mano como un pasma?
—Desde que la bofia nos impide salir a la calle.
También reconozco la otra voz. Una voz flexible que da un paso adelante, y la noche toma cuerpo en torno a Mo el Mossi, la inmensa sombra del Cabileño.
—Pero ¿qué pasa, tíos? ¿Han degollado a otra vieja?
—No, esta vez es una vieja que se ha cargado a un pasma.
Canela y menta verde, Mo el Mossi y Simon el Cabileño son la pareja más eficiente de la Roquette a Buttes Chaumont, cuando se trata de loterías clandestinas. Son los lugartenientes de mi colega Hadouch, hijo de Amar y mi condiscípulo en el instituto Voltaire. (Que yo sepa, el único patizambo que ha elegido ser trilero.)
—¿Una vieja que ha matado a un pasma?
(Lo agradable, en Belleville, son las sorpresas.)
—¿No te lo ha dicho el Pequeño? Estaba allí, con tu perro. Ha ocurrido en el cruce Timbaud. Hadouch y yo lo hemos visto todo desde la acera de enfrente.
Helados murmullos, corredor meado, pero gran sonrisa de Simon.
—Una vieja muy vuestra, Ben: con capazo, pantuflas y todo lo demás. Se lo ha cargado con una P.38. Te lo juro por mi madre.
(¿De modo que es cierto que las hadas transforman los tíos en flores? Joder con la vieja cabrona: mostrar la muerte violenta ante las gafas rosadas de mi Pequeño...)
—Ben, Hadouch te pide un favor.
Simon abre nuestras respectivas cazadoras y un sobre de papel grueso pasa, discretamente, de su calor al mío.
—Son fotos del pasma apiolado, Ben. Cuando las veas, comprenderás que Hadouch no pueda tenerlas en casa ahora. En la tuya, al menos, no habrá registro.

 

—¿Vienes, Julius?
La noche está cada vez más afilada.
—¿Vienes de una vez?
Catacloc, catacloc, ya llega. Ese perro apesta tanto que su olor se niega a seguirlo: lo precede.
—¿Tomamos por Spinoza y damos la vuelta por la Roquette?
«¿Por qué no estás aquí, Julie? ¿Por qué debo contentarme con Julius y Belleville?» «En el periodismo, tal como yo lo concibo, Benjamin, las razones para escribir son mis únicas razones para vivir.»
—Ya lo sé, ya lo sé, pero intenta no morir por ello...
Los faros del coche nos deslumbran, de pronto, a Julius y a mí. Se oye el motor aullando al fondo de la calle de la Roquette. El tipo debe de subir hacia nosotros a más de ciento veinte. (En el fondo, yo debería hacer lo mismo: sacarme el carnet, comprarme un bólido y, cuando desee demasiado a mi Corrençon, pegarme un voltio a toda mierda por el cinturón de la ronda.) Fascinado por el coche, Julius se ha dejado caer sobre su gran culo. Clava sus ojos en los faros, como si esperara hipnotizar al dragón. Cien contra uno a que, con ese hielo, el dragón va a darse de narices contra el portal del Père-Lachaise.
—¿Apuestas, Julius?
Apuesta perdida. Aullido tras aullido, reduce de pronto, culea en la curva, se recupera al salir y se larga a todo trapo hacia Ménilmontant. Sólo que, en la curva, se ha abierto una portezuela y algo parecido a un pájaro siniestro ha volado del coche negro. Primero he creído que era un cuerpo, pero ha caído como una piel vacía. Un abrigo, tal vez, o una manta. He puesto ya el pie en el arroyo para ir a verlo, pero un largo aullido femenino me recorre la sangre como la llama de un soplete. Luego, un coche de policía, que sigue al primero, me devuelve a la acera. La mujer invisible sigue aullando. Me doy la vuelta. No es una mujer, es Julius.
—¡Julius, joder, no me hagas eso!
Pero con la cabeza vuelta hacia el coche desaparecido, las fauces redondeadas como en un dibujo y los ojos llameantes de terror, Julius sigue aullando. Un largo lamento femenino, entrecortado por breves sollozos. Un lamento que se hincha, invade todo el barrio, hasta que se enciende una ventana, luego otra, obligándome a huir por la Folie-Régnault, encorvado como un ladrón de niños, con el perro entre mis brazos, babeándome en la mano que lo amordaza, mi perro con los ojos en blanco en la rojiza noche de la ciudad, mi perro en plena crisis de epilepsia.
BOOK: El Hada Carabina
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