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Authors: Patricia Highsmith

Tags: #Intriga

El juego de Ripley (40 page)

BOOK: El juego de Ripley
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—¿No deberías pensar en acostarte, Reeves? A menos que antes quieras comer algo. ¿Tienes hambre?

—Me parece que estoy demasiado aturdido para comer. Gracias.

Me gustaría de veras irme a la cama. Gracias, Tom. No estaba seguro de si podrías alojarme en tu casa.

Tom se echó a reír.

—Tampoco yo.

Tom acompañó a Reeves al cuarto de los huéspedes, se disculpó por el hecho de que Jonathan hubiese dormido unas horas en la cama, y se ofreció a cambiar las sábanas, pero Reeves le aseguró que no hacía falta.

—Esa cama me parece el paraíso —dijo Reeves, tambaleándose de agotamiento al empezar a desnudarse.

Mientras, Tom pensaba que, si los chicos de la Mafia intentaban otro ataque aquella misma noche, ahora tenía la pistola italiana de mayor calibre, más el rifle, también la Luger; y al fatigado Reeves en lugar de Jonathan. Pero no creía que la Mafia volviera aquella noche. Probablemente preferían alejarse lo más posible de Fontainebleau. Tom tenía la esperanza de haber herido al conductor como mínimo, y de haberle herido gravemente.

Al día siguiente Tom dejó que Reeves durmiera hasta tarde. Él se sentó en la sala de estar con su café y la radio sintonizada con un popular programa francés que daba las noticias cada hora. Por desgracia, eran justo las nueve y algo. Se preguntó qué le estaría diciendo Simone a la policía y qué le habría dicho la noche antes. Tom pensó que Simone no mencionaría su nombre, ya que, de hacerla se hubiese descubierto la participación de Jonathan en los asesinatos de los mafiosos. Pero ¿se equivocaba tal vez? ¿Acaso Simone no podía decir que Tom Ripley había coaccionado a su marido?… Pero ¿cómo? ¿Qué clase de presión habría ejercido sobre él? No, era más probable que Simone más o menos dijera: "No alcanzo a imaginarme por qué la Mafia (o los italianos) se presentaron en nuestra casa.» ¿Pero quién era el otro hombre que estaba con su marido? Los testigos dicen que había otro hombre… con acento americano.» Tom esperaba que ninguno de los mirones se hubiese fijado en su acento, aunque probablemente sí se habrían fijado. «No lo sé», podía decirles Simone. «Algún conocido de mi esposo. No recuerdo cómo se llama…»

Las cosas resultaban un poco inciertas de momento.

Reeves bajó antes de la diez. Tom hizo más café y le preparó unos huevos revueltos.

—Conviene que me marche por tu bien —dijo Reeves—. ¿Puedes llevarme en coche a… pensaba en Orly. También quiero telefonear para preguntar por mi maleta, pero no desde tu casa. ¿Podrías llevarme a Fontainebleau?

—Puedo llevarte a Fontainebleau y a Orly. ¿Adónde piensas ir?

—Pensaba irme a Zurich. Desde allí podría acercarme a Ascona y recoger mi maleta. Aunque, si llamo al hotel, puede que me la envíen a la American Express de Zurich. ¡Les diré que me la olvidé!

Reeves soltó una carcajada juvenil, despreocupada… o, mejor dicho, se obligó a sí mismo a soltarla.

También estaba el asunto del dinero. Tom tenía en casa unos mil trescientos francos en efectivo. Dijo que no le costaba nada prestarle unos cuantos a Reeves para el billete del avión y para que el resto los cambiase por francos suizos en cuanto llegase a Zurich. Reeves tenía cheques de viaje en la maleta.

—¿Y tu pasaporte? — preguntó Tom.

—Aquí —Reeves se dio unos golpecitos en el bolsillo del pecho—. Los dos. Ralph Platt con la barba y yo sin ella. Me hice fotografiar por un amigo en Hamburgo, con una barba postiza. ¿Te imaginas a los italianos olvidándose de quitarme los pasaportes? A eso se le llama suerte, ¿eh?

Desde luego lo era. Tom pensó Reeves era indestructible, como un lagarto delgado cruzando velozmente entre las piedras. Le habían secuestrado, quemado con cigarrillos, intimidado Dios sabía cómo, arrojado desde un coche y ahí estaba, comiendo huevos revueltos, con ambos ojos intactos, sin ni siquiera la nariz rota.

—Volveré a utilizar mi verdadero pasaporte. De modo que esta mañana me afeitaré la barba. También me bañaré, si me lo permites. He bajado corriendo sólo porque me figuraba que me había dormido hasta muy tarde.

Tom telefoneó mientras Reeves se bañaba y pidió información sobre vuelos a Zurich. Había tres aquel mismo día; el primero salía a la una y veinte, y la chica de Orly dijo que probablemente habría una plaza libre.

24

Tom llegó a Orly con Reeves unos minutos después del mediodía. Dejó el coche aparcado y Reeves fue a telefonear al Hotel Tres Osos de Ascona para preguntar por su maleta. Los del hotel le dijeron que se la mandarían a Zurich. Reeves no estaba demasiado preocupado, no tanto como lo hubiera estado Tom de haberse olvidado una maleta sin cerrar con llave y conteniendo una interesante libreta de direcciones. Lo más probable era que al día siguiente Reeves recuperase su maleta intacta en Zurich. Tom había insistido en que Reeves se llevara una de sus maletas pequeñas con una camisa limpia, un suéter, pijama, calcetines y ropa interior, además de cepillo de dientes y el dentífrico del propio Tom, ya que para éste eran cosas esenciales si se quería dar a la maleta aspecto de normalidad. Sin saber por qué, Tom no había querido darle a Reeves el cepillo nuevo que Jonathan utilizara una sola vez. Tom también le prestó una gabardina.

Reeves estaba más pálido sin la barba.

—Tom, no esperes hasta la salida del avión. Ya me las arreglaré.

Te lo agradezco infinitamente. Me has salvado la vida.

No era del todo cierto, a menos que los italianos hubiesen tenido la intención de disparar contra Reeves después de arrojarlo del coche, cosa que Tom dudaba.

—Si no tengo noticias tuyas —dijo Tom con una sonrisa—, daré por sentado que estás bien.

—¡De acuerdo, Tom!

Reeves saludó con la mano y desapareció por las puertas de cristal. Tom subió al coche y se dirigió hacia casa, sintiéndose desgraciado y cada vez más triste. No tenía ganas de tratar de quitarse la tristeza de encima viendo a algunas personas aquella noche, ni a los Grais ni a los Clegg. Ni siguiera tenía ganas de ir a ver una película en París. Llamaría a Heloise alrededor de las siete de la tarde para comprobar si ya había emprendido la excursión a Suiza. Si así era, sus padres sabrían su número de teléfono en el chalet suizo, o sabrían cómo comunicarse con ella. Heloise siempre se acordaba de esas cosas, de dejar un número de teléfono o una dirección donde se la pudiera localizar.

Luego, por supuesto, tal vez la policía le hiciese una visita, lo cual pondría fin a sus esfuerzos por quitarse la depresión de encima. ¿Qué podía decirle a la policía? ¿Que la noche anterior no se había movido de casa? Tom se echó a reír y la risa fue un alivio. Primero, ni que decir tiene, tendría que averiguar lo que Simone ya les había dicho, si le era posible.

Pero la policía no se presentó y Tom no hizo ningún esfuerzo por hablar con Simone. Tom sufría su habitual aprensión de que la policía estuviera, en aquel momento, amasando pruebas y declaraciones de testigos antes de cargarle a él con el mochuelo. Compró algunas cosas para la cena, practicó algunos ejercicios de dedos en el clavicémbalo, y escribió una nota amistosa a
madame
Annette, dirigiendo el sobre al domicilio de su hermana en Lyon:

«Mi querida
madame
Annette:

Belle Ombre la echa muchísimo de menos. Pero espero que esté descansando y disfrutando de estos hermosos días de principios de verano. Aquí todo está bien. La telefonearé una de estas tardes para ver cómo está. Mis mejores deseos.

Afectuosamente,

Tom»

La radio de París dio cuenta de un «tiroteo» en Fontainebleau con tres hombres muertos, sin dar nombres. El periódico del martes (Tom compró el
France-Soir
en Villeperce) dedicaba una columna de trece centímetros al suceso: Jonathan Trevanny de Fontainebleau había sido muerto de un disparo, y la misma suerte habían corrido dos italianos en casa de Trevanny. Tom pasó rápidamente los ojos por encima de los nombres de los dos italianos, como si no quisiera recordarlos, aunque le constaba que probablemente permanecerían mucho tiempo en su memoria: Alfiori y Ponti. Los italianos habían irrumpido en la casa sin ningún motivo, según
madame
Trevanny había declarado a la policía. Primero habían llamado al timbre y luego, al serles abierta la puerta, se habían metido dentro. Un amigo cuyo nombre no citó
madame
Trevanny, había ayudado a su esposo, llevándoles luego a ambos, junto con su hijo de corta edad, al hospital de Fontainebleau, donde el esposo había ingresado ya cadáver.

«Ayudado, — pensó Tom, sintiendo ganas de reír— a la vista de los dos mafiosos con el cráneo aplastado en la casa de los Trevanny. Bastante habilidoso con el martillo, ese amigo de los Trevanny, y puede que lo mismo cupiera decir del propio Trevanny, teniendo en cuenta que se habían enfrentado a un total de cuatro hombres armados con pistolas.»

Tom comenzó a relajarse, incluso a reírse… y si en su risa había algo de histeria, ¿quién podía reprochárselo? Sabía que la prensa daría más detalles y, si no la prensa, los sabría a través de la misma policía: directamente a Simone, puede que directamente a él. Pero Tom creía que
madame
Simone intentaría proteger el honor de su marido y sus «ahorrillos» en Suiza, toda vez que, en caso contrario, ya habría revelado más cosas. Habría podido mencionar a Tom Ripley y las sospechas que le inspiraba. Los periódicos hubieran podido decir que
madame
Trevanny prometía hacer una declaración más detallada en otro momento. Pero, evidentemente, no había hecho tal promesa.

El entierro de Jonathan Trevanny se celebraría el miércoles 17 de mayo a las tres de la tarde, en la iglesia de San Luis. El miércoles, Tom sintió deseos de asistir al entierro, pero se dijo que hubiera sido una equivocación, desde el punto de vista de Simone, y, después de todo, los entierros eran para los vivos, no para los muertos. Pasó aquellos momentos en silencio, trabajando en el jardín. (Tenía que azuzar a los condenados, albañiles para que de una vez terminasen el invernadero.) Se sentía cada vez mas convencido de que Jonathan le había protegido deliberadamente de aquella bala al colocarse ante él.

Seguramente la policía interrogaría a Simone los días siguientes al entierro; querían saber el nombre del amigo que había ayudado a su marido. ¿Acaso los italianos, a quienes tal vez ya hubieran identificado como miembros de la Mafia, no perseguían quizás al amigo en vez de a Jonathan Trevanny? La policía concedería a Simone varios días para que se recuperase de su dolor y luego volvería a interrogarla. Tom se imaginó a Simone reafirmándose en su voluntad de seguir por el camino que ya había emprendido: el amigo no quería que se supiese su nombre, no era un amigo íntimo, había actuado en defensa propia, al igual que el marido, y
madame
Simone quería olvidarse de toda aquella pesadilla.

Alrededor de un mes más tarde, en junio, cuando ya hacía tiempo que Heloise había vuelto de Suiza y lo que Tom se imaginara sobre el asunto Trevanny se había convertido en realidad —los periódicos no habían publicado más declaraciones de
madame
Trevanny—, Tom vio que Simone se le acercaba por la acera de la Rue de France, en Fontainebleau. Tom llevaba un objeto pesado, una especie de jardinera, que acababa de comprar. Le sorprendió ver a Simone, porque había oído decir que estaba con su hijo en Toulouse, donde había adquirido una casa. La noticia la había sabido Tom por boca del joven y emprendedor propietario de las nuevas mantequerías que ahora ocupaban el local donde estuviera la tienda de material para artistas propiedad de Gauthier. Así, pues, con los brazos casi cediendo bajo el peso de aquella carga que había estado a punto de confiar al dependiente de la floristería, el desagradable recuerdo de
céleri rémoulade
y arenques con crema en la mente en lugar de los tubos de pintura aún inodoros, de los pinceles vírgenes y de las telas que estaba acostumbrado a ver en el establecimiento de Gauthier, más la creencia de que Simone ya se encontraba a muchos cientos de kilómetros de distancia, Tom creyó ver un fantasma, tener una visión. Tom iba en mangas de camisa y, de no haber visto a Simone, probablemente hubiera dejado la jardinera en el suelo para descansar, ya que no podía más. Tenía el coche en la esquina siguiente. Simone le vio en seguida y al instante su mirada empezó a brillar de una manera especial, como si acabase de avistar a un enemigo. Se detuvo brevemente al lado de Tom y, como éste también aflojó el paso, con el propósito de decirle «
Bonjour, madame
», escupió hacia él. No le dio en el rostro, ni en ninguna otra parte, y siguió su camino hacia la Rue Saint Merry.

Tal vez aquello equivalía a la venganza de la Mafia. Tom albergaba la esperanza de que aquello fuese todo lo que iba a recibir… de la Mafia o de
madame
Simone. De hecho, el escupitajo fue una especie de garantía, ciertamente desagradable, tanto si le había tocado como si no. Pero si Simone no hubiese decidido conservar el dinero de Suiza, no se habría molestado en escupirle y él, Tom, estaría en la cárcel. Pensó que Simone se sentía un poquito avergonzada de sí misma. En eso era igual que gran parte del resto del mundo. Tom presintió que, de hecho, la conciencia de Simone estaría más tranquila que la de su esposo, de seguir él con vida.

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