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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

El legado Da Vinci (29 page)

BOOK: El legado Da Vinci
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Kimball describió la ingeniosa forma en que habían involucrado a Vance Erikson y a la chica, Suzanne Storm. «Una pareja asombrosa», pensó Kingsbury apartándose de la ventana y volviendo a la silla que detestaba. El reloj digital que había a su lado, sobre la mesa, marcaba las 9.53 de la mañana. Jamás habría pensado que aquellos dos pudieran intercambiar una palabra civilizada, y muchos menos que pudieran asociarse con fines criminales.

A la vista de los hechos, la primera parte de las exigencias de Kimball era simple: o coopera con nosotros y nos encargamos de que el nombre de Vance quede limpio y se retiren todos los cargos contra él, o se enfrenta a nosotros y lo destruimos.

Aquello ya había sido bastante repulsivo; una especie de terrorismo emocional que rebasaba los límites de una guerra honorable. Sin embargo, podría haber podido con ello. También él tenía amigos en las altas esferas; podría haberles presentado batalla.

Pero no, esos enemigos suyos también sabían eso.

Lo habían estudiado bien, del mismo modo que un maestro del ajedrez memoriza todas las jugadas de su oponente en torneos anteriores. Lo conocían lo suficiente como para tener preparado un golpe de gracia, algo que creían que lo dejaría fuera de juego.

No sabía cómo, pero se habían enterado de su descubrimiento de importantísimos yacimientos de petróleo en los Andes chilenos. Eso hubiera sido perjudicial de por sí, pero no devastador; pero es que también sabían hasta qué punto había rebasado los límites financieros de la ConPacCo para explotar esos recursos, y eso sí habría sido devastador. Kingsbury se dirigió a la pequeña cocina americana para prepararse una taza de té. Claro que, pensó, asumiendo riesgos que las grandes empresas petroleras eran demasiado cobardes como para asumir era como había hecho de la ConPacCo lo que era.

Había tenido que hipotecar la compañía casi hasta el último céntimo. La mayoría lo hubiera considerado un loco, pero en este caso, si daba frutos, sería el contrato más lucrativo desde el punto de vista financiero jamás firmado en la historia del sector.

La operación se había llevado a cabo lenta y calladamente. Sólo él y Vance Erikson, que había descubierto el yacimiento, conocían el plan en su totalidad. Las responsabilidades se habían dividido de modo que ningún otro ejecutivo de la compañía tuviese idea de la operación global, ni supiese el riesgo que suponía. Kingsbury había tenido que moverse sigilosamente también, porque gran parte del dinero invertido había sido obtenido con préstamos sobre el cincuenta y tres por ciento de las acciones de ConPacCo que él controlaba. Una caída drástica en la Bolsa, inevitable si otros inversores llegaban a conocer el plan antes de que empezara a dar frutos, invalidaría muchos de esos préstamos. Si eso llegaba a suceder, el proyecto tendría que ser cancelado, y la cancelación significaría la ruina de la compañía. Entonces no quedaría otra salida que vendérsela a una de las grandes petroleras.

Y eso, pensaba Kingsbury mientras la tetera empezaba a silbar, era lo que la Delegación de Bremen prácticamente le había garantizado. Llenó una taza grande de agua caliente y miró cómo subía el vapor. A continuación echó dentro una bolsita de té y la miró mientras se empapaba y se hundía. Hubiera preferido tener té de verdad. Las bolsitas no le gustaban.

Haría como siempre había hecho, pensaba mientras iba mirando cómo el líquido, de color marrón dorado, se extendía desde la bolsita y llenaba el fondo de la taza. La vida ya había sido poco grata otras veces, y él había salido adelante. Volvería a hacerlo. Había visto a su padre morir de hambre en el crudo invierno de 1916 en su destartalada casa de las montañas de Gales. Entonces tenía ocho años y había jurado no permitir que eso le sucediera a él. Vio cómo su padre se daba por vencido cuando podría haberse salvado. Darse por vencido equivalía a morir. Kingsbury revolvió el té y retiró la bolsita. Sí, rendirse era la muerte.

Volvió a ver la sonrisa, aquella maldita mueca de satisfacción, tan autocomplaciente, en la cara de Kimball mientras le revelaba los planes de la delegación, en la villa romana. Todavía ahora, la mano le tembló tanto que le hizo derramar unas gotas del dorado líquido en la alfombra azul acero. Había un traidor en ConPacCo que le había dado a la delegación lo que necesitaba.

Conduciendo de vuelta a Roma, el día anterior, Kingsbury pensó que estaba derrotado. Después lo había llamado Vance desde Como y le había contado lo de los atentados que había sufrido. Vance no se había dado por vencido; el muchacho estaba furioso y contraatacaba. Eso hizo que Kingsbury reflexionara, y casi había llegado a la conclusión de que había una manera de… si no de ganar, sí por lo menos de asegurarse de que la Delegación de Bremen tampoco lo consiguiera.

Sin embargo, a primera hora de aquella mañana, hombres de la Delegación habían ido a buscarlo a su hotel. Vance estaba armando más jaleo, dijeron; en realidad estaba estropeando algunos asuntos en los que estaba envuelta la delegación. De modo que se llevaron a Kingsbury a Bolonia, a una de las casas que tenían allí. Kingsbury iba a servirles como rehén para garantizar que Vance dejara de poner obstáculos a los planes de la delegación.

«Ese es el trato —pensó Kingsbury bebiendo a sorbos su té caliente—. Debo detener a Vance. A menos que lo haga, Vance, la ConPacCo y yo nos iremos al traste. Pero ¿cómo se supone que debo hacerlo? ¿Cómo sabrá Vance que tiene que venir a Bolonia? ¿Cómo podrá encontrarme y qué hará cuando lo sepa?».

El sol de la mañana se iba abriendo paso en el brumoso cielo de Bolonia. Kingsbury no conocía la respuesta, pero tenía la convicción de que Vance iría, y que lo encontraría. Una sonrisa apareció en su rostro. Volvió a poner la taza sobre el platillo.

—Cuando llegues, muchacho —dijo en voz alta para que lo oyera la habitación vacía—, nos vamos a divertir un poco con estos tipos. Tengo una idea.

—¡Maldita sea! —exclamó Hashemi en farsi una vez más, mientras se paseaba de un extremo a otro de la pequeña y sórdida habitación. ¿Qué demonios se había creído aquel rubio americano? El no era ningún aficionado que necesitase ayudantes para matar a nadie. Aquel imperialista americano era como todos los demás y él, Hashemi, no estaba dispuesto a permitir que le pusieran trabas. Mataría al papa a su modo. Ya no le importaba el dinero. Tenía que eliminar al papa, el símbolo de los cruzados cristianos en su tierra.

Hashemi se detuvo y aspiró otra vez largamente de la pipa de agua. El hachís se expandió por su cabeza y dejó su corazón lleno de ira y de ganas de matar. Junto a la pipa tenía su pistola automática Browning de nueve milímetros y un cartucho de recambio. El era la Espada de Alá. Haría callar para siempre al déspota del Vaticano.

De pie junto a la ventana miró la manchada pared gris-amarillenta del otro lado del callejón. Sobre las manchas se representó un mural de sus hechos heroicos, y se vio asimismo frustrando el plan de «contingencia» de aquel arrogante rubio americano.

El americano y sus «ayudantes» no lo iban a privar del objetivo al que tenía derecho: sólo Hashemi, la Espada de Alá, estaba destinado a matar al papa. Aquellos infieles no merecían la gloria que le pertenecía a él. Fue hasta el pequeño escritorio que había cerca de la ventana y se sentó. Sacó una hoja de papel arrugada y, con desordenada caligrafía escribió: «Yo he matado al papa».

Hashemi empezó a prepararse para su cometido, recordando sus pensamientos de hacía un momento y confiándolos trabajosamente al papel. Cuando enterraran al papa, aquella carta sería su capítulo en la historia. Acabó de prisa, metió la carta en un sobre manchado de grasa y lo colocó sobre el escritorio, debajo de la llave de su habitación, la número 31.

—Alá Akbar. —Una vez dicho esto, Hashemi Rafiqdoost se metió la Browning en el bolsillo de la chaqueta, cerró la puerta de su habitación y bajó rápidamente los ruidosos escalones para acudir a su cita con el destino.

—Así es: Hashemi.

Suzanne estaba hablando desde un teléfono público de la principal estación de trenes de Roma. A su lado, a Vance se le hacía un nudo en el estómago cada vez que veía acercarse a alguien de uniforme.

¿Por qué diablos tenía que hacer la llamada desde allí, exponiéndose a que los viera la policía? ¿Podían haberlos alertado? El no sabía cómo funcionaba la policía en Italia.

—No, no tengo el apellido —seguía ella—, pero con un nombre como ése no es difícil que… ¿cómo?, ¿tal vez iraní? —Se quedó esperando un momento—. Mira, Tony —dijo en voz baja—, estoy segura. Esta tarde habrá un atentado contra la vida del papa… a las cuatro… sí, insisto, estoy segura.

Vance cerró los ojos, cansado, deseando que ese descanso se convirtiera en un reparador sueño nocturno. El fuego del monasterio había prendido bien y se había propagado rápidamente a todo el interior de madera antigua. Todas las personas presentes en el monasterio se centraron en extinguir las llamas, e incluso los guardias que les habían disparado en el tejado tenían prisa para volver al servicio, convencidos como estaban de que Vance y Suzanne habían saltado directos hacia la muerte.

Pero Suzanne tenía razón, en el lugar donde se lanzaron, el agua tenía por lo menos nueve metros de profundidad, y la habían hendido como cuchillos al caer de pie. Luego no les costó nada llegar nadando al cobertizo de los botes y, puesto que todos los brazos útiles debían de estar ocupados en la villa, apoderarse de una de las lanchas de motor sin vigilancia y marcharse con ella, no sin que antes Vance destrozara con una hacha el fondo de fibra de vidrio de las otras dos. Desde allí llegaron sin tropiezos a Como, donde abandonaron la embarcación en el puerto de recreo, cerca de Villa del Olmo, y consiguieron tomar un tren a Roma.

—Tony, ¿por qué no te portas como un verdadero ángel?

Vance notó el repentino cambio en la voz de Suzanne mientras hablaba con aquel misterioso Tony. Se había negado a decirle nada sobre él, sólo insistía en que los ayudaría.

—Por favor, Tony —rogó—. ¡No tengo dinero! Parezco una refugiada y tú tienes que creerme. Por favor… después de que hayas ido a la Guardia Suiza, en el Vaticano, reúnete conmigo en… aquel pequeño café de la piazza della Repubblica… ¿qué? Por supuesto que lo recuerdas, tonto, aquel donde aquella tarde me pediste que me casara contigo… sí, ya sé que no estaría en este fregado si hubiera aceptado… Tony. No digas eso, ahora mismo no tenemos tiempo. Sí, sí… ¿a las dos? ¿No podría ser a la una?… Ya sé que son las doce, pero es importante que te vea. Gracias, eres un cielo… adiós.

Con un hondo suspiro de alivio, colgó el auricular y se volvió hacia Vance.

—¡Ya te dije qüe lo haría! —exclamó con una sonrisa radiante que borró un momento el agotamiento de su rostro—. Es…

Suzanne se calló al ver la expresión de Vance.

—¿El encantador café donde te pidió que te casaras con él? ¿Quién diablos es ese Tony?

—¡Maldito Vance Erikson! —Elliott Kimball caminaba furioso por la oficina lujosamente alfombrada que la Delegación de Bremen tenía en la elegante via Vittorio Veneto de Roma. Se detuvo en una ventana de la esquina para echar una mirada enfadada a la Embajada de Estados Unidos antes de retomar su itinerante soliloquio—. ¡Y maldita sea su alma, hermano Gregorio!

Se llegó al secreter del otro extremo de la oficina para darse media vuelta y dirigirse otra vez a las ventanas. Si aquel jodido fraile loco no hubiera metido la pata. ¿Por qué diablos había tenido que acercarse a Erikson en Milán? ¿Y por qué no lo había matado en el monasterio?

Erikson no podía ser tan importante para la colección de personas del monasterio.

Temblando de ira y frustración, Kimball se apoyó en el reluciente escritorio de palo de rosa. Tenía que dominar sus emociones.

Se le ocurrían tantos «al menos». Si al menos el hermano Gregorio hubiera matado a Erikson; si al menos Erikson no hubiera escapado del monasterio; si al menos Carothers le hubiera dejado matarlo semanas atrás; si al menos… si al menos la Delegación de Bremen no hubiera tenido que colaborar con aquellos fanáticos del hermano Gregorio. Pero pensó para sus adentros que todos los «al menos» del mundo no cambiaban el hecho de que aún tuviera que trabajar con ellos.

Lo que más lo fastidiaba era el iraní. Era todavía más fanático de su religión que los hermanos de la suya. Por lo general no se puede confiar en las personas que actúan según su conciencia y no según las órdenes que reciben. Pero ¿quién más iba a ser lo bastante loco como para matar al papa con una pistola?

Un poco más tranquilo, se sentó por fin ante el escritorio y se echó hacia atrás en el sillón de ejecutivo de cromo y cuero que él mismo había diseñado. Respiró hondo, cerró los ojos y pasó revista a los acontecimientos de aquella tarde. Sus francotiradores de refuerzo atarían todos los cabos sueltos. Los Hermanos y la delegación tendrían su diversión, y en setenta y dos horas más, la delegación poseería completo el más devastador descubrimiento científico hecho jamás por la civilización moderna.

Lentamente, abrió los ojos y cogió una hoja de papel que tenía sobre la mesa. Mientras leía, empezó a temblarle la mano de nuevo.

Según el informe, poco después del amanecer, Vance Erikson había escapado del monasterio de los Hermanos Elegidos de San Pedro. Kimball trató de tranquilizarse diciéndose que Erikson ya no era una amenaza para la transacción, que no había manera de que pudiera saber lo del asesinato, pero la duda lo corroía. Erikson había sido capaz de muchas cosas. El inteligente aficionado había superado obstáculos imposibles.

Una cosa le molestaba: que Erikson hubiera arrastrado a Suzanne Storm al ojo del huracán. Qué pena, pensó, recordando sus intensos ojos verdes. Tendría que matarla a ella también. «Pero así es la vida —filosofó reclinado en su silla y sonriendo para sí por primera vez esa mañana—. Así es la vida… y así es la muerte». Puso en marcha el destructor de documentos.

El encantador café constaba de dos docenas de mesas y el doble de sillas dispuestas todas con una leve apariencia de orden bajo unos soportales frente a la piazza de la Repubblica, a unos diez minutos andando desde la estación de tren. La sombra de la galería representaba un alivio bajo el sol de la tarde. El frescor creado por el suelo de baldosas de mármol y la piedra del edificio hacía que pareciera que el lugar tenía aire acondicionado.

El tráfico circulaba a un metro de distancia por un lateral de la larga y estrecha galería, y los peatones entraban en ella pasando entre las mesas.

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