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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (42 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—Todas nuestras ambulancias están fuera —le dijo la encargada—. Enviaremos una en cuanto nos sea posible.

Eso fue a medianoche. Dunworthy no regresó y se acostó hasta pasada la una.

Colin estaba dormido en el jergón que Finch le había preparado, con
La Era de la Caballería
junto a la cabeza. Dunworthy pensó en guardar el libro, pero no quería arriesgarse a despertarlo. Se metió en la cama.

Kivrin no podía estar en la peste. Badri había dicho que había un deslizamiento de cuatro horas, y la peste no alcanzó Inglaterra hasta 1348. Kivrin había sido enviada a 1320.

Se dio la vuelta y cerró los ojos. No podía estar en la peste. Badri deliraba. Había dicho todo tipo de cosas, habló de tapas, porcelana rota y ratas. Nada de aquello tenía el menor sentido. Era puro delirio. Le había dicho a Dunworthy que lo siguiera. Le había dado notas imaginarias. Nada de aquello significaba nada.

«Fueron las ratas», había dicho. Los contemporáneos no sabían que se transmitía por las pulgas de las ratas. No tenían ni idea de qué la causaba. Habían acusado a todo el mundo, a los judíos, a las brujas y a los locos. Habían murmurado conjuros y colgado a las viejas. Habían quemado a los forasteros en la hoguera.

Se levantó de la cama y se dirigió al salón. Caminó de puntillas alrededor del colchón de Colin y quitó
La Era de la Caballería
de debajo de su cabeza. Colin se agitó, pero no se despertó.

Dunworthy se sentó junto a la ventana y buscó la Peste Negra. Empezó en China en 1333, y se propagó al oeste en los barcos mercantes que iban a Mesina en Sicilia y de ahí pasó a Pisa. Se extendió por Italia y Francia (ochenta mil muertos en Siena, cien mil en Florencia, trescientos mil en Roma) antes de cruzar el Canal. Alcanzó Inglaterra en 1348, «un poco antes de la fiesta de San Juan», el veinticuatro de junio.

Eso significaba un deslizamiento de veintiocho años. A Badri le preocupaba que se hubiera producido mucho deslizamiento, pero se refería a semanas, no a años.

Extendió la mano hacia la estantería y cogió
Pandemias
, de Fitzwiller.

—¿Qué hace? —preguntó Colin, adormilado.

—Leyendo sobre la Peste Negra —susurró él—. Duérmete.

—No la llamaban así entonces —murmuró Colin alrededor de su chicle. Se dio la vuelta, arrebujándose en las mantas—. La llamaban el mal azul.

Dunworthy se llevó los dos libros a la cama. Según Fitzwiller, la peste llegó a Inglaterra el día de san Pedro, el veintinueve de junio de 1348. Alcanzó Oxford en diciembre, Londres en octubre de 1349, y luego se movió hacia el norte y volvió a cruzar el Canal hacia los Países Bajos y Noruega. Llegó a todas partes excepto a Bohemia, y Polonia, que tenía establecida una cuarentena, y, extrañamente, tampoco alcanzó algunas zonas de Escocia.

Dondequiera que fue, barrió el territorio como el Ángel de la Muerte, devastando pueblos enteros, sin dejar a nadie con vida para administrar los últimos sacramentos o enterrar los cuerpos putrefactos. En un monasterio, murieron todos los monjes menos uno.

El único superviviente, John Clyn, dejó un registro: «Y para que las cosas que deben ser recordadas no perezcan con el tiempo y desaparezcan de la memoria de quienes nos sucedan —había escrito—, yo, al ver tantos males y a todo el mundo al alcance del Maligno, como si ya estuviera entre los muertos, yo, que espero a la muerte, he puesto por escrito todas las cosas que he presenciado.»

Lo había anotado todo, un auténtico historiador, y luego al parecer murió, completamente solo. Su escritura en el manuscrito se acababa, y luego, con otra letra, alguien había escrito: «Aquí parece que murió el autor.»

Alguien llamó a la puerta. Era Finch, en bata y con aspecto preocupado y agotado.

—Otra de las retenidas, señor —dijo.

Dunworthy se llevó un dedo a los labios y salió al pasillo con Finch.

—¿Ha telefoneado al hospital?

—Sí, señor, pero pasarán varias horas antes de que puedan enviar a una ambulancia. Dijeron que la aisláramos, y le diéramos dimantadina y zumo de naranja.

Dunworthy hizo que Finch esperara fuera mientras se vestía y encontraba su mascarilla, y fueron juntos a Salvin. Un grupo de retenidos esperaba junto a la puerta, vestidos con una extraña mezcla de ropa interior, abrigos y mantas. Sólo unos pocos llevaban puestas las mascarillas. Pasado mañana todos habrán caído, pensó Dunworthy.

—Gracias a Dios que está usted aquí —dijo fervientemente una de las retenidas—. No podemos hacer nada con ella.

Finch le condujo a la retenida, que estaba sentada en su cama. Era una mujer mayor de pelo cano y algo escaso, y tenía los mismos ojos brillantes de fiebre, la misma expresión alerta de Badri la primera noche.

—¡Márchese! —dijo cuando vio a Finch, e hizo ademán de abofetearlo. Volvió sus ojos ardientes hacia Dunworthy—. ¡Papi! —gritó, e hizo un puchero—. He sido muy mala —dijo con voz infantil—. Me comí todo el pastel de cumpleaños, y ahora me duele la barriga.

—¿Ve a qué me refería, señor? —intervino Finch.

—¿Vienen los indios, papi? No me gustan los indios. Tienen arcos y flechas.

Hasta el amanecer no pudieron llevarla a una de las salas de conferencias y acostarla en un colchón. Dunworthy acabó por decirle:

—Tu papi quiere que su niña buena se acueste.

Justo después de que la calmaran, llegó la ambulancia.

—¡Papi! —gimió ella cuando cerraron las puertas—. ¡No me dejes aquí sola!

—Dios mío —exclamó Finch cuando la ambulancia se hubo marchado—. Ya ha pasado la hora del desayuno. Espero que no se hayan comido todo el bacon.

Se dirigió al almacén de suministros, y Dunworthy volvió a sus habitaciones a esperar la llamada de Andrews. Colin bajaba las escaleras, comiendo una tostada y poniéndose la chaqueta al mismo tiempo.

—El vicario quiere que ayude a recoger ropa para los retenidos —dijo, con la boca llena—. Tía Mary ha telefoneado. Tiene que volver a llamarla.

—¿Pero Andrews no?

—No.

—¿Ha sido restaurado el visual?

—No.

—Ponte la mascarilla —gritó Dunworthy a sus espaldas—. ¡Y la bufanda!

Llamó a Mary y esperó impaciente durante casi cinco minutos hasta que ella se puso al teléfono.

—¿James? —dijo la voz de Mary—. Es Badri. Pregunta por ti.

—¿Está mejor, entonces?

—No. La fiebre sigue siendo muy alta, y está muy inquieto; no para de decir tu nombre, insiste en que tiene algo que decirte. Está muy mal. Si pudieras venir y hablar con él, tal vez se calmaría.

—¿Ha dicho algo acerca de la peste?

—¿La peste? —preguntó ella, molesta—. No me digas que tú también has hecho caso a esos rumores ridículos que van corriendo por ahí, James… que si es cólera, que si es dengue, que si es una recurrencia de la Pandemia…

—No. Es Badri. Anoche dijo: «Mató a media Europa» y «Fueron las ratas».

—Está delirando, James. Es la fiebre. No significa nada.

Tiene razón, se dijo él. La retenida hablaba de indios con arcos y flechas, y no te pusiste a buscar guerreros sioux. Había mencionado el pastel de cumpleaños como explicación a su enfermedad, y Badri había hablado de la peste. No significaba nada.

Sin embargo, dijo que iría para allá inmediatamente y fue a buscar a Finch. Andrews no había especificado a qué hora llamaría, pero Dunworthy no podía dejar el teléfono desatendido. Deseó haber hecho quedarse a Colin mientras hablaba con Mary.

Finch estaría probablemente en el salón, protegiendo el bacon con su vida. Descolgó el receptor de la horquilla para que pareciera que estaba comunicando y cruzó el patio hasta el salón.

La señora Taylor lo encontró en la puerta.

—Estaba buscándole —dijo—. He oído que algunos de los retenidos contrajeron el virus anoche.

—Sí —contestó él, buscando a Finch en el salón.

—Oh, cielos. Supongo que todos hemos quedado expuestos.

No encontró a Finch por ninguna parte.

—¿De cuánto es el período de incubación? —preguntó la señora Taylor.

—Entre doce y cuarenta y ocho horas —respondió él. Estiró el cuello, intentando ver por encima de las cabezas de los retenidos.

—Eso es horrible. ¿Y si una de nosotras cae en medio del recital? Pertenecemos al Traditional, ya sabe, no al Council. Las reglas son muy explícitas.

Dunworthy se preguntó por qué Traditional, fuera lo que fuese aquello, había considerado necesario tener reglas referidas a los campaneros afectados por la gripe.

—Regla Número Tres —recitó la señora Taylor—. «Todo hombre debe ceñirse a su campana sin interrupción.» No podemos poner a otra persona en medio de un recital aunque una de nosotras caiga. Y eso estropearía el ritmo.

Dunworthy tuvo una súbita imagen de una de las campaneras con sus guantecitos blancos desplomándose y siendo sacada a patadas para que no perturbara el ritmo.

—¿Hay algún síntoma previo? —preguntó la señora Taylor.

—No.

—El papel que distribuyó el Ministerio de Sanidad hablaba de desorientación, fiebre y dolor de cabeza, pero eso no sirve de nada. Las campanas siempre dan dolor de cabeza.

Me lo imagino, pensó él, buscando a William Gaddson o a cualquiera de los otros estudiantes que pudiera atender el teléfono.

—Si perteneciéramos al Council, por supuesto, no habría ningún problema. Dejan que la gente sustituya a diestro y siniestro. Durante un concierto en Titum Bob Maxims en York, tuvieron a diecinueve campaneros. ¡Diecinueve! No veo cómo pueden considerarlo siquiera un recital.

Ninguno de sus estudiantes parecía estar en el salón, Finch sin duda se había atrincherado en la despensa, y Colin se había marchado hacía un rato.

—¿Siguen necesitando una sala para ensayar? —le preguntó a la señora Taylor.

—Sí, a menos que una de nosotras caiga con esa enfermedad. Por supuesto, podríamos hacer
Stedmans
, pero no sería lo mismo, ¿verdad?

—Les dejaré usar mi sala de estar si responden al teléfono y anotan los mensajes que haya para mí. Espero una conferencia importante… una llamada de larga distancia, así que es esencial que haya alguien en la habitación en todo momento.

La condujo a sus habitaciones.

—Oh, no es muy grande, ¿verdad? —observó ella—. No estoy segura de que haya espacio para ensayar nuestro
crescendo
. ¿Podemos apartar los muebles?

—Pueden hacer lo que quieran, siempre que atiendan al teléfono y anoten los mensajes. Espero una llamada del señor Andrews. Dígale que no necesita permiso para entrar en la zona de cuarentena. Que vaya directo a Brasenose, que yo me reuniré allí con él.

—Bueno, bien, de acuerdo —suspiró ella, como si le estuviera haciendo un favor—. Al menos es mejor que esa cafetería llena de corrientes de aire.

La dejó redistribuyendo sus muebles, no muy convencido de que fuera una buena idea encargarle aquella misión, y corrió a ver a Badri. Tenía que decirle algo.
Los mató a todos. Media Europa
.

La lluvia se había convertido en una pequeña bruma, y los piquetes contra la CE habían crecido en número delante del hospital. Un grupo de jóvenes de la edad de Colin se les había unido, llevando máscaras negras en la cara y gritando: «¡Dejad salir a mi pueblo!»

Uno de ellos agarró a Dunworthy por el brazo.

—El Gobierno no tiene derecho a mantenerle aquí en contra de su voluntad —dijo, acercando su cara pintarrajeada a la mascarilla de Dunworthy.

—No seas idiota. ¿Quieres empezar otra Pandemia?

El niño le soltó el brazo, confundido, y Dunworthy escapó al interior.

Admisiones estaba lleno de pacientes en camillas, y había una de pie junto al ascensor. Una figura de aspecto impresionante con voluminosas RPE leía algo al paciente de un libro envuelto en politeno.

—«¿Quién perecerá, siendo inocente? —dijo, y Dunworthy advirtió con horror que no era una enfermera, sino la señora Gaddson—. ¿O dónde estaban los justos?» —recitó ella.

Se detuvo y hojeó las finas páginas de la Biblia, buscando otro pasaje consolador, y Dunworthy se desvió hacia un pasillo lateral y las escaleras, eternamente agradecido al Ministerio de Sanidad por haber suministrado mascarillas.

—«El Señor los castigará a todos con consumición —entonó, su voz resonando en el pasillo mientras Dunworthy huía—, y con fiebre, y con inflamación».

Y los castigará con la señora Gaddson, pensó, y ella os leerá las Escrituras para levantaros la moral.

Subió las escaleras hasta Aislamiento, que al parecer ocupaba ahora casi toda la primera planta.

—Aquí está —dijo la enfermera. Era otra vez la estudiante rubia. Dunworthy se preguntó si tendría que advertirle sobre la señora Gaddson—. Casi le había dado por perdido. Le ha estado llamando toda la mañana.

Le tendió un paquete de RPE; él se las puso y la siguió.

—Hace media hora estaba completamente frenético, llamándole sin parar —murmuró la enfermera—. Insistía en que tenía que decirle una cosa. Ahora está un poco mejor.

De hecho, Badri parecía considerablemente recuperado. Había perdido el tono rojo y asustante, y aunque estaba un poco pálido, parecía casi como siempre. Estaba medio sentado contra unas cuantas almohadas, y sus manos yacían sobre la tela, con los dedos doblados. Tenía los ojos cerrados.

—Badri —llamó la enfermera, y colocó la mano enguantada sobre su hombro y se inclinó hacia él—. El señor Dunworthy está aquí.

Él abrió los ojos.

—¿Señor Dunworthy?

—Sí. —Ella hizo una indicación con la cabeza—. Le dije que vendría.

Badri se enderezó, pero no miró a Dunworthy, sino hacia delante.

—Estoy aquí, Badri —dijo Dunworthy, y avanzó hasta quedar en su línea de visión.

Badri siguió mirando hacia delante y sus manos empezaron a moverse inquietas sobre las rodillas. Dunworthy miró a la enfermera.

—Lleva un rato haciendo eso —dijo ella—. Creo que está tecleando. —Miró las pantallas y salió.

Estaba tecleando, en efecto. Tenía las muñecas apoyadas en las rodillas, y sus dedos pulsaban la manta en una compleja secuencia. Sus ojos contemplaban algo ante él (¿una pantalla?), y tras un momento frunció el ceño.

—Eso no puede estar bien —dijo, y empezó a teclear rápidamente.

—¿Qué es, Badri? ¿Qué anda mal?

—Debe de haber un error —dijo Badri. Se inclinó un poco hacia el lado—. Dame un línea-a-línea con la AAT.

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