El libro de un hombre solo (37 page)

BOOK: El libro de un hombre solo
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Cuando llega la hora de comer, por muy revolucionario que se sea, hay que comer, pensó. Luego se dijo que eso era un pensamiento reaccionario, debía reprimirse ese tipo de pensamientos. Aunque fuera por una simple frase, la indignación que sentía dentro podía salir en cualquier momento y provocar una catástrofe; «Por la boca muere el pez», esa máxima era la cristalización de una experiencia acumulada desde la Antigüedad. ¿Qué otra verdad buscas todavía? Esa verdad no puede ser más verdadera, ¡no pienses en nada más! No reflexiones, sólo eres una cosa en sí, tus sufrimientos vienen justamente porque siempre quieres convertirte en un ser, una cosa para sí, lo que te provoca muchos problemas.

Bueno, volvamos a él, a esa cosa en sí. Cuando todo el mundo salió del despacho, fue al lavabo. Ir a orinar antes de comer es bastante normal. Corrió el cerrojo de la puerta del lavabo y sacó la carta, nunca habría imaginado que fuera de Xu Qian. La primera frase le saltó a la vista: «Nosotros, esta generación sacrificada, no merecemos otro destino...». La rompió de inmediato. Luego cambió de idea y volvió a colocar los pedazos en el sobre, tiró de la cadena, examinó minuciosamente el inodoro del baño y salió tras comprobar que no se le había caído ningún trozo de papel. Se lavó las manos, se echó algo de agua a la cara, intentó calmarse y bajó a la cantina.

Por la noche, una vez estuvo en su casa, corrió el pestillo y, tras reconstruir bajo la lámpara los trozos de la carta, se forzó a continuar leyendo. Una voz quejumbrosa explicaba su desesperación, pero no mencionaba, ni entre líneas, la noche que pasaron en el pequeño albergue, ni lo que ocurrió después de que se quedara en el muelle. Ella escribía que ésa era la única carta que le enviaría, que no la volvería a ver nunca más, era la carta de una moribunda. Empezaba así: «Nosotros, esta generación sacrificada»; luego explicaba que había sido destinada como maestra a un valle que estaba situado entre las altas montañas del norte de Shanxi, pero que todavía no había ido allí, porque intentaba retrasar la salida en un centro de acogida de la cabeza de distrito. Antes de ella, una estudiante china de ultramar también fue enviada a una escuela primaria idéntica, en la que no había más profesores; se llevó seis cajas de equipaje, que habían preparado sus padres en Singapur como dote, cargadas a lomos de un burro, pero, al cabo de una semana, apareció muerta en un barranco, sin que nadie pudiera especificar la causa de su muerte. Si iba allí, no la volverían a ver nunca más. Qian pedía socorro, él era su última esperanza; sus padres y su tía no podían hacer nada por ella.

A medianoche fue en bicicleta hasta la oficina de correos de Xidan, había un número de teléfono en el papel de carta del centro de acogida de la cabeza de distrito. Pidió hacer una llamada urgente. Una voz desganada, manifiestamente molesta, le preguntó con quién quería hablar. El explicó que llamaba de Beijing, que quería hablar con una estudiante llamada Xu Qian, que estaba esperando que la destinaran. Durante un largo momento oyó sólo un zumbido por el teléfono. Luego, otra voz, también poco dispuesta, le preguntó: «¿Quién es usted?». El repitió con quién quería hablar, y su interlocutora le dijo: «Soy yo». No reconocía la voz de Qian, la noche que pasaron juntos no hablaron en voz alta. Esa voz desconocida le hizo sentirse confuso, en el teléfono todavía se oía el mismo zumbido, luego acabó por farfullar: «Ahora que sé que todavía estás ahí, me siento más tranquilo». «Me has asustado. Llamar a estas horas asusta a cualquiera», respondió Qian. Quiso decirle que la amaba, que tenía que vivir, pero no conseguía decir todas las frases que había preparado por el camino. La recepcionista de aquella llamada urgente desde la capital seguramente estaría escuchando la conversación en su pequeña cabeza de distrito perdida en las montañas; tenía que evitar que sospecharan de Qian, que intuyeran sus temores. El zumbido del teléfono continuaba en el silencio, dijo que había recibido su carta. El zumbido continuó, no supo qué más decir. «Si quieres volver a llamarme, hazlo de día.» Ella pronunció esas palabras con una voz gélida. «Bueno, perdona, buenas noches», dijo. Y oyó como colgaban el teléfono del otro lado.

37

Una joven se te echa encima, estás tumbado en la cama, todavía no has conseguido despertarte del todo. Se revuelca contigo entre risas, ¡qué sorpresa más agradable!, esperas que no sea un sueño. Te aprietas contra su pecho, deslizas la mano por su cuello, acaricias su piel fina y tersa, tocas sus senos firmes, ella no te lo impide, juega contigo. Piensas que has tenido suerte de haberla encontrado por casualidad, pero no puedes decir su nombre, tienes miedo de equivocarte. Juntas tus recuerdos, las circunstancias que te han llevado a ese momento, la has encontrado muchas veces en la calle, pero nunca pudiste acercarte a ella. Esta vez te está abrazando, dices que jamás hubieras imaginado verla en tu cama, estás contento. Ella dice que te buscaba, pasaba por la ciudad, oyó decir que tenías un encuentro aquí y vino a verte. Tú le dices que no se vaya. Ella dice que claro, pero primero tiene que recoger sus maletas y rellenar los formularios para vivir aquí. No haces el amor con ella de inmediato, piensas que tenéis tiempo, ya que ella acaba de hacer un largo viaje para venir a verte, no hay riesgo de que se vaya. Te levantas y le preguntas dónde están sus maletas. En la habitación de al lado, dice. Miras hacia allí y ves que, efectivamente, las dos habitaciones se comunican y que en ese cuarto también hay dos camas. Te preocupa que alguien pueda venir a ocupar la habitación, dices que debería hablar con los recepcionistas para cambiar de cuarto y que podáis estar juntos. Pero, como es la hora de la comida, preferís primero ir a comer algo al restaurante. Ella te sigue, os apoyáis el uno en el otro, dice que le ha costado mucho encontrarte, mientras tú continúas preguntándote cómo se llama. Miras ese rostro tan familiar, pero no la recuerdas. Parece más una mujer que una chica, una chica mayor o una joven mujer, no debería de haber ningún obstáculo para hacer el amor con ella, además, ha venido para estar contigo. Ella pregunta si tienes que presentarla al organizador del encuentro. Dices que en la actualidad eres un hombre libre, que puedes estar con quien quieras, que no tienes que pedir permiso a nadie. Vas decidido a la recepción a cambiar tu cuarto por uno doble. El hombre de la recepción te da una llave y un trozo de papel. Sobre la placa de la llave está escrito el número de la habitación, le preguntas dónde se encuentra. Él dice que sólo se ocupa del registro, que si quieres información, puedes telefonear al número que te ha anotado en el papel. Le preguntas si puedes utilizar el teléfono del mostrador; él dice que hay que poner monedas. Buscas en vano dentro de tus bolsillos alguna moneda y preguntas al recepcionista si puedes pagar después de la llamada. Como no dice nada, haces la llamada y te dicen que la habitación está en la segunda planta. Subís al ascensor, pero llegáis a la azotea, donde se encuentra el estacionamiento de vehículos. Volvéis a subir al ascensor y llegáis de nuevo a la planta baja; todavía no habéis encontrado la habitación. Paras a una mujer de la limpieza que empuja un carrito. Ella te dice que hay que bajar todavía una planta. Una vez en el sótano, encontráis un gran restaurante de lujo y piensas que es mejor que comáis algo primero. El hombre que os recibe lleva una pajarita. Dice con mucha educación: «Disculpen, hay que reservar con antelación, está todo lleno». Dices que estás participando en un encuentro y él te explica que hay algo previsto para los participantes en otro restaurante. Volvéis a subir al ascensor para buscar la habitación, pero lo que pone en tu llave es muy raro: n.° 11G.Y. Encuentras la catorce, la quince, la dieciséis, pero no hay número once. Preguntas a una señora gorda que está sentada sobre un taburete delante de un bar que hay en un pasillo, probablemente una dienta del hotel, quizás ella sepa dónde está esa habitación. Da media vuelta con su asiento, te indica una dirección detrás de ti y te dice: «Sí, es esa cueva». No comprendes qué quiere decir. Sin embargo, en la placa de cobre de la puerta está escrito H.G.; hay otra letra detrás, pero bastante borrada, seguramente una Y. Separas una cortina de perlas de cristal, en el interior hay una hilera de camas grandes, para varias personas, contemplas la habitación inmensa. Encima de las camas, a la derecha, ves otra fila de literas empotradas en la pared y a las que sólo se puede subir encaramándose. Hay almohadas en las cuatro camas para dos personas. Piensas que vas a hacer el amor con ella y dejas las maletas en la cama más apartada. Salís de la habitación y dices que, de todos modos, hay que encontrar un cuarto para vosotros dos. Pero ella dice que ha venido con una amiga, que debe estar en la misma habitación que ella; por suerte conocen a muchas personas en la ciudad, siempre habrá el medio de encontrar un lugar en el que pasar la noche. Le dices que ya que ha venido a buscarte...

Ella dice que otra vez será, que ya tendréis más ocasiones. Se vuelve y se aleja. Te despiertas, sientes pena, te gustaría recuperar tus recuerdos, recuperar todos los detalles, comprender de dónde viene ese sueño, pero te das cuenta de que estás durmiendo en una cama individual, en una pequeña habitación, escuchas un rumor, fuera los pájaros cantan.

Durante un momento no consigues recordar cómo te has quedado dormido en este lugar, la cabeza te da vueltas, no estás despierto del todo; esa noche has bebido demasiado. Hacía tiempo que no abusabas tanto del alcohol; has mezclado whisky con alcohol chino de cinco cereales, vino tinto, y cerveza, para calmar la sed, cerveza que abrían sin parar. Alguien había traído de Inglaterra whisky escocés, otro había traído de China el
Wuliangye
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recuerdas que era un grupo de escritores y poetas chinos que se reunían allí, en un barrio del sur de Estocolmo, en un centro internacional que tenía el nombre del primer ministro asesinado, Olof Palme.

Abres los ojos y te sientas. Por la ventana se ve un lago, las nubes están muy bajas, hay una hilera de árboles sobre un césped perfecto, se oye el canto de los pájaros, no hay nadie, una tranquilidad perfecta.

Piensas en la chica del sueño, en la ternura de sus gestos, es una pena que sólo fuera un sueño, ¿cómo has soñado algo tan raro? Es por culpa de ese grupo que ha vuelto a hablar de China, bebisteis demasiado; realmente ese país te da dolor de cabeza. Pero era el objetivo del encuentro, el tema de las charlas era justamente la literatura china contemporánea. Unos suecos habían dado dinero para invitar a unos cuantos escritores chinos, a los que les habían proporcionado los billetes de avión y algo para los gastos durante la estancia, en un lugar ideal para pasar unas vacaciones, con mucha cerveza. Como los impuestos sobre el alcohol fuerte son muy altos, los participantes de la reunión traían sus propias botellas. Bebieron sin parar hasta el amanecer. En verano —julio es la estación de las noches blancas— es de día todo el tiempo, a medianoche todavía hay mucha luz. En el otro lado del lago, el bosque se extiende hasta el horizonte, la luz del alba enrojece el cielo, los pájaros y los insectos todavía duermen. Sobre los enrejados que se extienden delante de las saunas hasta el lago, se oye el murmullo de las conversaciones. El sonido de las voces llega lejos y hace que en la superficie del lago, liso como un espejo, nazcan grandes círculos que se van abriendo hacia el medio. Las algas y las sombras vibran al ritmo de las ondas que se propagan; eso no es un sueño.

Un amigo charla sobre las increíbles novedades que llegan de China y que, naturalmente, no tienen nada que ver con la literatura. Explica que un empleado del zoo llegó por la mañana a su trabajo; las puertas del zoo todavía no estaban abiertas al público, entró por la puerta lateral. Nada más entrar oyó los rugidos del tigre del que se ocupaba habitualmente. Se preguntó por qué el tigre rugía si todavía no era la hora de la comida. Fue a ver qué estaba pasando y descubrió al animal tendido en un charco de sangre, en un rincón de su jaula; no tenía las patas delanteras. Con unas vendas intentaron salvarlo, pero no tenían sangre de tigre para hacerle una transfusión, y aquel animal, que ya había perdido demasiada sangre, murió. «¿Por qué le cortaron las patas?», pregunta uno. «¿Ninguno de vosotros sabe que en China es una tradición consumir las garras de los osos?» «Pero nunca había oído que también se comían las patas de los tigres.» «Con ellas se hace alcohol de hueso de tigre, es un medicamento que se utiliza desde la Antigüedad para curar el reumatismo. Hoy en día, aparte de en los zoos, ¿dónde se puede cazar un tigre?» Todos ríen, luego alguien añade: «Seguro que te has inventado esa historia, eres capaz de cualquier cosa con tal de hablar mal de China». Pero la historia es cierta y apareció en un diario oficial de China continental: «Un amigo me envió el recorte de prensa, era una noticia de dos líneas. En Suecia habría aparecido en primera página. Puede que hasta los ecologistas se hubieran manifestado por las calles. ¿Hay algún partido Verde en Suecia?».

No has ido a tomar el desayuno al restaurante, desde tu ventana ves cómo se marcha el autocar, todos van de visita a Estocolmo.

Después avanzas por un camino de gravilla que sigue el borde del lago; el sendero está rodeado de césped. Por todos lados encuentras grandes sacos de plástico blanco que seguramente contienen la hierba cortada. Las bolsas blancas están dispuestas a lo largo del camino, sobre la hierba del bosque verde oscuro, parecen objetos irreales. De repente, tienes la sensación de haber entrado en un sueño.

El camino conduce al bosque, el lago ha desaparecido, los árboles son más altos, hay muchos pinos. De pronto oyes los gritos de unos chicos y chicas, te emocionas como si volvieras a tu infancia, pero, por supuesto, sabes que tu infancia ya ha desaparecido para siempre. Te paras a escucharlos, quieres estar seguro de que no es ninguna ilusión y aceleras el paso. Al girar por el sendero, hay un claro en el que se encuentran dos chicas. La mayor lleva un pantalón tejano cortado por encima de la rodilla. Cada una carga un saco grande y seguramente están recogiendo piñas. Algo más lejos, un niño corre de un lado a otro con un cazamariposas en la mano. Las dos chicas se paran a veces; no quieres molestarlas, caminas más despacio. Delante, el niño corre y grita, las chicas lo llaman, pero continúa corriendo sin escucharlas; arrastran las bolsas y van hacia él. Sus voces se alejan poco a poco hasta desaparecer por completo. En el camino, lleno de hierba, ya no hay nadie. Tienes la sensación de percibir todavía indistintamente los gritos de los niños; te paras para prestar atención, pero sólo escuchas el viento que roza el extremo de las ramas de los árboles.

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