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Authors: César Vidal

El Judío Errante (46 page)

BOOK: El Judío Errante
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—¿Podían haber hecho otra cosa? —pregunté, dolido por lo que me parecía un juicio demasiado riguroso.

—Oh, sí, ya lo creo. Ya lo creo que sí. Verá, algunos de nosotros sosteníamos que Lodewijk Ernst Visser, uno de los nuestros que había sido presidente del tribunal supremo, era el que debía enfrentarse con esa gente, el que debía encargarse de plantarles cara, el que debía defendernos. Tenía el suficiente temple y formación académica sobrada para hacerlo. Es más, no dudaba en exigir a las autoridades holandesas que nos protegieran porque éramos ciudadanos holandeses. Pero, claro, entonces comenzaron a escucharse los gemidos de los que decían que no había que irritar a los nazis; que, a fin de cuentas, seguíamos sobreviviendo, que si teníamos problemas no fuera por ser judíos... ¡Estúpidos! ¿Y por qué se creían que nos hacían la vida imposible? ¿Por razones estéticas? Por supuesto, los nazis no querían saber nada de Visser e hicieron saber que verían con buenos ojos que la presidencia del consejo recayera en Abraham Asscher. Yo conocía a Asscher. Es más, había tenido trato frecuente con él en el pasado porque se dedicaba al comercio de diamantes. No era mal tipo, pero no me dio la impresión de que fuera a correr ningún riesgo por ninguno de nosotros. —¿Qué pasó con Visser?

—No estaba dispuesto a callarse por mucho que hubiera un consejo judío empeñado en controlar todo para provecho de los nazis. Se negó a llevar una tarjeta de identidad marcada con una J, se opuso a que lleváramos la estrella de David porque sabía que así nos identificarían con facilidad y, por supuesto, puso el grito en el cielo cuando comenzaron a deportar por la fuerza a los judíos que vivían en ciertas zonas de Holanda. Con seguridad, Visser no podía adivinar todo lo que iba a suceder, pero era consciente de que cada paso que dábamos en el camino de la colaboración, era también un paso hacia nuestra destrucción. Verá. A inicios de 1941, debió de ser... sí, sobre febrero, se produjo un choque entre los nazis y algunos muchachos judíos. Deportaron a cerca de cuatrocientos chicos a Buchenwald, pero la reacción de Visser fue la de no amilanarse. Apenas cuarenta y ocho horas después había convencido a los holandeses, no a los judíos, sino a los gentiles para que fueran a la huelga. En Ámsterdam, el transporte público, los servicios oficiales, incluso los comercios importantes la secundaron. La ciudad parecía casi muerta.

—¿Y los nazis no hicieron nada? —indagué sorprendido.

—Durante bastante tiempo, no. ¿Y qué iban a hacer? Si hubiéramos estado en Ucrania, en Polonia, en Rusia, quizá habrían comenzado a disparar indiscriminadamente sobre la población, pero en Holanda, en una nación de arios... no, ahí no podían hacerlo. Sí, ya veo que se sorprende, pero así fue. Con seguridad, temían una reacción mayor y no deseaban conflictos.

—Pero —le interrumpí—, ¿quién sabe lo que hubiera podido lograr Visser?

—¿Quién sabe lo que hubiera podido lograr Visser? —repitió el judío—.Visto lo que sucedió después, a lo mejor únicamente habría conseguido retrasar y dificultar las deportaciones. Quizá sólo eso, pero eso solo ya habría significado que millares de judíos que vivían en Holanda habrían salvado la vida. ¿Le parece poco?

No respondí. ¿Cómo hubiera podido ponerme a discutir cuando el tema era el exterminio de millares de seres humanos y ya nada podía hacerse para salvarles la vida?

—Pero Visser no contaba con el apoyo del consejo. Ni mucho menos. Incluso no faltaban los que insistían en que el comportamiento de Visser acabaría teniendo terribles consecuencias. Claro está que muchos dirán que se comportaban así porque deseaban nuestra seguridad, pero yo estoy convencido de que actuaron así porque Visser dejaba de manifiesto una y otra vez que el consejo era sólo un apéndice de la administración de las SS. ¿Y Visser?, quería usted saber. Bueno, al final, le acabaron advirtiendo de que sería deportado si no se callaba. Sí, me dirá usted que era de esperar, pero fíjese bien, le enviaron una carta advirtiéndole. ¡No se atrevieron a hacerlo por las bravas! No. Le avisaron de manera formal. ¡Ah, Visser... Visser... Visser!

El judío guardó silencio. Echó la cabeza hacia atrás, como si deseara contemplar el pedazo de cielo que se extendía justo por ' encima de él, y la volvió a su posición natural lanzando un resoplido.

—Murió de un ataque cardíaco a los tres días de recibir la carta y entonces ya no quedó nada entre las SS y una masa de judíos amedrentados a los que regía un consejo nada dispuesto a ponerles las cosas difíciles a los nacionalsocialistas. No nos obligaron a entrar en guetos, pero a mediados de 1942 nos avisaron de que seríamos deportados para trabajar en Alemania. ¡Ah! ¡Cómo nos conocían! ¡Cómo nos conocían! Fue en sabat, cuando se suponía que todos estábamos descansando, cuando las SS convocaron al vicepresidente del consejo para que compareciera en su cuartel general. Era una bofetada, una humillación, un escupitajo más cuya única finalidad era demostrar quién mandaba.

—¿Y acudió?

—No sea ingenuo —respondió con amargura el judío—. Por supuesto que acudió. Llevaba acudiendo desde hacía meses, tantos o más que los que había pasado diciendo que Visser sólo contribuía a empeorar la situación. Claro que aquella cita no fue sólo para comunicar que había dado inicio la última fase del camino hacia la muerte. No. La razón fundamental era ordenar al consejo que comenzara a elaborar las listas con los nombres de los que debían ser deportados. Por supuesto, la gente del consejo se puso manos a la obra. Sí. Ya sé. Ya sé que me va a decir que no se podía hacer otra cosa, pero yo no lo veo así y yo estaba allí y usted no. Podían haberse negado, podían haber hecho un llamamiento a la misma población que Visser llevó a la huelga, podían... ah, ¿qué más da? El caso es que fueron colocando un nombre tras otro en aquellos listados y a mediados de julio comenzaron las deportaciones en masa. ¡Qué bien hicieron todo aquellos canallas! Cuando menos se esperaba, desde luego no lo esperaba el consejo, los alemanes detuvieron a setecientos judíos en calidad de rehenes. Prometieron que los pondrían en libertad si los cuatro mil citados acudían a la estación para marchar a Alemania. Y entonces, mientras aquellas fieras jugaban con nosotros como el gato con el ratón, nos perdimos en discusiones estériles. El consejo, por supuesto, decía que los cuatro mil debían presentarse para evitar represalias contra los setecientos, pero luego estaban los que insistían en que los comunistas protegerían a los que se dirigieran a la estación y los que afirmaban saber de buena tinta que los ingleses bombardearían la estación para evitar la salida de los trenes y los que esperaban una huelga de empleados de ferrocarril. Pero, al final, ni los comunistas nos tendieron una mano, ni los empleados de ferrocarril dejaron de trabajar ni los ingleses lanzaron una sola bomba. Aquellos cuatro mil judíos se subieron al tren y partieron hacia la muerte. ¡Ah! Pero eso sí.

Las SS cumplieron con su palabra y pusieron en libertad a los rehenes.

—¿De verdad?

—Sí, de verdad, y en esa acción hay que reconocerles una inteligencia muy superior a la de la mayoría de nosotros. Nos estaban diciendo: «¿Lo veis? No pasa nada. Los que tienen que ir a trabajar a Alemania van, pero volverán y los rehenes regresan a sus casas sanos y salvos. Así somos los nacionalsocialistas. Hombres que cumplimos lo que prometemos». Y, por supuesto, muchos los creyeron. Los creyeron porque la realidad era demasiado espantosa como para aceptarla o porque su autoridad quedaba reforzada o...

—¿Se refiere usted al consejo? —le interrumpí.

—Por supuesto que me refiero al consejo —respondió—. Estaban tan preocupados con el recuerdo y el prestigio de un Visser ya muerto y con el ansia de que todos los judíos los aceptaran como los únicos representantes legítimos que consideraron todo aquello como un triunfo. ¡Un triunfo! ¡De los nazis, claro! Por supuesto, no todos eran tan idiotas, tan ingenuos o tan irresponsables. Otto Frank se escondió precisamente cuando le llegó una carta notificando a su hija Margot que debía presentarse para la deportación.

—¿Y usted?

—Hice lo mismo, por supuesto. Estaba convencido de que vendrían a por nosotros en cualquier momento y de que el consejo los ayudaría a detenernos. Había logrado no figurar en la primera lista y sí, lo reconozco, lo conseguí porque conocía la catadura de la gente que trabajaba en el consejo y supe entregar el soborno adecuado a la persona precisa. Incluso me aseguró que se tardaría mucho en colocar mi nombre. Pero yo no estaba dispuesto a correr riesgos. Tenía guardados algunos diamantes y otras cosillas de los años anteriores y decidí que lo mejor sería utilizarlos para encontrar un escondrijo seguro.

—Pero usted no hubiera muerto —apunté maliciosamente^—. Tiene que vivir hasta que regrese el Nazareno...

—No sea necio —respondió con amargura el judío—.Aunque no se pierda la vida, siempre es mejor que los días transcurran en un escondrijo que no en un campo de concentración. ¿Qué podía sucederme escondido en una buhardilla o en un sótano? ¿Que la piel me enfermara? ¿Que se me cayera el pelo? ¿Qué me saliera alguna erupción? Cualquiera de esas posibilidades era preferible a la de recibir palizas, trabajar hasta caer exhausto o quedar inválido hasta que el Nazareno vuelva.

Guardé silencio. A decir verdad, me sentía avergonzado por lo que había dicho y, especialmente, por la respuesta que acababa de recibir.

—Los campos de trabajo —continuó el judío— eran totalmente ficticios. Los dos mil primeros judíos, por cierto, casi todos de origen alemán, fueron enviados a Auschwitz. Las mujeres y los hombres que estaban sanos pasaron por el trámite de ser tatuados e inmediatamente comenzaron a trabajar como esclavos, pero los niños... ah, los niños, como los ancianos, como los enfermos, fueron apartados a su llegada y enviados a las cámaras de gas. Y era sólo el principio.

—¿Tenían ustedes noticias de las cámaras de gas?

—Si se refiere al consejo, la respuesta es sí; si se refiere al resto de los judíos, la cosa variaba. Yo sí estaba al corriente y como yo muchos otros, pero, de nuevo, se impuso en muchos casos, el deseo sobre la realidad. En lugar de buscar una salida, gritaban: «¿Cómo van a gasear los nazis a nadie? ¿En qué cabeza cabe? ¡Son rumores como cuando en la Primera Guerra Mundial se dijo que los alemanes probaban las bayonetas con niños y luego se demostró que era mentira! ¡Seguramente es propaganda de guerra! ¡Nos llevan a trabajar a Ucrania y Polonia y van a enviarnos con comida, zapatos, con todo!». Y así, mientras intentaban engañarse y engañarnos, se los fueron llevando a todos.

—Salvo a los que se escondieron.

—Salvo a los que se escondieron o se unieron a la Resistencia —me corrigió el judío—. Yo no podía ocultarme en los campos con un fusil y tampoco podía actuar así Otto Frank del que dependía una familia, pero algunos sí lo hicieron.

—¿Ha leído usted el Diario de Arma Frank?. —pregunté.

El judío asintió con la cabeza.

—Sí, varias veces —respondió—. Pobre niña... hubo muchas Annas en Holanda y algunas murieron mucho antes. Al llegar al campo, a los pocos días de estar en el campo, incluso a la salida del campo ya tocadas inevitablemente por la muerte. Y lo que cuenta de la vida en la casa... sí, supongo que un ambiente como ése tenía que ser agobiante, angustioso, terrible. Yo fui más afortunado.

—¿De verdad?

—Sí, de verdad —respondió el judío—. Tenía una amiga llamada Rose. Una mujer peculiar. No viene al caso el contarle ahora cómo nos conocimos ni tampoco cómo conservamos nuestra amistad durante años. Basta con que sepa que en alguna ocasión le eché una mano y que me guardaba una cierta gratitud. No sé. Quizá pensó que lo nuestro podía cuajar en una relación estable. ¿Quién sabe y, sobre todo, qué importa? Bueno, el caso es que esta mujer tenía una casa apartada en el campo y allí me mantuvo oculto. Bajo una trampilla que estaba oculta por unas pilas de paja. No podía leer, sentía cómo los insectos me subían por el cuerpo, me picaba hasta el alma, pero sobreviví y, sobre todo, me fui haciendo a la idea de que los nacionalsocialistas no me echarían mano. Entonces no lo sabía y si Rose tuvo alguna noticia se guardó mucho de decírmelo, pero entre la primavera y el verano de 1943, los judíos que vivían en Holanda fueron despachados hacia Sobibor y Treblinka. Casi todos murieron en las cámaras de gas. Luego, durante el otoño de 1943, justo el día anterior a Rosh ha-shaná...

—El Año Nuevo judío.

—Justo, el Año Nuevo judío. Sí, pues la víspera precisamente, deportaron a los últimos judíos que quedaban en Ámsterdam. Entre ellos, se encontraban los miembros del consejo. Les habían concedido la gracia de ser exterminados los últimos —concluyó con amargura el judío.

—¿Sabe usted lo que pasó con ellos? —pregunté.

El judío asintió con la cabeza.

—Sí, por supuesto que lo sé. Asscher fue a parar a Bergen-Belsen y su mano derecha, Cohen, fue enviado a Theresienstadt. Los dos sobrevivieron. Los dos regresaron a Holanda. Los dos fueron encausados por colaborar con los invasores alemanes.

—¿Y los condenaron?

—Eso hubiera sido lo justo —respondió con gesto duro el judío—. Pero había demasiados holandeses que habían trabajado codo con codo con los alemanes. No era cuestión de condenarlos a todos. El país, ya sabe, era pequeño y no podía quedarse sin funcionarios y sin empleados de ferrocarril y sin policías y sin etcétera, etcétera, etcétera. No deseo ser injusto. De hecho, hubo muchos holandeses, en su mayoría piadosos protestantes, que se comportaron de manera humana para con nosotros convencidos de que así lo ordenaba la Biblia. Pero al mismo tiempo que le digo eso también le puedo asegurar que sin la ayuda de millares de holandeses, incluidos judíos, los nazis hubieran podido hacer muy poco. ¿Por dónde iba?

—Me iba a decir lo que pasó con Asscher.

—¡Ah, sí! Disculpe. Bueno, el caso es que los tribunales holandeses decidieron que ni Asscher ni Cohen debían ser juzgados.

—Ya comprendo. Así acabó todo.

—No. No acabó todo. Los supervivientes constituimos un tribunal de honor y juzgamos a Asscher y a Cohen. —No sé si...

—Sí. Verá. Formamos un tribunal de judíos y los juzgamos como a nuestros iguales y llegamos a la conclusión de que eran culpables, totalmente culpables, absolutamente culpables. Seguramente lo más justo habría sido colgarlos de alguna farola, pero eso nos hubiera convertido en asesinos, de modo que la sentencia se limitó a excluirlos de la vida judía. Habían dejado de formar parte de nuestro pueblo. -—¿Y después?

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