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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (40 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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A causa de su propia condición, Mansur era un observador atento. El comportamiento sexual de los hombres «normales» le despertaba interés. Aunque estaba esterilizado y no podía tener hijos, tenía relaciones sexuales con mujeres, y en su voz se advertía una noble compasión por aquellos hombres que carecían de esa capacidad.

—A mí me pareció bastante capaz —replicó Adelia entre sollozos. De pronto se detuvo. Recogió un poco de nieve y se frotó con ella la cara—. ¿Por qué sois tan tolerante?

—Él quiere, pero no puede hacerlo. Solo puede hablar.

¿Mansur estaba en lo cierto? ¿El abad era impotente? En medio de toda aquella inmundicia, había existido una desesperada petición de amor, sexo, algo.

Recordó lo que Rowley había dicho de él: «Es un canalla inteligente, el Papa lo aprecia».

A pesar de su inteligencia, ese amigo del Papa, cuando estaba ebrio, rogaba que una mujer a la que despreciaba lo tuviera en cuenta, como un niño que ansiaba un juguete que no era suyo.

Tal vez precisamente la deseaba porque ella lo despreciaba. Y así era, en efecto. La vulnerabilidad del abad lo volvía más detestable. Adelia prefería que sus enemigos fueran clara e incondicionalmente inhumanos.

—Lo odio. —La ira ya había aflorado—. Mansur, voy a vencer a ese hombre.

El árabe bajó la cabeza.

—Recemos para que Alá así lo quiera.

—Más le vale.

La furia le despejaba la mente. No obstante, mientras Mansur persuadía a Gyltha para que dejara de besarlo y se fuera a dormir, Adelia se lavó de pies a cabeza con el agua helada del aguamanil. Y se sintió mejor.

—Lo venceré —dijo otra vez—. De alguna manera lo lograré.

Abrió un minuto el postigo y observó las sombras geométricas que los techos inclinados de la abadía proyectaban en la nieve, más allá de sus muros.

Una cicatriz negra atravesaba, como un arroyuelo, la blancura del paisaje iluminado por la luna: era el nuevo sendero hacia el río. Ahora la abadía estaba comunicada con el Támesis. Por primera vez había una ruta para escapar de aquel caldero hirviente, desbordante de humanidad, donde el bien y el mal disputaban su batalla, fundamental y eterna.

Al menos una persona había emprendido ese camino. En algún lugar, en medio de ese desierto metálico, Dakers arriesgaba su vida. Y Adelia sabía que no lo hacía para huir de sus captores, sino para estar junto a aquello que amaba, aunque estuviera muerto.

Capítulo 12

C
uando, a la mañana siguiente —era el día de San Esteban—, Adelia abrió los postigos, descubrió que algo había sucedido en el paisaje que se divisaba desde la residencia de huéspedes. Por supuesto, un nuevo camino iba hacia la orilla del río: toscos peldaños se habían tallado en el hielo. Pero era más que eso: la sensación de aislamiento había desaparecido y había sido reemplazada por la expectativa.

Era difícil comprender el motivo. El amanecer bendecía el campo desierto, con su habitual y efímero color albaricoque. La nieve seguía tan sólida como de costumbre y, hasta donde alcanzaba la vista, no se distinguían huellas humanas.

No obstante, el bosque blanco que se extendía al otro lado del río se veía ahora menos rígido…

—¡Han llegado!

Mansur se acercó a la ventana.

—No veo nada.

—Me pareció ver algo entre aquellos árboles.

Ambos siguieron observando. El entusiasmo de Adelia fue desvaneciéndose poco a poco. Lo que había visto no estaba en el paisaje, sino en su imaginación.

—Seguramente son lobos —opinó Gyltha, que se ocultaba en el fondo de la habitación para evitar la luz—. Los oí anoche, estaban horriblemente cerca.

—¿Mientras vomitabas en la bacinilla? —preguntó Adelia.

Gyltha la ignoró.

—Estaban junto a los muros. Supongo que encontraron el caballo de Talbot, que se quedó en el bosque.

Adelia no los había oído, en sus sueños habían merodeado los osos. Pero tal vez Gyltha tenía razón, y en el bosque había lobos, no tan temibles como los que vivían dentro de los muros.

Sin embargo, la súbita esperanza de que Rowley estuviera vivo y hubiera traído al rey y sus hombres hasta allí había sido tan poderosa que no podía resignarse por completo.

—Es posible que allí fuera se oculte un ejército. No atacarán sin saber cuál es la fuerza del bando enemigo. Podrían lastimar a las monjas. Esperarán. Enrique esperará.

—¿Para qué? —preguntó Mansur.

—Sí, ¿para qué? —repitió Gytlha, que trataba de ser locuaz para simular que se sentía bien—. No necesita un ejército para tomar este lugar. La pequeña Allie y yo podríamos hacerlo. Además, ¿cómo podría llegar el rey hasta aquí? El viejo Wolfy sabe que está a salvo hasta que la nieve se derrita. Ni siquiera ha apostado centinelas.

—Lo está haciendo ahora —dijo Mansur.

Adelia se asomó, seguida por Gyltha. Debajo de la ventana, una silueta negra y dorada —era uno de los hombres de Wolvercote— patrullaba el sendero que se extendía junto a los parapetos del muro, a todas luces ineficaces. Mientras avanzaba, su sombra se proyectaba regularmente sobre los merlones y desaparecía en cada almena. En una mano llevaba una pica, y en la otra, un cascabel.

—¿De qué nos protege? ¿De las urracas? Allí no hay ningún ejército. Nadie pelea en invierno.

—Enrique lo hace —replicó Adelia. Oía la voz de Rowley, vibrando con la alegría casi increíble con que solía hablar de las hazañas de su rey, narrando la historia del joven Plantagenet, que peleó con su tío Esteban para defender el derecho de su madre a ocupar el trono de Inglaterra, para lo cual una Navidad había cruzado con un pequeño ejército el Canal azotado por un terrible vendaval, había sorprendido a sus enemigos hibernando y los había vencido.

Hasta ese momento, Wolvercote había confiado en que el invierno inglés impediría que su enemigo se acercara. Pero aquella mañana del día de San Esteban —tal vez porque un cordón umbilical conectaba el convento con el mundo exterior o porque algo especial flotaba en el aire— había apostado un centinela.

—Tiene miedo. —Adelia percibió en su propia voz una emoción similar a la de Rowley—. Cree que el rey Enrique está cerca. Y eso es posible, Mansur. El rey y sus hombres podrían patinar sobre el río helado y llegar hasta aquí. —De pronto, tuvo otra idea—. Supongo que Wolvercote también puede llegar patinando hasta Oxford para ponerse al frente de los rebeldes. ¿Por qué no lo hizo?

—Ese hombre, Schwyz, lo pensó. Es un buen estratega —respondió Mansur—. Le preguntó a Fitchet si era posible. Pero río abajo el Támesis es más profundo y recibe más afluentes. No puede arriesgarse a que el hielo no resista. Nadie puede hacerlo —explicó el árabe, y abrió los brazos en señal de disculpa por haber desilusionado a Adelia—. La gente del lugar lo sabe: nadie se mueve hasta que la nieve se funde.

—Cierra esos malditos postigos —pidió Gyltha—. ¿Quieres que esta niña se congele? —Y con súbita ternura, agregó—: Allí fuera nadie sabe que nosotros estamos aquí, mi tesoro.

—La mujer tiene razón —coincidió Mansur.

Adelia pensó que sus amigos habían perdido la esperanza. Finalmente habían dado por muerto a Rowley. Godstow era una heridita ignorada en la piel blanca del mundo, que esperaba el momento de empezar a supurar. Solo los pájaros que sobrevolaban el convento podían saber que allí ondeaba el pendón de una reina rebelde, y no eran capaces de decírselo a nadie.

Pero aquel día, en contra de toda evidencia, la esperanza le decía a Adelia que más allá de esos postigos había algo…, al menos peldaños que conducían al río. Y si bien era traicionero, el río conducía al mundo exterior. Brillaba el sol, en el aire flotaba algo indefinible.

Durante mucho tiempo había sentido miedo, se había visto acorralada, amenazada, encerrada en oscuras habitaciones, privada de la luz del día, como un rehén. Y también sus amigos. De pronto oyó voces y risas. Abrió enérgicamente los postigos y volvió a asomarse.

El portal del convento se abrió y una multitud de hombres y mujeres parlanchines se reunieron frente a él. En el centro se distinguía una figura delgada y elegante cubierta de pieles que brillaban bajo el sol.

—La reina se dispone a patinar —dijo Adelia. Y dando media vuelta, añadió—: Y nosotros también. Todos, incluso Allie.

No solo ellos lo hicieron. Al fin y al cabo, de acuerdo con la tradición, el festejo del día de San Esteban pertenecía a los sirvientes y, dado que no podían regresar a sus aldeas, debían disfrutarlo in situ. Esa noche tendrían el privilegio de celebrar su propia fiesta con las sobras del banquete de Navidad.

La mayoría de los sirvientes hizo piruetas en el hielo, algunos incluso sin patines. Pero todos llevaban la tradicional vasija de cerámica que agitaban persuasivamente frente a los huéspedes.

Después de hacer su contribución, Adelia se dedicó a entretener a su hija: sujetó la cuna a su cinto para que se deslizara sobre el hielo mientras ella patinaba. Otras personas hicieron lo mismo con aquellos que no tenían patines, de modo tal que el ancho curso del Támesis se convirtió en un torbellino de trineos, bromas jadeantes y mejillas sonrosadas, entre los cuales una reina sonriente se deslizaba como un cisne, mientras sus cortesanos se esforzaban por seguirla.

Las monjas acudieron también después de laudos. Las más jóvenes chillaban con alegría y competían con la priora Havis, que con aire majestuoso dejaba atrás a las demás.

Junto a la orilla, sobre el hielo, se colocaron un brasero y una silla para que la madre Edyve pudiera sentarse, en compañía de un herido de guerra que la hermana Jennet había traído de la enfermería. Con gran esfuerzo, Guardián trató de seguir a Adelia, pero sus vanos intentos terminaron cuando cayó despatarrado. Decidió rendirse y se instaló en la pequeña alfombra sobre la cual se había apoyado la silla de la abadesa.

De pronto Adelia reconoció a su paciente y patinó hacia él arrastrando la cuna.

—¿Os estáis recuperando?

En el joven rostro de Poyns se dibujó una clara sonrisa.

—Estoy muy bien, señora. Os lo agradezco. Y la abadesa me ha dado trabajo: seré ayudante de Fitchet, el vigía. No se necesitan dos brazos para vigilar el portal.

Adelia le devolvió la sonrisa. Sintió que ese día la abadía era un hermoso lugar.

—Y dadle las gracias al señor Man…, Manum…, el doctor, de mi parte. Que Dios y los santos lo bendigan.

—Lo haré.

Aparecieron mesas con sobras del festejo de Navidad. Adelia y Gyltha se dirigieron a la otra orilla —Guardián las acompañó—, donde se sentaron en un trineo de fabricación casera para mascar la comida de Allie y comer la propia, ignorando a la pequeña, que constantemente decía «ba, ba», para que su madre la llevara a patinar otra vez.

—Trata de decir «más» —explicó Adelia con orgullo—. Es la primera palabra que pronuncia.

—La primera orden. Es una pequeña tirana —dijo Gyltha. Luego obsequió su chuleta de cordero a Guardián, recogió el cinto y se alejó sobre los patines arrastrando la cuna, que arrojaba a su paso hielo pulverizado.

Adelia y su perro se levantaron. Desde allí se veían los muros del convento. Ahora eran dos los hombres que lo patrullaban. Ambos observaban los árboles que se encontraban detrás de ella. En el sector de la residencia de huéspedes destinado a los hombres, distinguió una silueta detrás de una de las ventanas. Creyó que se trataba del señor Warin.

Gracias a Dios, el abad no había aparecido por allí; para ella se había convertido en un ser atroz, y seguramente, después de haber sido rechazado, a él le sucedía lo mismo con respecto a Adelia.

El puente estaba cerrado. Lo sabía porque algunos aldeanos de Wolvercote se apiñaban en el extremo opuesto, y miraban con melancolía a quienes se divertían en el hielo. Otros cavaban su propio sendero hacia el río.

A espaldas de Adelia, en el bosque —allí donde deseaba que Enrique Plantagenet se hubiera ocultado con su ejército—, se oían los gritos de los jóvenes del convento, que, sin preocuparse por los lobos, habían cazado un ave, seguramente un chochín, y escarbaban en la maleza para cobrarlo. El ruido indicaba que no habían encontrado algo más grande.

Ella miró hacia atrás: los vio corretear entre los árboles; de acuerdo con la tradición, tenían la cara tiznada de hollín. No entendía por qué era necesario cazar un chochín el día de San Esteban. Nunca lograría comprender las costumbres inglesas, en su mayoría paganas. Volvió a mirar la escena que se desarrollaba en el hielo. Frente a una mesa, Wolvercote hablaba con Leonor. ¿Dónde estaba Emma?

Adelia se preguntaba qué lo había impulsado a apostar un centinela después de haber ignorado cualquier precaución durante tanto tiempo. Tal vez había percibido en el aire aquello que tanto la había fortalecido a ella. O había descubierto una oportunidad de reafirmar su poder. De cualquier manera, era un imbécil y un bruto. No tenía sentido custodiar la abadía previendo la posibilidad de que fuera sitiada, cuando casi todos sus habitantes brincaban fuera de sus muros y cualquiera de ellos podía contar al enemigo en qué condiciones estaba allí.

Se llenó de nueva esperanza. La liberación era inminente. Si no hubiera significado dejar atrás a sus seres queridos, ella misma habría salido a buscar a Enrique.

De pronto vio que Schwyz cruzaba el portal de la abadía y observaba la euforia que reinaba ante sus ojos con la expresión de quien se siente capaz de organizar mejor el festejo. Y estaba decidido a hacerlo. Bajó los peldaños, se acercó a Wolvercote y lo reprendió.

Unos minutos después ya había apostado a sus mercenarios en los dos extremos de la curva del río. Nadie podría huir. Incluso amonestó a Leonor, mientras señalaba el portal del convento. Ella movió la cabeza y se alejó para continuar con la diversión.

Pronto sería hora de regresar. El sol estaba cayendo y los privaría de su luz y su calor. Por fin se escuchó la voz de Leonor, que con su clara dicción dio gracias a la madre Edyve por aquella jornada «tan estimulante». La gente comenzó a trepar por los peldaños del sendero.

—Señora —dijo una voz animada a espaldas de Adelia. Era el padre Paton. Los patines le daban al secretario de Rowley un aspecto ridículo. Sin embargo, estaba perfectamente equilibrado sobre ellos. Los guantes ocultaban sus manos entintadas, cruzadas en el pecho como si de esa manera pudiera protegerse de los infieles—. La tengo.

Ella lo miró atentamente.

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