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Authors: Antonio Cabanas

El ladrón de tumbas (5 page)

BOOK: El ladrón de tumbas
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El buril la traspasó finalmente y Shepsenuré cesó en su agitación respirando aliviado. Ya más calmado, comenzó a ensanchar aquel orificio hasta que fue lo suficientemente grande como para poder echar una ojeada al interior.

—Nemenhat, dame la lámpara.

Este obedeció sin pestañear presa de una incontenible agitación mezcla de ansiedad y miedo.

Shepsenuré acercó la luz a la abertura y miró. Durante interminables segundos permaneció impasible, sin hacer ni un solo gesto. En medio de aquel pesado silencio, Nemenhat se agitaba nervioso y expectante.

—¿Qué ves, padre, qué ves?

—Hijo mío, cosas maravillosas
[33]
.

Shepsenuré agrandó la abertura lo suficiente como para poder deslizarse al interior; al fin había llegado el tan ansiado momento, respiró profundamente y seguido por su hijo entró en la tumba. Una vez dentro se mantuvieron inmóviles, con todos sus sentidos alerta, capaces de captar el menor movimiento. Pero sólo sintieron el enrarecido aire que les rodeaba.

Shepsenuré levantó la bujía e iluminó la estancia; todo parecía permanecer en un caótico orden. Miró a su derecha, justo a la entrada original del sepulcro; allí se encontraba la divinidad tutelar, Anubis
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, echado sobre sus patas traseras cumpliendo su función de fiel guardián de la tumba.

Con cautela se fueron adentrando en el interior del lugar, mientras Nemenhat observaba boquiabierto todo a su alrededor impresionado al contemplar tanta belleza. Por primera vez, se hallaba dentro de una sepultura intacta, que además poseía una frescura y vivacidad en su decoración exquisita; todo parecía indicar que hubiera sido terminada recientemente, y sin embargo había pasado mucho tiempo. Como de costumbre, las paredes estaban repletas de símbolos y caracteres extraños, así como de figuras de formas monstruosas que le atemorizaban. Por todas partes se veían imágenes que debían representar la vida cotidiana del difunto. Se le podía ver en compañía de su mujer navegando plácidamente por el Nilo mientras eran servidos por sus criados; o personificado en un banquete en el que una esclava vertía bálsamos perfumados sobre su señor.

Según avanzaban, Nemenhat iba descubriendo un mundo que jamás pensó que existiese; y por el que se sentía fascinado.

A ambos lados de la sala se encontraban dos nichos con sendas estatuas en cada uno de ellos, simbolizando al finado y a su esposa y más allá, había una hermosa figura de granito gris de un escriba sentado con sus útiles de trabajo. Pictogramas con la barca solar navegando por las aguas celestiales, gobernada por el difunto y acompañado por Isis, Thot
[35]
y Khepri
[36]
; representaciones en las que se podían observar al finado conducido por el dios Thot, inventor de la escritura, «soberano del tiempo» y ayudante de los muertos ante Osiris, portando en su brazo izquierdo el
djed,
símbolo que da estabilidad a quien lo posee; en tanto el dios acompañante llevaba en su mano izquierda un cálamo y una caja de pinceles mientras en la derecha sostenía el «ankh», la cruz egipcia que representa la vida eterna.

Los ojos del muchacho iban de una pared a la otra intentando asimilar todo lo que su ignorancia le permitía. Los murales situados al fondo de la tumba le sobrecogieron. Allí estaban de nuevo los dos esposos adorando a las divinidades del Más Allá, y en la parte superior justo en el semicírculo formado por la bóveda, se hallaban dos figuras de Anubis como protectores de las puertas ultraterrenas, y sobre ellas dos enormes ojos que le impresionaron. Era el
udjet,
el «ojo de Horus
[37]
», símbolo de clarividencia de la suprema divinidad que les observaba acusadoramente ante el terrible sacrilegio que estaban cometiendo; o al menos eso pensaba él. Por último se encontraba Osiris, con su cuerpo cubierto por un sudario con las manos y la cara de un intenso color verde símbolo de la renovación. Sostenía entre sus manos el báculo
(hega)
y el flagelo
(nekheh),
representación del poder real; y sobre su cabeza portaba el Atef, la corona hecha de juncos trenzados que acababa en un disco solar, y que estaba flanqueada a su vez por dos plumas.

El dios se encontraba entre dos pieles de animales enrolladas en sendos báculos que representaban a Anubis, y sobre todo el conjunto, aquellos ojos que le observaban inmisericordes.

Retrocedió inconscientemente tropezando con varios objetos que se hallaban en el suelo provocando un gran estrépito. Su padre lanzó un juramento.

—¡Maldita sea, Nemenhat! ¿Crees que alguien nos habrá escuchado ya, o piensas hacer más ruido?

—Perdóname, padre, pero esos ojos me asustaron —dijo señalándolos.

—Déjate de tonterías y ayúdame, aquí hay mucho que hacer.

Y en verdad que así era. La tumba abundaba en piezas de todo tipo; vasijas, vasos, platos maravillosos, collares, brazaletes, pulseras de oro, turquesas, lapislázuli, cornalina, y anillos de las más diversas formas, exquisitamente trabajados. Todo refulgía con reflejos dorados a la pobre luz de su lámpara. Arcones conteniendo útiles para el aseo personal de un finísimo alabastro, muebles de delicadas tallas…

«¡Todo es magnífico! —pensaba Shepsenuré mientras intentaba calibrar su valor—. Y ahora es nuestro.»

Allí había suficiente oro como para no preocuparse durante el resto de sus vidas. Shepsenuré cerró los ojos con fuerza y los volvió a abrir. No podía creerlo, no podía ser cierto; en tan sólo un instante su existencia había cambiado por completo.

Como oscuras sombras a la pobre luz del candil, formas siniestras se dibujaban en el fondo de la tumba. Se acercaron con cautela. Shepsenuré reparó en la estatua de granito representando a un escriba sentado; junto a ella, en un pequeño baúl, se hallaba una paleta de escriba hecha de esquisto junto con un tintero de fayenza y una espléndida navaja de bronce de las utilizadas por los funcionarios para cortar el papiro, o afilar sus cálamos, según sus necesidades. Más allá había un precioso tablero del juego del
senet
de ébano y marfil, y multitud de enseres que habían pertenecido al finado y que ahora le acompañaban para que pudiera seguir disfrutando de ello en el otro mundo.

También había gran cantidad de
ushebtis
diseminados por doquier, siempre prestos para cumplir con algún arduo trabajo en caso de que su amo se lo requiriese. Y como no, formando parte insustituible de aquella liturgia ancestral e inmutable, se hallaban los vasos canopos; cuatro hermosas piezas de piedra calcárea con inscripciones jeroglíficas, encargadas de la protección de las vísceras del difunto y del correcto funcionamiento de las constantes vitales de su
ka.
Simbolizaban a los cuatro hijos de Horus y, representados con cabeza humana, estaban situados cada uno de ellos en uno de los cuatro puntos cardinales, guardados a su vez en una bellísima arqueta.

Shepsenuré los examinó pensativo. Él sabía perfectamente lo que contenían, pero todos los que había visto con anterioridad tenían cabezas de diferentes animales.

Hapi, con cabeza de mono, contenía los pulmones y se situaba al norte; Duamutef, con cabeza de chacal, guardaba el estómago y estaba al este; Kebehsenuf, con cabeza de halcón, almacenaba los intestinos y su posición era el oeste; y Amset, el único con rasgos humanos y que portaba el hígado, se hallaba al sur.

Pero ¿por qué en este caso estaban todos representados bajo apariencia humana? Shepsenuré reflexionó sobre esta circunstancia. Todas las tumbas a las que había entrado con anterioridad estaban en el Alto Egipto y no eran muy antiguas; ésta por el contrario sí lo era, de esto estaba seguro, aunque no pudiera precisar cuánto. Quizás en tiempos pasados fuera corriente dicha simbología, mas en cualquier caso esto no le importaba demasiado, pues no era más que una mera curiosidad dentro del fantástico hallazgo en el que se encontraba. Así pues, se encogió de hombros y su mirada se dirigió directamente hacia la pieza principal del sepulcro; aquella que se distinguía de las demás y que contenía los restos del señor de aquella tumba.

Padre e hijo se acercaron muy despacio, casi reverentemente, hasta quedar situados junto a él. Luego Shepsenuré aproximó una de sus manos y con cuidado tocó el sarcófago.

«¡Qué magnífico es!», pensó admirado.

Todo hecho en madera y tallado magistralmente como nunca hubiera visto antes.

Por unos momentos sintió un respeto absoluto ante aquella soberbia obra que contenía cientos de símbolos y fórmulas de ofrenda realizadas con una destreza que, como carpintero que era, sabía de su dificultad. En la parte superior y cubriendo la casi totalidad del féretro, la diosa Neftis
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extendía sus alas protectoras sobre el difunto.

Nemenhat, entretanto, observaba en silencio lleno de admiración. ¿Qué significaría todo aquello? Nunca pensó que en una tumba pudiera haber semejantes cosas. Miró a su padre y le vio acariciar aquel ataúd con devoción, casi con idolatría; pero no comprendió nada. Al punto le preguntó:

—¿Y ahora qué haremos, padre?

Éste apenas se inmutó, abstraído como se encontraba; mas al poco miró a su hijo y volviendo a la realidad le contestó:

—Vamos a abrirlo.

Aquella idea no le gustó mucho al muchacho. Una cosa era entrar en un lugar como aquel que ya de por sí le producía escalofríos y otra muy diferente abrir el sarcófago y sacar el cadáver que había dentro. Este pensamiento le horrorizó de tal manera que empezó a sentir que se le descomponía el vientre. Su padre le advirtió con severidad:

—¿Qué diablos te pasa ahora, Nemenhat? Ven y ayúdame.

—Es que me da miedo, padre.

—¿Miedo? Dentro no hay más que un muerto, hijo mío. Miedo debería darte si alguien descubriera que estamos aquí.

—¿Y si dentro hubiera algún genio que…?

—¿Genios? Hijo, los genios están fuera; en los caminos esperando a que personas como nosotros pasen para hacerse presentes y despojarles de cuanto lleven. Así es que no temas y ayúdame a levantar la tapa.

Aunque no le convenciera en absoluto, Nemenhat calló y acudió junto a su padre.

—Cuando te diga, empuja con todas tus fuerzas —dijo Shepsenuré.

El chiquillo le miró y tragó saliva.

—Ahora, Nemenhat, empuja.

Con ímpetu, padre e hijo intentaron desplazar la tapa, pero ésta ni se movió.

—Creo que nos va a costar un poco, hijo. Volvamos a intentarlo de nuevo.

Con nuevos bríos trataron de deslizarla, y esta vez la madera crujió.

—Nemenhat, haremos fuerza los dos en el mismo punto. Empuja.

Ahora la tapa se movió de su asiento con un lúgubre sonido que hizo gimotear al muchacho.

—Calla y no dejes de empujar, un último esfuerzo, hijo.

Éste obedeció y siguió presionando allí donde su padre le indicaba mientras una cacofonía de horripilantes crujidos le hizo cerrar los ojos. Él no vería lo que saliera de allí.

Pero no salió nada; su padre le ordenó parar y juntos recuperaron el aliento. Habían abierto un pequeño hueco por donde Shepsenuré pudo introducir una palanca. Ayudándose de ella, desplazó todavía más la pieza hasta que logró meter las manos y deslizarla hasta la mitad del sarcófago.

Quedáronse inmóviles mirándose en silencio. El muchacho, con el rostro desencajado, se hacía mil preguntas que nunca tendrían respuesta.

—Dame la lámpara, Nemenhat —oyó que le decía su padre con autoridad.

Con manos temblorosas, se la ofreció.

Shepsenuré la asió firmemente y volviéndose hacia el ataúd iluminó su interior. Dentro, envuelta en sus linos eternos se hallaba la momia.

El desagradable olor a rancio que salía de ella hizo que Shepsenuré apartara la cara con repugnancia.

—Déjalo, padre —suplicó Nemenhat—, aquí ya tenemos suficiente.

—¡No! —contestó aquél—. Debemos terminar lo que comenzamos.

—Pero, padre, los dioses nos castigarán por esto —protestó Nemenhat.

—Ellos ya nos han castigado. Acércate, necesito que me alumbres —dijo con severidad mientras le ofrecía la lámpara con gesto imperioso.

—Por favor, padre, no me obligues.

—¡Basta, Nemenhat! —respondió aquél con irritación—. Haz lo que te digo o no saldremos nunca de aquí.

El chico tomó el candil y con manos temblorosas lo levantó sobre el ataúd a la vez que cerraba los ojos. ¡Él no vería lo que iba a ocurrir! Por otra parte, no entendía la ofuscación de su padre ni su interés por violar aquel cadáver.

Shepsenuré, ajeno a los pensamientos de su hijo, se concentró en su macabra tarea; sacó un pequeño cuchillo y, situándolo junto al cuello, comenzó a cortar los vendajes de la momia. Al principio lo hizo muy despacio, con un atisbo de respeto por aquel cuerpo inerte. Pero al poco, se vio acometido por un frenesí imparable que le impulsaba a cortar el lino casi con desesperación, allí donde debía encontrarse una de las piezas más valiosas de aquella tumba; el collar del difunto.

Cuando terminó de sajar las vendas, se vio empapado en sudor y respirando con dificultad. Miró por el rabillo del ojo a su hijo y le vio con los ojos cerrados mientras trémulo, sujetaba la lamparilla. Shepsenuré parpadeó e inspiró aquel aire enrarecido cargado de muerte que durante siglos había permanecido allí inmutable. Volvió a poner atención en su labor, pues el cuchillo parecía haber topado con algún objeto duro. Con cuidado, introdujo sus dedos hasta tocarlo; no había duda, allí estaba el collar. Ya sin reservas, Shepsenuré desgarró el sudario hasta que al fin quedó a la vista.

El egipcio no pudo reprimir una exclamación. Allí, sobre aquel cuerpo sin vida y rodeado de lienzos perpetuos, se hallaba la joya más magnífica que hubiera visto jamás. Con creciente excitación y sin ningún miramiento, introdujo un brazo por debajo del cadáver e incorporándolo abrió el broche que engarzaba aquella alhaja. La levantó entre sus manos y la acercó a la tenue luz circundante. El oro, finísimo, junto con aquellas maravillosas piedras, centellearon como si Isis las hubiera cubierto con sus lágrimas; y en verdad que así parecía. Observó de nuevo al difunto tendido en su ataúd. «Este cuerpo seco y consumido no es merecedor de conservar algo tan valioso», pensó convencido. Con delicadeza, depositó la joya junto al féretro, después se volvió hacia la momia y se inclinó sobre ella; había una cosa más por hacer. Debajo de los linos, sobre el corazón, hallaría el amuleto más sagrado de todos, Khepri el escarabajo; y a Shepsenuré no le cabía duda que sería extraordinario.

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