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Authors: Jerry Pournelle

Tags: #Ciencia Ficción

El mercenario (4 page)

BOOK: El mercenario
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Impulsivamente, tendió la mano hacia la consola del escritorio y giró el selector; las imágenes se fueron sucediendo en la pantalla, hasta que vio una columna de hombres marchando a través de una enorme burbuja de roca. Parecían enanos, ante la grandiosidad de la caverna.

Un destacamento de Infantes de Marina del CoDominio, marchando a través del área central de Base Luna. La Cámara del Senado y las oficinas del Gobierno estaban muy por debajo de esa caverna, enterradas tan profundamente en la roca, que ningún arma podría destruir a los líderes del CoDominio por sorpresa. Y, por encima de ellos, estaban los guerreros que les guardaban, y este grupo iba a cambiar la guardia.

Lermontov conectó el sonido, pero no escuchó más que el preciso y medido golpear de las botas. Caminaban cuidadosamente en la baja gravedad, con su paso modificado para adecuarse a su bajo peso; y sabía que serían igualmente precisos en un mundo de alta gravedad.

Vestían uniformes de azul y escarlata, con brillantes botones de oro, placas con las oscuras aleaciones de rico bronce que se encontraban en Kennicott, boinas hechas con la piel de algún reptil que nadaba en los mares de Tanith. Como el despacho del Gran Almirante, los Infantes de Marina del CoDominio mostraban la influencia de mundos situados a muchos años luz de distancia.

—¡Cantad!

La orden sonó tan fuerte por el altavoz, que sobresaltó al almirante, quien bajó el volumen cuando los hombres se pusieron a cantar.

Lermontov sonrió para sus adentros. La canción estaba oficialmente prohibida, y desde luego no era lo más adecuado para un cambio de guardia que iba a tomar sus puestos en el exterior de la Cámara del Gran Senado, pero casi podía ser considerada como el himno de marcha oficial de los Infantes de Marina. Y la letra, pensó el almirante Lermontov, le podría contar algunas cosas a cualquier senador que la estuviera escuchando.

Si es que los senadores escuchaban alguna vez algo dicho por los militares.

Los mesurados versos fueron surgiendo, lentos, al compás del siniestro paso deslizante de las tropas:

En docenas de mundos nuestra sangre hemos dejado, sumisos,

y carreteras hemos hecho en tantos otros planetas, además,

todo lo que tendremos al acabar nuestros compromisos,

vale para pagar una noche con una mala puta, y poco más.

El Senado da un decreto. El Gran Almirante manda,

la orden de lo alto nos llega, clara y fuerte,

es: “Equipo de combate” y, mientras suena la banda,

embarcamos en la nave que nos lleva hacia la muerte.

Las tierras que conquistamos, los senadores se las reparten,

quienes las reciben, nunca han hecho nada por ganarlas,

muchos por ellas morimos, pocos son los que las comparten,

en cuanto a nosotros, nunca jamás volveremos a pisarlas.

Somos los que siempre enamoramos a vuestras compañeras,

y también somos los que a vosotros os mandamos al cuerno,

somos los Infantes de Marina que, tras nuestras banderas,

ondeantes al viento, marcharemos hasta al mismo averno.

Sí, al diablo conocemos bien, y conocemos sus desplantes,

los hemos sufrido en verano y los hemos sufrido en invierno,

por eso, cuando muramos siendo de la Marina sus infantes,

podremos darles por el culo a todos los senadores del infierno.

Entonces beberemos unas bien ganadas copas con los compañeros,

y descansaremos un rato, que nos hace buena falta puñetera,

hasta que un suboficial nos diga otra vez «venga, moveos»,

y es que hasta en el infierno nos harán hacer una carretera.

La Flota es nuestro país, nos acostamos con nuestro fusil,

hasta ahora, nadie ha tenido un hijo con el metal vil;

nos dan la paga en sábado y nos la gastamos en beber,

eso, claro está, cuando no podemos hallar a una bella mujer,

aunque lo mejor de todo es cuando podamos beber y también joder;

pero siempre nos cuidamos de enterrara los camaradas caídos,

y nunca, jamás, los Infantes de Marina seremos vencidos…

El verso acababa con un retumbar de tambores y, con suavidad, Lermontov cambió el selector, para volver a conectar con la girante Tierra.

Quizá, pensó, quizá haya esperanza. Pero sólo si tenemos tiempo.

¿Podrán los políticos ganar el suficiente tiempo?

II

El Honorable John Rogers Grant colocó la palma sobre la destellante luz en la consola de su escritorio y ésta se apagó, cortando el teléfono de seguridad con Base Luna. Su rostro tenía una expresión de placer y disgusto, como siempre le sucedía cuando acababa de hablar con su hermano.

No creo que jamás haya ganado en una discusión con Martin, pensó. Quizá sea porque me conoce mejor de lo que yo mismo me conozco.

Grant se volvió hacia la Tri-V, en donde el acto político estaba en su momento álgido. El discurso había empezado suavemente, como siempre sucedía con las alocuciones públicas de Harmon, repleto de tonos resonantes y llamadas a la razón. La tranquila voz había pedido atención, pero ahora se había hecho más fuerte y la exigía.

El fondo que había tras él también había cambiado, de modo que ahora Harmon se alzaba ante las barras y las estrellas cubriendo el hemisferio, con un águila norteamericana espléndida sobre el Capitolio. Harmon estaba cayendo en uno de sus habituales frenesís, y su rostro estaba contorsionado por la emoción.

—¿Honor? ¡Ésa es una palabra que Lipscomb ya no comprende! ¡Fuera lo que hubiese sido en otro tiempo… y, amigos míos, todos sabemos lo grande que fue antes… ahora ya no es uno de los nuestros! ¡Sus sicarios, esos hombrecillos grises que le susurran a las orejas, han corrompido incluso a un hombre tan grande como el presidente Lipscomb!

»¡Y nuestra nación sangra! ¡Sangra por un millar de heridas! ¡Oh pueblo de América, escúchame! ¡Sangra por las llagas de esos hombres y de su CoDominio!

»Dicen, que si abandonamos el CoDominio, eso significará la guerra. Yo rezo a Dios porque no sea así, pero si lo es… bueno, éstos son tiempos difíciles. Muchos de nosotros moriremos, ¡pero moriremos como hombres! Hoy, nuestros amigos y aliados, los pueblos de Hungría, de Rumania, los checos, los eslovacos, los polacos, todos ellos gimen bajo la opresión de sus amos comunistas. ¿Y quién los mantiene así? ¡Nosotros! ¡Nuestro CoDominio!

»¡Nos hemos convertido en amos de esclavos! ¡Más vale morir como hombres de verdad!

»Pero eso no sucederá. Los rusos no combatirán jamás. Son blandos, tan blandos como nosotros lo somos, su Gobierno está infestado por las mismas corrupciones que el nuestro. ¡Pueblo de América, óyeme! ¡Pueblo de América, escucha!

Grant dio una orden suavemente y la Tri-V se apagó sola. Un panel de madera se deslizó por sobre la pantalla apagada y Grant habló de nuevo.

El escritorio se abrió para ofrecerle una botellita de leche. No había nada que pudiera hacer por su úlcera, a pesar de los avances de la ciencia médica. El dinero no era problema, pero nunca hallaba el tiempo para la cirugía y las semanas con los estimuladores de regeneración.

Ojeó los papeles que había sobre su escritorio. La mayor parte eran informes, con las tapas rojas de Seguridad, y Grant cerró los ojos por un momento. El discurso de Harmon era importante y probablemente afectaría las próximas elecciones. Ese hombre se está convirtiendo en una molestia, pensó Grant.

Debería de hacer algo al respecto.

Apartó la idea con un estremecimiento. En un tiempo, Harmon había sido su amigo. ¡Dios!, ¿a qué hemos llegado? Abrió el primer informe.

Había habido una pelea en la convención de la Federación Internacional del Trabajo. Tres muertos, y los muy pensados planes para la reelección de Matt Brady puestos en peligro. Grant volvió a hacer una mueca y bebió más leche. La gente de Información le había asegurado que aquello sería fácil.

Escarbó en los informes y descubrió que los responsables eran tres de los jóvenes cruzados de Harvey Bertram. Habían colocado micrófonos en la suite de Brady y el muy idiota no había tenido mejor idea que hacer tratos en su habitación. Ahora, la gente de Bertram tenía suficiente información sobre corrupciones como para prender el fuego de la indignación de los delegados en una docena de convenciones.

El informe acababa con una recomendación de que el Gobierno dejase de ayudar a Brady y concentrase su apoyo en MacKnight, que tenía una buena reputación, y cuyo dossier en el edificio de la CÍA estaba abultado por la información. MacKnight sería fácil de controlar. Grant asintió para sí y firmó en la hoja de orden de actuación.

Lo lanzó a la bandeja «Alto Secreto: Salidas» y lo contempló desvanecerse. No había caso en perder tiempo. Luego se preguntó qué le pasaría a Brady. Matt Brady había sido un buen miembro del Partido Unido. ¡Malditos fueran los hombres de Bertram!

Tomó el siguiente dossier, pero antes de que pudiera abrirlo entró su secretaria. Grant alzó la vista y sonrió, satisfecho de su decisión de no caer del todo en la electrónica. Algunos ejecutivos se pasaban semanas sin ver a sus secretarias.

—Su cita, señor —le dijo ella—. Y es la hora de su tónico para los nervios.

El gruñó: «Ni hablar de eso», pero dejó que le sirviese un vasito de aquella cosa con sabor a rayos, se lo tragó, y se quitó el mal sabor con leche. Luego miró a su reloj, pero no era necesario: la señorita Ackridge sabía el tiempo que se tardaba en llegar a cada oficina de Washington. No habría tiempo de empezar otro informe, lo que le parecía a Grant de maravilla.

La dejó ayudarle a ponerse su chaqueta negra y quitarle algunos cabellos canos de las solapas. No se sentía los sesenta y cinco, pero ahora los aparentaba. Había sucedido de repente: cinco años antes podía pasar por tener cuarenta. John vio en el espejo a la chica que tenía detrás y supo que ella le amaba, pero que aquello no podía funcionar.

¿Y por qué infiernos no?, se preguntó. No es que aún estés llorando a Priscilla: para cuando ella murió, tú estabas suplicando para que esto sucediese. Y, además, nos casamos tarde. Así que, ¿por qué actúas como si el gran amor hubiera desaparecido para siempre de tu vida? Lo único que tendrías que hacer es darte la vuelta, decir unas palabras y… ¿y qué? Ella ya no sería la perfecta secretaria y las secretarias son más difíciles de hallar que las amantes. Déjalo correr.

Ella permaneció allí un momento más, luego se apartó.

—Su hija quiere verle esta tarde —le dijo—. Viene en coche a última hora y dice que es importante.

—¿Sabe para qué? —le preguntó Grant. Ackridge sabía más de Sharon que Grant. Probablemente mucho más.

—Puedo imaginármelo. Creo que su joven amigo le ha pedido en matrimonio.

John asintió. No era inesperado, pero aun así le hacía daño. Tan pronto, tan pronto. Crecen rápido cuando uno es un viejo. John hijo, era comandante en la Armada del CoDominio, pronto sería capitán de su propio navío. Frederick había muerto en el mismo accidente que su madre. Y ahora Sharon, la benjamina, había encontrado su propia vida… y no es que hubiesen estado muy unidos desde que él había aceptado este empleo.

—Haga que comprueben su nombre los de la CÍA, Flora. Quería haberlo hecho hace meses. No encontrarán nada, pero yo lo necesito para el archivo.

—Sí, señor. Y será mejor que se ponga en camino. Le esperan ya fuera.

Él recogió su maletín.

—No regresaré esta noche. Haga que me manden mi coche a la Casa Blanca, por favor. Yo mismo conduciré esta noche, de vuelta a casa.

Devolvió los saludos del conductor y del mecánico armado, con un gesto alegre de la mano, y les siguió hasta el ascensor que había al extremo de un largo pasillo. A ambos lados del mismo colgaban pinturas y fotografías de viejas batallas, y había una alfombra en el suelo, pero por lo demás, era como si fuese una caverna. ¡Maldito Pentágono!, pensó por centésima vez. Era el edificio más estúpido jamás construido. Nadie puede encontrar nada, y no hay quien lo vigile, a ningún costo. ¿Por qué no podía haberlo volado alguien?

Tomaron un vehículo de superficie hasta la Casa Blanca. El ir volando habría representado otro detalle a arreglar, y, además, de esta manera podía ver los cerezos y los parterres de flores en derredor de Jefferson. El Potomac era una porquería color marrón cloaca. Uno podía nadar en él si tenía suficiente estómago, pero, hacía unas cuantas administraciones, los Ingenieros del Ejército lo habían «mejorado»: le habían dado orillas de cemento. Ahora las estaban quitando, y eso provocaba avalanchas de barro.

Fueron a través de manzanas de edificios gubernamentales, algunos de ellos abandonados. La renovación urbana le había dado a Washington todo el espacio de oficinas que el Gobierno necesitaría jamás, y más. Así que esos edificios vacíos habían quedado como reliquias del tiempo cuando Washington era la ciudad con mayor índice de criminalidad del orbe. Lo cierto era que, en algún momento, durante la juventud de Grant, habían sacado de Washington a todo el mundo que no trabajaba allí, y las máquinas aplanadoras habían empezado enseguida a demoler las viviendas. Por motivos políticos, las oficinas habían crecido tan rápidamente como habían ido siendo demolidos los otros edificios.

Pasaron por la Oficina de Control de la Población y giraron por la Elipse y más allá de la antigua Secretaría de Estado, hasta la puerta. La guardia comprobó cuidadosamente su identidad y le hicieron colocar la palma en la pequeña pantalla lectora. Luego entraron en el túnel que llevaba hasta el sótano de la Casa Blanca.

El presidente se alzó cuando Grant entró en la Oficina Oval, y los otros saltaron en pie como si tuvieran cargas de eyección bajo los traseros. Grant estrechó las manos en derredor pero miró fijamente a Lipscomb. No cabía duda alguna: el presidente estaba notando la tensión. Bueno, eso les pasaba a todos.

El secretario de Defensa no estaba allí, pero lo cierto es que nunca estaba. El secretario era un político enchufado, que controlaba un bloque de los votos de la Guilda Aerospacial, y aún una mayor cantidad de acciones de la industria aerospacial. Mientras los contratos gubernamentales mantuviesen ocupadas a sus empresas y éstas dieran empleo a sus hombres, no le importaba un pimiento la política. Nunca estaba en las sesiones formales del Gabinete de Ministros, en las que jamás se decía nada, y nadie se enteraba de que estuviera ausente: John Grant era Defensa tanto como era la CÍA.

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