El lenguaje de los muertos (9 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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Vulpe se había ofrecido a hacer el primer turno de guardia. De todos modos, como había dormido casi todo el día, era el más indicado para la tarea. Emil Gogosu había insistido en que no era necesario que uno de ellos velara por los demás, pero tampoco puso reparos cuando los americanos establecieron un horario de guardias. Vulpe era el primero, con el trabajo más duro; Seth Armstrong velaría de dos a cuatro y media de la mañana; Randy Laverne se encargaría del turno que concluía a las siete, y a esa hora despertaría a Gogosu. El viejo cazador se mostró más que conforme con el turno que le había tocado en suerte; debía despertarse al alba, y él pensaba que los hombres debían levantarse con el sol.

Pero ahora Gogosu y Armstrong estaban profundamente dormidos: el primero envuelto en una manta y apoyado contra un montón de piedras medio enterradas, con los pies apuntando hacia el fuego, y el otro en su saco de dormir, con la chaqueta doblada sobre una piedra redondeada a manera de almohada. Laverne estaba medio despierto: había comido demasiadas salchichas húngaras y demasiado pan negro, y la indigestión le desvelaba cada dos por tres. Estaba acostado algo más lejos, a la sombra de la muralla del castillo, el saco de dormir sobre ramas de pino que había arrancado de los árboles que rodeaban las ruinas. Laverne, de cara a la hoguera, era consciente de la presencia de Vulpe, y de los ocasionales movimientos de éste para echar una rama o unos leños al fuego.

Aunque había algo que no percibía: el extraño cambio que comenzaba a sufrir su amigo, la gradual inmersión de la mente de Vulpe en un extraño ensueño, los falsos recuerdos que pasaban ante sus ojos, o se insinuaban en el ojo de su mente, como imágenes fantasmales superpuestas a las temblorosas llamas. Laverne tampoco podía advertir la hipnótica influencia vampírica que incluso ahora se insinuaba insistente en la mente consciente y subconsciente de Vulpe.

Pero cuando una rama ardió y cayó crepitando en el centro de la hoguera, Laverne se despertó por completo. Se sentó… y alcanzó a ver una oscura sombra que pasaba por una grieta aún más oscura en la antigua muralla. Una sombra que se movía con una inexorable rigidez, como de zombi, como un sonámbulo, y sus pies causaban pequeños remolinos en la móvil bruma. Y Laverne supo que esa sombra sólo podía ser George Vulpe, porque su saco de dormir, apoyado contra una roca iluminada por el resplandor de la hoguera, estaba vacío.

La mente de Laverne se despejó. Abrió la cremallera de su saco de dormir, buscó sus zapatos y se los puso. Con dedos todavía entorpecidos por el sueño, ató los cordones. A pesar de que acababa de salir de su duermevela, se dio prisa. Había algo en la manera de moverse de George, no furtiva, pero sí ausente, como la de un sonámbulo. George había estado así todo el día: durmiendo, o bien extrañamente ausente cuando estaba despierto. Y también era muy raro el modo como había llegado hasta allí, ¡como si hubiera recorrido ese camino todos los días, en un paseo matinal!

Laverne pasó junto a los dormidos Gogosu y Armstrong y pensó despertarles, pero cambió de idea. Eso llevaría tiempo, y entretanto George podía caerse a un precipicio, o romperse la cabeza contra una de las bajas arcadas de los muros del castillo. Laverne conocía sus propias fuerzas y sabía que si era necesario podría dominar a George; no necesitaba la ayuda de los demás, y no valía la pena despertarles para nada. Así pues, él se encargaría de aquel asunto sin la ayuda de nadie. En verdad, sólo debía cuidarse de una cosa: si George era sonámbulo, no debía despertarle.

Laverne, caminando con gran cautela entre la niebla, siguió el camino que había emprendido Vulpe, pasó por la misma hendidura en la muralla y se internó en las ruinas. Estas ocupaban un terreno bastante extenso, casi cincuenta metros cuadrados, si uno contaba los muros que habían caído o habían sido lanzados fuera del perímetro del castillo por la explosión. Cuando se alejaron de la luz de la hoguera, Laverne encendió una linterna y dirigió su luz hacia adelante. Allí el suelo describía una ligera curva ascendente, y los montones de piedra se alzaban por encima de la niebla, como islas encima de un extraño mar blanco.

El rayo de luz de la linterna iluminó a Vulpe cuando éste pasaba frente a un muro en ruinas, y George Vulpe se detuvo un instante y miró hacia atrás. Sus ojos parecían lámparas inmensas que reflejaban la luz de la linterna. Los ojos de George… ¡y los ojos de alguien más!

Se los vio sólo durante un instante, y luego desaparecieron cuando desapareció la luz. Un par de ojos triangulares, más bajos que los de un ser humano, de aspecto feroz… ¿Un lobo, quizá?

Laverne agitó la linterna de un lado a otro, iluminando aquí y allá, pero no vio nada, nada más que paredes ruinosas, pilas de piedras, arcadas vacías y la profunda oscuridad que se extendía más allá del castillo. Y un poco más atrás, el amistoso resplandor de la hoguera, como un faro en la noche.

Habían hecho bien en no comenzar explorar el lugar en la media luz del atardecer. Era demasiado extenso, el estado de las ruinas podía ser peligroso y tal vez Laverne había cometido un error al abandonar a los que dormían.

Pero… ¿un lobo? ¿No sería solamente su imaginación? Era más probable que se tratara de un zorro. Este era un lugar ideal para los zorros. En las cuevas debajo de las ruinas tenían lugar de sobra para sus madrigueras. ¿Y no había comentado Gogosu que la gente del lugar no perseguía ni cazaba a los zorros que procedían de las ruinas? Sí, lo había dicho. De modo que lo que había visto seguramente era un zorro…

O un lobo.

Laverne tenía una navaja con una hoja de ocho centímetros; la sacó, la abrió y la sopesó en la mano. ¡Espléndida para abrir cartas, pelar manzanas o descortezar una rama! En todo caso, era mejor que nada. Jesús, por qué no habría despertado a los demás! Pero ahora era demasiado tarde, y entretanto George se alejaba de él.

—¡George! —susurró mientras lo seguía— ¡George! ¿Dónde diablos te has metido?

Laverne llegó al ángulo del muro en ruinas por donde había desaparecido Vulpe. Frente a él se extendía un gran espacio plateado por la luna en el cual muy bien pudo haber en el pasado un gran vestíbulo. En el extremo, delante de un montón de pizarras rotas desprendidas de los tejados y restos de mampostería, se veía la silueta de un hombre, delineada a contraluz desde la cintura para arriba. Laverne reconoció la figura de George Vulpe. Mientras su compañero lo miraba, Vulpe se dirigió hacia adelante y hacia abajo con movimientos rígidos, de robot, hasta que sólo fueron visibles la cabeza y los hombros. Un paso más, y la silueta de la cabeza se confundió con las redondeadas piedras del suelo; otro, y Vulpe desapareció de la vista.

¿Dónde se había metido? ¿En un agujero, o en una escalera medio obstruida? ¿Y adonde pensaba el idiota que iba? Pero ¿acaso sabía hacia dónde se dirigía?

—¡George! —llamó una vez más Laverne, esta vez con voz un poco más alta, y continuó siguiendo a su amigo.

Un poco más allá del montón de desechos habían limpiado una pequeña zona, y entre las losas del suelo se veía una negra abertura que descendía hasta las entrañas del lugar. En un extremo del agujero, o escalera, habían levantado la larga y estrecha losa con un anillo de hierro que lo cubría, y la habían dejado a un lado. Laverne iluminó el foso con la linterna y vio los escalones que descendían. Del foso salió una bocanada de aire rancio, una mezcla de olor a quemado y otros aromas más difíciles de identificar. Laverne también percibió en el fondo el fugacísimo parpadeo de una luz amarilla, que de inmediato desapareció en las insondables profundidades.

El joven y barrigudo americano se detuvo un instante, pero no podía dejar sin aclarar aquel enigma, y de inmediato reanudó su marcha.

—George —llamó con voz ronca y apenas audible mientras se metía en el agujero.

Después…, después fue muy fácil perder la noción del tiempo, de la dirección, y el sentido de la orientación en general. Es más, el muelle de la linterna de Laverne que sostenía las pilas se había aflojado y el resultado era una luz más débil y que en ocasiones se interrumpía del todo, de tal manera que de vez en cuando el americano tenía que sacudir la linterna para que volviera a funcionar.

Los escalones de piedra eran estrechos y descendían en espiral, sostenidos por una sólida columna central. Pero más allá de la reducida superficie de los escalones todo era oscuridad y un espacio vacío en el que resonaba el eco de los pasos, y Laverne no quería pensar en la caída que podría sufrir si resbalaba o tropezaba. Se movía con prudencia, como para que no sucediera ni una cosa ni la otra. ¿Pero cómo se las arreglaría George Vulpe, caminando en sueños en un sitio como éste? Si es que caminaba en sueños…

Llegó finalmente a una planta en la que se percibían las señales de un incendio o una explosión: paredes ennegrecidas y grandes trozos de mampostería yaciendo en el suelo. Había también otra puerta-trampa, y más escalones que descendían a las profundidades. De cuando en cuando, Laverne veía el resplandor de una antorcha —antorcha, no linterna—, más abajo de donde él estaba, aunque no podía determinar exactamente a qué distancia, o le llegaba una tenue vaharada del humo que producía, pero no se oía el menor ruido. Vulpe tenía que conocer muy bien el lugar para recorrer sus vericuetos tan silenciosamente. La cuestión era: ¿cómo había obtenido ese conocimiento? La ira de Laverne aumentaba de manera proporcional a la profundidad de su descenso. ¿No serían él y Seth Armstrong las víctimas de una broma de Gogosu y Vulpe? Desde la noche antes, cuando conocieron al viejo cazador, daba la impresión de que toda la aventura estaba planeada de antemano. ¿Pero por quién? George había nacido y había vivido aquí; si no exactamente en este lugar, al menos en Rumania.

Y el descenso de Vulpe a las negras entrañas de este lugar cuando pensaba que todos dormían… ¿era el broche final? ¿Qué pequeña «sorpresa» estaba preparando ahora George? ¿Y por qué complicaba tanto las cosas? Además, si él había conocido este lugar cuando niño, podría haberlo dicho, que no por eso el castillo hubiera sido menos fascinante.

—¡El castillo Ferenczy! —se mofó por lo bajo Laverne—. ¡Mierda!

«¿Y cuántos
leus
habrá desembolsado Vulpe», se preguntó el americano, «para persuadir al viejo Gogosu de que desempeñara su papel en esta farsa?».

Laverne estaba ahora realmente furioso; y cuando llegó a una segunda planta, se detuvo y llamó en voz más alta:

—¡George! ¿Qué diablos estás haciendo?

Su grito perturbó el aire del recinto y desprendió remolinos de polvo de invisibles alturas y techos. Cuando el eco retumbó y le devolvió su propia voz distorsionada, Laverne, inquieto, recorrió el lugar con el inseguro rayo de luz de su linterna.

Se hallaba en una cripta de muros recubiertos de frescos, estanterías de roble ennegrecidas por los siglos, urnas y ánforas, abundantes telarañas y polvo que flotaba en el ambiente. Se veían también unas cuantas huellas de pisadas en el suelo. Las más recientes, sólo podían ser de Vulpe. Laverne siguió las huellas, y vio un poco más adelante el fugaz resplandor de una antorcha que iluminó la curva de una arcada antes de desaparecer.

«Hijo de perra», pensó Laverne. «Tienes que estar sordo para no darte cuenta de que estoy aquí atrás. Tendrás que darme unas cuantas explicaciones, compañero. Y si no me satisfacen…»

Desde arriba, desde el tramo de las escaleras de piedra que estaba sumido en la oscuridad, llegó el suave ruido de unas pisadas y unos quejidos aún más tenues. Una piedrecilla rodó escaleras abajo. Y luego, otra vez el silencio.

Laverne, temblando como una hoja, y cubierto de un sudor frío, apuntó con su linterna hacia la escalera.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Dios mío!

Pero allí no había nadie. O quizás, una sombra que retrocedía, alejándose de la vista…

Laverne avanzó dificultosamente por el suelo cubierto de losas de piedra del recinto, pasó bajo una arcada y siguió por otras habitaciones contiguas. Le daba la impresión de que su trabajosa respiración y sus pisadas hacían gran ruido, que despertaba ecos, pero no hizo ningún esfuerzo para marchar en silencio. ¡Tenía que alcanzar a Vulpe y descubrir qué estaba haciendo allí abajo el hijo de perra! Percibió una vez más el resplandor de la antorcha de Vulpe y el olor a resina que producía al consumirse. Laverne se lanzó en dirección a la luz, por entre los montones de polvo, sales y sustancias químicas desparramados en el suelo hasta que…

Esta habitación era diferente a las otras. Se detuvo bajo la arcada antes de entrar y la recorrió con el haz de su linterna.

En las paredes colgaban tapicerías mohosas; el suelo era de mosaicos de colores, dispuestos en un diseño antiguo y extraño. Había también una mesa cubierta de polvo, sobre la cual se veían libros, papeles y utensilios para escribir. Y una gran chimenea… ¡en cuyo interior se veía el resplandor producido por una llama! ¿Se habría metido George Vulpe allí adentro?

Laverne, que respiraba con notoria dificultad, llamó jadeante:

—¡George!

Cruzó luego la habitación, y se inclinó un poco bajo la arcada de la chimenea para iluminar con su linterna el interior de ésta. Y allí estaba la antorcha de Vulpe, sostenida por un aro de hierro fijo en la pared. Pero no estaba Vulpe.

Una mano se apoyó en el hombro de Laverne.

—¡Dios mío! —exclamó el americano, y se irguió. Golpeó con la parte de atrás de la cabeza en la arcada de la chimenea; retrocedió dando tumbos, y durante un instante la luz de la linterna iluminó la figura de Vulpe que, silencioso como un fantasma, permanecía de pie, la mano todavía extendida en dirección a Laverne.

Laverne cayó de rodillas en el suelo y se llevó la mano a la cabeza. La retiró ensangrentada. Siguió arrodillado, con náuseas y mareado. ¡Había tenido suerte en no desnucarse! Pero de inmediato la ira reemplazó al dolor. Laverne recuperó el sentido de la orientación, y apuntó la linterna hacia el lugar donde había visto a Vulpe. Pero éste —sonámbulo, payaso, bromista o lo que quiera que fuese— ya no se encontraba allí. Sólo se veía un vago resplandor amarillo que salía del interior de la chimenea.

Laverne se puso de pie con movimientos inseguros. Encontró su navaja cerca de la chimenea, donde se le había caído. La cerró y la guardó. No iba a necesitar una navaja para darle una paliza a «Gheorghe» Vulpe. Y después de que terminara con él, el hijo de perra tendría que arreglárselas para encontrar solo la salida…, si es que le quedaban fuerzas.

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