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Authors: George Pelecanos

Tags: #Policíaco

El jardinero nocturno (11 page)

BOOK: El jardinero nocturno
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—Perdona, Margaret.

Atendió la llamada en un despacho vacío. Oyó la voz alterada pero controlada de su mujer. De vuelta en el pasillo, encontró a Rhonda Willis charlando con un par de detectives. Ramone le informó de la llamada y de adónde iba.

—¿Quieres compañía?—preguntó Rhonda.

—¿No tenías que testificar?

—Por lo visto no estoy en el menú de hoy. ¿Y lo de la comparecencia?

—Ya volveré luego —dijo Ramone—. Vamos, que te lo cuento todo por el camino.

Marita Bryant, desde su casa en Manor Park, vio llegar los coches patrulla y de la secreta al domicilio de la familia Johnson. Un detective calvo y grandón entró en la casa. Luego llegó Terrance Johnson con su Cadillac, lo aparcó de cualquier manera y corrió a la puerta principal. Poco después apareció una ambulancia. Sacaron en una camilla a Helena Johnson, la mujer de Terrance y madre de sus hijos: Asa, de catorce años, y Deanna, de once. Terrance salió con ella, visiblemente alterado, andando a trompicones por el jardín. Se detuvo un momento a hablar con el vecino, un jubilado de nombre Colin Tohey, y luego se lo llevó el detective, que le ayudó a entrar en su coche.

Marita Bryant se acercó al jardín de los Johnson, donde estaba Colin Tohey, todavía impresionado. Tohey le contó que habían encontrado el cadáver de Asa Johnson en el jardín comunitario de Blair Road. Helena se desmayó al enterarse y tuvieron que llamar a una ambulancia. Bryant, que tenía una hija de la misma edad que Asa y conocía a la pandilla del chico, llamó de inmediato a Regina Ramone. Sabía que Diego era amigo de Asa y pensó que a Regina le gustaría saber lo sucedido. Además sentía curiosidad, y seguramente Gus tendría más información. Pero Regina todavía no sabía nada, y pensaba que Gus tampoco estaría al tanto, porque si no la habría llamado. Colgó el teléfono dejando a Marita Bryant con la palabra en la boca, e intentó de inmediato localizar a Gus.

—¿Tu hijo era muy amigo de ese chico? —preguntó Rhonda, en el asiento delantero del Impala de cuatro cilindros, el modelo más básico de Chevrolet. Se dirigían hacia North Capítol Street.

—Diego tiene muchos amigos —contestó Ramone—. Asa no era de los más íntimos, pero lo conocía muy bien. El año pasado estaban en el mismo equipo de rugby.

—¿Tú crees que se lo tomará muy mal?

—No lo sé. Cuando murió mi padre, el chico lo pasó fatal porque me vio sufrir mucho. Pero esto es algo muy diferente. Esto no es natural.

—¿Quién se lo va a decir?

—Regina irá al colegio a por él para darle la noticia. Yo le llamaré más tarde. Y ya lo veré esta noche.

—¿Habláis mucho de Dios en tu casa?

—No demasiado, no.

—Pues en esta ocasión deberíais.

La vida de Rhonda había sido difícil, teniendo que criar a cuatro hijos ella sola, y el asunto Dios le había sido de gran ayuda. Era su roca y su muleta, y le gustaba hablar de ello. A Ramone no.

—¿Tú qué sospechas? —preguntó Rhonda, rompiendo el silencio.

—Nada.

—Conocías al chico, conoces a la familia.

—Sus padres son honrados. Y lo tenían muy vigilado.

—¿Alguna cosa más?

—Su padre es un tío bastante inflexible. Era muy exigente con su hijo. En los deportes, en el colegio… en todo.

—¿Tanto como para que el chico se descarriara?

—No lo sé.

—Porque eso puede ser tan dañino como no hacerles ningún caso.

—Ya.

—¿Alguna vez te dio la impresión o la sensación de que el chaval estaba metido en algún lío raro?

—No. Aunque eso no quiere decir nada, claro. Pero, no, no tengo razones para pensarlo.

Rhonda le miró.

—¿A ti te caía bien?

—Era un buen chico.

—Lo que digo es qué impresión te daba. Ya sabes, a veces sólo con mirar a un chico nos hacemos una idea de cómo es.

Ramone pensó en las veces que había visto a Asa jugar al fútbol, sus placajes sin fuerza, las veces que se apartaba incluso del jugador que llevara la pelota. Recordó cuando Asa entraba en su casa sin dirigirles la palabra ni a Regina ni a él, sin saludar siquiera a menos que no le quedara más remedio. Sabía exactamente lo que Rhonda quería saber. A veces mirando a un chico te lo imaginas ya de adulto y te haces una idea de cómo será: un tipo duro, un tipo fuerte, un tipo que triunfará en lo que haga… A veces mirando a un chico piensas que estarías orgulloso si fuera tu hijo. Asa Johnson no era uno de ellos.

—Le faltaba empuje. Es lo único que se me ocurre.

Pero había algo más. A Ramone le había parecido a veces captar una especie de debilidad en la mirada de Asa. Una mirada de víctima.

—Al menos has sido sincero.

—Eso no significa nada —replicó Ramone, algo avergonzado.

—Es más de lo que Garloo verá. Porque sabes que nada más ver al chico pensará lo que pensará de manera automática. Y ni siquiera estoy diciendo que Bill sea así. Es sólo que… bueno, que no tiene demasiadas luces. Le gusta tomar atajos mentales.

—Yo sólo necesito echar un vistazo por allí.

—Si es que llegamos.

—Los coches de verdad se los asignan a la policía regular.

—Y a nosotros nos dan las tartanas.

Ramone aceleró, pero no consiguió más que ahogar el motor.

Para cuando llegaron Ramone y Rhonda, el escenario del crimen se había despejado de mirones para llenarse de oficiales. También había acudido un periodista. Encontraron a Wilkins y a Loomis junto a un anodino Chevy. Cerca de allí un oficial blanco de uniforme se apoyaba contra un coche patrulla. Wilkins tenía un cuaderno en una mano y un cigarrillo en la otra.

—El Ramone —saludó Wilkins—. Rhonda.

—Bill.

Ramone echó un vistazo al lugar: los comercios, las vías del tren, las fachadas traseras de las casas y la iglesia en la calle residencial que corría de este a oeste en una elevación al final del jardín.

—Me han llamado de la oficina para decir que venías —comentó Wilkins—. ¿Conocías a la víctima?

—Un amigo de mi hijo.

—¿Asa Johnson?

—Si es que es él.

—Llevaba al cuello un carnet de esos de colegio. Su padre ha identificado el cuerpo.

—¿Está aquí el padre?

—Está en el hospital. A su mujer le ha dado un ataque. Y él tampoco parecía muy entero, la verdad.

—¿Hay algo ya?

—Al chaval le dispararon en la sien, con el agujero de salida en la coronilla. Hemos encontrado la bala. Aplastada, pero nos dará para saber el calibre.

—La pistola nada.

—No.

—¿Casquillos?

—No.

—¿Alguna corazonada?

—De momento nada.

Pero tanto Ramone como Rhonda y Loomis sabían que Wilkins ya se había imaginado un probable escenario y había eliminado algunas posibilidades. Lo primero que Wilkins supondría al ver a un adolescente negro con una herida mortal de bala sería «cosa de drogas». Un asesinato relacionado con el hampa, lo que algunos policías llamaban «limpiezas sociales». El darwinismo puesto en marcha por quienes estaban metidos en esa vida.

Wilkins habría considerado también la posibilidad de que hubiera sido un robo. Sólo que un chaval con esa edad y en aquella zona de la ciudad no podría llevar nada de mucho valor. Tal vez la cazadora North Face, las deportivas de cien dólares… pero todavía las llevaba puestas. De manera que el caso era dudoso. Le podrían haber atracado para robarle dinero o drogas. Pero eso les llevaba de nuevo al asunto de las drogas.

Tal vez, Wilkins pensó, la víctima había tonteado con la novia de otro fulano. O había dado esa impresión.

O podría haber sido un suicidio. Pero los chicos negros no se suicidaban, pensó Wilkins, de manera que no era probable. Además, no había arma. El chaval no podía haber escondido la pipa después de darse matarile.

—¿A ti qué te parece, Gus? —preguntó por fin—. ¿Estaba el chaval metido en drogas?

—No que yo sepa.

Bill Wilkins había adquirido el apodo de Garloo por su tamaño gigantesco, las orejas puntiagudas y la coronilla calva. Garloo era el nombre de un monstruo de juguete muy popular en la primera mitad de los años sesenta. A Wilkins le había bautizado así uno de los pocos veteranos con bastante edad para recordar a aquella criatura con taparrabos. El apodo le venía muy bien. Respiraba por la boca, su postura era encorvada, sus andares pesados. La primera impresión que daba era de ser medio hombre medio bestia. En la cantina tenían un medallón de papel con el nombre de Garloo pintado crudamente con rotulador, que Wilkins se colgaba del cuello cuando estaba borracho. Por las tardes solía rondar por allí.

A Wilkins le faltaban seis años por cumplir, de los veinticinco reglamentarios, y habiendo perdido las ganas y las esperanzas de ascender, sólo le quedaba la diluida ambición de mantener su rango y posición en la brigada. Y para ello necesitaba cerrar un número razonable de casos. Para él los casos difíciles eran maldiciones, no retos.

A Ramone le caía bastante bien. Otros policías de Homicidios acudían frecuentemente a él con problemas informáticos, puesto que Wilkins sabía de ordenadores y se le daban bien, y siempre estaba dispuesto a ayudar. Era un tipo honesto y bastante decente. Un poco cínico, pero no era el único. En cuanto a sus dotes investigadoras como bien había dicho Rhonda, no tenía mucha imaginación. —¿Testigos? —preguntó Ramone. —De momento ninguno. —¿Quién nos avisó? —Una llamada anónima. Está grabada. Ramone miró al agente apoyado contra el coche patrulla, un tipo alto, delgado y rubio. Estaba bastante cerca para oír la conversación. Ramone leyó automáticamente el número del vehículo, un hábito de sus tiempos de Patrulla.

—Vamos a empezar a sondear —comentó Wilkins, atrayendo de nuevo la atención de Ramone.

—Aquello de allí es McDonald Place, ¿no? —preguntó Ramone, señalando la calle residencial al fondo del jardín.

—Serán las primeras puertas que probemos.

—Y la iglesia.

—Saint Paul's Baptist —dijo Rhonda.

—También —aseguró Loomis.

—En el refugio de animales hay trabajadores nocturnos, ¿no?—inquirió Ramone.

—Hay bastante terreno que cubrir —dijo Wilkins.

—Podemos echar una mano —ofreció Ramone.

—Pues bienvenidos a la fiesta —repuso Wilkins.

—Voy a echar un vistazo al cuerpo —dijo Ramone—, si no os importa.

Ramone y Rhonda Willis se alejaron. Al pasar junto al coche patrulla, el agente se dirigió a ellos.

—Oigan, detectives…

—Sí, ¿qué pasa? —contestó Ramone, volviéndose hacia él.

—Me preguntaba si había aparecido ya algún testigo.

—De momento no —contestó Rhonda.

Ramone leyó la placa del agente y le miró a los ojos azules.

—¿Tiene usted aquí alguna función?

—Estoy para ayudar en lo que haga falta.

—Pues hágalo. Que no se acerque nadie al cuerpo, ¿de acuerdo? Ni mirones, ni periodistas.

—Sí, señor.

—Has estado un pelín cortante, ¿no, Gus? —comentó Rhonda, mientras atravesaban el jardín.

—Los detalles de esta investigación no son asunto suyo. Cuando yo iba de uniforme no se me habría ocurrido siquiera tener tanto descaro. Si estás con un superior, cierras la boca a menos que te pregunten.

—A lo mejor es un tipo ambicioso, nada más.

—Otra cosa que jamás se me pasó por la cabeza. La ambición.

—Pero te ascendieron de todas formas.

El cadáver no estaba muy lejos, cerca de un estrecho sendero. No se aproximaron demasiado para no alterar con su presencia la escena del crimen. Karen Krissoff, técnica de la policía científica, trabajaba en torno a Asa Johnson.

—Karen —saludó Ramone.

—Gus.

—¿Ya has sacado las impresiones? —preguntó Ramone, refiriéndose a huellas en la tierra blanda.

—Podéis acercaros —respondió Krissoff.

Ramone se agachó junto al cuerpo para examinarlo. No sintió náuseas mirando el cuerpo del amigo de su hijo. Había visto tantos cadáveres que ya no eran más que objetos inanimados, y apenas le afectaban. Sólo estaba triste y algo frustrado sabiendo que ya no se podía hacer nada.

Cuando terminó de examinar a Asa y los alrededores, se levantó con un gruñido.

—Hay quemaduras de pólvora —comentó Rhonda, que se había fijado antes de acercarse—. Disparo a quemarropa.

—Sí.

—Y hace bastante calor para llevar esa North Face.

Ramone no dijo nada. Estaba mirando hacia la carretera, más allá de los curiosos, los agentes y los técnicos. Había un Lincoln Town Car negro aparcado en Oglethorpe, y de pie junto a la puerta, un hombre con un traje negro. Era alto, delgado y rubio. Miró a los ojos a Ramone un instante, pero luego abrió la puerta del coche y se sentó al volante. Dio media vuelta y se alejó.

—¿Gus? —llamó Rhonda.

—La chaqueta sería nueva. Me imagino que se la acababa de comprar y estaba impaciente por lucirla —concluyó Ramone.

Rhonda Willis asintió.

—Sí, los chicos son así.

12

Conrad Gaskins salió de la clínica junto a la iglesia, entre Minnesota Avenue y Naylor Road, en Randle Highlands, Southeast. Llevaba una camiseta con manchas de sudor y unos desvaídos pantalones Dickies de color verde. Se había levantado a las cinco de la mañana para ir al punto de encuentro de Central Avenue, en Seat Pleasant, Maryland. Allí le recogía todas las mañanas un ex presidiario, uno de esos cristianos que consideraban su deber dar trabajo a hombres que estaban en la misma situación por la que ellos habían pasado. El punto de encuentro estaba cerca del domicilio que compartía con Romeo Brock, una casa de alquiler bastante ruinosa, de dos dormitorios, en una arboleda en Hill Road.

Brock le esperaba en el SS, en el parking de la clínica. Gaskins se metió en el coche.

—¿Has meado en el bote? —preguntó Brock.

—Ya se asegura de eso mi agente de la condicional. Dice que tengo que dar una muestra de orina todas las semanas.

—Puedes comprar orina limpia.

—Ya lo sé. Pero aquí casi te cachean antes de meterte en el baño. Aquí ese puto truco no vale. Por eso me mandan a esta clínica.

—De todas formas saldrá negativo.

—Pues sí. No me he metido ni siquiera un porro desde que salí.

Y hasta le sentaba bien. Incluso le gustaba el dolor de espalda al final de una honrada jornada de trabajo. Como si su espalda le recordara que había hecho algo decente.

—Vamos a que puedas lavarte un poco —dijo Brock—. Apestas, tío.

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