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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (20 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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Adelia se sintió reconfortada. El vínculo que aquel encargo había creado entre Leonor y Rowley aún era estrecho. Las circunstancias del momento lo ponían a prueba, pero, aun así, se conservaba. La reina lo había hecho prisionero, pero no permitiría que lo matasen.

Pensó que Leonor era una madre, y que la dejaría regresar junto a su hija. Tendría oportunidad de hacer esa petición cuando se conocieran mejor. Entretanto, debía obtener tanta información como fuera posible sobre el asesinato de Rosamunda. Si no lo había ordenado Leonor, ¿quién lo había hecho?

La tenue luz de las velas había sido más benévola que la claridad deslumbrante que en ese momento rodeaba a la reina. Su elegancia permanecía incólume, al igual que la piel clara y hermosa y el cabello castaño rojizo, oculto bajo la capa. Pero las arrugas rodeaban su boca y la ajustada toca de gasa que rodeaba su rostro no lograba ocultar la incipiente sotabarba. Era delgada y esbelta, aunque, por encima del cinturón con piedras preciosas que rodeaba su cadera, la carne también empezaba a estar flácida.

No era sorprendente. Había sido madre de dos hijas de su primer esposo, Luis de Francia, y después de su divorcio, de ocho hijos más —cinco de ellos varones—, fruto de su matrimonio con Enrique Plantagenet.

Diez hijos. Adelia pensó en los cambios que había sufrido su propia silueta después del nacimiento de Allie. Era increíble que Leonor se conservara tan bien.

No obstante, ya no tendría más hijos. Aun cuando el rey y la reina no se hubieran distanciado, Leonor tenía alrededor de cincuenta años. Y tal vez Enrique no hubiera cumplido los cuarenta.

—He terminado —dijo la reina, y cortó el hilo de seda con el que había suturado la palma de la mano de Adelia. Luego hizo aparecer la profusión de encaje que le servía de pañuelo para vendar con eficiencia la mano, apretando dolorosamente la última vuelta.

—Os lo agradezco, Majestad —dijo sinceramente Adelia.

Leonor no la había oído. Estaba nuevamente dedicada a observar el cadáver.

Adelia se preguntó cuál era el motivo de semejante vigilia irreverente. No era propia de una mujer que, como ella, había sorteado todos los obstáculos —había escapado de un castillo en el valle del Loira, había atravesado un territorio leal a su esposo, había reunido a seguidores y soldados a su paso, había cruzado el Canal de la Mancha y se había introducido subrepticiamente en el sur de Inglaterra—, para llegar a una solitaria torre en Oxfordshire, en invierno. Era de suponer que había recorrido la mayor parte del camino antes de que fuera intransitable y había establecido su campamento cerca de la torre. No obstante, era una travesía titánica que, al parecer, había extenuado a todos menos a la propia Leonor. ¿Para qué lo hizo? ¿Para regodearse con los despojos de su rival?

El enemigo estaba vencido, petrificado en una versión invernal de la mujer de Lot. Adelia y el Dios que protegía a la reina habían frustrado un asesinato. Se había descubierto que Rosamunda estaba gorda. Todo aquello era, sin duda, suficiente para satisfacer cualquier deseo de venganza.

Pero, obviamente, no colmaba la sed de venganza de la reina. Ella debía sentarse allí y disfrutar de la putrefacción del enemigo vencido. ¿Por qué?

No se debía a que envidiaba la juventud de Rosamunda, que aún le habría permitido tener hijos, porque no los había tenido.

Tampoco a que Rosamunda hubiera sido la única amante del rey. El número de mujeres con las cuales Enrique había copulado superaba la cantidad de cenas que la mayoría de los hombres habían disfrutado en su vida.

—Para su pueblo es un padre, en el estricto sentido de la palabra —había dicho alguna vez Rowley con orgullo.

Así eran los reyes, lo hacían casi por obligación. Tenían el deber —y en el caso de Enrique, el placer— de fecundar su reino, de expandir su semilla, pensó Adelia, desencantada.

Ella no había sido educada para aspirar a la fidelidad conyugal. En realidad, la consiguió casándose con el devoto y ascético rey Luis, pero le había resultado tan aburrida como para pedir el divorcio.

Y sin duda había sido benévola con Enrique cuando aceptó a uno de sus bastardos entre sus sirvientes y se hizo cargo de su educación.

El joven Geoffrey, hijo de una prostituta londinense, daba muestras de ser leal y servicial con su padre. Rowley lo apreciaba más que a cualquiera de los cuatro hijos legítimos aun con vida del rey.

Solo Rosamunda le había inspirado un odio capaz de elevar la temperatura de aquella horrible habitación: el cuerpo de Leonor parecía emitir calor para que la carne de la mujer sentada frente a ella se pudriera más rápido.

¿Se debía a que Rosamunda había durado como amante más que las otras? ¿A que el rey había mostrado hacia ella mayor predilección, un amor más profundo?

Adelia se dijo que no: el motivo eran las cartas. Ya en la menopausia, Leonor creyó lo que decían: otra mujer se preparaba para ocupar su lugar; sería derrocada, como esposa y como reina. Y no estaba dispuesta a consentirlo.

Si Leonor, efectivamente, había envenenado a Rosamunda, no había otro motivo.

A su manera, Rosamunda había envenenado a Leonor.

Sin embargo, Rowley estaba en lo cierto: la reina no había cometido el crimen. Por supuesto, no existía prueba de ello, algo que pudiera absolverla. El asesinato había sido planeado en la distancia, la gente podía decir que ella había dado la orden cuando aún se encontraba en Francia. No había elementos de juicio que pudieran descartar lo que indicaban los rumores, salvo la palabra de la propia Leonor.

Pero no era su estilo. Rowley lo había dicho y, después de conocerla, Adelia coincidía con él. Si Leonor hubiera tramado el crimen, habría deseado estar presente cuando se llevaba a cabo. La supervisión, extrañamente ingenua y horrenda, de la desintegración de su rival la compensaba por no haber estado allí para disfrutar de sus últimos estertores.

De todos modos, Adelia no había llegado a la torre para ser testigo de aquella escena. Súbitamente se sintió abrumada por la obscenidad de la situación; estaba cansada, la mano le escocía como si estuviera en llamas. Quería ver a su hija. Seguramente Allie la extrañaba.

—Señora, no es saludable que estéis aquí. Os propongo que bajemos —dijo, poniéndose de pie.

La reina no la miró.

—Entonces, lo haré yo —anunció Adelia. Fue hacia la puerta, esquivando a Montignard, que roncaba en el suelo. Dos lanzas resonaron al cruzarse, bloqueando la salida. Al primer soldado se había sumado otro.

—Dejadme pasar.

—Si deseáis orinar, podéis usar una bacinilla —dijo uno de los hombres, sonriendo.

Adelia regresó junto a Leonor.

—No os pertenezco, señora. Mi rey es Guillermo de Sicilia.

Leonor siguió mirando fijamente a Rosamunda.

Los dientes de Adelia rechinaron. Trató de dominar su desesperación, se dijo que aquella no era la manera correcta de actuar. Si quería volver a ver a Allie, debía serenarse, lograr que aquella mujer confiara en ella.

Unos instantes después, seguida por su perro, Adelia comenzó a dar vueltas por la habitación. No buscaba un lugar por donde escapar, de hecho no lo había. Trataba de utilizar el tiempo de su cautiverio para descubrir dónde se había escondido Dakers.

Si hubiera permanecido debajo de la cama, Guardián la habría descubierto. No tenía el mejor olfato del mundo, tal vez lo inundara su propio hedor, pero no habría podido ignorarla. Al fin y al cabo era un perro.

Además de la cama, en la alcoba había un reclinatorio tallado, similar al que había visto en la habitación del obispo, aunque más pequeño; tres enormes cofres llenos de ropa; una mesa pequeña, sobre la cual se encontraba la bandeja con la cena de la reina: un pollo, pastel de ternera, un queso, una hogaza de pan algo mohosa, higos secos, una jarra de cerveza y una botella de vino cerrada con un corcho. Leonor no la había tocado. Adelia, que había comido por última vez en el convento, cortó una porción generosa de pollo y dio un poco a Guardián. Bebió la cerveza para saciar su sed y llevó consigo un vaso de vino para degustarlo a sorbos mientras exploraba.

En un nicho se alineaban bonitas botellas y frascos con etiquetas: aceite de rosa, violeta dulce, vinagre de frambuesa para blanquear los dientes. Casi todos contenían sustancias de uso cosmético. Sin embargo, Adelia advirtió que Rosamunda había tomado énula, lo cual indicaba que había sufrido trastornos respiratorios; considerando su peso, no era sorprendente.

La cama, situada a cierta distancia de la pared, ocupaba innecesariamente todo el centro de la habitación. Detrás de la cabecera, un tapiz mostraba una escena del Jardín del Edén. Sin duda, era su tema predilecto, porque en la pared orientada al este, entre dos ventanas, se veía otro tapiz, mejor que el primero, sobre el mismo tema.

Adelia se acercó y, al detenerse entre la cama y el bello tapiz gobelino, sintió una deliciosa frescura. El tapiz era antiguo y pesado. Una corriente de aire escapaba por debajo de él, aunque no lograba moverlo. Mientras que en la escena que se veía en la otra pared Adán y Eva retozaban alegremente, en esta una mano más severa los había bordado de pie, uno frente al otro, entre árboles inverosímiles, tan inmóviles como la propia Rosamunda. El único toque de vivacidad se hallaba en las engañosas curvas de la verde serpiente, aunque incluso esa parte había sido comida por las polillas.

El frío aumentaba a medida que Adelia se acercaba al tapiz. El lienzo tenía una pequeña abertura en el lugar que correspondía al ojo de la serpiente. No era producto de la acción de las polillas, sino de un acto deliberado; estaba bordado como un ojal. Era una mirilla.

Fue necesario cierto esfuerzo para apartar el tapiz de la pared. De pronto Adelia sintió una corriente de aire helado y olor a encierro, y vio una minúscula habitación que formaba un voladizo en la pared. Rosamunda no se había visto obligada a usar orinales, puesto que la torre la había provisto de un lujo: su propio cuarto de baño. En un banco curvo de madera lustrada se había tallado un agujero, ribeteado con terciopelo, sobre una pendiente de aproximadamente tres metros que caía hasta el suelo. Junto a él, al alcance de la mano, se veía una jabonera que contenía un jabón con forma de rosa, una pequeña jarra dorada y un recipiente con numerosos trapos de lana.

Adelia felicitó a Rosamunda. Era partidaria de las letrinas —en tanto el pozo fuera vaciado periódicamente— porque evitaban que los sirvientes subieran y bajaran escaleras llevando —y a menudo, derramando— recipientes fétidos.

No le entusiasmó en la misma medida el mural pintado en las paredes revestidas de yeso. Su erotismo era más adecuado para un burdel que para un excusado, aunque tal vez a Rosamunda le resultara entretenido mirarlo mientras estaba sentada allí. Y sin duda habría sido del agrado de Enrique Plantagenet. Sin embargo, era probable que él desconociera la existencia de un baño privado y de la mirilla en el tapiz.

Adelia se colocó detrás del gobelino para mirar por ese agujero. Descubrió que podía ver la cama, el escritorio y la ventana. Por lo tanto, allí se había ocultado Dakers y, según pudo comprobar con desagrado, desde ese lugar la había observado mientras realizaba su investigación. Era admirable su paciencia y su resistencia al frío. Solo la furia que le había despertado Leonor al despojar de la corona a su ama había sido capaz de impulsarla a abandonar su escondite.

El cuidadoso bordado del ojal sugería que no era aquella la primera ocasión en que alguien se había dedicado a mirar a través de él. Dado que en Inglaterra las clases altas solían recibir a las visitas en su alcoba, algunos invitados habrían llegado hasta ese piso. Para espiarlos —con el consentimiento de Rosamunda—, Dakers habría debido apostarse en el excusado. ¿Con qué finalidad? ¿Vigilar a los invitados? ¿Al rey? ¿Observar el lecho y lo que allí sucedía?

Las especulaciones abrían un camino que Adelia no deseaba explorar. Menos aún, la relación entre Rosamunda y su ama de llaves.

«Al cuerno con la autorización de la reina», pensó Adelia. Necesitaba respirar aire fresco. Salió sigilosamente del escondite sin que Leonor lo advirtiera y se dirigió a la ventana más próxima. Quitó la traba de la reja, tiró hacia dentro y abrió los postigos. Luego empujó un banco con el pie, subió a él y se asomó por la ventana.

En el cielo nocturno brillaban las estrellas. Al mirar hacia abajo vio fuegos dispersos y hombres armados que se movían a su alrededor.

Oh, Dios. Esos hombres habían encendido fuego en torno a la base de la torre, la brisa podía hacer volar una chispa… Leonor y ella estaban en lo alto de una gigantesca chimenea. Adelia consideró que ya había disfrutado de suficiente aire fresco. Temblando, no solo a causa del frío, cerró los postigos. Al hacerlo descargó demasiado peso en un lado del banco y cayó estrepitosamente al suelo. Miró a la reina esperando una reprimenda, pero, aparentemente, Leonor estaba en trance. Sus ojos no se habían apartado de Rosamunda. Montignard, desde su lugar en el suelo, se revolvió, murmuró algo y siguió roncando.

Adelia se inclinó para dejar el banco en su lugar y vio que la tapa de marquetería se había aflojado, revelando que en realidad era la tapa de un cajón que contenía documentos. Los cogió y regresó a su antigua ubicación, en el suelo, al otro lado de la cama, dispuesta a leerlos.

Eran media docena de cartas, todas ellas dirigidas a Leonor, supuestamente escritas por Rosamunda, con la misma caligrafía de aquella otra, la que Adelia había recogido del suelo y que ahora tenía escondida en la bota.

Todas tenían el mismo encabezado irónico. En esta ocasión, la iluminación le permitió leer el resto del texto. Si bien había variaciones, el contenido del mensaje se repetía una y otra vez.

El Señor Rey retozó conmigo hoy y me expresó su adoración… Mi Señor Rey se ha levantado de mi cama… Dice que ansía divorciarse de vos… El Papa considerará con benevolencia la petición de divorcio, justificada porque al instigar a sus hijos a rebelarse contra él, habéis traicionado a Mi Señor Rey… Los preparativos para mi coronación en Winchester y Rouen… Mi Señor Rey anunciará a los ingleses quién es la verdadera reina.

Gota a gota, la tinta destilaba su veneno. El autor las había escrito para que Rosamunda las copiara con su propia letra. Él o ella —más probablemente él— había adjuntado incluso notas con instrucciones:

Vuestra caligrafía debe ser más legible. De lo contrario la reina se mofará de ella y dirá que sois una ignorante.

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