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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

El miedo de Montalbano (18 page)

BOOK: El miedo de Montalbano
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—Ya lo veremos.

—¡
Dutturi
, usía quiere mi ruina! ¡El señor Corso, en cuanto se entere, me despide!

—No te preocupes, en la cárcel te mantendrán. Ya lo sabes, ¿no?

El hombre se echó a llorar y se cubrió el rostro con las manos. Montalbano recordó que Caterina Corso había hecho aquel mismo gesto y experimentó un acceso de furia. De un salto se plantó delante del hombre, le apartó las manos de la cara y le soltó con toda su mala leche dos fuertes puñetazos, uno en cada mejilla. El hombre se quedó ligeramente aturdido. Después se levantó y se sentó en la cama con la cabeza gacha.

—¿Qué quiere saber? —preguntó en voz baja.

—¿Por que razón dices que de un tiempo a esta parte llevas arma?

—Porque en esta obra hay demasiada gente forastera, albaneses, turcos, negros... Es gente capaz de cualquier cosa y uno tiene que protegerse las espaldas.

Era una trola, el comisario estaba seguro. Prefirió no insistir en el tema.

—Tú le has dicho al comandante que a veces Puka llegaba antes que los demás.

—Sí, señor, es verdad. Ocurrió tres o cuatro veces.

—¿Con cuánta antelación?

—Pues... una media hora.

—¿Y qué hacía?

—No lo sé. Yo le abría el barracón grande, él entraba en él y yo volvía aquí.

—¿Y cómo explicas que el día de la desgracia, en lugar de quedarse en el barracón, subiera solo al andamio?

—¿Y yo qué puedo explicar? Ya había subido otra vez. Lo vi yo.

—¿Y qué hacía?

—Llamaba con el móvil. Decía que abajo, en el barraron, el móvil no cogía línea.

La explicación se podía aceptar si era cierto que no había cobertura. Pero aquel teléfono estaba en condiciones de revelar muchas cosas.

—¿Quién se quedó con el móvil?

—Pues... yo no lo vi al lado del muerto. A lo mejor se lo llevó el comandante.

—Oye, la mañana de la desgracia, cuando Puka cayó, ¿dónde estabas tú?

—Aquí dentro, señor comisario. No había pegado ojo en toda la noche a causa de un dolor de muelas que...

—¿Y no oíste un grito?

—No, señor.

—¿Ni siquiera el ruido de la caída?

—Nada de nada.

Seguía mintiendo, el gusano asqueroso. Montalbano a duras penas podía reprimir el impulso de machacarle la cara a puñetazos. Aquel hombre despertaba en él un deseo tan grande de violencia física que hasta él mismo estaba asustado. Mejor largarse de aquel barracón cuanto antes.

—Cuando lo viste telefoneando en el andamio, ¿cómo iba vestido? ¿Con ropa de trabajo?

—Me parece que se había cambiado de ropa... Sí, señor, ahora que lo pienso, estoy seguro, vestía ropa de trabajo.

—Muy bien —dijo el comisario, encaminándose hacia la puerta.

—¿Qué hace? ¿No me detiene?

—Hoy no.

El hombre se levantó de un salto, se inclinó, le cogió una mano y empezó a besársela, llenándole de saliva el dorso. Asqueado, el comisario levantó una rodilla y le golpeó en el mentón con toda la fuerza que pudo. El vigilante cayó hacia atrás, medio atontado. Montalbano saltó por encima de él y salió al exterior.

* * *

Mientras subía la maldita cuesta que desde la obra conducía a la cumbre de la loma, lo que acababa de contarle el vigilante empezó a darle vueltas en el cerebro. Había por lo menos una cosa extraña, siempre y cuando fuera verdad. ¿Por qué motivo Puka se encaramaba a la parte superior del andamio para telefonear? El vigilante había dicho que en el barracón no había cobertura, lo cual era una explicación válida. Pero ¿qué necesidad había de llamar en aquel momento y desde aquel lugar? ¿No podía utilizar el móvil antes de llegar a la obra? Habría podido llamar desde su casa o desde cualquier otro punto del trayecto entre Montelusa y Tonnarello que él recorría en ciclomotor. Ya había llegado a lo alto de la loma y se volvió a contemplar la obra. Y, con la rapidez de un rayo, comprendió por qué Puka, a pesar de tener que actuar con precaución para no despertar sospechas en sus compañeros de trabajo, había actuado de aquella manera aparentemente desconsiderada. El pobre se había visto obligado a hacerlo, no tenía otra alternativa.

Ya eran las siete y media. Regresó corriendo a Montelusa, pero cuando se detuvo delante de la puerta del edificio donde estaba la oficina de Alfredo Corso, la encontró cerrada. Llamó a través del portero automático y no contestó nadie. Empezó a soltar palabrotas. No sabía el número de teléfono del domicilio de Corso, aunque, de todos modos, no habría llamado, pues cabía la posibilidad de que hubiera regresado y se pusiera él al teléfono. ¿Qué hacer? Necesitaba aquella información más que el aire que respiraba. Se encontraba inmóvil como un poste delante de la puerta, cuando ésta se abrió y apareció Caterina Corso.

—¡Comisario!

Poco faltó para que el comisario la abrazara y la besara.

—¡Cómo me alegro de verla! —se le escapó.

Caterina, al fin mujer, lo miró con una sonrisa que le iluminó todo el rostro.

—¿Me esperaba a mí?

—Sí. Le pido perdón, pero es imprescindible que hable con usted. —La sonrisa de Caterina aumentó de voltaje—. Puede creerme, tengo absoluta necesidad de cierta información. Ya sé que se disponía a regresar a su casa, pero...

La sonrisa de Caterina se apagó de golpe como una bombilla fundida. La joven se apartó.

—No se preocupe, acompáñeme. —En el ascensor, añadió—: Me ha llamado mi marido.

—¿Le ha hablado de Puka?

—No ha sido necesario. Me ha dado a entender que ya lo sabía. Hablaba en monosílabos, creo que llamaba desde el extranjero.

En el rellano, mientras buscaba la llave, dijo que también le había comentado a su marido la idea de llevar a su hijo a Roma, a casa de los otros abuelos.

—¿Y él qué ha dicho?

—Se ha mostrado totalmente de acuerdo. Lo más difícil será decírselo a mi padre. Le dolerá mucho la partida de su nieto. —Una vez en el despacho, ella se sentó detrás de la mesa y encendió el ordenador—. ¿Qué tipo de información desea? —Montalbano le explicó lo que quería—. Deme diez minutos. Después se lo grabo en un disquete y así podrá estudiarlo tranquilamente en su ordenador.

¿Disquete? ¿Ordenador? El comisario se llevó un susto. Estaba a punto de pedirle que le imprimiera los datos, pero entonces pensó que haría perder más tiempo a aquella mujer que tan amable se mostraba con él. Después, pensar que Catarella podría resolverle el problema lo tranquilizó. Pero el nombre de Catarella le hizo recordar que ambos estaban citados para ir a ver a la viejecita. Fue suficiente para que el hombro, que hasta aquel momento se había distraído con los acontecimientos, cobrara nuevamente vida con cuatro puñaladas seguidas. Soltó un gemido y miró a Caterina, pero ésta no lo había oído, absorta en su búsqueda. Era francamente guapa, no cabía la menor duda. Guapa y sincera. Mientras la contemplaba, tuvo la sensación de encontrarse en alta mar, respirando aire puro. Y ocurrió otra cosa que le alteró los nervios. Caterina, enfrascada en la búsqueda, sacó la punta de la lengua y la apoyó en el labio superior.

Gluglugluglu, le hizo la sangre en las venas.

En determinado momento, Caterina se sintió observada. Levantó los ojos del ordenador y miró a su vez al comisario. La mirada duró una diezmillonésima de segundo más de lo que habría tenido que durar.

—Si quiere fumar... —dijo Caterina, ofreciéndole un cenicero.

—No, gracias —contestó Montalbano—. Prefiero este aire de mar.

Caterina volvió a mirarlo. Sus ojos preguntaron:

«¿Qué aire de mar?»

«El tuyo», contestaron los de Montalbano.

Ella se ruborizó.

Al final, introdujo el disquete en un sobre y se lo entregó al comisario. Ambos se levantaron simultáneamente.

—Gracias. ¿Cuándo se va?

—Creo que dentro de tres días.

—¿Estará ausente mucho tiempo?

—No, por la mañana tomaré el vuelo de Roma y regresaré por la noche.

En el ascensor permanecieron en silencio. Montalbano la acompañó al coche. Ambos se despidieron. El apretón de manos duró una diezmillonésima de segundo más de lo que habría tenido que durar.

* * *

—Carabineros de Tonnarello. ¿Quién habla?

—Soy Salvino Montaperto. ¿Está el comandante Verruso?

—Se lo paso.

Treinta segundos de silencio y, a continuación, la voz de Verruso.

—¿Comisario? Dígame.

Era un policía nato, no se podía negar, lo había comprendido al vuelo.

—¿Cómo está?

—Ahora mejor, pero he tenido que quedarme toda la tarde en casa.

—¿Tiene alguna novedad?

—Yo, no. ¿Y usted?

—Sí, varias. Estoy haciéndome cierta idea. Mañana por la mañana me gustaría verlo, donde y cuando usted quiera.

El comandante lo pensó un momento.

—¿Recuerda la cabina telefónica donde nos vimos por primera vez? ¿Le parece bien allí a las nueve y media?

En la comisaría sólo estaba Catarella.


Dottori
, tenemos que esperar un cuarto de horita a Galluzzo, que vendrá para el cambio de guardia.

—Muy bien. Haremos una cosa. —Sacó el disquete del bolsillo—. Mientras esperamos a Galluzzo, imprímeme esto. Pero, sobre todo, que no te vea nadie. Yo voy a tomarme un café y te espero en el coche.

Catarella apareció cuando Montalbano ya se había fumado tres cigarrillos y estaba poniéndose nervioso por momentos.

—Le pido perdón,
dottori
, pero es que ha sido Galluzzo el que ha llegado tarde. —Le entregó un fajo de papeles—. Se lo he imprimido todo.

—Bueno, ¿dónde está esa viejecita? —preguntó Montalbano, poniendo el motor en marcha.

—Usía tome la carretera de Marinella —contestó Catarella con un suspiro y una radiante expresión de felicidad en el rostro.

—¿Qué te pasa?

—¡Virgen santa,
dottori
, qué contento estoy! ¡Ahora usía tiene secretamente dos secretos conmigo en persona personalmente!

—¿Dos?

—Sí, señor
dottori
. La viejecita y los papeles que le he imprimido. ¿No son dos?

8

Con la ayuda de Catarella consiguió sujetar el vendaje que envolvía la cataplasma que la viejecita de las hierbas le había proporcionado, cobrándole tanto por ella como por un medicamento caro. Lo más difícil fue lograr que Catarella regresara a su casa: éste se había ofrecido incluso a dormir en el sofá.

—Así,
dottori
, si de noche durante la noche necesita algo que le haga falta, yo estaré listo para ayudarlo.

Cuando finalmente se quedó solo, sintió que se le había despertado el apetito; pero en el frigorífico no había casi nada: queso de vaca curado, higos secos y aceitunas. Mejor eso que nada. Adelina, la asistenta, a la que, con muy buena voluntad, también se la podría denominar ama de llaves, llevaba una semana brillando poco por sus hallazgos culinarios debido a que sus dos hijos con antecedentes penales habían sido detenidos una vez más y ella tenía que encargarse de cuidar a los nietos.

Decidió trabajar mientras comía. Llevó a la mesa el queso, los higos secos, las aceitunas y el vino y lo colocó todo al lado de las hojas impresas por Catarella. Sacó del cajón cinco folios en blanco y un lápiz.

Al cabo de dos horas había llenado los cinco folios, demostrando con ello que lo que había pensado podía ser confirmado. Se sorprendió de que, en el fondo, todo hubiera sido tan fácil: había que pensarlo, porque lo más difícil era dar con el proceso mental adecuado. La posterior demostración de la trascendencia de lo que decían los papeles no era tarea suya, sino del comandante de los carabineros. Como máximo, él podía echarle una mano.

Antes de irse a dormir llamó a Livia. Se mostró tierno, afectuoso y comprensivo. En determinado momento, Livia ya no pudo contenerse.

—El viernes por la tarde cojo un avión y voy para allí.

Tumbado en la cama, leyó unas cuantas páginas de «El corazón de las tinieblas», de Conrad, que de vez en cuando releía. Cuando le entró sueño, apagó la luz. La última imagen que le pasó por delante de los ojos fue la de Caterina Corso. Entonces comprendió por qué razón se había mostrado tan vilmente cariñoso con Livia. Le remordía la conciencia. Se insultó a sí mismo.

A la mañana siguiente se quitó el vendaje. Se le había pasado por completo el dolor y podía mover perfectamente el hombro. El día era claro y despejado. Antes de dirigirse a Montelusa para reunirse con el comandante de los carabineros, pasó por la comisaría. Catarella se le echó encima, lo agarró por un brazo, acercó la oreja del comisario a la altura de su boca y le preguntó en un susurro:

—¿Qué me dice de eso?

—¿De qué?

—De lo que hicimos anoche juntos,
dottori
—contestó Catarella con una beatífica sonrisa en los labios.

Menos mal que no había nadie por allí cerca; de lo contrario, habrían podido sospechar que la víspera él y Catarella habían hecho guarradas.

—Me ha ido muy bien.

—¿Se le ha pasado?

—Por completo.

Catarella emitió un relincho de felicidad. En cuanto Montalbano entró en su despacho, se presentó Fazio con semblante afligido.


Dottore
, tengo que pedirle perdón.

—¿Por qué?

—Por mi manera de comportarme. He estado hablando con el
dottor
Augello y me ha hecho comprender que no tenía razón.

—No se hable más del asunto. ¿Alguna novedad?

—Sí, señor. Anoche muy tarde y esta mañana muy pronto ha habido dos atracos muy serios. El primero en...

—Díselo a Augello y resolvedlo vosotros —lo cortó Montalbano—. Yo debo terminar una cosa.

Fazio lo miró y Montalbano comprendió que Fazio había comprendido que la cosa que tenía que terminar, cualquiera que fuera, la haría de acuerdo con los carabineros.

—Pues muy bien —dijo Fazio extendiendo los brazos, resignado.

Verruso, vestido de paisano, ya estaba esperándolo en la proximidad de la cabina. Su rostro estaba amarillento a causa de la enfermedad.

—¿Cómo está, mi comandante?

—Así, así. Oiga,
dottore
, ¿le parece que vayamos a un bar de aquí cerca? Son amigos míos, allí podremos hablar con tranquilidad. —Mientras caminaban, el comandante dijo—: Esta mañana he recibido una llamada muy extraña del Alto Mando. Me han comunicado que todos los trámites burocráticos relacionados con el cadáver de Puka los llevará la Prefectura y que, por consiguiente, yo no deberé mantener más contactos con las delegaciones albanesas. No comprendo el motivo.

BOOK: El miedo de Montalbano
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