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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (49 page)

BOOK: El manipulador
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—Aquí me he forjado una nueva vida. Lejos de la inmundicia, apartado de esa chusma. Me he ido, McCready, me he ido de verdad. ¿No te contaron eso los de Curzon Street? Me han convertido en un intocable. Y ahora tengo una vida nueva, una esposa, un hogar, que no es una fosa húmeda en una ciénaga irlandesa, y un modesto modo de vida gracias a mis libros. ¿Por qué diablos habría de regresar?

—Necesito un hombre, Tom. Un hombre dentro de la clandestinidad. Un infiltrado. Alguien capaz de moverse con plena libertad por el Oriente Medio con una buena cobertura. Un rostro que ellos no conozcan.

—Busca a otro.

—Si logran lo que se proponen, si consiguen introducir esas toneladas métricas de «Semtex-H» en Inglaterra, distribuidas en quinientos paquetes de dos kilos, tendremos otro centenar de casos como el de Nigel Quaid. Otros millares de Mary Feeney. Estoy tratando de evitar que eso ocurra, Tom.

—No, McCready. No conmigo. ¿Por qué demonios he de ser yo?

—Ellos, por su parte, ya están encargando a una persona de este asunto. Alguien a quien conoces: Kevin Mahoney.

Rowse se puso rígido como si le hubiesen asestado un duro golpe.

—¿Está dispuesto a hacerlo? —preguntó.

—Creemos que tiene la intención de encargarse del asunto. Si falla, eso significaría su destrucción.

Rowse se quedó contemplando el paisaje durante un buen rato. Pero veía otra campiña, mucho más verde, aunque mucho menos cuidada; y un garaje cerca de una valla; y un cuerpo menudo tendido al borde del camino, el cadáver a quien fuera una niñita llamada Mary Feeney. Tom Rowse se levantó y salió de la casa. McCready oyó una conversación en voz baja y, luego, los gritos de Nikki. Al poco rato, Rowse volvía a entrar en la sala y se dirigía a su cuarto a preparar un maletín de viaje.

CAPÍTULO II

El entrenamiento de Rowse duró toda una semana, y McCready se encargó personalmente de llevarlo a cabo. No se podía pensar en modo alguno en tener a Rowse en las inmediaciones de la
Century House
, ni mucho menos cerca de Curzon Street. McCready preparó para él una de las tres apacibles casas de campo que el Servicio Secreto de Inteligencia británico tenía para casos como ése, situadas a una hora escasa de Londres, y se hizo enviar el material de instrucción desde la
Century House
.

Había material escrito y películas, la mayor parte de las cuales eran de tipo indistinto, y habían sido tomadas a gran distancia o a través de un agujero practicado en el costado de un camión de carga, o bien con un potente teleobjetivo emplazado en la enramada de algún matorral. Pero los rostros se apreciaban con la suficiente nitidez.

Rowse vio la película y escuchó la cinta de las escenas que habían sido registradas la semana anterior en el cementerio de Ballycrane. Estudió los rostros del sacerdote irlandés que había oficiado el servicio fúnebre y del hombre de la Junta Militar que se encontraba a su lado. Pero cuando McCready le puso delante las fotografías de los rostros que debería memorizar, su mirada volvía una y otra vez a la que mostraba los fríos y apuestos rasgos de Kevin Mahoney.

Cuatro años antes estuvo a punto de matar a ese pistolero del IRA. Mahoney se había dado a la fuga y la operación para apoderarse de él había costado semanas de paciente trabajo clandestino. Finalmente había sido detectado en el curso de una operación de engaño mediante la que se le había obligado a aventurarse en Irlanda del Norte desde su escondrijo cerca de Dundalk, en el Sur. El automóvil en el que viajaba iba conducido por otro miembro del IRA, y los dos se habían detenido a poner gasolina en una estación de servicio en las inmediaciones de Moira. Rowse les seguía en su coche, a prudente distancia, mientras iba recibiendo informaciones por radio de los vigilantes apostados a lo largo de la ruta y en el aire. Al enterarse de que Mahoney se había detenido a repostar, decidió ir por él.

Pero cuando llegó a la estación de servicio, el conductor del IRA había llenado ya el depósito de gasolina y se encontraba de nuevo sentado al volante del coche. A su lado no había nadie. Por un momento, Rowse creyó que había perdido su presa. Dijo a su compañero que se encargara de vigilar al conductor y se apeó del automóvil. En el momento en que él mismo se encontraba ocupado en llenar el depósito de gasolina, la puerta del servicio de caballeros se abrió y Mahoney apareció en el umbral.

Rowse llevaba su pistola de reglamento de las Fuerzas Aéreas Especiales, una
Browning
de trece proyectiles, metida en el cinturón, a su espalda, debajo de un chaquetón de obrero, de basto paño azul. Una mugrienta gorra de lana le cubría gran parte de la cabeza y una barba de varios días le oscurecía el rostro. Parecía un trabajador irlandés, la cobertura que había adoptado.

Al salir Mahoney del servicio de caballeros, Rowse se agazapó detrás de una bomba de gasolina, sacó su arma, la empuñó con las dos manos mientras se ponía en posición de tiro y gritó:

—¡Mahoney, detente!

Mahoney era muy rápido. Justo cuando Rowse sacaba su arma, él echaba mano de la suya. De acuerdo con la Ley, Rowse podría haber acabado con él en ese instante de una vez para siempre. Deseaba hacerlo. Pero en vez de ello, gritó de nuevo:

—¡Suéltala o eres hombre muerto!

Mahoney había sacado ya la pistola, pero todavía la tenía a un lado. Miró al hombre semioculto detrás de la bomba de gasolina, contempló la
Browning
y tuvo la certeza de que no podría vencer. Entonces dejó caer su «Colt».

En ese momento, dos damas ancianas en un «Volkswagen», metieron el coche en la gasolinera. No tenían ni la menor idea de lo que estaba ocurriendo, pero lo cierto fue que interpusieron directamente su vehículo entre la bomba de gasolina, tras la que Rowse se había parapetado, y la pared contra la que Mahoney estaba apostado. Eso fue más que suficiente para el hombre del IRA. El terrorista se dejó caer al suelo como una pesada piedra y recuperó su arma. El conductor intentó acudir en socorro de Mahoney, pero el hombre que iba con Rowse se encontraba a su lado; el cañón de una pistola entró por la ventanilla y le apuntó a la cabeza.

Rowse no pudo disparar, ya que las dos mujeres, tras habérseles ahogado el motor, se encontraban dentro del coche pegando gritos. Mahoney salió de detrás del «Volkswagen», se escabulló ocultándose detrás de una furgoneta estacionada y se precipitó hacia la carretera. Cuando Rowse inspeccionaba la parte de atrás de la camioneta, Mahoney había alcanzado ya el centro de la carretera.

El anciano conductor del «Morris Minor» frenó en seco para no atropellar al hombre que cruzaba corriendo por delante de su coche. Mahoney, que mantuvo el «Morris Minor» entre él y Rowse, abrió la portezuela del vehículo, sacó al anciano arrastrándolo por la chaqueta y le asestó un golpe en la nuca con la culata de la pistola, dejándole tirado en la carretera. Después montó de un salto en el asiento del conductor y se alejó a toda prisa.

Quedaba un pasajero en el coche. El anciano había llevado a su nietecita al circo. Rowse, de pie en el centro de la carretera, vio abrirse la portezuela delantera del automóvil y cómo la niña era arrojada del vehículo en marcha. Escuchó el ahogado chillido de la pequeña al caer sobre el pavimento, vio el pequeño cuerpo rodando por la carretera, y cómo era atropellado por la camioneta que venía por detrás.

—Sí —asintió McCready en voz baja—, sabemos que fue él. Pese a los dieciocho testigos que declararon bajo juramento que Mahoney, a esas horas, se encontraba tomando unas copas en un bar de Dundalk.

—Después de aquello envié una carta a la madre de la niña —explicó Rowse.

—La Junta Militar también le escribió —comentó McCready—. Le expresaban su más sentido pésame, y le decían que la muerte de la niña había sido accidental.

—Fue arrojada del coche —dijo Rowse—. Vi el brazo de ese asesino. ¿Así que piensa encargarse de esa operación?

—Creemos que sí. Pero ignoramos qué medios utilizarán para el envío, ni si será por tierra, aire o mar, ni por dónde demonios aparecerá. Estamos convencidos de que él dirigirá la operación. Ya has escuchado la cinta.

McCready instruyó a Rowse sobre sus historias de cobertura. Iría provisto de dos, no de una sola. La primera sería de una transparencia razonable. Con suerte, aunque las investigaciones de los otros descubriesen la mentira, siempre dispondría de la segunda identidad. Y con un poco de suerte (una vez más), se darían por satisfechos con su segunda cobertura.

—¿Por dónde he de empezar? —preguntó Rowse cuando la semana se acercaba a su fin.

—¿En qué lugar del mundo te gustaría hacerlo? —preguntó McCready a su vez.

—Si alguien estuviese haciendo averiguaciones sobre el tráfico internacional de armas para su próxima novela, no tardaría en descubrir que las dos bases europeas para ese tráfico son Amberes y Hamburgo —replicó Rowse.

—Cierto —asintió McCready—. ¿Dispones de contactos en alguna de esas ciudades?

—En Hamburgo vive un hombre al que conozco —contestó Rowse—. Es un tipo peligroso, medio loco, pero puede que tenga contactos con el hampa internacional.

—¿Cómo se llama?

—Kleist. Ulrich Kleist.

—¡Dios mío!, la verdad es que conoces a cada hijo de puta extranjero, Tom.

—Le salvé la vida por un pelo en cierta ocasión —respondió Rowse—. En Mogadiscio. Todavía no estaba loco. Eso vino después, cuando alguien convirtió a su hijo en un drogadicto. El muchacho murió.

—¡Ah, sí! —dijo McCready—, eso es algo que puede tener sus repercusiones. Muy bien, será Hamburgo. Estaré contigo durante todo el tiempo. No me verás, ni tampoco los cerdos con los que te topes. Pero estaré allí, en cualquier parte, siempre cerca de ti. Si corres peligro, acudiré en tu ayuda, con dos de tus antiguos camaradas del regimiento. Estarás protegido; daremos la cara por ti si se te ponen mal las cosas. Necesitaré estar en contacto contigo de ahora en adelante para ir poniendo al día los asuntos de un modo regular.

Rowse asintió con la cabeza. Sabía que todo eso era una mentira, pero se trataba de una mentira piadosa. McCready necesitaría ir poniendo al día sus asuntos incluso en el caso de que Rowse desapareciese de repente de este planeta, el SIS británico sabría hasta dónde había llegado en sus investigaciones. Y es que Rowse poseía esa cualidad tan apreciada en los grandes espías. Era perfectamente sustituible.

Rowse llegó a Hamburgo a mediados de mayo. No había anunciado su visita y se presentó solo. Sabía que McCready y los dos «guardaespaldas» le habían precedido en el viaje. No los vio al llegar, y tampoco hizo ningún esfuerzo para detectarlos. Supuso que conocería a los dos hombres de las Fuerzas Aéreas Especiales que acompañaban a McCready, pero no tenía sus nombres. No importaba; ellos le conocían y su tarea consistía en mantenerse cerca de él pero invisibles. Ésa era su especialidad. Los dos hablarían el alemán con soltura. Estarían en el aeropuerto de Hamburgo, en las calles, cerca de su hotel, vigilándole e informando a McCready, el cual regresaría pronto a Londres.

Rowse evitó los hoteles de lujo, como el «Vier Jahreszeiten» y el «Atlantik», y eligió uno más modesto, de la estación de ferrocarril.

En una filial de la agencia «Avis» alquiló un coche pequeño en consonancia con su modesto presupuesto, pues tenía que hacerse pasar por un novelista de éxito moderado que estaba reuniendo datos para su próxima novela. A los dos días encontró a Ulrich Kleist, que trabajaba en los muelles conduciendo una carretilla elevadora.

El fornido alemán había parado su máquina y se estaba apeando de ella cuando Rowse lo llamó por su nombre. Durante un instante, Kleist se puso en guardia, preparándose para la defensa; pero, en seguida, reconoció a Rowse. Su ceñudo rostro se iluminó con una sonrisa.

—Tom, Tom, mi viejo amigo.

Rowse se encontró casi triturado en un abrazo de oso. Cuando al fin se vio libre, dio un paso atrás y se quedó contemplando al antiguo soldado de las Fuerzas Especiales a quien no veía desde hacía cuatro años y a quien había conocido en el horno asfixiante de un aeropuerto somalí en 1977. Rowse tenía entonces veintidós años, y Kleist le llevaba seis. Pero el alemán aparentaba ahora más de cuarenta, muchos más.

El 13 de octubre de 1977, cuatro terroristas palestinos habían secuestrado un avión de «Lufthansa» que hacía el vuelo de Mallorca a Fráncfort, con ochenta y seis pasajeros y una tripulación de cinco personas a bordo. Perseguido por las autoridades, el
jet
había aterrizado sucesivamente en Roma, Larnaca, Bahrain, Dubái y Aden hasta que, por último, habiéndosele acabado el combustible, se detuvo en Mogadiscio, la desolada capital de Somalia.

Y en aquel lugar, pocos minutos después de la medianoche, cuando el 18 de octubre comenzaba, el avión fue tomado por asalto por un destacamento de las Fuerzas Especiales de la Alemania Occidental, las GSG-9, que lograron superarse a sí mismas tras un largo período de entrenamiento a cargo de la SAS británica. Aquélla fue la primera misión realizada en el extranjero por las tropas de asalto comandadas por el coronel Ulrich Wegener.

Los muchachos eran buenos, francamente buenos, pero dos sargentos de la SAS los acompañaban de todos modos. Uno de ellos era Tom Rowse…, y aquello sucedió mucho antes de que presentase su dimisión.

Los británicos quisieron participar en la operación por dos razones. Ante todo, tenían gran experiencia en forzar, en fracciones de segundo, las puertas de un avión selladas; y también conocían el manejo de las granadas de «aturdimiento» británicas, las cuales lograban tres cosas destinadas a paralizar a un terrorista durante dos segundos de importancia vital. Una de ellas era el relámpago, que cegaba los ojos no protegidos; otra era la onda expansiva, que ocasionaba desorientación en el sujeto afectado; la tercera era el estruendo, que lograba conmocionar el cerebro a través de los tímpanos y paralizaba el poder de reacción del individuo.

Después del éxito de la operación en la que el avión fue rescatado, el canciller Helmut Schmidt mando alinear a sus guerreros y los condecoró, a cada uno de ellos, con la medalla al mérito, otorgada por la agradecida patria. Los dos británicos se esfumaron antes de que políticos y periodistas se presentaran en el lugar de los hechos.

Aunque los dos sargentos de la SAS estuvieron presentes tan solo en calidad de asesores técnicos —y el Gobierno laborista británico se había mostrado muy intransigente en este sentido—, lo que ocurrió realmente fue lo siguiente: los dos ingleses fueron los primeros en subir por la escalerilla, con el fin de forzar la puerta de pasajeros trasera, a la cual habían accedido por debajo de la cola del avión, para evitar que los terroristas los detectaran.

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