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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

El Inca (10 page)

BOOK: El Inca
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Los
urus
, que habían basado sus pautas de comportamiento en el abandono de cualquier tipo de iniciativa —la desidia llevada a sus últimas consecuencias, y la resistencia, más que pasiva, «inactiva»—, se encontraron de improviso frente a la cruda realidad de que la política de hacer oídos sordos que tan buenos resultados les había dado hasta el presente, los conducía ahora directamente a la muerte.

Cuando el séptimo cadáver quedó tendido boca arriba en mitad de un campo abierto, con las entrañas al aire para que comenzase a heder cuanto antes, y en el cielo hicieron su aparición los primeros cóndores, incluso los más rebeldes y recalcitrantes parecieron llegar a la conclusión de que algo había cambiado, y de que a partir de aquel día tendrían que empezar a encarar el futuro de un modo muy distinto.

Resulta evidente que ni los propios
urus
, ni mucho menos el enérgico general Saltamontes, tenían los conocimientos suficientes como para comprender que la secular apatía de aquel pueblo no se debía simplemente al hecho de que fueran vagos de solemnidad, sino a una larga serie de problemas de índole física que se arrastraban de generación en generación, y que tenía su principal raíz en una alimentación escasa en calorías y deficiente en vitaminas y minerales.

Cientos o tal vez miles de años de no consumir más que pescado, maíz y patatas habían agotado a un pueblo que habitaba a casi cuatro mil metros de altitud sobre el nivel del mar, y que en ocasiones sufría unas diferencias de temperatura de más de cincuenta grados entre el bochorno de los quietos mediodías en los que la superficie del tranquilo lago devolvía los rayos de sol como un espejo o las heladas noches en las que el viento descendía ululando de las nevadas cumbres andinas.

Una desnutrición atávica y sin esperanzas los había llevado al punto en que ahora se encontraban, y había conseguido que incluso los siempre activos y laboriosos incas acabaran por rendirse a la evidencia de que no existía forma humana de hacer reaccionar a aquella cuadrilla de inútiles.

Pero la visión de una docena de cóndores destrozando con sus picos y sus afiladas garras los cuerpos de padres, hermanos o parientes que la noche antes dormían quizá en la misma choza constituía, en verdad, un revulsivo capaz de obligar al menos animoso de los hombres a dar un primer paso en la dirección correcta.

Al tercer día de tan drástica forma de actuar, y cuando no le quedó la más mínima duda de que ni una sola pulga había sobrevivido a los largos baños y la mugre de toda una vida había pasado a abonar los campos vecinos, Pusí Pachamú, que era quien había estado en todo momento al mando del complejo operativo militar, ordenó que le fuera entregado a cada hombre o mujer un largo poncho de color verde oscuro por el que debían ser reconocidos de allí en adelante.

Luego los puso a cortar juncos del lago, las famosas cañas de
totóra
que una vez secas al ardiente sol de aquellas alturas se unirían en haces del grueso del brazo de un hombre y que constituían la materia prima con que los hábiles
aymará
, vecinos de los
urus
pero infinitamente más activos, limpios y eficaces, fabricarían sus hermosas naves.

Mientras tanto, un centenar de veteranos habían sido enviados hacia el oeste, con órdenes expresas de encontrar una ruta cómoda entre el lago más alto del mundo y el océano.

Se trataba de una distancia de algo más de doscientos kilómetros, con un desnivel de casi cuatro mil metros a través de una de las regiones más accidentadas del planeta; tal vez una misión prácticamente imposible para la mayor parte de los seres humanos, pero no para quienes habían nacido y se habían criado en aquellas increíbles alturas, y habían sido entrenados, además, como fuerzas de élite de un poderosísimo ejército.

Se abrieron nuevos pasos, se construyeron increíbles puentes, y se edificaron
tambos
que permanecían siempre repletos de alimentos, y que se alzaban a la distancia exacta que debía recorrer diariamente un hombre cargado con cincuenta kilos de peso.

Más que una operación militar, era aquélla una operación de intendencia, y eso era algo en lo que los incas habían demostrado desde muy antiguo una especial habilidad.

Sin conocer la rueda, y por lo tanto el carro, que en realidad hubiese resultado inútil y engorroso por unos empinados senderos que la mayor parte de las veces estaban conformados por escalones tallados en la roca y puentes colgantes de muy difícil tránsito, hombres y mujeres avanzaban hora tras hora sin experimentar la más mínima señal de fatiga, puesto que, habiendo nacido a tanta altura sus pulmones se encontraban habituados desde niños a la escasez de oxígeno, mientras que sus piernas parecían haber sido fabricadas en el más puro acero.

Una larga hilera de porteadores, vigilados y auxiliados por centenares de soldados, inició por tanto la marcha hacia la costa transportando, sujetos a la frente por anchas fajas de gruesa tela, los largos bultos de
totóra
.

El general Saltamontes demostraba sin lugar a dudas que no sólo era un magnífico estratega, sino, también, un eficiente organizador.

Los mejores constructores
aymará
se trasladaron de igual modo a la costa, se eligió una ancha y tranquila ensenada protegida de los vientos que llegaban de la sierra y, en cuanto comenzaron a llegar los cargamentos, se inició la tarea de unir entre sí los haces de juncos.

A los tres meses del nacimiento de Tunguragua, Rusti Cayambe se dispuso, por tanto, a iniciar la gran aventura de su vida.

—Ignoro cuánto tiempo tardaré en regresar… —le comentó durante la última noche a su esposa—. Pero puedes estar segura de que ningún sucio
araucano
me impedirá volver.

—No me preocupan los
araucanos
… —le hizo notar una princesa a la que le costaba un enorme esfuerzo ocultar su tristeza—. Me preocupa el mar.

—No es más que agua.

—¿Y te parece poco? —se asombró ella—. El nuestro es un pueblo que sabe enfrentarse al frío de los páramos, a los más peligrosos abismos e incluso a impenetrables selvas, pero jamás, que yo recuerde, nos hemos enfrentado al mar.

—Los
aymará
saben cómo hacerlo.

—En el Titicaca, no en un océano que, por lo que pude ver cuando acudí a visitar a la familia de mi madre, es infinitamente mayor y muchísimo más agitado.

—¿Agitado? —se sorprendió él—. ¿Qué quieres decir con eso de «agitado»?

—Que siempre está en movimiento —fue la respuesta—. ¿Acaso no te lo han dicho? Cuando sopla el viento se alza furioso contra la tierra firme y su fuerza es semejante a la de un pequeño terremoto.

—Ya he visto las olas que se forman en el lago.

—¡No tienen nada que ver! Las del mar son diez veces mayores.

—¿Estás segura?

—Lo he comprobado personalmente. Su estruendo se escucha en la distancia, y cuando avanzan por la playa se diría que pretenden aferrarte por los pies con el fin de arrastrarte a las profundidades.

—¡Ni siquiera había pensado en eso! —admitió un impresionado Rusti Cayambe—. Siempre me habían asegurado que el mar no es más que un lago gigantesco.

—¡Y así es! Pero por eso mismo resulta tan peligroso. ¿Sabes nadar?

—¿Nadar? No. Cada vez que he tenido que cruzar un río sin puentes lo he hecho aferrado a un buche de alpaca bien inflado.

—Pues en ese caso te aconsejo que te proveas de uno de esos buches de alpaca. Y que se los proporciones a todos aquellos que no sepan nadar.

—¡No se me había ocurrido!

—¿Entiendes ahora por qué me preocupa más el mar que los
araucanos
? Estoy convencida de que sabes cómo enfrentarte a esos cerdos, pero también estoy convencida de que el océano te va a proporcionar terribles sorpresas.

—¡Bien! —admitió él en tono resignado—. Ya es tarde para volverse atrás, pero de lo que puedes estar segura es de que en los peores momentos, si es que llegan, el hecho de saber que me estáis esperando me dará fuerzas para seguir adelante.

—¿Cuánto tiempo calculas que tardarás en volver? —quiso saber la princesa.

—Ya te he dicho que no tengo ni la más remota idea —se vio obligado a responder su esposo sin poder evitar encogerse de hombros—. No sabemos a qué distancia se encuentra realmente el auténtico país de los
araucanos
, ni a qué velocidad se puede avanzar por ese mar. Puede que seis meses; puede que ocho… ¡Yo qué sé!

—¡No es justo!

—¿Qué es lo que no te parece justo?

—Que tengas que ser tú quien vaya.

—La idea fue mía.

—Lo sé, pero el Emperador debería comprender que tú eres demasiado valioso como para arriesgarse a que te pierdas en una empresa tan peligrosa. Debería haber puesto a Pusí Pachamú al mando de la expedición.

—¿Y crees que yo lo hubiera aceptado? No es ésa mi forma de actuar, ya que jamás le exijo a ninguno de mis hombres nada que yo no sea capaz de haber hecho antes. Por eso me respetan.

—Y te adoran, lo sé, pero de qué les servirá si no regresas.

—¡Ya te he dicho que volveré! —insistió él un tanto molesto—. Y me moriría de vergüenza, renunciando a mi cargo, si me impidieran ir al frente de mis soldados.

—Pues a mí se me antoja una terrible muestra de egoísmo el hecho de que no pienses ante todo en nuestra hija y en mí. ¿Qué será de nosotras si nos faltas?

—Estaréis, más que nunca, bajo la protección del Emperador.

—No me refiero a eso… —protestó ella—. Me refiero a ti y a mí. Si sufro lo indecible cuando pasas una semana lejos, ¿qué ocurrirá cuando transcurran los meses sin saber nada de ti?

—Que tendrás que aprender a vivir con ello. Siempre quisiste casarte con un general, no con un cortesano de los que jamás se han arriesgado a ir más allá del río Apurímac.

—¡Pero es que tengo miedo!

—Eso no es digno de ti… —le reconvino su esposo acariciándole amorosamente el cabello—. Tienes que ser fuerte.

—¿Y cómo se demuestra la fortaleza cuando no puedes hacer más que esperar? Haga lo que haga, diga lo que diga, nada cambiará el hecho de que te encuentras muy lejos, y son los dioses los que tienen tu vida en sus manos.

—En ese caso habla cada día con los dioses. Hazles ofrendas y pídeles que cuiden de mí porque nuestra hija me necesita. Estoy seguro de que te escucharán.

—Mi madre siempre decía que los dioses nacieron sordos. Saben hablar y ver, pero aún no han aprendido a escuchar. Si supieran hacerlo no habría enfermedades, plagas, terremotos ni inundaciones…

—Las enfermedades, las plagas, los terremotos y las inundaciones existen no porque los dioses sean sordos, sino porque desean poner a prueba nuestra entereza frente a las adversidades. Si todo fuera cómodo y la vida nos sonriera a todas horas, ¿qué mérito tendríamos?

—Yo nunca he deseado mérito alguno —señaló la princesa Sangay Chimé, segura de lo que decía—. Lo único que he deseado es vivir en paz con mi esposo y muchos hijos…

Capítulo 6

E
l mar era inmenso.

Incluso visto desde lo alto de la montaña impresionaba, pero una vez abajo encogía el ánimo de los más valientes, puesto que invitaba a pensar que se trataba de un gigantesco monstruo de apariencia amable pero que permanecía al acecho dispuesto a devorar a su víctima en el momento justo en que le viniera en gana.

Rusti Cayambe y Pusí Pachamú tomaron asiento sobre la arena, aspiraron hondamente aquel desconocido olor a sal, algas y yodo, escucharon en respetuoso silencio el rumor de las olas y el grito de las aves que revoloteaban sobre sus cabezas y permanecieron largo tiempo meditabundos, como si estuvieran tratando de hacerse una idea de qué era lo que en verdad los esperaba.

—¿Qué opinas? —inquirió al fin el anonadado general Saltamontes.

—Que frente a esto el Titicaca es como una moñiga de alpaca comparada con el nevado de Ampato.

—¿Imaginabas que pudiera ser tan grande?

—¿Cómo se puede imaginar nadie algo así? —protestó su subordinado—. Por más que miro no veo nada al otro lado.

—Es que al otro lado no hay nada.

—¡Algo habrá!

—Más agua.

—¿Y luego?

—Más agua.

—¿Y toda salada?

—Eso dicen.

—¡Pues que el cielo nos proteja!

—Debiste patearme el culo el día en que se me ocurrió esta idea.

—¿Y yo qué sabía?

—Me siento como esos estúpidos que juegan a las bolas y ganan. Insisten y vuelven a ganar, y así una y otra vez, convencidos de que nunca les llegará el momento de perderlo todo.

—Aún no hemos perdido… —le hizo notar su subordinado.

—¡No! Aún no… —admitió Rusti Cayambe al tiempo que se ponía en pie—. Pero me da la impresión de que a éste nadie le gana.

Al día siguiente alcanzaron la quieta ensenada en que, a la orilla de un minúsculo riachuelo que descendía de la cordillera, se había alzado un improvisado «astillero» en el que trabajaban cientos de hombres y mujeres.

El primer barco, de unos quince metros de largo por cuatro de ancho, con la proa y la popa muy en punta y un solo palo del que colgaba una cuadrada vela tejida también con finos tallos de
totóra
, se encontraba ya dispuesto sobre la arena, muy cerca del agua, a la espera de ser botado con todo el complejo ceremonial que el momento requería.

Si la bendición de los sacerdotes y valiosos sacrificios a los dioses de las profundidades se hacían necesarios allá en el tranquilo Titicaca, aquí en el proceloso mar limitado resultaban evidentemente de todo punto imprescindibles.

Cánticos, bailes, ofrendas de los más diversos animales, frutos y estatuillas de oro y plata, así cuanto pasó por la mente de los «expertos» en negocios relacionados con el mar y que sirvieran para atraer sobre la nave la mayor cantidad de buena suerte posible, fue puesto en práctica con verdadero entusiasmo, y al fin, con el primer rayo de sol hiriendo las quietas aguas de la ensenada, se inició la delicada tarea de empujar la pesada nave sobre troncos rodantes.

Cuando al fin quedó meciéndose tranquilamente a unos veinte metros de la orilla, a la que le unía una larga y resistente maroma, la mayor parte de los presentes se observaron estupefactos.

¡Flotaba!

¡Y cómo flotaba!

Aproximadamente, un metro de su infraestructura había desaparecido bajo la grisácea superficie del océano, pero el resto de la altiva embarcación se destacaba, hermosa y desafiante, contra el azul del cielo de la mañana.

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