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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

El hombre de bronce (16 page)

BOOK: El hombre de bronce
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La cabeza del reptil fue desollada con cuidado y quizá agrandada por algún método de estiraje, hasta formar un capuchón y careta fantásticos.

Los brazos y piernas del hombre, que no iban cubiertos por el extraño disfraz, estaban pintados de azul, el color sagrado de los mayas.

Partiendo de la cabeza y descendiendo por la columna vertebral, llegando casi al extremo colgante de cola de la serpiente, había plumas.

Semejaban los tocados de plumas de los indios americanos.

El recién llegado estaba, evidentemente, disfrazado en algún parecido fantástico con Kukulcan, el dios de los mayas, la Serpiente Emplumada.

El cónclave de los guerreros se impresionó en gran manera. Se arrodillaron al instante, inclinando la cabeza ante la diosa aparición vestida de serpiente y plumas.

Sin duda sabían que había un hombre dentro de aquella vestimenta, pero sus almas supersticiosas no dejaron de sentir el temor de lo desconocido.

El hombre-serpiente empezó a hablar en maya, balbuceando con la mayor dificultad. Muchas de sus palabras no eran comprendidas por su auditorio.

En tales ocasiones un aire de incomprensión se dibujaba en el rostro de los guerreros, obligándolo a repetir.

Era evidente que el hombre-serpiente no pertenecía a la misma raza.

Pero los guerreros estaban bajo su absoluto dominio.

—Soy el hijo de Kukulcan, sangre de su sangre, carne de su carne —declaró el hombre-serpiente, atemorizando a su auditorio—. ¿Apresasteis a algunos invasores blancos y luego los arrojasteis al pozo de los sacrificios?

¿Cambiasteis el color del aeroplano azul de los demonios blancos, pintando luego encima las señales de la Muerte Roja? Yo os lo ordené. ¿Cumplisteis mis órdenes?

—Sí —murmuró un guerrero.

El hombre de la careta de serpiente presintió ocurría alguna cosa anormal.

La horrible cabeza se movió, escudriñando a los mayas congregados.

—¿Dónde está vuestro jefe, Kayab? —preguntó.

—Está prisionero —informó, vacilante, uno.

La figura enmascarada se estremeció de furia.

—¿Entonces, Savage y sus hombres aún gozan de las simpatías de vuestro pueblo?

El hombre-serpiente extrajo, poco a poco, la historia de lo sucedido a los guerreros humillados.

La información pareció aturdirle, y permaneció sentado, meditando en silencio.

Un guerrero, más osado que el resto, inquirió:

—¿Qué se hizo, señor, de los dos de la secta que enviamos con vos al mundo de los blancos para asesinar a ese Savage y a su padre?

Estas palabras descubrieron la identidad del hombre-serpiente.

Era el asesino del padre de Doc Savage. El dueño de la Muerte Roja. El instigador del movimiento revolucionario de Hidalgo.

El hombre diabólico respondió, con lentitud. Su cerebro le advertía que no era conveniente que aquellos hombres conociesen que sus dos compañeros sucumbieron a manos de Doc Savage, el supremo aventurero.

Quizá la noticia destruiría la fe que depositaban en el impostor que pretendía ser el hijo de la sagrada Serpiente Emplumada.

Necesitaba todo su poder ahora. Doc Savage destruyó a su piloto y a su aeroplano. Era un golpe grave.

Abrigaba el propósito de utilizar aquel aeroplano equipado con aquella ametralladora en su revolución contra el presidente Carlos Avispa.

Y si Savage y sus amigos se quedaban en el Valle de los Desaparecidos, pronto desaparecería toda posibilidad de obtener el dinero necesario para financiar la revolución.

—¿Ha visitado Savage el lugar del oro? —preguntó.

—No —replicó un maya bien informado—. Sólo conoce que la pirámide contiene todo el metal amarillo del Valle de los Desamparados. El rey Chaac no le ha descubierto la verdad todavía.

Ninguno de los guerreros oyó las palabras que el hombre-serpiente murmuró:

—¡Menos mal!

Los hombres congregados empezaron a rebullir, nerviosos… Aquel hijo de la Serpiente Emplumada se mostró más egoísta e imperioso en otras ocasiones.

Ahora guardaba silencio. Y no había explicado lo sucedido a sus dos camaradas. Un maya repitió la pregunta.

—Están vivos y gozan de perfecta salud —declaró el hombre serpiente—.

¡Escuchad! Oídme bien, hijos míos, pues éstas son mis palabras de sabiduría.

Los guerreros escucharon atentos.

—¡La Muerte Roja herirá de muerte muy pronto! —murmuró la voz tras la máscara de la serpiente.

Los mayas quedaron aterrados. Se estremecieron, arrimándose los unos a los otros, buscando protección, mientras un imponente silencio dominaba a la asamblea.

—¡La Muerte Roja herirá pronto de muerte! —repitió el hombre-serpiente—.

Así lo ordena Kukulcan, la Serpiente Emplumada, mi padre, para demostrar que no quiere ver a esos hombres blancos entre sus elegidos.

Habéis pecado gravemente al permitirles quedarse. Fuisteis advertidos de que debíais destruirlos. Yo, la voz de mi padre, la Serpiente Emplumada, os avisé.

Un guerrero empezó: —Intentamos…

—Nada de excusas —ordenó el enmascarado—. Sólo ejecutando dos cosas podéis evitar la Muerte Roja o detener su progreso cuando haya descendido sobre vosotros. En primer lugar, destruiréis, como sea, a Savage y a sus hombres. En segundo lugar, debéis entregarme a mí, al hijo de la Serpiente Emplumada, el oro que puedan acarrear diez hombres. Yo me cuidaré de que la ofrenda llegue a poder de la Serpiente Emplumada.

Los mayas murmuraron y se estremecieron.

—Destruid a Savage y traedme todo el oro que os he pedido —repitió el hombre que les infundía terror—. Sólo eso conseguirá que la Serpiente Emplumada retire a la Muerte Roja. He hablado. Partid.

Los guerreros se dispersaron con celeridad, aterrados de las profecías.

Permanecerían en sus casas hablando de ello el resto de la noche. Y cuanto más lo comentaran más dispuestos estarían a obedecer las órdenes.

Pues es un hecho extraño que una multitud de hombres son menos valerosos ante una amenaza que un individuo solo.

El hombre-serpiente se marchó en seguida, caminando de una manera furtiva, estremeciéndose cuando las rocas agudas le lastimaban los pies.

AL llegar a un matorral, sacó de allí dos frascos de vidrio de a cuatro litros.

Uno de ellos estaba lleno de un líquido rojo y viscoso. El otro contenía un líquido mucho más fluido y más pálido.

Sobre un frasco había escrito: Cultivo de gérmenes que producen la Muerte Roja.

En el otro se leía: Cura de la Muerte Roja.

El hombre enmascarado se los llevó con cuidado al dirigirse con sigilo hacia la pirámide dorada.

Sin ser observado, al llegar cerca de la imponente masa de metal amarillo de fabulosa riqueza, no pudo reprimir una exclamación; pero el ruido del agua descendiendo por el costado de la pirámide eliminó toda posibilidad de ser oído.

Ascendió los escalones, tanteando el camino en la intensa oscuridad.

El agua descendía por su lado. Llegó a la parte plana de la estructura.

Tanteando a oscuras halló lo que buscaba: un charco pequeño, semejante a un depósito.

Este caudal alimentaba al arroyuelo que descendía por el lado de la pirámide. Encendió, furtivo, una cerilla.

Luego vació en el agua el contenido del frasco etiquetado Cultivo de gérmenes que producen la Muerte Roja.

El hombre-serpiente conocía por experiencia que los gérmenes mortíferos durarían dos días en el agua que se deslizaba a lo largo de la pirámide.

¡Y los mayas obtenían su agua potable de aquella corriente!

Pasados dos días todas las personas del valle caerían víctimas de la espeluznante Muerte Roja. Tan sólo una cosa podía salvarles: un tratamiento con el preparado del otro frasco.

Anteriormente, pues recibió muchos tributos de oro del valle, el hombre-serpiente administró la cura como hizo con la enfermedad, vaciando el contenido del otro frasco en el suministro de aguas.

Llevando en las manos los dos frascos, el vacío y el lleno, el hombre descendió de la pirámide, dirigiéndose a un extremo remoto del valle donde tenía su escondite.

Allí se ocultaba desde que su piloto aviador lo dejó caer en un paracaídas al valle, la noche anterior.

Se detuvo en el camino para romper el frasco vacío.

El ruido del cristal rompiéndose, le inspiró un pensamiento maligno.

—Jamás conocerán el origen del tesoro del viejo Chaac —gruñó—. Y nadie más conoce el secreto. Entonces, ¿por qué he de molestarme en curarlos cuando enfermen?

Rechinó los dientes.

—Si todos los habitantes del valle perecieran, podría buscar el oro con toda tranquilidad. Y sólo esa pirámide contiene ya una fabulosa fortuna.

Por los labios del hombre-serpiente cruzó una maligna sonrisa.

—¡Entregarán muchos tributos antes que averigüen mi pensamiento!

Llegó a una conclusión que demostraba su ferocidad y crueldad.

Rompió el frasco que contenía el remedio de la Muerte Roja contra una roca.

Tenía el propósito de dejar perecer a los mayas.

Capítulo XVII

La batalla contra la muerte roja

Doc pasó parte de la mañana conversando con el rey Chaac.

A pesar de que el soberano no había oído hablar de una universidad moderna, poseía conocimientos extraordinarios respecto del universo.

La bella princesa Atacopa, también descubrió Doc, pasaría en cualquier sociedad por una joven bien educada.

—Llevamos una vida ociosa en el Valle de los Desaparecidos —explicó el soberano—. Disponemos de mucho tiempo para pensar.

Poco después el rey Chaac hizo una revelación inesperada y agradable.

—Seguramente se extrañó usted de que le dijese que antes de descubrirle el tesoro debían pasar treinta días. ¿No? —preguntó el soberano.

Doc asintió con la cabeza.

—Se trata de un acuerdo convenido con su padre —sonrió el soberano—. Yo debía quedar convencido de que era usted un hombre de suficiente carácter para utilizar su fabulosa riqueza de una manera digna.

—No fue mala idea —declaró Doc.

—Estoy satisfecho —declaró el anciano rey—. Mañana le mostraré el oro. Pero, primero, por la mañana será usted adoptado por nuestra raza maya. Usted y sus hombres. Eso es necesario. Durante siglos se nos ha transmitido la palabra de que sólo un maya obtenga esa riqueza. Al ser adoptado hijo de nuestra tribu se cumplirá ese mandato.

Doc asintió, agradecido.

La conversación giró en torno al modo de transportar el oro a la civilización.

Savage indicó: —No es posible transportarlo en aeroplano, a causa de las corrientes de aire.

El anciano rey sonrió.

—Poseemos borricos en el Valle de los Desaparecidos. Cargaré de oro a una reata de ellos y los despacharé consignados a su banquero en Blanco Grande.

Doc se sorprendió al escuchar tan sencillo plan.

—Pero las tribus guerreras de las montañas vecinas no lo dejarán pasar.

—Se equivoca —rió el soberano—. Los nativos son de raza maya. Saben que estamos aquí y el motivo. Y durante siglos, sus armas evitaron la invasión de los hombres blancos. Sí, dejarán pasar la caravana de borricos y ningún hombre blanco sabrá jamás de dónde salieron. Y dejarán paso libre a tantas caravanas como sean necesarias durante el transcurso de los años.

—¿Existe tanto oro? —inquirió Doc.

El rey Chaac sonrió sin pronunciar otra palabra.

La Muerte Roja hirió al mediar la tarde.

Un grupo de excitados mayas que rodeaban una casa de piedra, llamó la atención de Monk. Miró en el interior.

Un maya yacía tendido en un banco de piedra. Tenía la piel salpicada de manchas rojas; estaba febril y pedía agua.

—¡La Muerte Roja! —murmuró Monk, con voz llena de terror.

Corrió en busca de Doc y lo encontró escuchando cortésmente a la atractiva princesa.

La joven logró, por fin, pillar a solas a Doc.

AL oír la noticia, el joven Savage se dirigió, con la rapidez de una centella, al aeroplano, de donde sacó su caja de instrumentos.

AL entrar en la morada de piedra del maya, se convirtió al instante en lo que era ante todo: un gran médico y cirujano.

Estudió en las principales universidades y hospitales de América y Europa, y con los cirujanos más famosos en sus clínicas particulares.

Y había practicado infinidad de experimentos por su propia cuenta.

Con sus instrumentos, su agudo oído y sus hábiles dedos, examinó con detención al maya.

Monk preguntó: —¿Qué tiene el maya?

—Lo ignoro todavía —contestó Doc—. Pero es evidente se trata de la misma enfermedad que mató a mi padre. Eso significa que fue administrada a este hombre, de alguna manera, por ese demonio culpable de tantas atrocidades.

Esto significa que debe de encontrarse en el valle ahora; probablemente el aeroplano lo dejó aterrizar en un paracaídas ayer por la noche.

Long Tom llegó corriendo en aquel instante.

—¡La Muerte Roja! —jadeó—. Son innumerables las víctimas que van cayendo por todo el pueblo.

Doc administró un calmante al primer atacado para aliviar en parte sus dolores; luego visitó un segundo paciente, que presentaba los mismos síntomas que el anterior.

Interrogó con detención dónde estuvo y lo que comió.

Idéntico interrogatorio sufrieron cuatro mayas más.

Por un simple proceso de deducción descubrió cómo se producía la Muerte Roja.

—¡El abastecimiento de aguas! —exclamó.

Enseñó a sus compañeros la manera de administrar los calmantes para aliviar los agudos sufrimientos de las víctimas.

—Monk, necesitaré tus conocimientos de química. Ven conmigo.

Cogiendo unos tubos de ensayo para tomar unas muestras del agua, se dirigieron corriendo hacia la pirámide dorada.

Aunque la epidemia de la Muerte Roja empezara hacía menos de una hora, los guerreros de los dedos rojos aprovechaban el pánico engendrado.

Extendían la versión de que la enfermedad era un castigo infligido sobre los mayas por permitir que Doc y sus amigos permaneciesen en el Valle de los Desaparecidos.

Se levantaban murmullos amenazadores. Los hombres de cintos azules arengaban, frenéticos, por todas partes, procurando avivar las llamas del odio.

—¡Precisamente cuando las cosas iban viento en popa! —murmuró Monk.

Doc y Monk llegaron a la pirámide reluciente y empezaron a subir.

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