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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

El juego de los Vor (4 page)

BOOK: El juego de los Vor
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Una voz ronca y apagada le respondió, pero las palabras fueron imposibles de descifrar. ¿Lo invitaba a pasar? Miles abrió la puerta y entró.

Lo primero que vislumbró fueron varios interfaces de ordenador y las pantallas de vídeo que brillaban contra la pared. El calor pareció golpearlo en el rostro. La habitación estaba en penumbras. Ante un movimiento a su izquierda, Miles se volvió y presentó su saludo.

—Alférez Miles Vorkosigan, presentándose en su puesto según lo ordenado, señor —recitó. Alzó la vista pero no vio a nadie.

El movimiento había venido de más abajo. Sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la mesa de la consola, había un hombre de unos cuarenta años, sin afeitar, vestido sólo con su ropa interior. El hombre le sonrió, alzó una botella que contenía un liquido color ámbar y murmuró:

—Salud, muchacho. Te quiero. —Y luego se desmoronó lentamente.

Miles permaneció mirándolo un largo rato.

El hombre comenzó a roncar.

Después de bajar la calefacción, quitarse la túnica y arrojar una manta sobre el teniente Ahn —ya que de él se trataba—, Miles dedicó media hora a examinar sus nuevos dominios. No cabían dudas: iba a necesitar instrucción para entrar en funciones. Además las imágenes reales proporcionadas por el satélite, los datos parecían provenir de una docena de instalaciones que inspeccionaban los microclimas de toda la isla. Si alguna vez habían existido los manuales de procedimiento, ahora no aparecían por ninguna parte, ni siquiera en los ordenadores. Después de vacilar unos momentos y de estudiar pensativamente la forma en que roncaba y se retorcía en el suelo, Miles también aprovechó la ocasión para revisar el escritorio de Ahn y los archivos de su ordenador.

El descubrimiento de ciertos hechos pertinentes sirvió para que pudiera situar el espectáculo humano que tenia delante en una perspectiva más comprensible. parecía ser que el teniente Ahn era un hombre con veinte años de servicio y se hallaba a pocas semanas de su retiro. Había pasado mucho, mucho tiempo desde su última promoción. Y había pasado más tiempo aún desde su último traslado; había sido el único oficial de meteorología en la isla Kyril durante quince años.

El pobre desgraciado ha estado varado en este iceberg desde que yo tenía seis años
, calculó Miles con un estremecimiento. A esta altura resultaba difícil discriminar si el problema de Ahn con la bebida era causa o efecto. Bueno, si en las próximas horas se despejaba lo suficiente como para enseñarle lo que necesitaba saber, mejor. Si no, a Miles se le ocurrirán varias formas, desde las crueles hasta las insólitas, para reanimarlo aún en contra de su voluntad. Por lo que a Miles concernía, si lograba que Ahn desembuchase una orientación técnica, después podía regresar a su estado de coma hasta que se lo llevasen a rastras al transporte que lo sacaría de allí.

Una vez decidido el destino de Ahn, Miles se puso la túnica, acomodó sus pertrechos detrás del escritorio y salió a explorar. En la cadena de mando debía haber algún humano consciente, sobrio y razonable que estuviese haciéndose cargo del trabajo, De otro modo, el lugar ni siquiera hubiese podido funcionar como lo hacía.

O tal vez lo estaban manejando los cabos, ¿quién lo sabía? En ese caso, supuso Miles, su tarea sería localizar y poner a sus órdenes al cabo más eficaz de toda la base.

En el vestíbulo de abajo una figura humana recortada en un principio contra la luz que entraba por la puerta, se acercó a Miles.

Avanzando con un preciso paso ligero, la figura se convirtió en un hombre alto y fornido, vestido con un pantalón de entrenamiento, una camiseta y zapatos deportivos. Era evidente que se mantenía en forma corriendo tramos de cinco kilómetros con regularidad, tal vez realizando algunos cientos de flexiones como postre. Cabello gris metalizado, ojos duros como el acero; debía ser un sargento instructor particularmente dispéptico. El hombre se detuvo para mirar a Miles con el ceño fruncido por la sorpresa.

Miles echó atrás la cabeza y le devolvió la mirada con igual fuerza. el hombre no parecía prestar ninguna atención a las condecoraciones de su cuello. Exasperado, Miles le espetó:

—¿Todo el mundo está de vacaciones o hay alguien al mando de este maldito zoológico?

Los ojos del hombre brillaron, como si el acero hubiese chocado contra la piedra; encendieron una pequeña luz de advertencia en el cerebro de Miles, pero ya era tarde.

¡Hola, señor!
—gritó el histérico comentarista en el fondo de su mente con una advertencia y un floreo—.
¡Soy su nuevo ejemplar!

Miles sofocó a la voz sin piedad. No había ningún rastro de humor en ese semblante curtido que lo miraba desde arriba.

Con una expresión fría, el comandante de la base bajó la mirada hasta Miles y gruñó:

—Yo estoy al mando, alférez.

Para cuando Miles finalmente se dirigió a su nueva morada, una densa niebla se alzaba del mar lejano. Las barracas de los oficiales y todo lo que las rodeaba se hallaban sumergidos en una oscuridad gris y helada. Miles decidió que era un presagio.

¡Oh Dios!, iba a ser un largo invierno.

2

Para sorpresa de Miles, cuando a la mañana siguiente se presentó en la oficina de Ahn a una hora en que, según sus cálculos, podía comenzar un turno, encontró al teniente despierto, sobrio y vestido de uniforme. En realidad, el hombre no tenía muy buen aspecto. Tenía el rostro demacrado, respiraba con estertores y estaba sentado con el cuerpo encogido, mirando la colorida pantalla del ordenador con los ojos entrecerrados. La imagen se acercaba y se alejaba vertiginosamente ante las órdenes del control remoto que tenía apretando en su palma húmeda y temblorosa.

—Buenos días, señor. —Miles suavizó la voz movido por la piedad, y cerró la puerta a sus espaldas sin golpearla.

—¿Eh? —Ahn alzó la vista y le devolvió el saludo de forma automática—. ¿Quién diablos es, eh… alférez?

—Soy su relevo, señor. ¿Nadie le avisó que vendría?

—¡Ah, sí! —Ahn se iluminó—. Muy bien, entre.

Miles, quien ya se encontraba adentro, sólo esbozó una sonrisa.

—Pensaba ir a buscarlo a la pista —continuó Ahn—. Ha llegado temprano. Pero parece que ha encontrado el camino, de todos modos.

—Llegué ayer, señor.

—¡Oh! Debió haberse presentado entonces.

—Lo hice, señor.

—¡Oh! —Ahn miró a Miles con expresión preocupada—. ¿De veras?

—Usted prometió que esta mañana me daría una orientación técnica completa —agregó Miles, aprovechando la oportunidad.

—¡Oh! —Ahn parpadeó—. Bien. —La expresión preocupada de su rostro se desvaneció un poco—. Bueno, eh… —Ahn se frotó el rostro y miró a su alrededor. Limitó su reacción ante el aspecto físico de Miles a una mirada furtiva, y tal vez decidiendo que debían haber cumplido con las presentaciones formales el día anterior, se zambulló de inmediato en una descripción de los equipos alineados contra la pared, en orden de izquierda a derecha.

Literalmente a modo de presentación, resultó que todos los ordenadores tenían nombres de mujer. Exceptuando una tendencia a hablar sobre sus máquinas como si fuesen seres humanos. Ahn se mostró bastante coherente mientras explicaba los detalles del trabajo; se iba por las ramas y guardaba unos momentos de silencio al comprender que se había apartado del tema. Con suavidad, Miles lo traía de vuelta a la meteorología con preguntas pertinentes mientras tomaba notas. Después de un confuso recorrido browniano por la habitación, al fin Ahn logró encontrar sus discos con las instrucciones de procedimiento, debajo de sus respectivos equipos. Preparó café en una tetera automática llamada
Georgette
, situada discretamente en un rincón, y luego se llevó a Miles al techo del edificio para enseñarle el centro de recopilación de datos que funcionaba allí.

Ahn repasó la colección de medidores, colectores y aparatos para tomar muestras con cierta indiferencia. Su jaqueca pareció ir empeorando con los esfuerzos de la mañana. Se apoyó contra la baranda inoxidable que rodeaba la estación automatizada y miró al horizonte lejano con los ojos entrecerrados. Miles lo siguió dócilmente mientras Ahn se detenía varios minutos en cada uno de los cuatro puntos cardinales y parecía meditar profundamente. O tal vez aquella expresión introspectiva sólo significaba que se sentía a punto de vomitar.

El cielo estaba pálido y despejado, con el sol en lo alto… aunque el sol había estado en lo alto desde dos horas después de la medianoche, recordó Miles. Acababan de pasar la noche más corta del año en aquellas latitudes. Desde ese sitio tan alto, Miles observó con interés la Base Lazkowski y la llanura que se extendía ante ella.

La isla Kyril era una protuberancia en forma de huevo, con unos setenta kilómetros de ancho por ciento sesenta de largo, y se encontraba a más de quinientos kilómetros de cualquier otra clase de tierra firme.
Parda y llena de protuberancias
constituía una buena descripción, tanto para la base como para la isla. La mayoría de los edificios, incluyendo las barracas para oficiales donde se alojaba Miles, estaban enterrados y cubiertos de turba. Nadie se había molestado en aplicar el terraformismo agrícola allí. La isla conservaba su ecología barrayarana original, deteriorada por el uso y abuso.

Gruesos fardos de turba cubrían las barracas de los soldados, desiertas y silenciosas hasta la llegada del invierno. Unos surcos llenos de agua fangosa se abrían en abanico hacia los desiertos campos de tiro al blanco, las pistas de obstáculos y las zonas de práctica con municiones, cubiertas de orificios.

Hacia el sur, el mar plomizo se henchía, opacando los esfuerzos del sol por brillar. Hacia el norte distante, una línea gris marcaba la orilla de una tundra en una cadena de volcanes apagados.

Miles había tomado un curso breve para oficiales sobre maniobras invernales en la Escarpa Negra, un terreno montañoso internado en el segundo continente de Barrayar; allí había mucha nieve, sin duda, y también grandes peligros, pero el aire era seco, tonificante y estimulante. Incluso hoy, en pleno verano, la humedad del mar parecía escurrirse bajo sus abrigo para roerle los huesos. Miles encogió los hombros tratando de combatirla pero no obtuvo ningún movimiento.

—Y bien, dígame… eh…, alférez. ¿tiene usted alguna relación con ese Vorkosigan? Me llamó la atención cuando el otro día vi su nombre en las órdenes.

—Mi padre —dijo Miles brevemente.

—¡Buen Dios! —Ahn parpadeó y se enderezó, pero luego volvió a dejarse caer apoyado sobre los codos—. ¡Buen Dios! —repitió. Se mordió el labio fascinado, y por unos momentos sus ojos brillaron en la oscuridad—. ¿Cómo es él realmente?

¡Qué pregunta imposible!
, pensó Miles, exasperado. El conde almirante Aral Vorkosigan. El coloso de la historia de Barrayar en esta última mitad de siglo. El conquistador de Komarr, héroe de la terrible retirada de Escobar. Durante dieciséis años, hasta que el Emperador Gregor alcanzara la mayoría de edad, lord gobernador de Barrayar, y su hombre de confianza como primer ministro en los cuatro años que habían pasado desde entonces. Destructor de las pretensiones al trono por parte de Vordarian, artífice de la peculiar victoria obtenida en la tercera guerra cetagandana, firme superviviente de las sanguinarias luchas internas políticas de Barrayar durante las dos últimas décadas.
Ese
Vorkosigan.

Lo he visto reír alegremente en el muelle del Vorkosigan Surleau, gritando instrucciones, la mañana en que maniobré un velero por primera vez y logré enderezar la embarcación por mis propios medios. Lo he visto llorar hasta chorrearle la nariz, más borracho que ayer Ahn, la noche que supimos que el mayor Duvallier había sido ejecutado por espionaje. Lo he visto enrojecer de ira, tanto que temimos por su corazón, cuando llegaron los informes detallando las estupideces que condujeron a los últimos motines en Solstice. Lo he visto deambulando en ropa interior por la residencia Vorkosigan al amanecer, bostezando y despertando a mi madre para que lo ayudase a encontrar dos calcetines iguales. Él no se parece a nada, Ahn. Es el original
.

—Se preocupa por Barrayar —dijo Miles al fin, cuando el silencio se tornó incómodo—. Es… es difícil de emular. —
Ah, y sí, su único hijo es un mutante deforme. Eso también
.

—Lo imagino. —Ahn exhaló con expresión de simpatía, o tal vez se trataba de una náusea.

Miles decidió que podía tolerar la simpatía de Ahn. En ella no parecía haber rastro alguno de la maldita lástima condescendiente, ni tampoco de repugnancia, la cual era todavía más habitual.

Es porque soy su relevo
, decidió Miles.
Yo podría tener dos cabezas e igual estaría encantado de conocerme
.

—¿Eso es lo que hace? ¿Seguir los pasos de su padre? —dijo Ahn con calma. Pero entonces miró a su alrededor con incertidumbre—. ¿Aquí?

—Soy un Vor —respondió Miles con impaciencia—. Presto servicio. O, en todo caso, eso intento. Dondequiera que me envíen. Ese fue el trato.

Ahn se encogió de hombros desconcertado, aunque Miles no alcanzó a advertir si era por él o por los caprichos del Servicio, que lo había enviado a la isla Kyril.

—Bueno. —Ahn se enderezó con un gruñido—. Por lo visto no tenemos ninguna advertencia de wah-wah.

—¿Ninguna advertencia de qué?

Ahn bostezó e introdujo varias cifras en le panel donde estaba representado el pronóstico meteorológico del día, hora por hora.

—Wah-wah. ¿Nadie le habló del wah-wah?

—No…

—Debieron haberlo hecho, antes que nada. Es terriblemente peligroso.

Miles se preguntó si Ahn estaría tratando de ponerlo nervioso. Las bromas pesadas podían convertirse en una forma de tortura lo bastante sutil como para penetrar cualquier defensa. El odio franco de una zurra sólo causaba dolor físico.

Ahn volvió a apoyarse contra la baranda para señalar.

—¿Ve todas esas cuerdas, extendidas de puerta a puerta entre los edificios? Están allí por si se presenta el wah-wah. Hay que aferrarse a ellas para evitar ser arrastrado. Si se suelta, no abra los brazos tratando de sujetarse a algo. He visto a muchos romperse las muñecas de esa forma. Debe colocarse en posición fetal y rodar.

—¿Qué diablos es el wah-wah, señor?

—Un viento muy fuerte. Y repentino. He visto cómo en sólo siete minutos pasaba de calma chicha a ráfagas de ciento sesenta kilómetros por hora, mientras la temperatura bajaba de diez grados centígrados a veinte bajo cero. Puede durar desde diez minutos a dos días. Casi siempre sopla desde el noroeste, cuando las condiciones son las adecuadas. La remota estación de la costa nos envía el aviso con unos veinte minutos de anticipación. Hacemos sonar una sirena. Eso significa que nunca debe dejarse sorprender sin su equipo para el frío, ni tampoco a más de quince minutos de un refugio. Los hay por todas partes alrededor de los campos de prácticas. —Ahn agitó el brazo en aquella dirección. Se le veía muy serio, incluso grave—. Cuando escuche la sirena, corra lo más rápido que pueda hacia un refugio. Con su tamaño, si el viento lo arrastra hacia el mar, nunca volverán a encontrarlo.

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