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Authors: George Pelecanos

Tags: #Policíaco

El jardinero nocturno (23 page)

BOOK: El jardinero nocturno
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—Pues ya no deberías. Tenemos pasta.

Gaskins movió la cabeza.

—No me estás entendiendo, Ro.

—Primo, somos ricos.

—No mucho. Todavía hay que repartir. Y sé que con lo que quede te vas a comprar de todo, y dentro de poco estarás buscando más.

—Y lo conseguiré. Como he conseguido lo que hay en esa maleta.

—¿Y cómo crees que terminará esta historia?

—¿Eh?

—Todas las historias tienen un final.

Brock se lo quedó mirando, respirando por la boca abierta y con ojos vidriosos. Luego sonrió.

—Pero mira que eres cenizo, tío. Ahora mismo lo tenemos todo, y tú lo ves todo negro.

Gaskins vio que era inútil intentar explicárselo. A veces la gente es bastante espesa. Y de todas formas, ¿quién era él para enmendarle la plana? Su primo pequeño acabaría entendiéndolo al final. Sería demasiado tarde, pero bueno.

—Vale, Romeo, vale.

—Eso es.

—¿Has sabido algo de nuestro hombre?

Brock asintió con la cabeza.

—Dice que nos veremos pronto. Ya le he dicho que el dinero está a salvo.

Gaskins se quitó la camiseta. Tenía el rostro de un hombre de treinta años y el cuerpo de uno de diecinueve.

—Me voy a dar una ducha.

—Llévate una cervecita fría.

—Buena idea.

Gaskins fue a la cocina y Brock volvió al dormitorio.

Chantel Richards estaba levantada, sacando la botella de Moét del cubo de hielo que había en la cómoda. Se sirvió en un vaso y dio un trago.

—¿Te he despertado? —preguntó Brock, dando la última calada al Kool antes de apagarlo en el cenicero.

—No pasa nada. Hacía mucho tiempo que no dormía la siesta. Me ha sentado muy bien.

—¿Has descansado?

Chantel le dedicó una sonrisa irónica. El pelo se le escapaba del recogido para caerle en rizos sobre los hombros de la camisa roja. Echó atrás la cabeza para beber de nuevo, pero no tragó. Dejó el vaso en la cómoda, se acercó a Brock y le escupió el champán en el pecho desnudo. Algunas gotas rodaron de sus pezones hasta el estómago. Ella le puso las manos en las caderas para lamerle el líquido de los abdominales y luego ascendió hasta su pecho.

—Chica —dijo Brock con la voz tensa. Le costaba hasta respirar.

Chantel se quitó la camisa, un hombro después de otro. Se desabrochó el sujetador con el pequeño gancho que había entre las copas para dejar libres los pechos. Con los pulgares se bajó el tanga por las largas piernas hasta los pies de uñas pintadas. Por fin lo apartó de una patada.

Luego se sentó desnuda en la cama, con los billetes de cincuenta y cien dólares diseminados por las sábanas. Se abrió de piernas para mostrarse, húmeda, sin afeitar. A Brock se le quedó la boca seca. Le gustaban las mujeres naturales.

Chantel se tocó los pezones con los dedos, comenzó a trazar círculos. Las aureolas se fruncieron y los pezones se pusieron duros.

—Dios —murmuró Brock, como un niño viendo a una mujer desnuda por primera vez.

—¿Cómo quieres? —preguntó Chantel.

—Date la vuelta. Frótate el dinero en la cara, bésalo.

—Muy bien.

—Sí, por favor.

23

Ramone llamó a Regina cuando volvía a las oficinas de la VCB, le contó que había visto a Diego en las canchas de baloncesto y que el chico había prometido volver a casa antes de que anocheciera. Él se quedaría trabajando hasta tarde y no llegaría a cenar. Le pidió a Regina que le guardara algo de cena, que ya se lo calentaría cuando llegara.

—¿Qué ibas a preparar?—preguntó.

—Pasta.

—¿Qué clase de pasta?

—La que viene en una caja larga y se pone en agua hirviendo.

—No la hiervas demasiado. Ocho minutos como máximo.

—¿Ahora me vas a enseñar a hervir espaguetis?

—La última vez los dejaste doce minutos y aquello era un puré.

—Pues ven a prepararlos tú, si los quieres perfectos.

—Al dente, cielo.

—No me vengas con eso de «cielo».

—Hoy he estado pensando en ti.

—¿Ah, sí?

—Con aquel bañador que tenías, en la piscina de la academia.

—Hoy no me entraría ni con calzador.

—Pues para mí que estás mejor ahora.

—Mentiroso.

—Lo digo de verdad, cariño. Ya no somos jovencitos ninguno de los dos, pero cuando te miro…

—Gracias, Gus.

—¿Tú crees que esta noche…?

—Ya veremos.

Ramone llamó a la oficina de camino a South Dakota Avenue, en el barrio de Langdon. Rhonda Willis todavía estaba trabajando. Le dijo que tenía cosas que contarle y que Bill Wilkins estaba en la oficina y también quería hablar con él.

—Llego en diez minutos.

Aparcó detrás del centro comercial Penn-Branch y entró en las oficinas. Algunos detectives del turno de la mañana se mezclaban con los de la tarde, atestando los cubículos. Intercambiaban información y trivialidades sobre asuntos no policiales. Algunos oficiales hacían horas extras y otros se quedaban por no irse a un bar o por no enfrentarse a la soledad, depresión, tareas o aburrimiento de su vida personal.

Rhonda Willis estaba sentada a su mesa, riéndose con Bo Green, de pie junto a ella. Ramone le hizo un gesto con el dedo, indicando que tardaría un minuto, y siguió andando esquivando detectives, agentes de paisano y una mujer de la unidad de Atención a la Familia.

Anthony Antonelli tenía los pies encima de la mesa, con la Glock en el tobillo. En ese momento le tendía un impreso de horas extras a Mike Bakalis.

—Venga, Armadillo, fírmame la once-treinta, ¿quieres?

—Si me la chupas igual me lo pienso —contestó Bakalis.

Bill Wilkins estaba sentado delante de su ordenador, tecleando. Ramone acercó una silla.

—¿Qué tienes?

Wilkins le tendió un sobre de papel de Manila que contenía el informe de la autopsia.

—La bala era del treinta y ocho.

—¿Se lo han pasado a balística?

—Sí, a ver si las marcas coinciden con alguna otra arma de homicidio. La muerte se debió a la herida de bala en la cabeza, hasta ahí nada nuevo.

«Sien izquierda», leyó Ramone.

—No se asfixió ni estaba drogado ni ninguna otra cosa. No había tóxicos, ni narcóticos, ni alcohol en el cuerpo.

—Lo mataron en la escena del crimen.

—Eso parece. Ahí está la hora probable. —Wilkins miró a Ramone, cuyos ojos llamearon un instante—. Ya lo has visto.

—Le encontraron semen dentro —dijo Ramone con un hilo de voz. Estaba asqueado, no sólo por el chico, sino también por sus padres.

—Sigue leyendo.

El forense había detectado lubricante, además de semen. No había señales de desgarramiento rectal y sólo magulladuras menores.

Después de leerlo entero, Ramone dejó el informe en la mesa. Pensó en las víctimas de los Asesinatos Palíndromos, en los restos de semen encontrados en los chicos, en la desconcertante ausencia de violencia, prueba de sexo anal consentido.

Por otra parte, el sexo podía haberse iniciado tras la muerte de las víctimas. Ramone tenía que considerar la posibilidad de que a Asa también lo hubieran violado de esa manera.

—Y han encontrado lubricante también —comentó Wilkins.

Ramone se acarició el bigote negro.

—Ya lo he leído.

—No parece que lo violaran.

—Tampoco está demostrado lo contrario.

—Ya.

Wilkins le dejó un momento para asimilar la información.

—He inspeccionado la habitación del chico —dijo Ramone por fin, ya recuperado—. Y su taquilla.

—¿Has encontrado algo?

—Nada relativo al caso. Por lo visto llevaba un diario, pero ha desaparecido. A la luz de este informe, debería ser una prioridad dar con el diario.

—El señor Johnson me ha comentado que no tenía móvil.

—Es verdad.

—¿Tenía ordenador en casa?

—Había un ordenador en su cuarto, pero no he encontrado casi nada personal. Las carpetas de correo enviado y eliminado estaban vacías. En los favoritos sólo tenía algunas páginas de juegos y otras de la guerra civil. Nada más.

—¿Has mirado el historial?

—Anda, pues no.

—Tú tienes un hijo adolescente —dijo Wilkins—. Más te vale estar un poco al tanto del rollo informático. Puedes borrar los correos y las páginas que visitas y todo eso, pero se quedan archivadas en el ordenata, en el historial, a menos que se borren específicamente. Los chicos cautelosos programan el ordenador para que borre el historial automáticamente todos los días, o semanalmente o una vez al mes. Es como borrar las huellas. Pero si Asa no eliminó el historial, estarán archivados todos esos datos. Es fácil dar con ellos.

—Pues todo tuyo.

—Sí, ya me encargo yo. —Wilkins tamborileó con el lápiz sobre la mesa—. ¿Qué más tienes?

Ramone vaciló.

—Nada que se me ocurra ahora mismo.

—A ver… Alguien tendrá que informar a la familia de la autopsia.

—Ya hablaré con el padre, cuando llegue el momento.

—Si no quieres hacerlo, lo entiendo. En realidad sería cosa mía.

—No, ya iré yo. —Ramone se levantó.

—¿Te marchas?

—Me voy a casa.

Ramone se detuvo ante la mesa de Rhonda y se sentó en el borde. Bo Green se había marchado y Rhonda estaba mirando el jaleo de papeles como si los hubieran espolvoreado con ántrax.

—Veo que tienes diversión —comentó Ramone.

—Tú también tienes papeleo en tu mesa, Gus. Aunque no es que la visites mucho últimamente.

—Espero que lo haga mi secretaria.

—¿Has hablado con Garloo?

Ramone le comentó el informe de la autopsia.

—¿Y tú qué tienes?

—He investigado a Dominique Lyons. Nuestro hombre tiene todo un historial. Asalto con agresión, que prosperó, e intento de asesinato, que se quedó en nada. Los testigos al final no testificaron, por posible intimidación. Fue sospechoso de otros dos asesinatos, pero no llegaron a ir a juicio. No se encontraron armas, ni testigos. Así que a continuación saqué de los archivos una fotografía de Lyons y me fui con ella y varias fotos de Jamal White, nuestra víctima, hasta ese bar de categoría, en New York Avenue, donde bailan en bolas Darcia Johnson y Shaylene Vaughn, puta número uno y puta número dos.

—Creo que en el Twilight llevan tanga, si no recuerdo mal. Técnicamente eso no es en bolas.

—Pues casi. Así que tuve una charlita con nuestro amigo, el agente Randolph Wallace, el que trabaja en la puerta cuando no está de uniforme, ¿sabes?

—Así que ahora es tu amigo, ¿eh?

—Bueno, no somos exactamente íntimos. Pero se mostró muy dispuesto a ayudar. Parece ser que aquí el amigo Dominique Lyons estuvo anoche en el club, ¿y sabes qué? Que Jamal White también. Wallace conocía bien a Lyons, porque va mucho por el Twilight y suele marcharse con Darcia o con Shaylene, y a veces con las dos.

—¿Y cómo es que se acordaba de Jamal?

—Por lo visto Jamal estaba sentado en la barra. Dominique habló un momento con él, más en plan burla que otra cosa, y Jamal se marchó solo. Una hora más tarde, Dominique y Darcia se largaron también.

—¿Juntos?

—Pues sí. Para mí que Jamal tomó el autobús en New

York Avenue, hizo transbordo a la línea Diecisiete-Georgia y volvía a casa desde Georgia Avenue cuando le dispararon.

—Y te parece que Dominique Lyons podría ser el asesino.

—Pues sí, tanto me parece que lo he puesto en el informe. Y también es posible que Darcia Johnson sea una testigo.

—No estaría nada mal.

—He intentado llamarla al móvil, pero no contesta.

—Venga ya.

—Y también he puesto una patrulla junto al apartamento de las chicas, entre la Dieciséis y W, ¿no?

—Dominique sabe que queremos hablar con él. ¿Tú crees que se acercará por allí?

—Si Shaylene andaba con algún cliente allí anoche, y a mí me parece que sí, Dominique querrá ir a por su dinero, más tarde o más temprano.

—Vale. Me has dicho antes que querías hablarme de algo en concreto, ¿qué es?

—Igual es un poco rebuscado, pero las balas encontradas en el cuerpo de Jamal White eran del treinta y ocho, y Garloo me ha dicho que a Asa Johnson también lo mató una treinta y ocho.

—¿Y?

—Un arma del mismo calibre utilizada en dos asesinatos a pocas manzanas de distancia y dentro de las mismas veinticuatro horas. Y ya sabes que un treinta y ocho no es el revólver preferido entre los jóvenes. Vaya, que podría ser una coincidencia, pero vale la pena investigarlo.

—O sea, que estás diciendo que deberíamos comprobar las marcas, a ver si las balas proceden de la misma pistola.

—Ya he pedido las pruebas.

—¿Y qué demonios podría relacionar a un tipo como Dominique Lyons con Asa Johnson?

—Yo no digo que guarden relación, pero más nos vale comprobarlo todo.

—¿Se lo has dicho a Garloo?

—Pienso decírselo —contestó Rhonda.

—Muy bien —suspiró Ramone—. Vale.

—Tienes pinta de necesitar una copa.

—Podría ser.

—Hay un bar ahí en la Segunda, con reservados. Por la noche ponen música tranquila. ¿Te acuerdas de aquel camarero, el generoso?

—No, me voy a casa.

—Tú mismo, guapo. No apagues el móvil, por si surge algo.

Ya en el aparcamiento, donde había cobertura, Ramone marcó el número que le había dado Janine Strange ese mismo día.

—Diga.

—¿Dan Holiday?

—Soy yo.

—Soy Gus Ramone.

Holiday no contestó. Ramone aguardó un momento, y tomó la iniciativa.

—¿Quieres pasarte por las oficinas para hacer una declaración oficial? —preguntó—. ¿O te envío un coche?

—Ninguna de las dos cosas —repuso por fin Holiday, tras otro silencio—. Si quieres que nos veamos en un sitio neutral, estoy de acuerdo.

—¿Tú y yo solos?

—Habrá otra persona.

—No tengo tiempo para abogados.

—No es abogado. Seguro que te acuerdas de él, pero no te voy a estropear la sorpresa.

—Siempre con las mismas.

—¿Quieres que nos veamos o no?

—¿Dónde?

—Hay un bar…

—Ni hablar, te quiero sobrio.

Al final fue Ramone el que indicó el lugar del encuentro, y Holiday accedió a encontrarse allí con él.

24

Ramone bajó por Oglethorpe Street y aparcó el Tahoe detrás del Town Car negro de Holiday, enfrente del refugio de animales. Holiday estaba en el jardín comunitario, junto a la cinta policial que todavía rodeaba la escena del crimen. Con él se veía a un hombre mucho mayor. El sol se había puesto y la temperatura había bajado. Partes del jardín estaban envueltas en sombras, mientras que la luz del ocaso teñía de dorado otras zonas.

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